CANTO XVI

En la majada ambos, Odiseo y el divino porquerizo, apenas salió la Aurora se pusieron a preparar su almuerzo, después de encender el fuego. Habían enviado fuera a los pastores con las piaras de cerdos. Al aproximarse Telémaco los perros de broncos ladridos empezaron a mover la cola y no ladraban. Advirtió el divino Odiseo que los perros meneaban el rabo y le llegó el ruido de dos pies. Enseguida le dijo a Eumeo estas palabras aladas:

«Eumeo, ahora se acerca aquí algún compañero tuyo, o tal vez algún conocido, porque los perros no ladran, 10 sino que mueven las colas. Y oigo un rumor de pasos».

Aún no había acabado su frase, cuando su querido hijo se detuvo en la entrada. Asombrado se alzó el porquerizo, y se le cayeron de las manos las jarras en que andaba mezclando el vino rojo. Salió al encuentro de su señor, y le besó la cabeza y los hermosos ojos y ambas manos, mientras vertía abundantes lágrimas. Tal como un padre afectuoso acoge con cariño a su hijo, que vuelve de una tierra lejana después de diez años, y es el hijo único de su vejez por el que ha sufrido muchos pesares, así entonces besaba a Telémaco el divino porquerizo, 20 abrazándole por entero, como si volviera escapando de la muerte. Y, sollozando, le decía sus palabras aladas:

«¡Has vuelto, Telémaco, dulce luz mía! Ya creía que no te vería más, después de que te fueras en tu nave a Pilos. Pero, venga, entra ya, querido niño, para que disfrute en mi ánimo de verte de nuevo aquí dentro, llegado de lejos. Que no visitas a menudo el campo ni a tus pastores, sino que te quedas en la ciudad. ¡Será tal vez que le gusta a tu ánimo contemplar el maldito pelotón de los pretendientes!».

Y a su vez el juicioso Telémaco le decía en respuesta: 30

«Será por eso, abuelo. Vengo aquí por ti, para verte con mis ojos y escuchar tus palabras, sobre si mi madre me aguarda aún en el palacio, o si ya algún otro hombre se la llevó en matrimonio, y acaso el lecho de Odiseo está ocupado por dañinas arañas».

Le contestó al momento el porquero, capataz de sus siervos:

«Ten por seguro que ella espera con sufrido valor en el palacio. Tristes se le pasan siempre las noches y los días, vertiendo llanto».

Después de hablar así le recogió su broncínea lanza, 40 y él entró, cruzando el umbral de piedra. Al verlo entrar quiso cederle el asiento su padre, Odiseo. Pero Telémaco lo detuvo, desde enfrente, y le dijo:

«Siéntate, forastero. Nosotros encontraremos por aquí otro asiento en la cabaña. Este hombre de aquí me lo ofrecerá».

Así habló, y el otro se sentó de nuevo. Para su hijo el porquerizo amontonó unas ramas verdes y las cubrió con una piel de oveja. Sobre ella se sentó el querido hijo de Odiseo. Y delante les preparó el porquero 50 unas tablas de carnes asadas, que habían sobrado en la comida de la víspera. Apresuradamente recogió unos pedazos de pan en unos cestillos, y se puso a mezclar en una jarra un vino de dulce sabor. Ellos echaron sus manos sobre los alimentos que tenían servidos delante.

Luego que hubieron saciado su apetito de comida y bebida, entonces Telémaco le decía al divino porquerizo:

«Abuelo, ¿de dónde ha llegado este extranjero? ¿Cómo lo trajeron los marineros a Ítaca? ¿Quiénes decían ser? Porque no creo que haya llegado hasta aquí caminando».

60 Respondiéndole, decías tú, porquerizo Eumeo:

«En efecto, hijo, voy a contarte toda la verdad. De la extensa Creta dice que es por su linaje, y afirma que ha pasado por muchas ciudades errabundo. Pues la divinidad le deparó ese vagar. Ahora, por fin, escapando de una nave de gente tesprota, vino a mi majada. Y yo te lo encomiendo a ti. Trátale como quieras, date cuenta de que es un suplicante tuyo».

De nuevo le contestó el juicioso Telémaco:

«¡Eumeo, qué penoso encargo me has propuesto! 70 ¿Cómo, pues, voy yo a acoger a este extranjero en mi casa? Yo soy joven y todavía no tengo confianza en mis manos como para defenderme de cualquier individuo que ose enfrentárseme. Y a mi madre el corazón se le agita en el pecho dudando si permanecer en mi casa y velar por el hogar, respetando el lecho de su esposo y su fama en el pueblo, o si marchar tras el mejor de los aqueos que la pretenda y en su casa le ofrezca más numerosos obsequios. Sin embargo, a este huésped tuyo, ya que a tu casa acudió, lo vestiré de hermosas ropas, túnica y manto, y le daré una 80 espada de doble filo y sandalias para sus pies y lo enviaré a donde su corazón y su ánimo le impulsen.

»Si estás dispuesto, tómalo a tu cuidado y reténlo en la majada. Enviaré yo aquí los vestidos y todo el sustento para su comida, para que no os resulte una carga a ti y a tus compañeros. Mas no querría yo que se presentara ante los pretendientes, pues siguen con su desenfrenada insolencia, para que no lo ultrajen. Me causaría un enorme disgusto. Y le es difícil a un hombre, por fuerte que sea, pelear contra muchos más, que son con eso sin duda más fuertes».

Contestóle, a su vez, el muy sufrido divino Odiseo: 90

«Amigo mío, puesto que es lícito que también yo diga mi opinión, ¡cómo se me desgarra el corazón al escuchar las acciones tan insolentes que decís que traman los pretendientes en el palacio, en contra de la voluntad de alguien como tú! Dime si te dejas someter de buen grado, o si es que la gente del pueblo te margina obedeciendo al oráculo de un dios, o si les echas la culpa a tus hermanos, en los que un hombre confía en los momentos de lucha, cuando estalla una gran rencilla. ¡Ojalá fuera yo tan joven, con un ánimo como el mío, o un hijo del irreprochable Odiseo, o 100 incluso el mismo Odiseo regresara de su viaje! El destino permite aún la esperanza. ¡Que me cortara la cabeza un extraño cualquiera si no iba a ser yo la ruina de todos ellos al presentarme en el palacio de Odiseo Laertíada! Y si me vencieran por su número cuando yo me presentara solo, preferiría que me mataran de una vez en mi palacio, y quedar muerto, a ver continuamente esos actos infames: que ofendan a mis huéspedes, que arrastren deshonrosamente a mis 110 sirvientas por las nobles salas, y derramen mi vino sin tasa, y se coman mi pan, en su necio desenfreno, en un desastre sin fin».

Le contestó luego el juicioso Telémaco:

«Yo te lo contaré, extranjero, punto por punto. Ni el pueblo entero me rechaza y me detesta, ni tengo reproches contra mis hermanos, en los que un hombre suele confiar en los momentos de pelea, si estalla una gran rencilla. Porque sucede que a mi familia Zeus la hizo de hijos únicos. Arcisio engendró sólo a un hijo: Laertes. A su vez, él fue padre de un solo hijo: Odiseo. 120 Y Odiseo, a su vez, me engendró sólo a mí y me dejó en su palacio, sin disfrutar de mi niñez. Por eso ahora son incontables los enemigos que tengo en mi casa. Todos los príncipes que tienen poderío en las islas, en Duliquio, en Samos, y en la boscosa Zacintos, y cuantos tienen dominios en la rocosa Ítaca, todos esos cortejan a mi madre y esquilman la casa. Ella ni rechaza el matrimonio ni puede detener su asedio, y ésos van consumiendo, devorando, mi hacienda. Pronto me destruirán también a mí. Pero, ciertamente, eso está en las rodillas de los dioses.

130»Abuelo, vete tú aprisa, di a la prudente Penélope que aquí estoy sano y salvo, y que he vuelto de Pilos. Yo, por mi parte, aguardaré aquí y tú regresa después de darle la noticia a ella sola. Que no se entere ningún otro de los aqueos. Pues muchos traman daños contra mí».

En respuesta le dijiste tú, porquerizo Eumeo:

«Lo sé, lo comprendo. Hablas a uno que ya conoce el asunto. Pero dime algo más y expónmelo sin rodeos: si también en el mismo viaje he de acercarme al infeliz Laertes, que, aunque muy apenado por Odiseo, antes inspeccionaba las tareas de los siervos en el 140 palacio, y comía y bebía siempre que en su ánimo le apetecía; pero ahora, desde que tú te fuiste con tu nave a Pilos, dicen que ya no come ni bebe como antes, ni vigila los trabajos, sino que con sollozos y gemidos se está sentado lamentándose, mientras la piel se le arruga sobre los huesos».

Le respondió al momento el juicioso Telémaco:

«Muy triste es, pero aun así dejémoslo, por mucho que nos apene. Pues, si todo quedara al alcance de los humanos, querríamos antes que nada ver el día del regreso de mi padre. Bueno, dale a ella el recado y 150 vuélvete atrás, sin demorarte por los campos en busca de aquél. Pero dile a mi madre que le envíe a la sirvienta despensera a toda prisa y en secreto, pues ella puede darle las nuevas al anciano».

Dijo y apremió al porquero. Recogió él con sus manos las sandalias, se las ató a los pies, y se puso en marcha hacia la ciudad. No le pasó inadvertida a Atenea la salida del porquerizo Eumeo de la majada. Así que se presentó allá. En su aspecto había tomado la figura de una mujer bella y alta y experta en finas labores. Acudió y se le apareció a Odiseo delante de la 160 cabaña. Pero Telémaco no la vio allí ni se percató de su presencia. Los dioses no aparecen visibles a todos. La vieron Odiseo y los perros, que no ladraron, sino que corrieron espantados y gruñendo por aquí y por allí en la majada. Ella hizo una seña con los ojos. La advirtió el divino Odiseo, y salió de la estancia andando a lo largo del gran muro del patio, y se paró ante ella. Atenea le dijo:

«¡Hijo divino de Laertes, Odiseo de muchos trucos, infórmale ya ahora a tu hijo, y no disimules más tus palabras! A fin de que, cuando hayáis tramado la 170 muerte y el destino funesto de los pretendientes, marchéis los dos a la muy ilustre ciudad. Yo misma tampoco andaré lejos de vosotros, ansiosa de combatir».

Dijo, y lo tocó Atenea con su varita de oro. Un manto recién lavado y una túnica le envolvieron el cuerpo, y le infundieron arrogancia y juventud. De nuevo se volvió moreno de piel, y se redondearon sus mejillas, y los cabellos de su barba ennegrecieron. Después de esta acción partióse la diosa. Luego entró Odiseo en la cabaña. Se quedó pasmado su querido hijo; atemorizado 180 desvió sus miradas, por si acaso era un dios, y empezó a hablarle con estas palabras aladas:

«Distinto apareces ante mí, extranjero, ahora de antes, llevas otro atuendo y tu cuerpo no es el mismo. Seguramente eres algún dios, de los que habitan el amplio cielo. Pero senos propicio, para que te ofrezcamos sacrificios a tu gusto y regalos de oro bien labrado. ¡Apiádate de nosotros!».

Le contestó enseguida el muy sufrido divino Odiseo:

«No soy ningún dios. ¿Por qué me comparas a los inmortales? Pero soy tu padre, por el que tú suspiras y sufres muchos pesares, soportando los ultrajes de otros hombres».

190 Después de hablar así, besó a su hijo, y por sus mejillas derramó lágrimas que caían hasta el suelo. Hasta entonces las había retenido tenazmente. Telémaco, que aún no se había convencido de que fuera su padre, respondióle de nuevo y le habló con estas palabras:

«No, tú no eres Odiseo, mi padre, sino que un dios me hechiza para que me apene aún más y más solloce. Porque en modo alguno habría tramado esto un mortal con su propia mente, a no ser que se presentara algún dios para hacerte sin trabas, a su placer, joven o viejo. Hace un momento eras un viejo y vestías con harapos; ahora te asemejas a los dioses que poseen el 200 amplio cielo».

Respondiéndole le dijo el muy astuto Odiseo:

«Telémaco, no está bien que, al presentarse acá tu padre, te asombres en exceso y te maravilles demasiado. Pues no va a regresar ningún otro Odiseo, sino sólo yo, tal como me ves ahora, después de mucho sufrir y mucho ir errante, y vuelvo a los veinte años a mi tierra patria. Por lo demás, esto es obra de Atenea que conduce los ejércitos, quien me ha vuelto tal como le apetece, pues bien puede hacerlo, unas veces con aspecto de mendigo, y otras, en cambio, como un 210 hombre joven con bellas ropas sobre el cuerpo. Es fácil para los dioses que poseen el amplio cielo revestir de gloria a un mortal o arruinarlo».

Después de decir esto se sentó. Telémaco se abrazó a su padre y gemía y vertía lágrimas. A ambos les inundó el deseo de llanto. Lloraban estrepitosamente, de modo más agudo que las aves, águilas o buitres de corvas garras, a los que los campesinos les han arrebatado las crías antes de que pudieran usar sus alas; así entonces ellos, desde sus cejas, derramaban el llanto. Y sollozando se les habría puesto la luz del 220 sol, si antes no le hubiera dicho Telémaco a su padre:

«¿En qué nave ahora te trajeron, querido padre, aquí, a Ítaca, los navegantes? ¿Quiénes decían ser? Porque creo que no habrás llegado aquí caminando».

Le contestó al punto el muy sufrido divino Odiseo:

«Pues bien, voy a decirte, querido hijo, toda la verdad. Me trajeron los feacios, famosos por sus naves, que dan escolta también a otros hombres, a cualquiera que llegue ante ellos. Me transportaron dormido 230 en una negra nave sobre el mar, me dejaron en Ítaca y me dieron espléndidos regalos, bronce y oro en abundancia, y ropas bien tejidas. Tengo estos objetos guardados en una cueva según la voluntad de los dioses. Por mi parte he venido aquí de acuerdo con las instrucciones de Atenea, para que decidamos acerca de la muerte de nuestros enemigos. Conque, venga, recuenta y descríbeme a los pretendientes, para que yo sepa cuántos y quiénes son esos hombres. Y, meditando en mi ánimo, podré decirte si vamos a ser capaces de enfrentarnos a ellos nosotros dos solos, o si buscaremos además ayuda de otros».

240 Le respondió enseguida el juicioso Telémaco:

«Oh padre, de continuo he oído de tu gloriosa fama: que eras de brazo guerrero y de inteligente decisión. Pero acabas de decir algo excesivo. Me echa atrás el espanto. No sería posible que dos hombres peleen contra muchos y fuertes. Los pretendientes no son, en efecto, ni una decena ni dos, sino muchísimos más. Pronto vas a saber su número. De Duliquio llegaron cincuenta y dos jóvenes sobresalientes, y les acompañaban seis criados; de Samos hay veinticuatro 250 individuos; de Zacintos han venido veinte hijos de los aqueos; y de la misma Ítaca doce, todos principales, y junto a ellos están el heraldo Medonte, el divino aedo, y un par de siervos expertos en los servicios del banquete. Si nos enfrentáramos a todos ellos allí dentro, tal vez sufrirías, a tu vuelta, de modo amargo y brutal sus violencias. Pero, si te es posible pensar en alguien que nos auxilie, dime quién puede socorrernos con su amistad y valor».

Le respondió a su vez el muy sufrido divino Odiseo:

«Pues, en efecto, te lo diré y tú escúchame y atiende, y piensa y dime si nos será suficiente Atenea junto 260 con Zeus Padre, o si debo pensar en encontrar algún otro auxiliar».

Le respondió entonces el juicioso Telémaco:

«Poderosos son, en efecto, esos dos defensores que mencionas, si bien están en lo alto, en las nubes. Los dos dominan a los hombres todos y a los dioses inmortales».

Contestóle, a su vez, el muy sufrido divino Odiseo:

«Pero no permanecerán los dos mucho tiempo apartados de la feroz refriega, cuando entre los pretendientes y nosotros en nuestras salas se dirima la contienda de Ares. Así que ponte en camino en cuanto 270 amanezca hacia la casa y mézclate allí con los soberbios pretendientes. Luego a mí me conducirá el porquerizo hasta la ciudad, con mi aspecto de mendigo miserable y viejo.

»Si me ultrajan en el palacio, que tu corazón en tu pecho se resígne a ver que yo soporto el maltrato. Incluso si me arrastran por los pies hasta echarme o si me hieren con lo que me arrojen, tú mira y conténte.

»Pero, bueno, propónles que desistan de sus ofensas, dándoles consejos con palabras amables. Ellos no te harán ningún caso, pues ya les acecha el día fatal. 280 Te diré algo más, y tú guárdalo en tu mente. Cuando Atenea de muchos consejos lo inspire en mi ánimo, yo te haré una seña con la cabeza, y tú, apenas la veas, retira todas las armas de guerra que hay en las salas, y llévatelas al fondo de la estancia del piso alto, todas en montón. Con respecto a los pretendientes, explícaselo con palabras arteras en caso de que te pregunten al echarlas en falta: “Las he apartado del humo, para que no les pase como a las que aquí dejó antaño Odiseo al 290 marcharse a Troya, que están ahumadas por donde las alcanzó el ardor del fuego. Y, además, hay otro motivo que me ha inspirado el Crónida; que no sea que, al emborracharos, vaya a surgir entre vosotros una disputa y os dañéis unos a otros y echéis a perder el banquete y el cortejo, pues el hierro por sí solo incita al hombre”. Tan sólo para nosotros dos deja a nuestro alcance dos espadas y dos lanzas, y dos escudos de piel de buey para tomarlos en nuestras manos y usarlos al comenzar la matanza. A ellos entonces los hechizarán Atenea y el providente Zeus.

300»Otra cosa te diré y tú guárdala en tu mente. Si verdaderamente eres mi hijo y de nuestra sangre, que nadie se entere ahora de que Odiseo está en su casa. Que no lo sepa ni Laertes ni el porquerizo siquiera, ni ninguno de los siervos ni la misma Penélope, sino que tú y yo, solos, conozcamos la conducta de las mujeres y pongamos a prueba luego a cada uno de los criados, a ver quién nos respeta y nos teme en su ánimo, y quién nos ignora y te desprecia siendo tú quien eres».

Respondiéndole le hablaba así su ilustre hijo:

«Padre, vas a conocer, creo, de aquí en adelante mi 310 talante. Porque en nada me retienen flaquezas de ánimo. Sin embargo eso no creo que nos resulte una ventaja a nosotros dos. Te ruego que lo pienses. Tardarás en saber algo probando a cada uno, examinando sus acciones, mientras que ésos a su gusto en el palacio devoran tus bienes sin reparos, sin ahorro alguno. Pero yo te exhorto a que nos informemos de las mujeres quiénes te deshonran y quiénes son inocentes. Respecto a los hombres no quisiera ir por las majadas a ponerlos a prueba, sino que dejemos esta tarea para luego, si de verdad 320 sabes algún augurio de Zeus portador de la égida».

Mientras ellos charlaban de todo esto uno con otro, llegó al puerto de Ítaca la bien construida nave, que desde Pilos había transportado a Telémaco y sus compañeros. En cuanto éstos se hallaron al fondo del hondo puerto, vararon en la ribera la negra nave y la animosa tripulación sacó de ella las armas, y enseguida llevaron a casa de Clitio los espléndidos regalos. Luego enviaron un heraldo a la mansión de Odiseo para darle a la prudente Penélope la noticia de que 330 Telémaco estaba en el campo y que había dado órdenes de que la nave fuera a la ciudad, para que la noble reina dejara de verter su tierno llanto.

Coincidieron ambos, el heraldo y el divino porquerizo en su embajada, yendo a contar la noticia a su señora. Así que cuando llegaron a la mansión del divino rey, el heraldo proclamó delante de las criadas: «Al fin, ya, reina, ha vuelto tu querido hijo». Y el porquerizo, situándose junto a Penélope, le comunicó todas las cosas que su hijo le había encargado contarle. Y 340 después, en cuanto le hubo dicho del todo su encargo, emprendió el regreso hacia sus cerdos, dejando atrás los patios y el palacio.

Los pretendientes se afligieron y se entristecieron en su ánimo, y salieron de la gran sala arrimados al largo muro del atrio, y fueron a sentarse delante del portalón. Entre ellos tomó la palabra Eurímaco, hijo de Pólibo:

«¡Ah, amigos, menuda hazaña ha resultado este viaje audaz de Telémaco! Pensábamos que no lo lograría. Bien, vamos, botemos una negra nave, la mejor que tengamos y dispongamos remeros para ella, 350 de manera que, de inmediato, digan a los demás que se vuelvan enseguida a esta casa».

Aún no lo acababa de decir cuando Anfínomo, volviendo la vista, divisó el barco ya dentro del hondo puerto y a sus tripulantes recogiendo las velas y con los remos en los brazos. Echándose a reír alegremente les dijo a sus compañeros:

«No enviemos ya ningún mensaje, que ya están aquí ésos. O bien alguno de los dioses se lo hizo saber o ellos mismos vieron pasar de largo el navío y no pudieron darle alcance».

Así habló y los demás se levantaron y marcharon por la orilla marina. Pronto dejaron la negra nave sobre 360 la ribera, y sacaron los arreos sus bravos servidores. Ellos marcharon todos juntos a la plaza sin dejar que ningún otro, ni joven ni viejo, se les uniera. Entre ellos tomó la palabra Antínoo, hijo de Eupites:

«¡Ay, ay, cómo libraron a ese joven de la muerte los dioses! Durante días estuvieron los vigías en las cimas batidas por el viento, continuamente, en turnos constantes. Al ponerse el sol nunca dormimos por la noche en tierra, sino que nos quedamos en alta mar en nuestra negra nave hasta la divina aurora, acechando a Telémaco, para capturarlo y matarlo allí. 370 Pero he aquí que entre tanto lo trajo a su casa el destino. Bien, preparémosle aquí nosotros a Telémaco una cruel muerte, y que no se nos escape. Pues creo que, mientras él siga vivo, no se cumplirán nuestros planes. Por su inteligencia y su decisión él, en efecto, es muy capaz y las gentes del pueblo no están ya, de ningún modo, bien dispuestas hacia nosotros. Así que actuad antes de que él reúna a los aqueos en el ágora. No creo pues que vaya a ceder en nada, sino que vendrá enfurecido y alzándose ante todos les dirá que tramábamos su pronta muerte, pero no la hemos conseguido. Y ellos, en cuanto le escuchen, no aprobarán 380 estas malignas acciones. ¡Ojalá no nos causen daños y nos expulsen de nuestra tierra y tengamos que emigrar a un país extraño! Mas apresurémonos a capturarlo en el campo, lejos de la ciudad, o en el camino. Y quedémonos con sus bienes y hacienda nosotros, repartiéndolos con equidad, y, por otra parte, permitamos que se queden la casa su madre y aquel que se case con ella. Si este consejo os desagrada, y preferís, en cambio, que él viva y conserve toda la fortuna paterna, no sigamos devorando todos juntos sus abundantes bienes, reuniéndonos aquí, sino 390 que cada uno desde su propia casa continúe el cortejo ofreciendo a su madre sus regalos de boda. Y que ella pueda luego desposarse con quien más le ofrezca y le esté destinado».

Así dijo, y todos los demás se quedaron quietos y en silencio. Entre ellos tomó la palabra y empezó a hablar Anfínomo, el ilustre hijo de Niso, el soberano Aretíada, que desde la herbosa Duliquio de amplios trigales acaudillaba a los pretendientes y de modo especial agradaba a Penélope por sus palabras, pues era de buen corazón. Éste, con pensamiento benévolo, comenzó a hablar y dijo:

400 «Amigos, yo al menos no quisiera asesinar a Telémaco. Es horrible dar muerte a alguien de estirpe real. Así que, antes, consultemos los designios de los dioses. Si las leyes del gran Zeus lo aprobaran, yo mismo lo mataré e incitaré a todos los demás. Pero si los dioses lo rechazan, opino que debemos dejarlo».

Así habló Anfínomo y a los demás les pareció bien el consejo. Poco después se levantaron y marcharon a la casa de Odiseo y, llegando allí, se sentaron en los bien pulidos asientos.

410 Pero algo nuevo pensó la prudente Penélope: en aparecer ante los pretendientes de soberbia arrogancia. Pues se había enterado en palacio de la amenaza de muerte a su hijo. Se lo contó el heraldo Medonte, que oyó las intrigas. Marchó hacia la sala seguida de sus doncellas, y, cuando llegó ante los pretendientes la divina entre las mujeres, se detuvo erguida ante el pilar del bien construido techo, manteniendo ante sus mejillas su sutil velo, y se dirigió a Antínoo, le amonestaba y le decía:

«¡Antínoo, criminal, urdidor de maldades! ¡Y de ti dicen en el pueblo de Ítaca que eres el mejor de los de 420 tu edad en decisión y en palabras! Desde luego que no te comportas como tal. ¡Insensato! ¿Por qué maquinas tú la muerte y el final de Telémaco, y no respetas a los suplicantes, de los que Zeus es protector? Impiedad es tramar maldades unos contra otros. ¿O no sabes cómo llegó aquí tu padre, fugitivo, temeroso del pueblo? La gente, en efecto, se había enfurecido mucho porque él, en compañía de los piratas tafios, había dañado a los tesprotos, que eran aliados nuestros. Estaban dispuestos a matarlo y a arrancarle el corazón y arramblar con sus numerosos y costosos bienes. Pero Odiseo lo impidió y los contuvo, aunque estaban 430 enfurecidos. De ése ahora arruinas la casa, ignominiosamente, y pretendes a su mujer y quieres matar a su hijo, y a mí me angustias a fondo. Por tanto, te ruego que te contengas y exhortes a los demás a eso mismo».

A su vez la contestaba Eurímaco, hijo de Pólibo:

«¡Hija de Icario, prudente Penélope, no temas! Que eso no te angustie en tu interior. No hay hombre alguno, ni va a surgir ni presentarse, que vaya a poner sus manos sobre tu hijo Telémaco, mientras yo viva y contemple la luz del sol en la tierra. Así pues te lo 440 prometo, y así quedará cumplido: muy pronto su negra sangre correría en torno a mi lanza, pues, en efecto, también a mí Odiseo, el destructor de ciudades, muchas veces me hizo sentarme en sus rodillas y en sus manos me dio a comer carne asada y rojo vino. Por eso para mí Telémaco es el más querido con mucho de todos los humanos, y proclamo que no ha de temer una muerte que venga de los pretendientes. La que envían los dioses es imposible esquivarla».

Así dijo confortándola, pero él mismo planeaba esa muerte. Ella entonces subió a las relucientes estancias de arriba, y luego se puso a llorar a Odiseo, su querido 450 esposo, hasta que Atenea de ojos glaucos vertió dulce sueño sobre sus párpados.

Al atardecer llegó hasta Odiseo y su hijo el divino porquerizo. Los otros, naturalmente, se preparaban ya la cena sacrificando un lechón de un año. Al punto Atenea, acudiendo junto al Laertíada Odiseo, lo tocó con su varita y lo convirtió de nuevo en un viejo, y revistió su cuerpo con míseras ropas, para que no lo reconociera el porquerizo al encontrárselo cara a cara y se lo dijera a la prudente Penélope, sin guardar el secreto. 460 Y Telémaco fue el primero en tomar la palabra:

«¡Has vuelto, divino Eumeo! ¿Qué rumor corre por la ciudad? ¿Acaso los soberbios pretendientes han vuelto de su emboscada o aún siguen al acecho para cuando yo regrese a mi casa?».

Respondiendo le contestaste tú, porquerizo Eumeo:

«No me paré a averiguar y preguntarlo cuando bajé a la ciudad. Mi ánimo me impulsaba a dar aprisa el mensaje y volverme de nuevo acá. Avanzó conmigo un enviado presuroso de tus compañeros, un heraldo, 470 que fue el primero en darle noticias a tu madre. En todo caso, sé lo siguiente, porque lo vi con mis ojos. Ya andaba yo de camino por las afueras de la ciudad, por donde queda la colina de Hermes, cuando divisé una nave rauda que entraba en nuestro puerto, y muchos hombres iban a bordo. Estaba llena de escudos y lanzas de doble punta, y me figuré que eran ellos, pero no sé nada más».

Así habló y sonrió el sagrado ánimo de Telémaco, mientras echaba con sus ojos una mirada a su padre y esquivaba la del porquero. Cuando ellos hubieron acabado el trabajo y preparado la cena, se pusieron a comer y su ánimo no echaba en falta nada de un 480 completo festín. Y cuando hubieron saciado su apetito de comida y bebida, pensaron en la cama y acogieron el regalo del sueño.