CANTO XVII
Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, cuando al instante se ató a los pies las bellas sandalias Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo, tomó la robusta lanza bien encajada en su mano, presuroso por marchar a la ciudad, y dijo al porquerizo:
«Abuelo, yo me voy a la ciudad, para que me vea mi madre. Pues creo que no va a cejar en su afligido llanto y su quejumbroso gemir hasta que me vea en persona. A ti te encargo de esto: lleva a este desdichado 10 extranjero a la ciudad para que allí mendigue su pitanza. El que quiera le dará algo de pan y un vaso de vino. A mí no me es posible mantener a todo el mundo, aunque me aflija en mi ánimo. En cuanto al extranjero, si se enfada mucho, peor será para él. A mí me gusta decir la verdad».
Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:
«Amigo, tampoco yo tengo ganas de quedarme. Para un pobre es mejor ir a la ciudad y por los campos a mendigar su pitanza. Y me dará quien quiera. 20 No soy yo, desde luego, de poca edad, como para quedarme en la majada a obedecer en todo al que manda y hace encargos. Así que márchate. A mí me guiará luego este hombre, al que se lo mandas, en cuanto me caliente al fuego y el sol difunda calor. Tengo estas míseras ropas en un estado terrible. No vaya a matarme el frío del alba. El poblado, decís, está lejos».
Así habló, y pronto Telémaco dejó atrás la majada, caminando a grandes pasos. Meditaba daños a los pretendientes. Y en cuanto llegó a su bien habitado palacio, se detuvo, dejó la lanza apoyada en una alta columna, 30 y entró en el interior, cruzando el pétreo umbral.
La primera en verlo fue la nodriza, Euriclea, que estaba extendiendo unas pieles sobre los torneados asientos, y enseguida corrió llorosa hacia él. De uno y otro lado acudieron las otras siervas del intrépido Odiseo, y le abrazaban y besaban su cabeza y sus hombros. Desde su alcoba acudió la muy prudente Penélope, parecida a Ártemis o a la áurea Afrodita. Ella rodeó con ambos brazos llorando a su hijo y le 40 besó la cabeza y sus bellos ojos, y, entre sollozos, le decía estas palabras aladas:
«¡Has vuelto Telémaco, mi dulce luz! Ya creía yo que no iba a verte más, después de que te fueras en tu nave hacia Pilos a escondidas, contra mi voluntad, para escuchar noticias sobre tu padre. Bueno, venga, cuéntame todo lo que has visto en tu viaje».
A su vez, el juicioso Telémaco la contestaba:
«Madre mía, no me muevas al llanto ni me acongojes el ánimo en el pecho, después de haber escapado a una brusca muerte. Más bien date un baño, ponte encima tus refulgentes joyas, sube a la estancia de arriba con tus criadas de casa, y promete sacrificar 50 hecatombes completas a todos los dioses si Zeus cumple una justa venganza. Yo, por mi cuenta, voy a ir hasta la plaza a invitar al extranjero que me acompañó a mi vuelta. Lo envié por delante con compañeros semejantes a dioses, y a Pireo le ordené que lo llevara a su casa amablemente y le acogiera y le honrara como amigo, hasta que yo acudiera».
Así habló y para ella fue una palabra sin alas. Así que se dio un baño, se puso un vestido reluciente y prometió a todos los dioses ofrecerles hecatombes completas en sacrificio, si Zeus cumplía los actos de 60 venganza.
Telémaco salió luego a grandes pasos de la sala y recogió su lanza. Lo escoltaban unos perros de patas veloces. Sobre él vertía su gracia divina Atenea. Toda la gente lo veía pasar admirada. En torno los pretendientes soberbios se reunían saludándole con palabras afables, pero maquinando males en sus mentes. Él esquivó pronto el numeroso gentío, y fue a sentarse allí donde solían sentarse Méntor, Antifo y Haliterses, que eran desde mucho tiempo antes compañeros de su padre. Ellos le preguntaban por todo. 70
Y hasta ellos llegó, a su lado, Pireo, famoso por su lanza, que guiaba al extranjero a través de la ciudad hasta la plaza. Telémaco entonces no se mantuvo lejos del extranjero, sino que fue junto a él.
Pireo comenzó a hablar y dijo:
«Telémaco, envía pronto a mi casa unas mujeres, para que te entregue los regalos que te ofreció Menelao».
A su vez le respondió el juicioso Telémaco:
«Pireo, no sabemos cómo van a salir ahora las cosas. Por si acaso los altivos pretendientes en mi palacio 80 fueran a matarme y a repartirse mis bienes paternos, prefiero que tú tengas y disfrutes de éstos antes que cualquiera de ellos. Mas si yo consigo darles muerte y un fatal destino, entonces los recogeré contento cuando me los traigas contento».
Después de hablar así guiaba hacia su casa al asendereado extranjero. En cuanto llegaron a la casa bien habitada, dejaron sus mantos sobre las sillas y asientos, y se dirigieron hacías las bañeras bien pulidas y se bañaron. Luego las sirvientas los frotaron y ungieron con aceites, y los vistieron con túnicas y mantos de 90 lana. Y salieron de las bañeras y se sentaron en los sillones. Una criada trajo el agua en un hermoso aguamanil de oro, y comenzó a verterla en una jofaina de plata para que se lavaran las manos. A su lado extendió una pulida mesa. Sobre ella colocó la venerable despensera las viandas, trayendo muchos manjares, generosa de cuanto tenían.
La madre de Telémaco vino a situarse frente a ellos, sentada en su silla junto a la gran columna de la sala, revolviendo en su rueca sutiles hilos. Ellos tendieron sus manos a los manjares dispuestos y servidos. Y una vez que hubieron satisfecho su apetito de comida y bebida, 100 empezó a decirles la prudente Penélope estas palabras:
«Telémaco, yo voy a subir al piso alto a echarme en mi cama, que me acoge cuando lloro, bañada en lágrimas de continuo, desde que Odiseo partió con los Atridas hacia Troya. ¿No quieres, antes de que vuelvan los soberbios pretendientes a esta casa, hablarme claramente del retorno de tu padre, si algo por ahí has oído?».
La contestó, al momento, el juicioso Telémaco:
«Desde luego que sí, madre, voy a contarte la verdad.
»Marchamos a Pilos, al palacio de Néstor, pastor de pueblos. Me recibió él en su mansión de alto techo, y 110 me trató amablemente, como un padre a su hijo que volviera después de larga ausencia. Así me albergó él a mí, con todo afecto, en la compañía de sus honrados hijos. Sin embargo, del audaz Odiseo me dijo que no había oído nunca a ningún viajero si estaba vivo o muerto, y me envió a visitar al Atrida Menelao, famoso por su lanza, con un carro bien ensamblado y sus caballos.
»Allí vi a la argiva Helena, por la que mucho sufrieron los argivos y troyanos por la voluntad de los dioses. Después me preguntó pronto Menelao, bueno 120 en el grito de guerra, por qué urgencia acudía a la divina Lacedemonia. Entonces yo le conté punto por punto toda la verdad, y él, contestándome, estas palabras dijo:
»“¡Ay, ay! ¡Que a un hombre tan valeroso quieran usurparle el lecho esos que son sólo unos tipos cobardes! Como cuando una cierva en la guarida de un fornido león echa a dormir a sus cervatillos, crías pequeñas, lactantes, y se sale a pastar por trochas y valles herbosos, y luego llega el león a su madriguera y les da 130 un terrible final a las crías, así Odiseo a ellos les dará un terrible final. ¡Ojalá que, oh Zeus Padre, Atenea y Apolo, siendo tal como era antaño en la bien construida Lesbos, cuando se levantó para luchar con Filomeles, en una disputa, y lo tumbó con fuerza, y se alegraron todos los aqueos, así se presentara ante los pretendientes Odiseo! ¡Tendrían breve vida y amargas bodas! Con respecto a lo que me preguntas y ruegas no quisiera yo hablar con rodeos y disimulos, y no voy a engañarte. 140 Pero de cuanto me contó el veraz Viejo del Mar ni una palabra te ocultaré ni omitiré. Me dijo que él lo había visto soportando fuertes pesares en una isla, en las moradas de la ninfa Calipso, que lo retenía por la fuerza. Él no era capaz de arribar a su tierra patria puesto que no disponía ni de barco de remos ni de compañeros que fueran con él sobre los amplios lomos del mar”.
»Así habló el Atrida Menelao, ilustre por su lanza. Después de realizar eso, regresé. Me dieron un viento propicio los inmortales, que pronto me trajeron a la querida tierra patria».
150 Así dijo, y a ella le conmovió el corazón en su pecho. A los dos les dijo entonces Teoclímeno de divino aspecto estas palabras:
«Respetable esposa de Odiseo Laertíada, éste en verdad no lo sabe con claridad; pero atiende a mi profecía. Porque voy a darte un vaticinio veraz y sin ambages. ¡Séame testigo Zeus, en primer lugar, y la mesa hospitalaria y el hogar del irreprochable Odiseo, al que me acojo, de que Odiseo, en verdad, ya está en su querida tierra patria, en reposo o caminando, informado de todas las acciones dañinas y, por tanto, prepara la ruina de todos los pretendientes! 160 Un augurio semejante ya interpreté estando en la nave de buenos bancos de remeros y ya se lo expuse a Telémaco».
Le respondió, a su vez, la muy prudente Penélope:
«¡Ojalá, extranjero, se viera cumplida esa profecía! Pronto conocerías mi amistad y tendrías muchos regalos míos, de modo que cualquiera que se encontrara contigo te llamaría feliz».
Mientras que así ellos conversaban unos con otros, los pretendientes se divertían delante del palacio de Odiseo, como de costumbre, lanzando discos y jabalinas en un terreno apropiado, despreocupados del todo. Mas cuando se hizo la hora de cenar y llegaron 170 las ovejas de uno y otro rebaños de los campos, traídas por sus pastores, entonces les habló Medonte, que de los heraldos era el más grato a los pretendientes y que les acompañaba en su festín:
«Muchachos, puesto que ya todos habéis divertido vuestro ánimo con los juegos, andad a la casa para que nos preparemos el banquete. No es nada desagradable tomar la cena a su hora».
Así dijo, y ellos se alzaron y obedecieron su aviso. Luego que llegaron a las confortables salas, depositaron sus mantos sobre los bancos y las sillas, y sacrificaron 180 gruesas ovejas y pingües cabras, y mataron gordos cochinos y una vaca del rebaño, disponiendo la cena.
Los otros, Odiseo y el divino porquerizo, se aprestaban a ir del campo a la ciudad. De ellos tomó la palabra el primero el porquero, mayoral de los siervos:
«Forastero, ya que deseas marchar a la ciudad hoy mismo, como lo indicaba mi patrón, así sea. De verdad que yo preferiría dejarte aquí, como guardián de los establos, pero le tengo respeto y temor, no vaya a ser que me haga reproches, y suelen ser duros los reproches de los amos. Así que, venga, vámonos ahora. 190 Pues ya ha pasado mucho día, y pronto, al atardecer, hará peor».
Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:
«Me doy cuenta y pienso en ello. Hablas a quien bien lo sabe. Conque vámonos, y tú guía a lo largo de todo el camino. Dame, si tienes por ahí, algún batón bien cortado para que me apoye, ya que decís que es resbaladiza la senda».
Así dijo y sujetóse a los hombros el zaparrastroso zurrón muy remendado con una cuerda retorcida. 200 Eumeo le dio luego un bastón adecuado. Ambos echaron a andar. En el establo se quedaron, guardándolo, perros y pastores. Hacia la ciudad Eumeo guiaba a su amo, con el aspecto de un mendigo mísero y viejo, apoyado en su bastón, y vestido con ropas andrajosas.
Pronto, en su bajada por un sendero empinado, estuvieron cerca de la ciudad y llegaron junto a una fuente de piedras con un hermoso chorro, adonde acudían a por agua los ciudadanos. La habían construido Ítaco, Nérito y Políctor. La rodeaba en círculo un bosquecillo de acuáticos chopos y el agua fresca 210 manaba desde lo alto de la piedra. En lo más alto habían levantado un altar a las Ninfas, donde hacían sacrificios todos los caminantes. Allí les salió al encuentro Melantio, hijo de Dolio, que conducía unas cabras, las mejores de todos sus rebaños, para agasajo de los pretendientes. Le seguían dos cabreros.
Apenas los vio se puso a insultarlos, y les voceaba palabras brutales y ofensivas. Irritó el corazón de Odiseo.
«¡Ahora sí que, como se ve, un bribón dirige a un bribón, que siempre la divinidad enlaza al semejante con su semejante! ¿Adónde llevas a ese gorrón, miserable 220 porquero, a ese mendigo asqueroso, basura de un banquete? Arrimándose a muchas puertas se rascará los hombros mientras mendiga mendrugos, que no espadas ni calderos. Si me lo dieras para guarda de mis establos, para barrer el suelo y llevar forraje a los cabritos, tal vez bebería el suero de la leche para engordar sus muslos. Pero, como ya sabe de muchas mañas, no querrá esforzarse en el trabajo, sino que preferirá mendigar limosna encorvado ante la gente para alimentar su vientre insaciable. Pero te diré otra cosa y esto va a quedar cumplido: si se acerca a la mansión del divino 230 Odiseo, muchas banquetas tiradas a su cabeza por las manos de los pretendientes va a recibir en sus lomos, en la casa, cuando sea objeto de sus ataques».
Así habló, y, al pasar, con gesto brutal, le atizó una patada en la cadera. Mas no lo derribó ni apartó del camino, sino que Odiseo resistió firme, en tanto que dudaba si le quitaría la vida, a golpes de bastón, o si lo tumbaría en el suelo, agarrándolo por la cabeza. Pero se contuvo, lo soportó con coraje. Pero el porquero lo insultó, mirándolo cara a cara, y levantó las manos y suplicó en voz alta:
«¡Ninfas de la fuente, hijas de Zeus, si alguna vez 240 Odiseo quemó en vuestro honor muslos de ovejas o de cabritos, recubiertos de pingüe grasa, cumplidme este ruego: que él regrese y lo conduzca aquí un dios! Entonces sí que vengaría todas esas insolencias que tú ahora, con aires de bravucón, traes y llevas, vagando siempre por la ciudad. Desde luego los malos pastores echan a perder los rebaños».
Le contestó, a su vez, Melantio, el pastor de las cabras:
«¡Vaya, vaya lo que ha dicho este perro experto en ruindades, al que yo alguna vez en negra nave de buenos remos sacaré lejos de Ítaca para venderlo con 250 buena ganancia! ¡Ojalá a Telémaco lo asaeteara Apolo de arco de plata hoy mismo en palacio, o que cayera a manos de los pretendientes, como que ya Odiseo perdió bien lejos el día del regreso!».
Diciendo esto los pasó de largo, ya que ellos caminaban despacio, y él se apresuró y llegó a toda prisa a la casa de su patrón. Al punto entró y se sentó entre los pretendientes, enfrente de Eurímaco, al que apreciaba especialmente. Le trajeron su porción de carne los que allí servían, y la respetable despensera le aportó 260 y dejó a su lado pan para que comiera. Ya próximos Odiseo y el divino porquero detuvieron su marcha, y les llegó el son de una cóncava cítara. Entre aquéllos Femio comenzaba a cantar. Odiseo tomó de la mano al porquero y le dijo:
«¡Eumeo, seguro que esa hermosa casa es la de Odiseo! Es fácil reconocerla, aunque se la vea entre otras muchas. Tiene muchas habitaciones y está bien edificada con su patio central con muro y cornisa, y las puertas son de dobles batientes bien labradas. Ningún hombre podría asaltarla. Siento que hay dentro de 270 ella numerosos hombres que celebran un festín, porque se ha difundido un olor a grasa y resuena la lira, que los dioses hicieron adorno del banquete».
Contestándole tú dijiste, porquerizo Eumeo:
«Sin esfuerzo lo has notado tú, que en nada eres tardo. Pero meditemos ahora cómo van a ser nuestros actos. O bien entras tú primero en las salas entre la mucha gente y te mezclas con los pretendientes, mientras yo me quedo aquí. O, si lo prefieres, espera y yo iré por delante. Pero no te tardes, no sea que alguno, al verte afuera, te tire algo o te golpee. Te ruego que lo pienses».
280 Le contestó luego el muy sufrido divino Odiseo:
«Me doy cuenta y lo pienso. Adoctrinas a quien ya sabe. Así que ve por delante y yo me quedaré aquí. No soy nada inexperto en golpes ni pedradas. Tengo un ánimo paciente, porque he sufrido muchos daños entre las olas y en la guerra. ¡Llegue también esto después de aquéllos! No se puede en modo alguno reprimir el estómago famélico, maldito, que muchas desdichas acarrea a los humanos. Por su culpa hasta los navíos de buenos bancos de remeros se arman en alta mar llevando ruina a sus enemigos».
Con tales palabras hablaban uno con otro. Un 290 perro, tumbado allí, alzó la cabeza y las orejas. Era Argos, el perro del valeroso Odiseo, al que él mismo crió, pero no pudo disfrutar de él, ya que partió pronto hacia Troya. Antaño lo llevaban a cazar los jóvenes perseguidores de cabras agrestes, ciervos y liebres. Pero ahora, en ausencia de su dueño, yacía arrinconado sobre un montón de estiércol de mulos y de vacas, que ante las puertas estaba echado en abundancia hasta que se lo llevaran los esclavos para abonar el vasto campo de Odiseo. Allí estaba tumbado el perro Argos cubierto 300 de garrapatas. Entonces, cuando vio a Odiseo que se acercaba, movió alegre el rabo y dobló las orejas, pero no pudo ya raudo correr junto a su amo.
Éste, al verlo a distancia, se enjugó una lágrima, sin que lo notara Eumeo, y luego le preguntó con estas palabras:
«¡Eumeo, qué extraño que ese perro esté tirado en el estiércol! Tiene hermoso aspecto, aunque no sé bien si era veloz en la carrera con esas trazas, o si era más bien como son esos perros domésticos que tan 310 sólo por su bella estampa crían sus dueños».
Contestándole entonces dijiste tú, porquerizo Eumeo:
«Bueno, ése es el perro de un hombre que ha muerto lejos. Si fuera en su aspecto y sus obras tal cual lo dejó Odiseo al partir hacia Troya, pronto te admirarías al ver su rapidez y su fuerza. No se le escapaba animal alguno que persiguiera en las honduras del espeso bosque. Era excelente para rastrear huellas. Pero ahora le agobia la miseria, mientras que su amo murió lejos de su patria, y las mujeres negligentes no lo 320 cuidan. Cuando no reciben órdenes de sus dueños, los siervos no están dispuestos a cumplir sus tareas. Zeus de voz tonante priva de la mitad de su valía a un hombre cuando lo somete a días de esclavitud».
Después de hablar así entró en la casa bien habitada y avanzó por la sala grande entre los nobles pretendientes. A la vez el destino de la negra muerte le llegó a Argos, después de haber visto a su señor tras veinte años.
Telémaco de divino aspecto fue el primero en ver al porquero entrar en la casa y al momento le hizo una 330 seña con la cabeza para llamarle. Él la captó al primer vistazo y tomó una silla de por allí, donde solía instalarse el trinchador que repartía los trozos de carne a los comensales de palacio. La llevó cerca de la mesa de Telémaco y se sentó frente a él, y el heraldo tomó un trozo de carne y sacó del cestillo el pan y le sirvió.
Al poco rato penetró en la casa Odiseo con su aspecto de mendigo miserable y viejo, apoyado en su bastón. Llevaba encima sus andrajosas ropas. Se sentó 340 en el umbral de madera de fresno, en la puerta, reclinándose en la jamba de madera de ciprés que antaño un carpintero había pulido con sabio oficio y enderezado a cordel. Telémaco dijo al porquerizo, después de llamarlo a su lado y de haber tomado un pan entero de un hermosísimo cesto, y tanta carne como pudo sostener en sus manos:
«Lleva esto, dáselo al forastero, y dile que mendigue a todos los pretendientes acercándose a ellos. No es buena la vergüenza en un hombre necesitado».
Así dijo, y, escuchando su mandato, el porquerizo avanzó, se colocó a su lado y le dijo estas palabras aladas:
«Forastero, Telémaco te regala esto y te aconseja 350 que les pidas a todos los pretendientes acercándote a ellos. Afirma que no es buena la vergüenza para un hombre necesitado».
Respondiéndole le dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Zeus soberano, ojalá Telémaco sea feliz entre los hombres y obtenga todo cuanto desea en su mente!».
Así habló, lo aceptó todo y lo puso allí ante sus pies, sobre su zarrapastroso zurrón, y empezó a comer mientras cantaba el aedo en la sala. Cuando ya había comido y dejó de cantar el divino aedo, los 360 pretendientes se pusieron a alborotar a lo largo y ancho del salón. Entonces Atenea acudió junto al Laertíada Odiseo y lo impulsó a recoger mendrugos de pan entre los pretendientes, para que conociera quiénes eran dadivosos y quiénes mezquinos.
Pero ni con eso iba ninguno a evitar su ruina final. Comenzó él a andar por allí mendigando a uno por uno desde la derecha, tendiendo siempre la mano como si fuese un mendigo corriente. Ellos se compadecían de él y le daban algo, con cierta sorpresa, preguntándose unos a otros por él y de dónde habría salido.
Entonces tomó la palabra Melantio, el cabrero:
«Prestadme atención, pretendientes de la ilustre 370 reina, acerca de este extranjero. Pues yo ya lo había visto antes, cuando lo traía hacia aquí el porquerizo, pero de él no sé ni de qué estirpe dice ser».
Así habló, y Antínoo se puso a regañar al porquerizo con estas palabras:
«Eh, ilustre porquero, ¿por qué trajiste a éste a la ciudad? ¿Es que no tenemos bastantes vagabundos ya, molestos pedigüeños, escorias de nuestros banquetes? ¿O acaso intentas que devoren la hacienda de tu amo reuniéndolos acá y por eso tú has invitado a éste?».
380 Respondiéndole dijiste tú, porquerizo Eumeo:
«Antínoo, no haces nobles discursos, por muy noble que seas. ¿Quién pues viniendo acá invitaría a un extranjero de otro país, a no ser que fuera algún artesano de útil oficio, un adivino o un curador de enfermedades o un carpintero, o incluso un cantor inspirado, que deleita con sus cantos? Éstos son, en efecto, gentes apreciadas en toda la tierra infinita. Pero nadie invitaría a un vagabundo que viene a mendigar. Siempre eres el más agresivo con los siervos de Odiseo, y de 390 manera especial conmigo. Sin embargo, no me apuro por eso, mientras la prudente Penélope viva en la mansión y con ella Telémaco de aspecto divino».
A su vez el juicioso Telémaco le decía:
«¡Calla, no repliques mucho a las palabras de ése! ¡Antínoo está acostumbrado a insultar siempre con vocablos ofensivos, e incita además a otros!».
Así dijo y dirigía a Antínoo sus palabras aladas: «¡Antínoo, pues sí que te preocupas por mí como un padre por su hijo, tú que ordenas expulsar de la sala al extranjero con un discurso violento! ¡Que la 400 divinidad no lo permita! Coge algo y dáselo. No te obligo, sino que yo te lo ruego. No tengas miramientos en eso ni por mi madre ni por ninguno de los siervos que hay en la casa del divino Odiseo. Pero, desde luego, no tienes tal propósito en tu mente, porque prefieres comer sin tasa a dar algo a otro».
Contestándole le dijo entonces Antínoo: «Jactancioso Telémaco, de desbocada audacia, ¿qué dices? Si otro tanto le ofrecieran todos los pretendientes se mantendría lejos de esta casa hasta tres meses».
Así dijo, y le amenazó tomando de debajo de la mesa el escabel donde apoyaba sus robustos pies. Pero todos 410 los demás le dieron y llenaron su zurrón de pan y de carne. Pronto se disponía ya Odiseo a retirarse junto a la puerta para saborear los dones de los aqueos. Pero se paró frente a Antínoo y le dijo estas palabras:
«¡Dame algo, amigo! No me parece que seas el más pobre de los aqueos, sino el más noble, y tienes aspecto de rey. Por eso debes darme aún más comida que los otros. Y así yo expandiría tu fama por la tierra sin fin.
»También yo en otro tiempo habitaba una próspera casa y, feliz entre la gente, solía dar a un vagabundo 420 semejante, fuera quien fuera el que llegara necesitado de todo. Tenía innumerables esclavos y otras muchas cosas, como tienen los que viven a lo grande y se llaman ricos. Pero Zeus Crónida me arruinó. Sin duda así fue su voluntad. Él me impulsó a marchar, junto a vagabundos piratas, a Egipto, un largo viaje, para mi destrucción.
»Atraqué en el río Egipto mis naves de curvos costados. Ordené a mis compañeros fieles que permanecieran allí en los barcos y defendieran las naves, y mandé 430 a algunos observadores que fueran a explorar. Éstos, sin embargo, se dejaron llevar de la violencia, impulsados por su bravura, y al pronto empezaron a saquear los bellos campos de los egipcios, raptaban a las mujeres y asesinaban a niños y hombres. Pronto el griterío llegó hasta la ciudad, y los demás, al oír la alarma, acudieron en masa al rayar el alba. Llenóse todo el terreno de infantes y jinetes y resplandor del bronce. Zeus, que se deleita en el rayo, empujó a mis hombres a una vergonzosa fuga. Ninguno se atrevió a resistir el ataque. Los daños 440 vinieron de todas partes. Allí mataron a muchos de los nuestros con el afilado bronce y a muchos se los llevaron prisioneros para que trabajaran a su servicio por la fuerza. A mí me entregaron a un extranjero que estaba allá, a Dmétor Yásida, que remaba con poderío en Chipre. Desde donde vengo ahora padeciendo desgracias».
Le contestó entonces Antínoo, y dijo en alta voz:
«¿Qué dios nos envió esta calamidad, escoria del banquete? ¡Quédate por ahí en medio, lejos de mi mesa, no sea que vuelvas a toda prisa a un amargo Egipto y a Chipre! ¡Qué osado y desvergonzado 450 pedigüeño eres! Te aproximas a todos, a uno tras otro. Ésos te dan a lo tonto, ya que no es dispendio alguno ni compasión hacer beneficios con lo ajeno, cuando cada uno tiene de sobra».
Retrocediendo, contestóle el muy astuto Odiseo:
«¡Ah, ah! Desde luego no se adecuaba tu talante a tu aspecto. Tú no darías a un suplicante ni un grano de sal en tu casa, ya que estando en la ajena no has querido siquiera tomar algo de pan para darlo. Aquí hay de sobra».
Así habló, y Antínoo se enfureció aún más en su corazón y, mirándolo torvamente, dijo estas palabras aladas:
460 «Ahora sí que pienso que no vas a salir indemne de esta sala, después de que incluso nos lanzas insultos».
Así dijo y, agarrando el escabel, se lo arrojó y le dio en el hombro derecho, por encima de la espalda. Pero Odiseo se mantuvo firme como una roca, y no le hizo vacilar el golpe de Antínoo, sino que, en silencio, movió su cabeza maquinando venganzas. Se retiró hasta el umbral y se sentó, dejó en el suelo su zurrón bien colmado y dijo a los pretendientes:
«Prestadme atención, pretendientes de la muy ilustre reina, para que os diga lo que me dicta mi ánimo en el pecho. No queda pesar ni pena alguna en el ánimo 470 en las entrañas de un hombre cuando es golpeado mientras pelea a causa de sus bienes o por sus vacas o sus blancas ovejas. Pero a mí Antínoo me golpeó a causa de un estómago hambriento, maldito, que muchos males acarrea a los humanos. Así que, si en algún lugar hay dioses y furias vengadoras de los pobres, ¡que a Antínoo le alcance la muerte antes de la boda!».
A la vez le replicó Antínoo, hijo de Eupites:
«¡Come tranquilo, extranjero, sentado ahí, o vete a otro lugar, no sea que los jóvenes te arrastren por el 480 palacio, por las cosas que dices, de un pie o de un brazo, y te machaquen del todo!».
Así habló y todos entonces se quedaron irritados en extremo. Y uno de los arrogantes jóvenes decía de este modo:
«Antínoo, no estuvo bien que golpearas al infeliz vagabundo. ¡Desdichado de ti si acaso es algún dios celeste! Pues precisamente los dioses, haciéndose semejantes a extranjeros de otras tierras, con diversas apariencias van y vienen por las ciudades observando la insolencia y la hospitalidad de los humanos».
Así hablaban los pretendientes, pero Odiseo no atendía a sus palabras. Telémaco en su corazón sintió gran pena por el golpeado, pero no dejó caer a tierra 490 el llanto de sus ojos, sino que movió en silencio su cabeza meditando venganzas.
Cuando la prudente Penélope se enteró del herido en su casa, exclamó enseguida ante sus criadas:
«¡Ojalá así te alcanzara Apolo el famoso arquero!».
Y, al punto, la contestó Eurínome, la despensera:
«Desde luego que si lograran cumplido efecto nuestras plegarias, ninguno de éstos llegaría a ver la Aurora de hermoso trono».
Contestóle de nuevo la prudente Penélope:
«Ama, todos son aborrecibles, pues traman maldades; 500 pero Antínoo lo es singularmente, tanto como la negra muerte. Por la casa transita el infeliz extranjero mendigando entre los hombres. Le mueve su pobreza. Ahí todos los otros le atendieron y le dieron algo, pero él le atizó con un escabel en el hombro derecho».
Así hablaba ella ante sus doncellas y sirvientas, sentada en su alcoba, mientras el divino Odiseo comía. Luego hizo llamar al divino porquero y le dijo:
«Ve, divino Eumeo, y llégate al extranjero e invítale 510 a que venga, para que le salude y le pregunte si en algún lugar ha sabido del sufrido Odiseo, o si lo ha visto con sus ojos. Tiene aspecto de haber vagabundeado mucho».
Respondiéndole dijiste tú, porquerizo Eumeo:
«¡Ojalá, reina, se callaran los aqueos! Cuenta él tales cosas que te hechizaría el corazón. Durante tres noches lo mantuve, tres días lo albergué en mi majada. Pues primero llegó a mí escapando de un barco. En esas circunstancias no dejó de contarme su desdicha. Como cuando uno contempla a un aedo que, inspirado por los dioses, canta sus palabras que seducen 520 a las gentes, y se siente el ansia de escucharlo sin fin mientras canta, así él me tenía encantado mientras estuvo en mi cabaña.
»Cuenta que él fue huésped de Odiseo, por parte de su padre, y que habitaba en Creta donde reside la familia de Minos. Desde allí hasta acá ha llegado ahora sufriendo penalidades y dando tumbos. Asegura haber oído que Odiseo anda cerca y con vida, en el país opulento de los tesprotos. Y que trae consigo muchos tesoros a casa».
«Anda, llámale aquí, para que me lo cuente cara a cara. Los otros, que sigan con su diversión tumbados 530 por la puerta o dentro de las salas, ya que mantienen su ánimo festivo. Sus bienes propios los conservan intactos en sus casas. Su comida y vino los toman sólo sus criados. Ellos vienen de visita todos los días, sacrifican nuestras vacas, ovejas y robustas cabras, y se dan el festín y beben el rojo vino sin tasa. Todo aquí se consume a chorros, porque no hay un hombre como era Odiseo para ahuyentar esta peste de la casa. Si Odiseo volviera y llegara a su tierra patria, muy pronto, al lado 540 de su hijo vengaría las afrentas de esos individuos».
Así habló. Telémaco dio un fuerte estornudo y a su alrededor retumbó de modo tremendo la casa. Echóse a reír Penélope y al punto dijo a Eumeo estas palabras aladas:
«Ve, por favor, e invita al extranjero a venir ante mí. ¿No ves que mi hijo ha estornudado después de todas mis palabras? Así que no va a quedar sin cumplirse la muerte de todos los pretendientes, y ninguno escapará de la muerte y las Parcas. Te voy a decir algo más y tú guárdalo bien en tu mente: si reconozco que ése dice la verdad en todo, lo voy a vestir con hermosas 550 ropas, con túnica y manto».
Así dijo, y el porquerizo se puso en camino apenas la hubo oído, y, llegando junto a aquél, le decía sus palabras aladas:
«¡Padre extranjero! Te llama la muy prudente Penélope, la madre de Telémaco. Su ánimo la incita a preguntarte acerca de su esposo, aunque está muy afligida por sus penas. Si reconoce que tú dices en todo la verdad, te dará a vestir túnica y manto, lo que tú más necesitas. Mendigando por el pueblo llenarás tu estómago. Te dará, en efecto, quien quiera».
560 Le contestó, a su vez, el muy sufrido divino Odiseo:
«Eumeo, yo le contaría enseguida todo de verdad a la hija de Icario, la muy prudente Penélope, pues estoy bien informado acerca de aquél, y hemos soportado la misma desventura. Pero me tiene amedrentado la turba de los pretendientes, cuya insolencia y violencia llegan hasta el férreo cielo. Mira cómo ahora, cuando ese individuo me golpeó y me causó daño, a mí, que iba por la casa sin hacer nada malo, ni Telémaco ni ningún otro se lo impidió de ningún modo. Por tanto ruégale a Penélope que aguarde en su 570 cámara, aunque esté ansiosa, hasta que el sol se ponga. Y que me pregunte entonces por el retorno de su marido, dejando que me siente junto al fuego, de cerca. Porque, en efecto, visto unas andrajosas ropas. Tú bien lo sabes, porque a ti te supliqué antes».
Así habló y se marchó el porquerizo, después de haber oído sus palabras. En cuanto cruzó el umbral, le dijo Penélope:
«¿No lo has traído contigo, Eumeo? ¿Qué quiere pues el vagabundo? ¿Es que recela por temor a alguno o acaso por otro motivo siente vergüenza de atravesar la casa? Malo es un mendigo vergonzoso».
Respondiéndola le dijiste tú, porquerizo Eumeo:
«Alega con razón lo que pensaría cualquiera que 580 quisiera evitar la violencia de unos hombres soberbios. Te aconseja, pues, esperar hasta que se ponga el sol. También para ti es mucho mejor así, reina, a fin de poder hablar y escuchar a solas al extranjero».
Le contestó, a su vez, la muy prudente Penélope:
«No piensa como insensato el forastero, pues bien puede ser así. De tal modo no va a maquinar locuras ninguno de los mortales con intención de ofender».
Ella así habló y el divino porquerizo se encaminó hacia el pelotón de los pretendientes, después de todas 590 las explicaciones. Al momento se puso a decirle a Telémaco unas palabras aladas, acercándose a su rostro para que no lo oyeran los demás:
«Querido amo, yo me voy a cuidar de los cerdos y lo demás, de tus bienes y los míos. ¡Preocúpate tú de todo lo de aquí! Ante todo protégete y reflexiona en tu ánimo para no sufrir nada. Muchos de los aqueos traman maldades. ¡Ojalá Zeus los aniquile antes de que sean nuestra perdición!».
Le contestaba, a su vez, el juicioso Telémaco:
«Así será, abuelo. Tú vete después de haber cenado, pero vuelve de mañana y tráete hermosas víctimas. 600 Aquí de todo esto cuidaré yo y también los inmortales».
Así le dijo y de nuevo se sentó en su bien pulimentada silla. Y el otro, una vez que colmó su ansia de comida y bebida, de nuevo se puso en camino hacia sus cerdos, y abandonó la sala y el atrio lleno de comensales, que se divertían con las danzas y el canto. Por entonces ya había venido la noche.