CANTO XIV

Éste, por su parte, echó a andar desde el puerto por un empinado sendero a lo largo de un paraje boscoso entre cerros, por donde Atenea le había indicado que vivía el divino porquerizo, que velaba por sus bienes más que ningún otro de los siervos que había adquirido el divino Odiseo. Encontróselo sentado a la entrada de un recinto de altos muros que había construido para establo, en un lugar resguardado, hermoso y grande, de forma redonda. Lo había construido el porquerizo mismo para los cerdos de su amo ausente, sin recurrir a su señora ni al viejo Laertes, con rocas 10 traídas en acarreo, y lo había vallado con un seto espinoso. Por fuera colocó palos cruzados por aquí y por allí, densos y entrelazados, que había cortado del negro tronco de unas encinas. Dentro del recinto había hecho doce cochiqueras pegadas unas a otras, dormitorios para cerdos. En cada una estaban encerradas cincuenta cerdas de dormir rastrero, fecundas y paridas. Los machos dormían fuera, mucho menos numerosos. Porque los menguaban las comilonas de los ilustres pretendientes, ya que el porquerizo una y otra vez les enviaba el mejor de todos los puercos más 20 gordos. Los machos venían a ser unos trescientos cincuenta.

Al lado pernoctaban los cuatro perros, con aspecto de fieras salvajes, que criaba el porquero, capataz de sirvientes. Éste se estaba fabricando unas sandalias para sus pies, cortando una piel bovina de buen color. Los otros tres porquerizos habían salido, cada uno por su lado, con su piara de cerdos, y a un cuarto lo había enviado a la villa, a su pesar, a llevar a los soberbios pretendientes un cerdo, para que lo sacrificaran y saciaran su apetito de carne.

Apenas vieron a Odiseo los perros de furioso 30 ladrar corrieron hacia él con sonoros gruñidos. Entonces Odiseo se sentó cautelosamente y dejó caer de su mano el bastón. Allí pudo haber sufrido un feroz asalto, delante del establo, a no ser porque el porquerizo acudió pronto y corrió desde la entrada con pies veloces, soltando el cuero de su mano. Dándoles gritos y con repetidas pedradas a uno y a otro lado, ahuyentó a los perros y luego dijo estas palabras a su señor:

«¡Ah, anciano, por poco no te han despedazado los perros en un momento, y entonces me habrías dejado cubierto de infamia! ¡Bastantes dolores más y 40 lamentos me han dado los dioses! Yazgo lamentándome y apenándome por mi heroico dueño, y me fatigo cebando cerdos grasientos para que otros se los coman. Mientras tanto aquél, tal vez necesitado de alimento, vaga errante por un país y un pueblo de habla extraña, si es que todavía vive y ve la luz del sol. Pero sígueme, entremos en la cabaña, para que tú también, viejo, te sacies a gusto de comida y bebida, y luego me cuentes de dónde eres y cuántos pesares has sufrido».

Después de hablar así, lo condujo a su cabaña el divino porquerizo y le hizo entrar y sentarse; esparció unas ramas frondosas y extendió sobre ellas el pellejo 50 velludo de una cabra montés, su propia yacija, amplia y mullida.

Se alegraba Odiseo de que así lo acogiera, y se dirigió a él y le dijo:

«¡Que a ti, huésped, te concedan Zeus y los demás dioses lo que tú más deseas, porque con buen corazón me has acogido!».

Y le contestaste, en respuesta, porquerizo Eumeo:

«Extranjero, no tengo por norma despreciar a un huésped, ni si llega alguno incluso más mísero que tú. Pues de Zeus vienen todos los huéspedes y mendigos. Mi donativo resulta pequeño, pero sincero. Mas la condición de los siervos es estar siempre temerosos, 60 cuando tenemos amos jóvenes. Pues, sí, los dioses han impedido el regreso de aquel que me habría tratado con afecto y otorgado los bienes que un patrón de buen corazón suele dar a su siervo: una casa, un terreno, y una mujer de buen precio. A quien tanto se fatiga por él, y la divinidad le premia el esfuerzo, como me recompensa a mí este trabajo en el que sigo. Sí que me habría beneficiado mucho mi señor, si aquí envejeciera. Pero murió. ¡Ojalá así muriera la estirpe de Helena, por completo, que hizo doblar las rodillas de muchos guerreros! Pues también él partió en pos del honor de 70 Agamenón hacia Troya de buenos corceles, a pelear contra los troyanos».

Después de hablar así, se sujetó pronto la túnica con el cinto y se puso en camino hacia las pocilgas, donde estaban encerradas las piaras de cerdos. Allí eligió dos, los trajo, y los sacrificó a ambos. Los puso al fuego, los troceó y los ensartó en los espetones. Después de asados por entero, los retiró y los ofreció a Odiseo calientes en los mismos espetones, tras espolvorearlos con blanca harina. Y en un cuenco vertió vino dulce como la miel, se sentó frente a él, e invitándole dijo:

80 «Come ahora, forastero, lo que está al alcance de los siervos, unos lechones. Porque los cerdos bien cebados los devoran los pretendientes que en su mente no conocen ni el decoro ni la piedad. No aman los dioses felices los actos perversos, sino que honran la justicia y las acciones honestas de los hombres. Incluso a los enemigos y asaltantes que invaden una tierra ajena, y a quienes Zeus les otorga el botín del saqueo, y que colmando sus naves se aprestan a volver a su hogar, incluso a éstos les acucia un fuerte temor a la venganza divina. Acaso éstos saben, pues han oído la voz de un dios, 90 la triste muerte de aquél, y por eso no quieren ni cortejar honradamente ni volverse a sus tierras, sino que consumen despreocupados sus bienes de modo insolente y sin ningún reparo. Todas las noches, pues, y los días que Zeus nos depara sacrifican más de una víctima y más de dos, y el vino lo apuran a chorros de forma desenfrenada. Porque su fortuna era inmensa. Tan grande no la tenía ninguno de los otros héroes, ni en el continente oscuro ni en la misma Ítaca. Tamaña riqueza no la llegan a tener ni veinte hombres. Te la voy a describir. Doce vacadas en el continente, otros tantos 100 rebaños de ovejas, tantas piaras de cerdos, tantos rebaños de cabras apacientan sus pastores, unos extranjeros y otros de aquí mismo. Por acá, en este extremo de la isla se crían amplios rebaños de cabras, once en total, y los guardan buenos pastores. Cada uno de ellos les lleva cada día a los pretendientes un animal, el que le parece el mejor de sus bien nutridas cabras. Por mi parte yo guardo y protejo estos cerdos y les envío el mejor de los puercos después de elegirlo bien».

Así habló, mientras él ávidamente comía la carne y 110 bebía el vino con ansiedad, en silencio, y maquinaba daños para los pretendientes. Luego que hubo comido y saciado su ánimo con los manjares, entonces le llenó y ofreció el cuenco en que solía beber colmado de vino. Aquél lo aceptó, con gozo en su corazón, y, hablándole, le decía estas palabras aladas:

«Oh amigo, ¿quién pues te adquirió con sus riquezas, tan admirablemente rico y poderoso, según dices? Afirmas que él ha muerto a causa del honor de Agamenón. Cuéntamelo, por si acaso alguna vez conocí a ese hombre. Saben Zeus y los demás dioses si por 120 ventura podría hablarte de él habiéndolo visto. He viajado mucho errante».

Le respondió luego el porquerizo, mayoral de los siervos:

«Anciano, ningún vagabundo que llegara con noticias acerca de él podría convencer a su mujer y a su querido hijo. En general los viajeros sin rumbo, menesterosos de ayuda, mienten y no están avezados a contar la verdad. Cualquier trotamundos que llega al pueblo de Ítaca se va a mi señora a contarle sus patrañas. Ella los acoge y trata bien y les pregunta por cada cosa, mientras de sus párpados le caen lágrimas 130 de dolor, como suele suceder a una mujer cuando su marido ha muerto lejos. Pronto también tú, viejo, podrías inventarte una historia, si alguien te prometiera ropas, una túnica y un manto. A él ya le habrán arrancado los perros y las rápidas aves la piel de sus huesos, y le ha quedado sólo el alma. O acaso en alta mar lo devoraron los peces y sus huesos yacen en una playa perdidos en un montón de arena. De ese modo él ha muerto lejos y ha dejado tras de sí penas para todos sus seres queridos, y para mí ante todo. Porque no voy a encontrar ya a un amo tan amable, dondequiera que 140 vaya, ni si de nuevo volviera a la casa de mi padre y mi madre, donde antaño nací y con quienes me criaron. Ni siquiera lloro tanto por ellos, aun anhelando verlos ante mis ojos y estar en mi tierra patria, sino que me desgarra la pena por el ausente Odiseo. Porque yo, forastero, aun en su ausencia, siento respeto al nombrarle, pues mucho me quería y me apreciaba en su ánimo. Así que lo llamo querido amigo, aunque esté bien lejos».

Le respondió entonces el muy sufrido divino Odiseo:

«Ah, amigo, aunque tú lo descartas del todo e 150 incluso afirmas que él no va a regresar, y mantienes incrédulo tu ánimo, yo te diré, no sin más, sino con un juramento, que Odiseo volverá. Y que me pagues albricias entonces, cuando él regrese y llegue a su morada. Dame entonces un manto y una túnica, buenas ropas. Antes, por muy necesitado que esté, no las aceptaría. Porque me resulta tan odioso como las puertas del Hades aquel que, cediendo a la pobreza, cuenta patrañas.

»¡Sépalo ahora Zeus ante los dioses, y la mesa hospitalaria y el hogar del intachable Odiseo, al que acudo ahora! Cierto es que todo esto va a cumplirse como 160 predigo. Dentro de este mismo año volverá Odiseo aquí, al consumirse este mes y presentarse el próximo, regresará a su casa y castigará a todo aquel que deshonra a su esposa y su ilustre hijo».

Contestándole dijiste tú, porquerizo Eumeo:

«Anciano, no voy a darte albricias por la noticia ni Odiseo va a regresar ya a su casa. Pero bebe tranquilo, y pensemos ahora en otra cosa, y no me recuerdes eso. Pero, ¡ay!, mi ánimo en mi pecho se acongoja cada vez 170 que alguien menciona a mi noble amo. Respecto a tu juramento, dejémoslo. ¡Ojalá que Odiseo regresara tal como lo deseo yo, y también Penélope y el viejo Laertes y Telémaco semejante a los dioses! Ahora de nuevo me apeno sin descanso por su hijo, el que Odiseo engendró, por Telémaco. Cuando los dioses lo dejaron crecer semejante a un joven árbol, yo me decía que entre los hombres no sería en nada inferior a su querido padre, admirable en su figura y su belleza. Pero alguno de los inmortales o alguno de los humanos le alteró la equilibrada mente, y él partió en busca de noticias sobre su padre a la muy divina Pilos. Y los nobles 180 pretendientes van a tenderle una emboscada cuando vuelva a su casa, para que desaparezca sin nombre de Ítaca la estirpe de Arcisio semejante a los dioses. Pero, ea, dejémoslo, y, tanto si es apresado como si logra escapar, ojalá que extienda sobre él su mano el Crónida.

»Así que, venga, cuéntame tú, anciano, tus propios pesares y háblame de ellos sinceramente para que me entere del todo. ¿Quién eres entre los hombres? ¿Dónde están tu ciudad y tus padres? ¿En qué navío llegaste? ¿Cómo los marineros te trajeron a Ítaca? ¿Quiénes 190 decían ser ellos? Porque seguro que no has llegado hasta aquí caminando».

Respondiéndole contestaba el muy astuto Odiseo:

«Ciertamente yo voy a contarte muy punto por punto todo eso. Ojalá que ahora tuviéramos para largo tiempo comida y dulce vino para quedarnos en tu cabaña en festivo banquete tranquilos. Y que otros cuidaran de las faenas. Pero aun así, incluso en un año entero no me sería fácil referirte de cabo a rabo las aflicciones de mi ánimo, todas las penas que yo he sufrido por designio de los dioses.

»De la anchurosa Creta me jacto de provenir por 200 mi linaje, y soy hijo de un hombre rico. Otros muchos hijos también nacieron y se criaron en su mansión, como hijos legítimos de su esposa. A mí me parió una esclava comprada, concubina suya, si bien me quería igual que a sus hijos legítimos Cástor Hilácida, de cuyo linaje yo me jacto de ser. Éste era entonces entre los cretenses venerado como un dios por el pueblo, por su prosperidad, su riqueza y sus ilustres hijos. Sin embargo, llegaron las Parcas y se lo llevaron a la mansión de Hades. Y ellos, sus magnánimos hijos, se repartieron la hacienda y echaron a suertes los lotes. 210 Pero a mí poco me dejaron y me asignaron solamente una casa.

»Me casé con mujer de familia bien rica gracias a mi valor. Porque no era yo insignificante ni cobarde en la guerra. Ahora ya todo eso ha quedado atrás; pero espero que tú, aun viendo sólo la paja, lo adviertas. Ahora me agobia la densa miseria amontonada. ¡Cuánto valor y coraje guerrero me dieron Ares y Atenea! Cuando seleccionaba a los mejores compañeros para ir a una emboscada, planeando destruir a mis enemigos, jamás mi ánimo valiente sintió temor a la muerte, sino que me lanzaba al ataque el primero con 220 furia, y con mi lanza derribaba a cualquier enemigo que quedaba al alcance de mis pies. ¡Tal fui en la guerra! No me gustaba el trabajo ni faenar en la casa, eso que produce espléndidos hijos. Pero siempre me agradaban las naves de remos, las guerras, las lanzas pulidas y las flechas, cosas terribles y espantosas para los demás. Pero para mí eran gratas, pues un dios sin duda las infundió en mi ánimo. Un hombre se deleita en unas cosas, y otro en otras.

»En fin, antes de que los hijos de los aqueos se embarcaran rumbo a Troya, capitaneé nueve veces a mis 230 hombres y navíos de raudo curso contra gentes de otras tierras y obtuve para mí muchísimo botín. De éste elegía a mi gusto y me tocaba la mayor porción en el reparto. Pronto mi casa empezó a prosperar y por lo tanto logré hacerme temible y respetable entre los cretenses. Mas cuando Zeus de amplia voz decidió aquella odiosa expedición que hizo doblar las rodillas de numerosos guerreros, entonces nos ordenaron a mí y al muy famoso Idomeneo acaudillar las naves contra Ilión. Y no hubo medio alguno para oponernos. Se mantenía firme la voz del pueblo.

»Allá durante nueve años guerreamos los hijos de 240 los aqueos, y al décimo, después de haber destruido la ciudad de Príamo, volvimos a casa en las naves cuando la divinidad dispersó a los aqueos. Pero a mí, desdichado, me reservaba desgracias el providente Zeus.

»Sólo un mes me quedé gozando de mis hijos, de mi esposa legítima y de mis riquezas. Porque pronto comenzó mi ánimo a impulsarme a navegar hacia Egipto tras equipar bien mis naves con camaradas semejantes a dioses. Preparé nueve barcos y muy pronto se congregó la tripulación. Durante seis días se 250 banquetearon mis fieles compañeros. Entre tanto yo recogía numerosas víctimas para ofrecer los sacrificios a los dioses y proveerles a aquéllos de comida.

»Al séptimo día nos embarcamos y zarpamos de la anchurosa Creta con el Bóreas, un viento fuerte y bello, con ágil marcha, como bogando sobre una corriente. Ninguna de mis naves sufrió daños, sino que enteros e indemnes navegábamos, dirigidos por el viento y los pilotos. Al quinto día arribamos al Egipto de bello curso, y en el río Egipto detuve mis navíos de curvados flancos.

260»Allí entonces ordené a mis leales compañeros que se quedaran junto a las naves y vigilaran los barcos, y despaché a unos exploradores para que avanzaran como vigías. Pero ellos, dejándose llevar por la violencia, movidos por su coraje, pronto empezaron a destruir los admirables campos de los egipcios, y raptaban a las mujeres y los niños pequeños, y mataban a los hombres. Enseguida se difundió hasta la ciudad el griterío, y los que habían escuchado el clamor cuando apenas apuntaba el alba acudieron. Toda la llanura se llenó de hombres y caballos y fulgor del bronce. Zeus, que se complace en el rayo, impulsó a mis compañeros 270 a una cobarde huida, y ninguno se atrevió a resistir el ataque. Por todos lados nos envolvían desdichas. Entonces mataron a muchos de los nuestros con el agudo bronce, y a otros los capturaron vivos para que trabajaran para ellos a la fuerza. En cuanto a mí, el propio Zeus me infundió en la mente una idea. ¡Ojalá hubiera muerto y agotado mi destino allá en Egipto! Porque me esperaba aún gran pesadumbre. Al punto me quité de la cabeza el sólido casco y de mis hombros el escudo, y dejé caer la lanza de mi mano. Luego me fui al encuentro del carro del rey, y lo agarré y me abracé a sus rodillas. Y él me amparó y se apiadó de mí. Me subió a su carro y me llevaba a su palacio, 280 y yo lloraba.

»Desde luego que muchos me amenazaban con sus lanzas deseosos de darme muerte, puesto que estaban terriblemente encolerizados. Pero él me protegía y sentía respeto a la cólera de Zeus Hospitalario, que castiga con severidad las malas acciones.

»Allí permanecí siete años y reuní muchas riquezas entre los egipcios. Todos me hacían regalos. Pero cuando llegó el octavo año en el paso del tiempo, entonces apareció un fenicio, un individuo diestro en engaños, trapacero, que ya había causado incontables daños a otros hombres, y éste me persuadió con sus 290 embustes y me invitó a irme con él a Fenicia, donde tenía su casa y sus riquezas. Allí me quedé en sus posesiones un año entero, pero cuando ya habían pasado los meses y los días del año completo, y de nuevo se repetían las estaciones, me invitó a viajar en una nave de alto bordo hacia Libia, con traicionera intención, con el pretexto de que le ayudara con la carga, pero era para venderme y sacarse una buena ganancia. Le acompañé en su nave, aunque algo recelaba, por su insistencia. La nave corría con el viento Bóreas, fuerte y hermoso, hasta pasar Creta. Pero Zeus 300 meditaba su destrucción.

»Así que, cuando ya dejábamos atrás Creta y no había a la vista tierra alguna, sino sólo cielo y mar, entonces el Crónida colocó una nube negra sobre la cóncava nave y el mar quedó en sombras bajo ella. Zeus tronó y, a la par, lanzó sobre la nave un rayo. Golpeada por el rayo, ésta giró en una tromba y se cubrió de humo. Todos cayeron fuera del casco. Y semejantes a cornejas marinas alrededor de la nave negra iban zarandeados por las olas. El dios le había negado el regreso.

310»Pero a mí, agobiado de dolores en mi ánimo, el mismo Zeus me puso en las manos el mástil de la nave de azulada proa, para que escapara de la catástrofe. Y abrazado a él me dejé llevar por los furiosos vientos. Durante nueve días me arrastraron, y a la décima negra noche una gran ola arremolinada me arrojó en la tierra de los tesprotos. Allí me acogió generosamente el rey de Tesprotia, el héroe Fidón. Pues fue su hijo quien me encontró, aterido por el frío y el cansancio y me llevó a su casa sosteniéndome con 320 su brazo, hasta llegar a la mansión de su padre. Me ofreció ropas, un manto y una túnica. Allí supe yo de Odiseo. Porque aquél me aseguró que lo había hospedado y agasajado cuando él regresaba a su patria, y me mostró las riquezas que había amontonado Odiseo: bronce, oro y bien trabajado hierro. ¡Bastarían para mantener a cualquiera hasta la décima generación! ¡Tantos tesoros guardaba en las estancias del rey! Y dijo que se había ido a Dodona, para escuchar de la encina de alto follaje la decisión de Zeus acerca de cómo debía de volver a su próspero pueblo de 330 Ítaca, si de un modo franco o furtivamente, después de tan larga ausencia. Y juró ante mí, mientras hacía libaciones en su hogar, que él ya tenía dispuesta su nave y prestos los compañeros que lo llevarían hasta su querida tierra patria.

»Pero antes me despidió a mí, porque acaeció que zarpaba un barco de gente tesprota hacia Duliquio, rica en trigo. Y él les encargó que me transportaran hasta el rey Acasto, solícitamente. Mas en sus mentes habían decidido un maligno plan con respecto a mí, para que aún más me agobiara la carga de la desdicha. Tan pronto como la nave de alto bordo navegó lejos de la costa, al momento maquinaron el día de mi 340 esclavitud. Me despojaron de mis ropas, de manto y túnica, y me pusieron encima míseros andrajos y una túnica llena de agujeros, los que ahora estás viendo ante tus ojos.

»A la tarde llegaron a los campos de Ítaca, que se ve desde lejos. Entonces me dejaron atado en su barco de buenos bancos de remos, fuertemente, con una soga retorcida, y ellos bajaron a tierra a toda prisa para preparar su cena en la orilla marina. A mí me aflojaron las cuerdas los dioses mismos, sin duda, y, liándome a la cabeza mis harapos, me deslicé por el pulido 350 timón y me lancé de cabeza al mar, y enseguida me puse a avanzar nadando con mis brazos y muy pronto me encontré bien lejos de aquéllos. Arribé a la costa, por donde había un encinar de floreciente fronda, y me tumbé agazapado. Ellos con grandes gritos recorrían el terreno, pero no les pareció de mucho provecho buscarme más a fondo, y de nuevo reembarcaron en su cóncava nave. A mí me ocultaron sin esfuerzo los mismos dioses, y me guiaron y trajeron a la majada de un hombre prudente. Todavía, por tanto, es mi destino vivir».

Le contestaste, en respuesta, porquerizo Eumeo: 360

«¡Infeliz forastero, qué a fondo has conmovido mi ánimo, al referir todas esas desventuras, cuánto sufriste y cuánto erraste! Pero no hablaste con tino, pienso, y no vas a convencerme, en lo que respecta a Odiseo. ¿Qué necesidad tienes, siendo como eres, de mentir vanamente? Bien sé yo también, por mí mismo, lo del regreso de mi amo. Él era odioso a todos los dioses en el fondo, porque no lo abatieron ante los troyanos o en los brazos de los suyos, después de finalizar la guerra. En ese caso le habrían erigido una tumba todos los 370 aqueos y habría ganado además una gran gloria para su hijo en el futuro. Ahora, en cambio, lo han arrebatado sin honor las Harpías.

»Yo estoy retirado con los cerdos, y no voy a la ciudad a no ser que la prudente Penélope me ordene acudir, cuando llega alguna noticia de algún lado. En ese caso los otros se presentan allí y preguntan todo, ya sean quienes se apenan por la ausencia del rey, ya quienes se alegran devorando sus bienes sin miramientos. Pero a mí no me resulta grato charlar ni preguntar desde que un viajero etolio me engañó 380 con su relato. Ése, que había matado a un hombre y vagabundeado por el mundo, llegó a mi casa y yo le acogí con afecto. Aseguraba que lo había visto en la mansión de Idomeneo en Creta, cuando reparaba su barco, al que habían dañado los temporales. Y contaba que iba a regresar en verano o en otoño, trayendo muchas riquezas, con sus compañeros semejantes a los dioses.

»Así que tú, viejo muy sufrido, puesto que acá te condujo la divinidad, no quieras disponerte a bien conmigo ni encantarme con embustes. Porque no voy a respetarte ni a tratarte como amigo por eso, sino porque temo a Zeus Hospitalario, y me compadezco de ti».

Respondiéndole el muy astuto Odiseo dijo: 390

«¡Ciertamente tienes en tu pecho un ánimo desconfiado, pues ni con mis juramentos te he persuadido ni logro convencerte! Sea, vamos a hacer ahora un pacto. Sean pues testigos los dioses de uno y otro, los que habitan el Olimpo. Si tu señor vuelve por esta casa tuya, vísteme de manto y túnica, y preocúpate de mi viaje para llevarme a Duliquio, a donde le apetezca a mi corazón. Y si tu señor no llega según te he anunciado, azuza a los siervos a que me arrojen desde una elevada roca, para que cualquier otro mendigo se 400 abstenga de engañarte».

Respondiéndole le decía el divino porquerizo:

«¡Forastero, pues sí que lograría fama y renombre entre la gente, en el momento y más tarde, si después de haberte invitado a mi cabaña y ofrecido dones de hospitalidad, fuera a matarte y quitarte la vida! Ya es hora de cenar. ¡Ojalá que vuelvan pronto mis compañeros, para que en la cabaña tengamos pronto una sabrosa cena!».

Mientras así charlaban uno con otro, pronto llegaron 410 los cerdos y los porquerizos. Éstos encerraron a las bestias en sus pocilgas para que durmieran, y se levantó un inmenso gruñido al entrar los cerdos en los establos. Entonces llamó a sus compañeros el divino porquerizo:

«Traed el mejor de los puercos, para que lo sacrifique en honor del huésped venido de lejos. También lo aprovecharemos nosotros que soportamos desde hace mucho fatigas por los cerdos de blancos colmillos, mientras otros se zampan nuestro trabajo sin pagarlo».

Después de hablar así se puso a trocear la leña con el fiero bronce. Ellos trajeron un cerdo de cinco años, 420 muy gordo; y lo colocaron junto al hogar. No se olvidó de los dioses el porquerizo, pues tenía piadosos pensamientos. Así que, ofreciendo las primicias, arrojó al fuego unos pelos de la cabeza del cerdo de blancos dientes mientras rogaba a los dioses para que el prudente Odiseo regresara a su casa. Echó luego mano al cerdo y lo golpeó con un palo de roble que había apartado al cortar la leña. El animal perdió la vida y ellos lo degollaron, lo tostaron y lo trocearon. El porquerizo fue tomando trozos de cada parte del bicho y 430 los recubría de pingüe grasa. Algunos los dejaba sobre el fuego, una vez espolvoreados de harina de cebada, y otros los trinchaban y los ensartaban en los espetones, y los asaron cuidadosamente y luego los apartaron del fuego y los echaron sobre la mesa en montón. El porquerizo se levantó para hacer el reparto. Pues sabía hacer lo apropiado con buen juicio. Y, haciendo el reparto, dividió todo en siete porciones. Una la ofreció a las Ninfas y a Hermes, hijo de Maya, con plegarias. Las demás las distribuyó una a cada uno.

Le ofreció como presente a Odiseo el largo lomo del cerdo de blancos dientes, y este honor alegró el ánimo de su señor. Y, tomando la palabra, decía el muy astuto Odiseo:

440 «¡Ojalá, Eumeo, seas tan grato a Zeus Padre como lo eres para mí, ya que, en mi condición actual, me honras así con tus bienes!».

Respondiéndole tú, porquerizo Eumeo, le dijiste:

«Come, desdichado huésped, y goza de lo que tienes a mano. Porque un dios dará esto y negará aquello, según quiera en su ánimo, ya que todo lo puede».

Así dijo, y ofreció en sacrificio las primicias a los dioses de vida perenne, y después de las libaciones puso el rojo vino en las manos de Odiseo, el destructor de ciudades. Repartióles el pan Mesaulio, al que el porquerizo había adquirido por su cuenta, en 450 ausencia de su amo, sin ayuda de su señora ni del viejo Laertes. Lo había comprado a los piratas tafios con sus propios recursos. Todos echaron sus manos a los alimentos que allí delante tenían servidos. Y luego, cuando ya hubieron saciado su apetito de comida y bebida, les recogió el pan Mesaulio y ellos se dispusieron, saciados de pan y de carne, a acostarse y dormir.

Se presentó una mala noche, sin luna. Zeus llovía toda la noche y además soplaba un fuerte Céfiro muy húmedo. Entre ellos tomó la palabra Odiseo, por tantear al porquerizo, a ver si se desprendía y le daba su 460 manto, o si se lo pedía a alguno de sus compañeros, ya que tanto se apiadaba de él.

«Escúchame ahora, Eumeo, y todos vosotros, compañeros. Con una súplica os contaré un sucedido, ya que me anima el vino perturbador, que impulsa incluso al muy sensato a cantar y reír con regocijo y lo empuja a bailar, y le inspira alguna palabra que estaría mejor callada. Pero ya que empecé a hablar no voy a cerrar la boca. ¡Ojalá fuera tan joven y tuviera tan firme vigor como cuando en Troya tramamos y partimos a una emboscada! La dirigían como jefes Odiseo 470 y el Atrida Menelao, y yo con ellos iba al frente, ya que me invitaron a ello. Cuando llegamos hasta la ciudad y su alto muro, al pie de la fortificación, entre espesos matorrales, en el cañaveral de un pantano, nos tumbamos agazapados bajo nuestros escudos, y se nos vino encima una mala noche, heladora, mientras soplaba el Bóreas; luego nos cayó encima la nieve, como espesa escarcha, glacial, y sobre nuestros escudos se amontonaba el hielo. Los otros tenían túnica y mantos y dormían tranquilos, protegiéndose los hombros con el 480 escudo. Pero yo, al salir les había dejado mi manto a mis compañeros, en un instante de insensatez, porque no pensé que iba a tiritar de frío. De modo que emprendía aquella marcha con mi escudo y mi refulgente coselete. Conque, cuando ya quedaba un tercio de la noche y ya se ponían las estrellas, dirigí la palabra a Odiseo, que yacía a mi lado, y le di con el codo. Enseguida él me prestó atención.

»“Divino hijo de Laertes, muy mañoso Odiseo. No vas a tenerme más entre los vivos, porque me asesina el frío. Es que no tengo manto. Me engañó un dios al hacerme venir sólo con la túnica. Ahora no tengo escapatoria”.

490»Así le dije. Y a él enseguida se le ocurrió un truco. ¡Cómo era él para dar consejo y para pelear! Me habló en voz baja y me dijo estas palabras: “¡Calla ahora, que no te oiga ningún otro de los aqueos!”.

»Dijo y levantó su cabeza apoyándose en un codo y musitó estas palabras:

»“Escuchadme amigos. Un sueño divino me visitó mientras dormía. Andamos lejos de las naves. Así que podría ir alguno a decirle a Agamenón Atrida, pastor de pueblos, a ver si puede enviar a algunos más desde los barcos”.

»Así habló, y, al momento, se levantó Toante, hijo de 500 Andremón, a toda prisa, dejó caer su manto purpúreo, y echó a correr hacia las naves. Yo me tumbé muy a gusto con su capa, y pronto brilló la Aurora de áureo trono. ¡Ojalá fuera ahora tan joven y conservara tan firme mi vigor! Me daría su manto alguno de los porquerizos de la majada por uno u otro motivo: por amistad o por respeto a un valiente. Ahora, en cambio, me menosprecian, con estos míseros harapos sobre mi cuerpo».

Respondiéndole le dijiste tú, porquerizo Eumeo:

«Anciano, el suceso que nos has contado es admirable, y de ningún modo has dicho tus frases sin provecho ni al azar. Conque no han de faltarte ni ropas ni 510 cosa alguna de las que convienen a un suplicante que acude apurado. Pero hasta mañana temprano te cubrirás con esos harapos tuyos, ya que no tenemos aquí muchas túnicas ni mantos de recambio para vestirse, sino tan sólo uno para cada hombre. Pero en cuanto llegue el hijo de Odiseo, él mismo te dará ropas, túnica y manto, y te enviará a donde tu corazón y tu ánimo deseen».

Diciendo así se levantó y le preparó un camastro y lo cubrió con pieles de ovejas y cabras. Y allí se echó 520 Odiseo. Por encima le puso un manto espeso y amplio, que solía usar de repuesto para ponérselo cuando se alzaba alguna fuerte tempestad.

Así pues se acostó allá Odiseo y los demás, los jóvenes, se tumbaron a su lado. Pero al porquerizo no le gustaba acostarse a dormir en aquel lugar, lejos de sus cerdos. Así que se equipó para salirse fuera. Estaba contento Odiseo de que tanto se preocupara de su hacienda durante su ausencia. Empezó colgándose la aguda espada de sus recios hombros, y se revistió de un manto, espeso, como protección, tomó además la 530 piel de un macho cabrío gruesa y amplia, y empuñó una aguda jabalina apropiada para defenderse de los perros y los hombres. Y echó a andar para irse a tumbar donde dormían los cerdos de blancos dientes, al pie de una roca hueca, al abrigo del Bóreas.