CANTO IV

Llegaron ellos a los valles de la fragosa Lacedemonia. Y allá se encaminaron al palacio del glorioso Menelao. Le encontraron celebrando con sus muchos parientes un festín por el doble matrimonio de su hijo y de su irreprochable hija. A ésta la enviaba para el hijo de Aquiles, quebrantador de las filas enemigas, porque ya en Troya antaño había prometido y afirmado que se la entregaría y los dioses favorecían el cumplimiento de la boda. Así que él la remitía con cinco carros y caballos para que hiciera el viaje hasta la muy famosa ciudad de los mirmídones, donde aquél era soberano.

Y en Esparta había elegido a la hija de Aléctor para 10 su hijo, el vigoroso Megapentes, que había tenido tardío de una esclava. A Helena los dioses no le concedieron más descendencia después de que en un primer parto diera a luz a su encantadora hija, a Hermíone, que tenía la belleza de la áurea Afrodita.

Conque allá celebraban el banquete los vecinos y familiares del glorioso Agamenón, gozando del banquete en la gran mansión de alto techo. Para ellos cantaba y tocaba la lira un divino aedo, y dos volatineros, a los sones que marcaba la melodía, pirueteaban en medio de la concurrencia.

20 Ellos dos, por su parte, detuvieron sus caballos en el atrio del palacio y se quedaron allí, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor. Saliendo a su encuentro los vio el noble Eteoneo, un diligente servidor del glorioso Menelao, y corrió a través del palacio a comunicar la noticia al pastor de pueblos. Acercándosele le dijo estas aladas palabras:

«Menelao de divina estirpe, ahí están unos forasteros, dos hombres, y parecen ser del linaje del poderoso Zeus. Dinos pues si vamos a desuncir sus veloces corceles, o si los despachamos para que vayan a casa de otro que sea su amigo».

30 Enfadándose mucho le respondió el rubio Menelao:

«No eras tan torpe, Eteoneo Boetoida, en el pasado. Pero ahora balbuceas bobadas como de niño. Cuántas veces hemos comido nosotros en la hospitalaria mesa de otras gentes de camino hacia aquí. ¡Que Zeus nos evite tal necesidad en el futuro! Ve y desunce los caballos de los forasteros e introdúcelos ante todos, para que disfruten del festín».

Así habló. El otro apresuróse en cruzar la sala, y llamó a otros diligentes criados para que fueran con él. Desataron éstos a los caballos sudorosos bajo el yugo 40 y los dejaron atados ante los pesebres de las caballerizas, y les echaron espelta y con ella mezclaron blanca cebada. Apoyaron el carro sobre los relucientes muros, y a ellos los introdujeron en la divina mansión. Se admiraban contemplando el palacio del rey de alcurnia divina, pues había como un fulgor de sol o de luna en el interior de la casa de alto techo del famoso Menelao.

Y cuando se saciaron de lo que veían ante sus ojos, fueron hacia las pulidas bañeras para darse un baño. Y luego, una vez que los sirvientes los hubieron bañado y los ungieron con aceites, los envolvieron en túnicas 50 y mantos de lana, y fueron a sentarse en unos sillones al lado del Atrida Menelao.

Una, sirvienta les escanció el agua que traía en un aguamanil de oro sobre una bandeja de plata, para que se lavaran. Y junto a ellos dispuso una pulida mesa. La venerable despensera trajo alimentos y los colocó sobre ella, dejando muchos trozos escogidos en especial favor a los allí presentes. El trinchante les dejó a su alcance, escogiéndoselos, platos con carne de todas clases y les ofreció además unas copas de oro.

Haciéndoles una indicación a ambos les dijo el rubio Menelao:

«Tomad vuestra comida y regocijaos. Luego, cuando 60 os hayáis saciado de la cena, os preguntaremos quiénes sois entre los hombres. Porque no se ha oscurecido en vosotros la estirpe de vuestros padres, sino que sois del linaje de los reyes de divina alcurnia, de los portadores de cetro, porque tal como sois no pudieron haberos engendrado unos villanos».

Así habló y les ofreció el pingüe lomo de un buey, alzando en sus manos el asado que a él mismo le habían servido como una muestra de honor. Y ellos lanzaron sus manos sobre las viandas que tenían dispuestas delante.

Luego, una vez que hubieron saciado su apetito de bebida y comida, ya le comentaba Telémaco al hijo 70 de Néstor, arrimando su cabeza para que no le oyeran los demás:

«Observa, Nestórida, grato a mi corazón, el resplandor del bronce, del oro, del ámbar, y de la plata y el marfil, en estos vastos salones. ¡Sin duda que así es por dentro la morada de Zeus!

»¡Cuántos incontables y amplios tesoros! El asombro me deja atónito al contemplarlos».

Captó lo que él decía el rubio Menelao, y dirigiéndose a ellos les dijo palabras aladas:

«Hijos míos, la verdad es que con Zeus no puede rivalizar ninguno de los mortales. Que su palacio y sus 80 riquezas son también imperecederas. De los hombres hay quien rivalice y quien no conmigo en riquezas. Lo cierto es que me las traje tras mucho sufrir y mucho andar errante en mis naves, y al octavo año regresé, costeando sin rumbo Chipre, Fenicia y Egipto. Visité a los etíopes, los sidonios, los erembos, y Libia, donde los corderos al momento echan cuernos y paren las ovejas tres veces en el curso del año. Allí ni el amo ni el pastor están nunca faltos de queso ni carne ni de dulce leche, sino que siempre se la dan con sólo ordeñarlas durante todo el año.

90»Pero mientras yo por aquellos confines erraba, recogiendo copiosa fortuna, entre tanto, otro asesinó a traición a mi hermano de improviso, por el engaño de su maldita esposa. Por eso sin alegría soy soberano de estas posesiones.

«Sin duda que habréis escuchado esto a vuestros padres, quienesquiera que sean, porque sufrí muy numerosos pesares y perdí un palacio, muy bien habitado, que contenía muchas y espléndidas riquezas.

»¡Ojalá habitara en mi casa sólo con un tercio de estos bienes, y estuvieran sanos y salvos mis hombres, aquellos que antaño perecieron en la amplia Troya, lejos de Argos criadora de caballos!

»Pero si bien por todos me lamento y me acongojo 100 muy a menudo, albergado en mi palacio, y unas veces me desahogo con llanto y otras lo contengo —porque es rápido el hartazgo del áspero sollozar—, no me apeno tanto por todos ellos, aunque esté muy dolido, como por uno solo, y eso me hace aborrecer el sueño y la comida, en cuanto le echo en falta, porque ninguno de los aqueos tanto se esforzó cuanto se fatigó y empeñó Odiseo. Por eso iba él a afrontar sus dolores, y yo una angustia inolvidable por él para siempre, ya que así por tan largo tiempo se mantiene ausente, y nada sabemos de si vive o si ha muerto. Sin duda que 110 le lloran el anciano Laertes, la prudente Penélope, y Telémaco, a quien a poco de nacer dejó en su hogar».

De este modo habló. A Telémaco le avivó el anhelo de sollozar por su padre. De sus ojos a tierra cayeron sus lágrimas al oír de su padre, mientras que él levantaba con ambas manos el manto purpúreo ante sus ojos.

Menelao lo advirtió y quedóse perplejo en su mente y su ánimo, dudando si dejarle que él evocara a su padre o si empezar a preguntarle y enterarse de todo.

Y mientras esto cavilaba en su mente y su corazón, 120 de su perfumada cámara de elevado techo vino Helena, semejante a Ártemis, la de la rueca de oro. Para ella enseguida preparó una silla muy repujada Adrasta, y Alcipe le trajo una alfombra de fina lana, y Filo le aprestó un canastillo de plata que le regalara Alcandra, la esposa de Pólibo, que habitaba en Tebas de Egipto, donde en los palacios atesoran muchísimas riquezas. Éste le había dado a Menelao dos bañeras de 130 plata, dos trípodes y treinta talentos de oro. Y por su lado su mujer ofreció a Helena espléndidos regalos. Le obsequió una rueca de oro, un canastillo redondo de plata, con los bordes recamados de oro. Éste fue el que puso a su lado su criada Filo, que lo trajo colmado de hilo ya devanado, y enseguida instaló a su vera la rueca que tenía una lana de color violeta.

Helena se sentó en su sillón, y bajo sus pies tenía un escabel. Al momento le preguntaba por todo a su esposo con estas palabras:

«¿Sabemos ya, Menelao de divina alcurnia, quiénes entre los hombres proclaman ser estos que han llegado 140 a nuestra casa? ¿Me equivocaré o hablaré con acierto? Mi ánimo me impulsa a ello. Pues afirmo que nunca he visto a nadie tan parecido, hombre o mujer (el asombro me domina al mirarle), como éste se asemeja al hijo del magnánimo Odiseo, a Telémaco, que él, su famoso padre, dejó en su casa a poco de haber nacido, cuando por mí, ¡cara de perra!, marchasteis los aqueos hacia Troya, promoviendo una guerra feroz».

Respondiéndola le dijo el rubio Menelao:

«Así lo confirmo yo ahora, mujer, tal como tú lo 150 sospechas. Porque iguales eran sus pies y sus manos, y las miradas de sus ojos, y su cabeza y, por encima, sus cabellos. Por cierto que, hace un instante, relataba yo, acordándome de Odiseo, cuánto sufrió él esforzándose en mi favor, cuando éste comenzó a verter amargo llanto por debajo de sus cejas, a la vez que alzaba el purpúreo manto ante sus ojos».

Contestóle, a su vez, en réplica el Nestórida Pisístrato:

«Atrida Menelao de divina alcurnia, caudillo de pueblos, éste es, en efecto, el hijo de aquél, tal como decías. Pero es un hombre discreto, y en su ánimo siente recelo a exponer aquí, apenas recién llegado, atrevidas pretensiones ante ti, cuya voz los dos nos 160 complacemos en oír como si fuera la de un dios.

»A mí, por mi parte, me envió el caballero gerenio, Néstor, para escoltarle como guía. Pues estaba ansioso de verte, por si podías darle alguna palabra o gesto de consejo. Muchos dolores, en efecto, tiene en su casa el hijo de un padre ausente, que no posee otras personas que le protejan, como ahora le sucede a Telémaco. Aquél está ausente, y no tiene consigo otros que en su pueblo le puedan defender de la maldad».

En respuesta le contestó el rubio Menelao:

«¡Ay, ay! ¡Qué gran amigo mío era el hombre cuyo hijo ha venido a mi casa, quien por mí padeció numerosos 170 dolores! Le aseguré, sí, que al regresar le estimaría por encima de los demás argivos, si Zeus de amplia voz nos concedía a los dos alcanzar sobre el mar el regreso con nuestras raudas naves. Y en Argos le hubiera ofrecido una ciudad y construido un palacio, haciéndole venir de Ítaca con sus bienes y su hijo y todas sus gentes, y habría vaciado alguna población de las vecinas que me obedecen como su soberano.

»Y al establecerse por aquí nos habríamos reunido a menudo. Y nada nos habría distanciado en nuestra amistad y mutuo contento, hasta que nos encubriera 180 la negra nube de la muerte. Pero acaso eso suscitó la envidia de algún dios, el mismo que a él, desdichado, a él sólo, lo privó del regreso».

Así dijo y en todos ellos avivó un anhelo de llanto. Lloraba la argiva Helena, nacida de Zeus; lloraban Telémaco y el Atrida Menelao. Y ni siquiera el hijo de Néstor mantenía sus ojos sin lágrimas, porque se había acordado en su corazón del irreprochable Antíloco, al que había matado el esclarecido hijo de la luminosa Aurora.

Rememorándolo profirió estas aladas palabras:

190 «Atrida, que sobre los humanos tú eres en extremo sagaz decía muchas veces el anciano Néstor, cuando te mencionábamos en las salas de nuestro palacio y conversábamos uno con otro. Ahora, pues, si así conviene, tal vez me hagas caso. Yo, desde luego, no encuentro satisfacción en sollozar a los postres de la cena. Que ya vendrá la aurora, surgiendo en la mañana.

»Y no voy a reprochar en absoluto que se llore a aquel mortal que murió y alcanzó su destino. Ése es, en efecto, el único botín de los tristes humanos: cortarse los cabellos y derramar lágrimas por sus mejillas.

»También, en efecto, quedó muerto mi hermano, y 200 no era el peor de los argivos. Tú lo debes saber, ya que yo ni lo encontré ni lo conocí. Pero dicen que a los demás aventajaba Antíloco extraordinariamente, raudo en el correr y excelente luchador».

Respondiéndole dijo el rubio Menelao:

«¡Ah amigo, desde luego que has dicho cuantas cosas podría decir y proponer un hombre inteligente, incluso de mayor edad! En verdad eres hijo de tal padre, al hablar con tanta cordura.

»Pronto se hace famosa la progenie de un hombre a quien el hijo de Crono le otorga semejante ventura de casarse y tener hijos, como en este caso se la concedió 210 a Néstor que puede envejecer por siempre plácidamente en su palacio, y que sean sus hijos sagaces y excelentes con las armas.

»Vamos nosotros, pues, a dejar el llanto que antes nos invadió, y de nuevo nos dedicaremos a la cena. Que nos traigan agua para las manos. Y al amanecer serán los coloquios que Telémaco y yo mantendremos uno con otro».

Así dijo. Al momento les escanciaba el agua para las manos Asfalión, el presto servidor del glorioso Menelao. Y ellos sobre los alimentos preparados delante echaron sus manos.

Pero entonces otra cosa decidió Helena, nacida de Zeus. Al punto vertió en el vino que bebían una droga 220 que borraba la pena y la amargura y suscitaba olvido de todos los pesares. Quien la tomara, una vez que se había mezclado en la crátera, no derramaba, al menos en un día, llanto por sus mejillas, ni aunque se le murieran su madre y su padre, ni si ante él cayeran destrozados por el bronce su hermano o un hijo querido y lo viera con sus ojos.

Tales ingeniosos remedios poseía la hija de Zeus, que le había procurado Polidamna, la esposa de Ton, la egipcia, que allí la fértil tierra produce esas drogas, 230 muchas que resultan benéficas en la mezcla, y muchas perniciosas. Cualquier persona entendida en todas ellas se hace un buen médico. Pues, desde luego, son de la estirpe de Peán.

Después, en cuanto la hubo vertido y ordenó que escanciaran el vino, tomó de nuevo la palabra y dijo:

«Atrida Menelao, de divina alcurnia, y vosotros, hijos de nobles guerreros, sabéis que Zeus da unas veces lo bueno y lo malo a unos y a otros. Porque todo lo puede.

»Así que ahora comed sentados en esta sala y gozad de la charla. Voy a contaros, pues, un suceso oportuno. 240 No os relataré ni enumeraré cuántas proezas están en el haber del sufrido Odiseo, sino sólo algo que él acometió y soportó como bravo guerrero en el país de los troyanos, donde sufristeis penalidades los aqueos.

»Lacerándose a sí mismo con infamantes heridas, echándose sobre los hombros unos feos andrajos, semejante a un esclavo, se deslizó en la ciudad de sus enemigos. Al disfrazarse, parecía otro tipo, un mendigo, él que no era nada semejante en las naves de los aqueos. Con esta apariencia se introdujo en la ciudadela de los 250 troyanos. A todos les pasó inadvertido. Y yo sola le reconocí, tal como era, y me puse a interrogarle.

»Él intentó zafarse con astucia. Pero cuando yo le hice bañarse y ungirse con óleo, lo revestí con vestidos y le di un solemne juramento de no revelar, ante los troyanos a Odiseo hasta que hubiera alcanzado sus raudas naves y sus tiendas, entonces él me reveló todo el plan de los aqueos. Y, tras de dar muerte a muchos troyanos con el bronce de ancho filo, regresó entre los aqueos, y les llevó abundante información. Mientras otras troyanas elevaban sus agudos sollozos, entonces 260 mi corazón se alegraba, puesto que ya mi ánimo sentía deseos de regresar de nuevo a mi hogar y me arrepentía de mi locura, la que me había inspirado Afrodita cuando me arrastró hasta allí desde mi querida tierra patria, dejando a mi hija y mis aposentos y a mi esposo, que no es inferior a nadie ni en inteligencia ni en gallardía».

Respondiéndole a ella le dijo el rubio Menelao:

«Sí, desde luego que en todo esto, mujer, has hablado como te corresponde. Ya he conocido el talante y la inteligencia de muchos heroicos guerreros y he recorrido amplio espacio de tierras. Pero nunca vi yo con mis ojos a ningún otro con un corazón igual al del sufrido 270 Odiseo. ¡Cómo actuó y cómo resistió en el interior del caballo de pulida madera el bravo guerrero, cuando estábamos allí metidos todos los mejores de los argivos, llevando a los troyanos la matanza y la destrucción!

»Tú misma te acercaste allí entonces. Debió de incitarte una divinidad que quería dar gloria a los troyanos. Y en tu avance te escoltaba el deiforme Deífobo. Por tres veces rodeaste, tanteándola, la hueca emboscada, mientras llamabas por sus nombres a los mejores de los dánaos, simulando la voz de las esposas de cada uno de los argivos. En aquel momento yo, 280 y el Tideida y el divino Odiseo agazapados en el centro, te oímos cómo gritabas. Y nosotros dos sentimos vivos deseos, excitados, de salir o de responder en seguida desde dentro. Pero Odiseo nos contuvo y nos lo impidió a pesar de nuestras ansias.

»Allí todos lo demás hijos de los aqueos estaban en silencio, y sólo Anticlo se disponía a contestar a tus voces. Pero Odiseo le tapaba la boca con sus manos sin miramientos, y logró salvar a todos los aqueos, y lo contuvo hasta que a ti te apartó de allá Palas Atenea».

Le replicó entonces el juicioso Telémaco: 290

«Atrida Menelao, de divina alcurnia, caudillo de tropas, eso es todavía más triste. Que en nada le resguardaron tales hechos de la cruel perdición, ni tampoco el que en su interior albergase un férreo corazón.

»Pero, vamos, enviadnos a la cama, para que echándonos, disfrutemos ya del dulce sueño».

Así dijo. Y la argiva Helena dio órdenes a las criadas de que colocaran unas camas en el pórtico y las proveyeran de bellos cobertores purpúreos, y las recubrieran con colchas y les llevaran mantas de lana para 300 cubrirse. Salieron ellas de la sala con una antorcha en las manos e hicieron las camas, mientras a los huéspedes les guiaba un heraldo. De tal modo ellos descansaron allá en el atrio de la casa, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor. El Atrida dormía al fondo de su mansión de alto techo, y a su lado se acostó Helena, de largo peplo, divina entre las mujeres.

Apenas se mostró, surgiendo al alba, la Aurora de rosáceos dedos, saltó de su cama Menelao, diestro en el grito de combate, revistió sus vestidos, colgóse del hombro la afilada espada y anudó a sus tersos pies las 310 bellas sandalias y salió de su aposento, semejante en su aspecto a un dios.

Fue a sentarse junto a Telémaco, le dirigió la palabra y le interpelaba:

«¿Qué empeño aquí te trajo, héroe Telémaco, hasta la divina Lacedemonia a través del vasto lomo del mar? ¿Es asunto privado o algo de tu comunidad? Dímelo con toda franqueza».

Respondióle, a su turno, el sagaz Telémaco:

«Atrida Menelao, de alcurnia divina, caudillo de tropas, he venido a ver si podías contarme alguna nueva sobre mi padre. Mi casa es devorada y están arrasadas nuestras ricas posesiones. El palacio está lleno de hombres hostiles que, como pretendientes 320 de mi madre, sin cesar degüellan incontables ovejas y vacas de lento andar y retorcidos cuernos mostrando una soberbia desmesura.

»Por ese motivo ahora vengo suplicante a tus rodillas, por si quieres hablarme del triste final de mi padre, si es que tú lo has presenciado o si escuchaste tal relato de algún otro viajero. Pues en extremo digno de lástima le dio a luz su madre. En nada me lo embellezcas por decoro o por compasión, sino que cuéntame con detalle cómo asististe a tal escena. Te lo ruego, si es que alguna vez mi padre, el noble Odiseo, cumplió su palabra o el gesto que te hiciera como promesa en el país de los troyanos, donde padecisteis pesares 330 los aqueos. Acuérdate de ello y cuéntame la verdad».

Le respondió, rebosante de coraje, el rubio Menelao:

«¡Ah, ah! ¡Cuán bravo era el talante de ese hombre en cuyo lecho quisieran acostarse esos que son tan cobardes! Como cuando en el cubil de un fiero león trae una cierva a dormir a sus cervatillos recién nacidos, que aún maman, y luego ella se sale a pastar por las laderas del monte y las herbosas trochas, y luego vuelve el león a su cobijo y a unos y a otra les impone una terrible muerte, así una muerte infame les dará a 340 ésos Odiseo.

»¡Ojalá, pues, oh Zeus, Atenea y Apolo, que tal cual era antaño, cuando en la bien edificada Lesbos se alzó a pelear cuerpo a cuerpo con el hijo de Filomeles, y le derribó rudamente, y se regocijaron todos los aqueos, así, con la misma presencia se enfrentara a los pretendientes Odiseo! ¡Todos iban a tener un pronto final y unas amargas bodas!

»De eso que has venido a preguntarme y ahora me suplicas, no puedo hablarte con evasivas ni desvíos, y no te engañaré; pero de lo que me contó el veraz anciano del mar, sin omitir ninguna palabra, nada te voy 350 a ocultar ni encubrir.

»En Egipto, ansioso ya del retorno, allá me detuvieron los dioses, ya que no les había celebrado las debidas hecatombes, y ellos quieren siempre que sean cumplimentados sus ritos. Hay por allí una isla en medio del embravecido mar, ante la costa de Egipto, a la que denominan Faro, a una distancia como la que recorre una ligera nave en un día, si un viento vibrante le sopla favorable de popa. Allí hay un puerto de buen fondeadero, desde el que las equilibradas naves zarpan a alta mar, tras de hacer aguada en un pozo 360 hondo. Allá durante veinte días me retuvieron los dioses. Y jamás se mostraban los vientos marinos de curso favorable, que son quienes impulsan a las naves sobre el ancho lomo marino.

»Y allí se nos habrían agotado los Víveres de a bordo y los ánimos de los hombres de no ser porque una de las divinidades se compadeció y me salvó: la hija del poderoso Proteo, el anciano del mar, Idotea. A ésta, pues, le conmoví sensiblemente el corazón.

»Y ella me salió al paso cuando yo vagaba solitario lejos de mis camaradas, quienes vagando sin rumbo acostumbraban a pescar con sus curvos anzuelos 370 mientras el hambre les roía el estómago. Ella se alzó en pie a mi lado y me dijo:

»“¿Eres así en extremo necio, extranjero, o tan flojo de entendimiento, o es que por propia voluntad te abandonas y te deleitas en sufrir dolores? Porque, desde luego, estás apresado en la isla y eres incapaz de encontrar algún remedio en tanto que ya flaquea el ánimo de tus compañeros”.

»De tal modo habló y yo, contestándole, la dije al momento:

»“Voy a hablarte con franqueza, quienquiera que tú seas de las diosas, pues no me encuentro acá detenido por mi voluntad, sino que debo de ser culpable de algo a los ojos de los inmortales que habitan el extenso cielo. Mas tú, a tu vez, dime, ya que los dioses todo lo saben, cuál de los inmortales es quien me detiene 380 y me ha privado del camino y de la vuelta nevegando sobre el mar rico en peces”.

»Así hablé, y en seguida me contestó la divina entre las diosas:

»“Pues bien, yo voy a hablarte con sinceridad, extranjero. Frecuenta este litoral cierto anciano del mar, veraz, inmortal, el egipcio Proteo, que conoce todos los hondones del mar, como súbdito de Poseidón. Cuentan que es mi padre y que él me dio el ser. Si a éste tú de alguna manera pudieras tenderle una trampa y atraparlo, él es quien podría decirte tu rumbo, los términos de tu ruta y el viaje de regreso, cómo vas a 390 regresar por el mar poblado de peces. Incluso puede decirte, divino retoño, si tú lo quieres, lo que ha acaecido en tu palacio, lo bueno y lo malo, mientras tú te encontrabas ausente en tu largo y penoso viaje”.

»Así habló y yo, luego, contestándole, dije:

»“Aconséjame ahora tú misma acerca de la trampa para el divino anciano, no sea que la advierta de antemano y, previéndola, se me escape. Porque a un dios le es difícil a un hombre capturarlo”.

»Así le dije y al punto me respondió la divina entre las diosas:

»“Pues bien, voy a hablarte con total franqueza, extranjero. Cuando el sol cruza por el medio del cielo, 400 entonces sale del mar el verídico anciano marino, bajo los soplos del Céfiro, envuelto en un sombrío encresparse de olas, y, arribando a la orilla, va a acostarse a una honda gruta. A su alrededor las focas de ágiles aletas, hijas de una bella diosa marina, duermen amontonadas, saliéndose del espumoso mar, exhalando el acre olor de los fondos marinos.

»Yo voy a conduciros hasta allí, en cuanto despunte la aurora, para que os tumbéis detrás de ellas. Tú elige bien a tres compañeros, los mejores que tengas 410 en tus naves bien bancadas. Y te revelaré todos los trucos del viejo ese.

»En primer lugar contará y pasará revista a las focas. Luego apenas las haya enumerado a todas con sus cinco dedos y las haya revistado, se acostará en medio de ellas, como un pastor en medio de sus rebaños de ovejas. En cuanto vosotros le veáis tumbado aprestad entonces vuestro vigor y vuestra fuerza, para apresarle allí aunque se muestre embravecido y se debata para escapar. Lo intentará transformándose en todos los seres que se arrastran por tierra, y en agua, y en repentino fuego. Pero vosotros agarradlo fuertemente y apretadle aún más.

420»Luego, cuando ya él te interrogue con palabras, mostrándose con el mismo aspecto que tenía cuando se echó a dormir, entonces abandonad ya vuestra violencia y soltad al anciano, y preguntadle, héroe, qué dios es el que te acosa y por tu regreso, cómo vas a volver por el mar poblado de peces”.

»Tras de haber hablado así, sumergióse en el mar, que encrespó sus olas, mientras yo caminaba hacia donde estaban nuestras naves varadas en las arenas. Y mucho se me alborotaba el corazón mientras caminaba.

430»Preparamos la cena y llegó la divina noche, y entonces nos echamos a dormir sobre la orilla marina.

»Apenas se mostró, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, entonces me puse en marcha a lo largo de la costa del mar de innúmeros caminos, suplicando intensamente a los dioses. Conmigo llevaba a tres compañeros, a quienes consideraba de más confianza para cualquier aventura.

»En ese momento la diosa, que se había hundido en el vasto seno del mar, emergió trayéndonos de las aguas tres pieles de foca. Todas ellas estaban recién desolladas. Tenía planeada la emboscada contra su padre. Tras de haber cavado unas hoyas en la arena se sentó esperándonos. Nos aproximamos a ella y nos 440 hizo echarnos uno al lado de otro, y nos tapó con una piel a cada uno. En aquel momento se nos vino encima lo peor de la trampa, porque nos torturaba ferozmente el espantosísimo hedor de las focas criadas en el mar. ¿Pues quién podría acostarse pegado a un bicho marino?

»Mas ella misma nos resguardó y nos ofreció un excelente remedio. Nos trajo ambrosía y nos puso a cada uno bajo la nariz un trozo de olor muy agradable, y así borró la peste de la bestia. Toda la mañana aguardamos con ánimo paciente.

»Las focas surgieron del mar en tropel. Y luego, una tras otra, se fueron tumbando a lo largo de la playa. Al 450 mediodía emergió el anciano del mar, y encontró allí a sus robustas focas; las pasó revista y contó su número. Entre las bestias nos contó a nosotros los primeros, y no sospechó en absoluto en su ánimo que hubiera una trampa. A continuación se tumbó él también.

»Dando gritos nosotros nos echamos encima de él y le atrapamos con nuestros brazos. No se olvidó el anciano de su engañoso arte, sino que en un momento inicial se metamorfoseó en un león de buena melena, y luego en un dragón, en una pantera, y en un enorme jabalí. Transformóse en un torrente de agua, y en un árbol de altas ramas. Pero nosotros le reteníamos 460 con ánimo decidido. Así que, después de haberse fatigado, el viejo, conocedor de trucos, comenzó a preguntarme con palabras y me dijo:

»“¿Quién, pues, de las divinidades a ti, hijo de Atreo, te ha aconsejado tal ardid, para que me tendieras esta trampa y me apresaras en contra de mi voluntad? ¿Qué necesitas?”.

»Así dijo. Después yo, contestándole, le hablé:

»“Ya lo sabes, anciano. ¿Por qué me lo preguntas, tanteándome? Que aquí, en esta isla estoy detenido y se me encoge en mi interior mi corazón. Conque dime tú, pues los dioses todo lo saben, quién de los 470 inmortales me retiene y me priva de mi viaje, y cómo he de lograr mi regreso por la mar rica en peces”.

»Así le hablé, y él, respondiéndome al punto, me dijo:

»“Pues es que debías haber hecho cumplidos sacrificios a Zeus y a los demás dioses antes de embarcarte, a fin de que lo más pronto posible llegaras a tu patria navegando por el vinoso mar. Porque ahora tu destino es no ver a tus parientes ni arribar a tu bien edificada mansión y a tu querida tierra patria, hasta que de nuevo arribes al sagrado curso del Egipto, río nacido del cielo, y allá hagas sacrificios con una hecatombe consagrada a los dioses inmortales que habitan el 480 anchuroso cielo. Y entonces te franquearán los dioses la ruta que tú anhelas”.

»De tal modo habló, y a mí se me estremeció el corazón, ya que otra vez me instaba a cruzar el tenebroso ponto hacia Egipto en un itinerario largo y penoso. Pero, con todo, respondiendo a sus palabras, le dije:

»“Esto lo voy a realizar tal como tú, anciano, me aconsejas. Mas ahora, dime, y refiéremelo con toda franqueza, si con sus naves volvieron sanos y salvos todos los aqueos a los que Néstor y yo dejamos atrás al regresar de Troya, o si alguno pereció en amarga muerte en su nave o ya en brazos de los suyos, tras de 490 haber combatido en la guerra”.

»Así hablé. Y, al momento, él contestándome dijo:

»“Atrida, ¿para qué me lo preguntas? No es oportuno que tú conozcas eso ni que te enteres de mi saber. Te aseguro que no has de tardar en sollozar en cuanto te informes bien de todo ello. Pues muchos de ésos cayeron, y muchos se quedaron atrás. Pero sólo dos jefes de los aqueos de broncíneas túnicas perecieron en el regreso. En la contienda ya tú estuviste presente. Y, por otra parte, uno aún vivo está retenido en algún lugar en el anchuroso ponto.

»Ayante sucumbió junto con sus naves de largos remos. Al comienzo Poseidón lo precipitó sobre las 500 grandes rocas de Giras y lo puso a salvo del mar. Y allá habría escapado a la muerte, aunque le era odioso a Atenea, de no haber proferido una frase de desaforada soberbia y haber desvariado en exceso. Se jactó de que en contra de la voluntad de los dioses escapaba del gran abismo marino. Y le oyó Poseidón cuando de ese modo tanto se envanecía. Al instante, blandiendo en sus robustas manos el tridente, golpeó la roca Girea y la partió en dos. Y de los fragmentos el uno quedó allí y se hundió en el mar el otro, en el que se encontraba Ayante en el momento de su gran desvarío. Y lo arrastró al fondo del inmenso mar 510 embravecido. De tal modo murió entonces éste, pues se ahogó en el salado oleaje.

»Pero tu hermano escapó y logró evitar, entonces, a las Parcas, en sus ligeras naves. Le puso a salvo la soberana Hera. No obstante, cuando ya iba a doblar el escarpado promontorio de Maleas, allí le arrebató una tempestad y le arrastró por el alta mar poblada de peces, en medio de su gran congoja, hasta un confín del predio en donde antaño tenía su mansión Tiestes, y que ya entonces habitaba el hijo de Tiestes, Egisto. De modo que desde allí parecía 520 que su regreso sería sin pesares. De nuevo los dioses mudaron el viento favorable, y ellos consiguieron arribar a su patria.

»Alborozado puso, en efecto, los pies en suelo patrio, y paseaba y besaba su tierra patria. Cálidas lágrimas fluían de sus ojos, al ver la tierra tan amada.

»Y entonces desde una atalaya le avistó un centinela, que allí había llevado y apostado Egisto de traicionera mente, y a éste le había prometido como salario dos talentos de oro. Vigilaba allá todo el año para que no le pasara desapercibido al cruzar por aquel lugar y pudiera luego recobrar su coraje guerrero. Se precipitó a dar la noticia al pastor de pueblos. Y en seguida Egisto dispuso una trampa taimada.

530»Eligiendo entre el pueblo a los veinte mejores guerreros, proyectó la emboscada mientras que, por otro lado, ordenaba preparar un festín. Pronto salió con caballos y carros a aclamar a Agamenón, rumiando sus infamias. Sin que él lo advirtiera, lo atrajo a la muerte, y lo asesinó en el banquete, como quien mata a una vaca ante el pesebre. Ninguno de los compañeros del Atrida sobrevivió, de los que lo escoltaban. Y ninguno tampoco de los de Egisto, que fueron aniquilados en su palacio”.

»Así habló. A mí entonces se me desgarró el corazón, y me eché a llorar tendido sobre la arena, y mi ánimo ya no deseaba vivir por más tiempo ni ver la 540 luz del sol.

»Al cabo de un rato, cuando ya me sacié de llorar y de revolcarme, de nuevo entonces me habló el verídico anciano del mar:

»“Hijo de Atreo, no persistas en llorar por más tiempo tan obstinadamente, porque no vamos a encontrar ningún remedio. Ahora esfuérzate a toda prisa en arribar por fin a tu tierra patria. Que a ése lo encontrarás vivo, o ya lo habrá matado Orestes, adelantándose, y tú podrás asistir a su entierro”.

»Así habló. Mi corazón y mi noble ánimo de nuevo se caldearon, aunque estaba muy acongojado, y, 550 dirigiéndome a él, le dije estas aladas palabras:

»“Ya me he enterado acerca de esos dos. Ahora háblame del tercero, del que aún con vida se halla retenido en el anchuroso ponto, o quizás ya muerto. Quiero, aunque acongojado, saber de él”.

»Así hablé. Y él, respondiéndome en seguida, me dijo:

»“Es el hijo de Laertes, que tenía su morada en Ítaca. A éste lo vi en una isla, derramando abundante llanto en la mansión de la ninfa Calipso, que lo retiene a su pesar. Y él no puede regresar a su tierra patria. Porque no tiene nave remera ni compañeros, que le pudieran transportar sobre el anchuroso lomo 560 del mar.

»En cuanto a ti, Menelao de divina estirpe, no es tu destino morir en Argos criadora de caballos y acabar tu sino mortal, sino que los dioses te llevarán al Campo Elisio en los confines de la tierra, donde habita el rubio Radamantis. En ese lugar es dulcísima la existencia de los hombres. No existe allí la nieve ni el denso invierno ni jamás hay lluvia, sino que permanentemente envía el Océano las brisas del Céfiro de soplo sonoro para refrescar a los humanos. Porque tienes por mujer a Helena y por ella eres yerno de Zeus”.

570 «Después de haber hablado así, hundióse en el oleaje del mar. A continuación yo me encaminé, con mis heroicos camaradas, hacia las naves, y mucho se me estremecía el corazón en mi caminar. Luego, apenas llegamos a la nave y la costa, preparamos la cena y nos envolvió la noche inmortal. Y en tal momento nos echamos a dormir en la playa marina.

»En cuanto apareció, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, nos apresuramos a botar las naves al divino mar, y allí colocamos los mástiles y las velas sobre las equilibradas naves, y los hombres subieron a 580 bordo, se apostaron en sus bancos y, sentados en hilera, batían con sus remos el espumante mar.

»De nuevo detuve mis navíos al borde del Egipto, río venido del cielo, y allí llevé a cabo hecatombes perfectas. Luego, tras de haber aplacado la cólera de los dioses sempiternos, alcé un túmulo en honor de Agamenón, para que su gloria persista irrestañable.

»Tras cumplir todo esto me lancé a navegar, y los inmortales me otorgaron un viento propicio, y ellos me condujeron raudamente hasta mi querida patria.

»Pero, vamos, quédate ahora en mi palacio, durante diez u once días. Y al cabo de éstos te haré una buena 590 despedida y te daré espléndidos regalos: tres caballos y un carro bien labrado. Y además te obsequiaré una hermosa copa, para que hagas libaciones a los dioses inmortales todos los días acordándote de mí».

Le respondió luego el sagaz Telémaco:

«Atrida, no me retengas más aquí por mucho tiempo. Pues, desde luego, durante un año entero me quedaría aposentado en tu casa, y no se apoderaría de mí la nostalgia de mi hogar ni de mis padres. Que con oír tus palabras y tus relatos me deleito de modo imponente. Pero ya estarán quejosos mis compañeros en la muy divina Pilos, y tú me albergas aquí desde hace tiempo.

»El regalo que estás dispuesto a darme, que sea un 600 objeto de guardar. Los caballos no me los voy a llevar a Ítaca, sino que te los dejaré aquí como un presente para ti mismo. Pues tú eres soberano de una vasta llanura, en la que hay abundante loto, juncia, trigos, espeltas, y blanca cebada de amplia espiga. Pero en Ítaca no hay caminos anchos ni prado alguno. Es terruño de cabras y más apetecible para ellas que para caballos. Ninguna de las islas en pendiente sobre el mar es buena para correr caballos ni tiene buenos prados. Y menos que ninguna Ítaca».

Así habló. Y se sonrió Menelao, diestro en el grito de combate, le acarició con la mano y le dijo con 610 afecto:

«Eres de sangre noble, querido hijo, que tales cosas dices. De acuerdo, yo cambiaré esos regalos, que bien puedo. De entre los objetos valiosos todos que tengo atesorados en mi casa, te daré el que es el más bello y más preciado. Te voy a regalar una crátera bien tallada. Es toda de plata y sus bordes están recubiertos de oro. Es un trabajo de Hefesto. Me la obsequió el héroe Fédimo de los sidonios, cuando me hospedó en su hogar, en mi regreso hacia acá. Ésta es la que quiero regalarte a ti».

620 En tanto que ellos tales coloquios tenían uno con otro, acudían los invitados al palacio del divino monarca. Los unos traían ovejas, otros aportaban excelente vino. Sus esposas de hermosos velos les enviaban el pan. Así ellos se disponían al banquete en las salas del palacio.

Entre tanto, los pretendientes frente al patio del palacio de Odiseo se divertían lanzando discos y jabalinas sobre el liso pavimento, donde desde tiempo atrás solían manifestar su insolencia. Antínoo estaba allí sentado y, a su lado, Eurímaco de divino porte, como jefes de los pretendientes. Eran los mejores en mucho por su excelencia.

630 Llegando junto a ellos Noemón, el hijo de Fronio, interrogando con sus frases a Antínoo, le dijo:

«Antínoo, ¿acaso sabemos en nuestras previsiones algo, o no, de cuándo va a regresar Telémaco de la arenosa Pilos? Se fue llevándose mi barco, y ahora lo necesito para pasar a la extensa Elide, donde tengo doce yeguas y con ellas unos laboriosos mulos aún indómitos. De éstos quisiera traerme alguno y domesticarlo».

Así habló. Y ellos se quedaron pasmados en su ánimo. Porque no se imaginaban que hubiera zarpado hacia Pilos, la de Neleo, sino que estaría por allá en 640 algún lugar de sus campos, con los ganados o con el porquerizo.

Entonces le interpeló Antínoo, el hijo de Eupites:

«Dime con franqueza, ¿cuándo partió y quiénes con él? ¿Jóvenes escogidos de Ítaca le acompañaban? ¿Tal vez sus propios jornaleros y esclavos? Pues de uno u otro modo ha podido obrar. Y dímelo con sinceridad, para que quede bien enterado, si te arrebató con violencia, contra tu voluntad, la negra nave, o si se la diste de buen grado, después de que te lo pidiera en un discurso».

Le contestó Noemón, hijo de Fronio:

«Yo se la di de buen grado. ¿Qué hubiera hecho cualquiera, cuando un hombre de tal calidad, con 650 inquietudes en su ánimo, se lo suplicaba? Difícil le sería negarse a tal concesión.

»En cuanto a los que iban con él, eran jóvenes, quienes más destacan en el pueblo entre nosotros. Y entonces vi que como su jefe se embarcaba Méntor, o un dios, que a ése se le parecía en todo. Pero esto me tiene asombrado. Que acá vi ayer por la mañana al divino Méntor, y entonces se embarcó en la nave hacia Pilos».

Después de haber hablado así, se encaminó a la casa de su padre. A ellos, a ambos, se les enfureció el orgulloso ánimo. Hicieron sentarse a los pretendientes en un grupo y que cesaran sus juegos. Y les dirigió 660 la palabra a éstos Antínoo, hijo de Eupites, encolerizado. Sus entrañas se habían colmado plenamente de furia, ennegreciendo por ambos lados, y sus ojos se asemejaban al fuego centelleante.

«¡Ah, ah! ¡Con cuánta insolencia ha llevado a cabo su acción! Ya tiene ahí Telémaco su viaje. ¡Y asegurábamos que no lo lograría! En contra de la voluntad de tantos el joven muchacho se ha largado sin más, botando al mar el barco y eligiendo a los más capaces en el pueblo. Pronto comenzará a ser ya una amenaza. ¡Mas ojalá Zeus destruya su fuerza antes de que traspase el límite de la adolescencia!

»Pero, venga, dadme una nave rápida y veinte compañeros, a fin de que le prepare una emboscada a su 670 vuelta, y voy a acecharle en el paso entre Ítaca y la encrespada Samos, para que le sea funesta esta navegación en busca de su padre».

Así dijo. Entonces todos lo aclamaban y le daban ánimos. Al momento después, levantándose, se dirigieron al palacio de Odiseo. Mas tampoco Penélope anduvo largo tiempo ignorante de los planes que los pretendientes cavilaban en sus entrañas. Porque se lo contó el heraldo Medonte, que se había enterado de sus propósitos cuando estaba fuera en el patio, allí donde ellos tramaban su emboscada. Y corrió a 680 comunicárselo a Penélope, atravesando el palacio. En cuanto se detuvo en su umbral le saludó Penélope:

«¿Heraldo, a qué te han enviado los arrogantes pretendientes? ¿Acaso a decir a las criadas del divino Odiseo que abandonen sus tareas y les preparen a ellos el banquete? ¡Ojalá que sin más pretender y sin reunirse en otro lugar acá celebraran su festín final y último! ¡Vosotros, que con vuestros continuos banquetes arruináis una gran hacienda, la herencia del prudente Telémaco! Nada escuchasteis a vuestros familiares, cuando erais niños, de cómo se comportaba Odiseo 690 con vuestros padres, sin hacer nada injusto a nadie, sin siquiera proponerlo ante el pueblo. Ése suele ser el comportamiento habitual de los divinos reyes, que entre los humanos a uno lo detestan y aman a otro. Pero él jamás, en absoluto, había causado un daño irreparable a nadie. En cambio vuestras intenciones y vuestras inicuas obras están a la vista. Y no hay en adelante ninguna gratitud para quienes hacen el bien».

A ella le respondió Medonte, que albergaba sagaces ideas:

«¡Pues ojalá que ahora, reina, ése fuera el peor mal! Que hay otro mucho más grave y más doloroso que los pretendientes maquinan, y ojalá no se lo cumpla el hijo de Crono. Guardan el propósito de 700 asesinar a Telémaco con el afilado bronce en cuanto él vuelva a la casa. Zarpó en pos de nuevas sobre su padre a la muy divina Pilos y a la sagrada Lacedemonia».

Así dijo. A ella le desfallecieron las rodillas y el corazón. Y por largo trecho el asombro le arrebató las palabras. Ambos ojos se le colmaron de lágrimas y su cálida voz quedó apagada. Luego al fin le respondió y se dirigió a él con estas palabras:

«Heraldo, ¿por qué se ha marchado mi hijo? Ningún apuro le urgía a embarcarse en los barcos de puntiaguda proa, que son para nuestros hombres caballos del mar, que los trasportan sobre la extensión de las aguas, la vasta planicie. ¿Es acaso para que no quede 710 siquiera su nombre entre sus gentes?».

A ella la contestó luego Medonte, que albergaba sagaces ideas:

«No sé si algún dios le ha incitado o su propio ánimo le impulsó a marchar hacia Pilos, para informarse acerca de su padre, de su regreso o de qué destino le ha alcanzado».

Después que hubo hablado así, se retiró a través de la mansión de Odiseo.

A ella la invadió una pena que la aniquilaba y ni siquiera tuvo ánimos para sentarse en una silla, de las muchas que había en el palacio, sino que se agazapó sobre el umbral de su bien construido dormitorio, sollozando lastimosamente. A su alrededor sollozaban todas las criadas que había en la mansión, jóvenes y 720 viejas. A ellas, entre incontenibles gemidos, les dijo Penélope:

«Oídme, amigas. En demasía me ha dado dolores el Olímpico, por encima de todas las demás mujeres que en mis tiempos se criaron y fueron. Yo que, primero, perdí a mi noble esposo de ánimo leonino, destacado por virtudes de toda clase entre los dánaos, tan noble que su fama amplia se extiende por Grecia y el corazón de Argos.

»Ahora, en otro embate, las tormentas me han arrebatado a mi hijo querido, lejos de mis estancias, sin gloria, y ni siquiera me enteré de su partida.

»Crueles vosotras, que no os decidisteis en vuestro 730 corazón ninguna a despertarme en mi lecho, sabiendo bien en vuestro interior cuándo él se marchaba en su cóncava nave negra. ¡Ah, si yo me hubiera enterado de que él se lanzaba a tal viaje! Entonces seguro que se habría quedado, por muy ansioso que estuviera del camino, o me habría dejado muerta en este palacio.

»Pero que alguien vaya a llamar, aprisa, al viejo Dolio, el esclavo mío, el que me donó mi padre cuando vine a esta casa y que está al cargo de mi jardín de muchos árboles, para que muy rápido se presente ante Laertes y le cuente todo esto, a ver si él, forjando en su 740 mente algún plan, acude a dar un susto a estas gentes que arden en ansias de acabar con el vástago del divino Odiseo».

Entonces le contestó su querida aya Euriclea:

«Hija querida, mátame ahora tú con el fiero bronce o déjame en palacio. De ningún modo he de ocultarte mi relato.

»Yo sabía todo eso, y le proporcioné cuanto me pedía: trigo y vino dulce. Y logró también de mí un solemne juramento: que no te lo confesaría hasta que llegara el duodécimo día, o que tú misma sintieras anhelos de enterarte de su ausencia, para que no desgarraras con tus llantos tu bella piel. Así que, 750 dándote un baño, revistiendo tu cuerpo con vestidos limpios, y subiendo a tus aposentos altos con tus servidoras, haz súplicas a Atenea, hija de Zeus portador de la égida. Porque ella, en efecto, va a salvarle incluso de la muerte. Y no agobies a un anciano ya agobiado. Que no creo que sea muy aborrecida de los dioses felices la estirpe del Arcisíada, sino que aún, sin duda, sobrevivirá alguno de los suyos, que posea estas salas de alto techo y los fértiles campos de lejanos mojones».

Así habló, y calmó el gemir de Penélope y contuvo el llanto de sus ojos. Ella se dio el baño, revistióse el cuerpo con limpios vestidos, subió a las habitaciones 760 superiores con sus criadas, y aprestó las molas de cebada en un canastillo y suplicó a Atenea:

«¡Escúchame, hija de Zeus portador de la égida, incansable!

»Si alguna vez en tu honor en palacio el ingenioso Odiseo quemó muslos pingües de vaca o de oveja, recuérdalo ahora y ponme a salvo a mi hijo querido, y ampáralo de los pretendientes que se exceden en su soberbia».

Tras de orar así, dio el grito ritual, y la diosa atendió a su ruego.

Los pretendientes alborotaban en las umbrosas salas. Y de esta manera hablaba uno de los jóvenes ufanándose de su soberbia:

«Seguro que la reina tan cortejada prepara ya sus 770 bodas con alguno de nosotros, y nada sabe de la muerte que pende sobre su hijo».

Así decía entonces uno. Pero no sabían lo que estaba por venir. Entre ellos tomó la palabra Antínoo y les dijo:

«¡Insensatos! Rehuid las aclaraciones jactanciosas todos por igual, no sea que alguien vaya a referirlas ahí adentro también. Pero, vamos, levantémonos y cumplamos en silencio nuestro plan, que ya está decidido en la mente de todos nosotros».

Tras de haber dicho esto, eligió a los veinte mejores hombres, y se pusieron en marcha hacia la veloz 780 nave y la orilla del mar. Conque primero botaron al mar profundo la embarcación, y en ella afirmaron el mástil y las velas del negro navío, y sujetaron los remos con cabos de cuero, todo en orden, y desplegaron las velas blancas. Les trajeron las armas sus fieros sirvientes. Anclaron la nave en aguas de hondo calado y desembarcaron luego. Allí tomaron la cena mientras aguardaban la llegada de la noche.

Mientras tanto la prudente Penélope estaba echada en su aposento, en ayunas, sin probar comida ni bebida, meditando si su irreprochable hijo lograría 790 escapar de la muerte, o si sucumbiría vencido por los ensoberbecidos pretendientes. Cuantas angustias fantasea un león en medio del acoso de los cazadores, cuando le acorralan en un cerco traicionero, tantas la acosaban a ella hasta que le sobrevino el dulce sueño. Durmióse echada allí, y se disolvieron todas sus angustias.

Allí otra cosa planeó la diosa de los ojos glaucos, Atenea. Plasmó una figura y la hizo idéntica al cuerpo de una mujer, al de Iftima, la hija del magnánimo Icario, a quien había desposado Eumelo que en Feras tenía su morada. Y la envió al palacio del divino Odiseo, para que consolara a la gimiente y llorosa Penélope en 800 su sollozar y su lastimosa pena.

Penetró en su dormitorio a través de la argolla del cerrojo, y se irguió ante su rostro y le dijo estas palabras:

«Penélope, ¿duermes acongojada en el fondo de tu corazón? No consienten los dioses de vida fácil que sigas llorando y angustiándote, porque ya se halla en el camino de regreso tu hijo. Y no es de nada culpable ante los dioses».

Le contestó a ella entonces la prudente Penélope, que dormitaba muy suavemente en el umbral de los sueños:

«¿A qué has venido acá, hermana? Nunca antes me 810 has visitado, porque desde luego habitas en un palacio a larga distancia. Y ahora vienes y me invitas a cesar en mi pena y mis muchos sufrimientos, que me angustian en mi mente y mi ánimo, a mí, que ya perdí a mi noble esposo de corazón de león, destacado por virtudes de toda clase entre los dánaos, tan noble que su fama se extiende por toda Grecia y el centro de Argos. Ahora, en otro lance, mi querido hijo se marchó en una cóncava nave, el niño que no sabe bien de empresas ni de parlamentos. Por él ahora yo me acongojo aún más que por su padre, por él estoy temblando y 820 siento temor de que algo le ocurra, bien entre las gentes del país al que fue, o en alta mar. Que muchos enemigos andan maquinando contra él, deseosos de darle muerte antes de que vuelva a su patria».

Respondióle entonces en réplica el vano fantasma:

«Ten confianza y no te amedrentes en demasía en tu ánimo. Que con él como guía viaja quien otros hombres rogarían que les asistiera, pues tiene poder para ello, Palas Atenea. Y se compadece de tu llanto. Ella me ha enviado a contarte estas cosas».

830 La respondió la prudente Penélope luego:

«Pues si eres una diosa y has escuchado la voz de la divinidad, vamos, cuéntame también algo sobre el desventurado ausente, si es que todavía vive, o si ha muerto ya y está en las moradas de Hades».

Respondióle entonces en réplica el sombrío espectro:

«No te diré nada claramente sobre él, ni si vive o si ya ha muerto. Malo es difundir lo que es incierto».

Después de hablar así se desvaneció a través del cerrojo de la puerta en los soplos del viento. Y ella se 840 recobró del sueño, la hija de Icario. Su corazón se había reanimado con el claro sueño que le había llegado en lo profundo de la noche.

Los pretendientes se embarcaron y salieron a surcar los acuosos senderos, tramando en sus mentes el cruel asesinato de Telémaco. En medio del mar hay una isla rocosa, entre Ítaca y la abrupta Samos: Astéride. No es grande, pero hay en ella puertos de doble entrada donde fondean los barcos. Allí fueron a apostarse los aqueos tendiéndole la emboscada.