HIMNO XXXI
AL SOL
INTRODUCCIÓN
1. El Sol
El dios Helios no es otra cosa en la religión griega sino la personificación de la palabra indoeuropea para el Sol. Se le representa habitualmente como el auriga de un carro luminoso que recorre diariamente los caminos del cielo[1]. Representaciones del carro solar son bien conocidas desde épocas muy antiguas en diversos pueblos indoeuropeos, si bien, paradójicamente, la imagen que Homero nos presenta de él no alude a esta bien conocida iconografía.
Dado que no se concebía que pudiera abandonar su diaria tarea, su papel en el culto es escaso. Sólo sabemos al respecto que en Rodas se le ofrecía anualmente un carro. En su calidad de dios que todo lo ve, solía invocársele en los juramentos como testigo fidedigno. Ocasionalmente se le identifica con Apolo y se le considera, como él, dios flechero, identificándose así sus rayos con dardos.
2. El «Himno XXXI»
Tras una invocación a la Musa, se narra el nacimiento del Sol y una brillante descripción del dios en toda su magnificencia. Son de reseñar dos particularidades del himno en relación con la tradición. La primera es que se le presenta como hijo de Eurifaesa, dato no coincidente con la versión que lo hace hijo de Tea[2]. La segunda peculiaridad es que no se le presente como inmortal, sino como «semejante a los inmortales», lo que probablemente no es más que un error por acumulación de fórmulas orales antiguas fuera de su contexto[3].
El himno se cierra con una fórmula de saludo y súplica y una larga fórmula de transición que, excepcionalmente, especifica el tema de la composición que va a seguir en la recitación.
3. Fecha de composición
El Himno al Sol es paralelo al Himno XXXII a la Luna en estilo y por sus peculiaridades mitológicas, por lo que se consideran habitualmente del mismo autor (o bien el de la Luna hecho a imitación del del Sol), y probablemente recientes, quizá de época helenística.