XXIV
El resplandor del sol resultaba cegador después de los umbríos corredores de palacio. Ballista estaba aún parpadeando, intentando que sus ojos se habituaran poco a poco a la luz, cuando le presentaron un caballo gris cuyos jaeces eran de púrpura y oro.
Hora de marchar. Mientras Ballista se acercaba, un caballerizo se apresuró a colocar un montadero, que el norteño le agradeció pero lo despidió con un ademán; incluso pertrechado de armadura, pudo subirse a la silla con relativa facilidad. Su pierna estaba mucho mejor. Compuso su capote imperial y se ajustó la diadema en la cabeza. Después, se inclinó hacia delante, dio unas palmadas en el cuello de Pálido y le murmuró al oído. «¿Quién habría imaginado que vestiríamos la púrpura? Disfruta el momento… Disfrútalo como si sujetases a un lobo por las orejas».
Disponía de poco tiempo. Tras la muerte de Sampsigeramos, sus partidarios, los guerreros homsienses, los efectivos del destacamento de la Legión III Gallica y el puñado de tropas auxiliares que los apoyaron, depusieron las armas, pero quedaba todavía mucho por hacer. Se había desatado el saqueo y hubo de atajarse; unas cuantas cabezas prominentes separadas de sus cuerpos, nada severo, una docena frente a palacio y una cantidad similar en el ágora, resolvieron el asunto. Grupos de hombres e incluso destacamentos enteros habían abandonado sus puestos sobre las murallas; los devolvieron a empujones a su sitio. Se les prometió entregar un cuantioso donativo, pagado con los tesoros encontrados en palacio. La familia de Sampsigeramos era rica, y el padre de Quieto, Macrino el Cojo, siempre fue eficiente a la hora de acumular dinero. En esos momentos, al menos hasta que los dueños de la cantina y el burdel se hiciesen cargo, los soldados eran dives de verdad. En un nivel más elevado, se confirmó al alto mando militar: Rutilio permaneció en su cargo de prefecto de la Guardia Pretoriana y Castricio continuó siendo prefecto de caballería.
Todos los soldados, desde Rutilio en su cargo de prefecto pretoriano hasta el último miliciano homsiense, se apresuraron a pronunciar el sacramentum. Un representante de cada unidad recitó el juramento: «Por Júpiter, el mejor, mayor y más sabio, y por todos los dioses, juro acatar las órdenes del emperador, nunca desertar de sus estandartes o eludir a la muerte, y valorar la seguridad del emperador por encima de todo». Y después todos los demás gritaron a una: «¡Yo también!». A Ballista esa situación siempre le había resultado un poco cómica, pero cuando llegó a hacerse en su honor el asunto le pareció ya no una pantomima ridícula, sino una farsa.
Además, estaba la cuestión de la costumbre y el desprecio. ¿A cuántos emperadores habían rendido ya juramento esos hombres? Un veterano a punto de cumplir sus veinte años de servicio, debería de haber pasado por toda una retahíla de imperatores. Gordiano III, Filipo el Árabe, Decio, Trebonio Galo, Emiliano, Valeriano, Galieno, Macrino y Quieto. Y eso si no había seguido a los numerosos y efímeros pretendientes al trono, como Jotapiano o Uranio Antonino. Y entonces llegaba él, el césar emperador augusto Marco Clodio Ballista…
Tantos juramentos pronunciados, tantos juramentos rotos. El nuevo emperador conocía de sobra el asunto. «Se esfumó de tal guisa la fe del juramento. Y, o bien crees que no imperan ya los dioses de entonces, o bien que nueva es la ley de los hombres de ahora…».
Ballista exhaló un suspiro. Ahala se le acercó cabalgando por su espalda y desenvolvió el blanco draco del norteño y los equites singulares formaron tras Ahala, y entonces Ballista agitó una mano y se pusieron en marcha.
Las calles estaban mudas. Tanto civiles como militares reconocían al séquito, pero los vítores brotaban dubitativos, inseguros, y quienes pasaban ejecutaban la forma más básica de proskynesis. Por supuesto, todos sabían el propósito de la cabalgada de Ballista…, aunque existían profundas dudas acerca de su resultado.
Los demás aguardaban a caballo junto a la puerta de Palmira. Ballista despidió a su guardia montada, excepto a su nuevo signífero, y a continuación habló brevemente con Castricio, que debería quedarse atrás para mantener el orden en Emesa. Ambos se inclinaron al borde de la silla, se abrazaron y se despidieron.
Ballista recorrió con la mirada la columna que se disponía a acompañarlo. Ahala portaba el draco inmediatamente tras él, después, en columna de a dos, estaban Rutilio y los tres gobernadores senatoriales, pues Ballista no sólo había tenido que conciliar al ejército y Fabio Labeo, el noble y sorprendentemente fuerte gobernador de Celesiria, sin duda le estaría más que agradecido, aunque sólo fuese porque lo había sacado de la jaula de hierro colgada sobre la puerta norte. No obstante, había recibido un sustancioso incentivo en metálico para unirse al nuevo régimen, al igual que Cornicula de Siria-Fenicia y Aqueo, de Siria-Palestina, cosa que a Ballista le disgustaba. Sentía un saludable rechazo hacia un intolerante religioso como Aqueo pero, a fin de cuentas, no era su dinero. La avaricia y la falta de piedad de Macrino el Cojo habían resultado útiles, y, al menos de momento, los tres gobernadores seguirían al augusto Ballista.
Las puertas se abrieron chirriando. Al pasar a caballo bajo la alta arcada, Ballista vio las esculturas del águila, el altar y la piedra negra de Heliogábalo, así como los innumerables grabados en la muralla rogando por un viaje seguro. Pero, ni era su dios, ni era su estilo. «Padre de Todos, Encapuchado, Muerte Ciega, cuida de tu vástago».
La pequeña columna de seis jinetes prosiguió. Rebasaron las sólidas y manchadas cruces, las ornamentadas tumbas de la necrópolis; cruzaron los doscientos pasos de tierra de nadie, atravesaron las líneas del asedio palmirense. Los vigilaron ojos oscuros en rostros inexpresivos y continuaron hasta el espacio abierto frente a un gran pabellón donde hondeaban numerosos estandartes.
El León del Sol estaba sentado en el trono curul con incrustaciones de marfil de un alto magistrado romano. Odenato se encontraba respaldado por toda su corte. A un lado estaban el primer ministro Verodes, dos de sus generales, Zabdas y Haddudad, y un hijo de su primer matrimonio, Hairan, que era por entonces un mozo de aspecto diligente. Al otro lado se situaban los romanos: Pomponio Basso, gobernador de Capadocia; Virio Lupo, gobernador de Arabia, y Meonio Astianacte, durante un tiempo prefecto pretoriano de los rebeldes Macrino y Quieto… Que sus nombres sufran damnatio memoriae en todas partes. Al fondo, pero decidida a no pasar desapercibida, estaba su actual esposa, Zenobia, que llevaba de la mano a su hijo Vabalato, o Wahb Allat, tal como lo llamaban algunos. Con ella estaban un par de hombres muy serios e hirsutos ataviados con vestiduras griegas.
El séquito del Señor de Tadmor lucía espléndido con su acero bruñido, sus corazas doradas y sus oscilantes y vistosas plumas, pero otra cosa dominaba el descampado. Con un tamaño un cincuenta por ciento mayor al real, el emperador Galieno se alzaba a un lado. La estatua bajaba la mirada observando la escena con el ceño fruncido y sus ojos de párpados caídos. A Ballista le recordó la historia de que los sucesores de Alejandro Magno sólo podían reunirse si el encuentro estaba presidido por la silla vacía del gran macedonio.
Ballista desmontó, y quienes iban inmediatamente tras él hicieron lo mismo. Unos caballerizos se llevaron sus monturas y Ballista avanzó un par de pasos.
Odenato se levantó de su silla curul. Vestía un coselete al estilo occidental con grandes hombreras cerradas; sus brazos y piernas estaban cubiertos por una túnica y pantalones de ingenioso bordado oriental; una fíbula dorada sobre su hombro derecho aseguraba un capote escarlata; la prenda hacía juego con el fajín atado alrededor de su cintura. Su mano derecha estaba cerrada alrededor del pomo en forma de flor de una espada larga. El León del Sol lucía un aspecto magnífico, su rostro maquillado resultaba inescrutable.
Los dos hombres principales se observaron mutuamente mientras, en el marco de un silencio poco natural, el viento hacía sisear y flamear los estandartes, y los granos de sílice de la arena movida por la brisa dibujaban nuevas formas en el suelo.
Ballista caminó hasta la estatua de Galieno. Bajo su gran nariz, la picuda boca parecía formar un gesto de desaprobación. Ballista se desabrochó su capote púrpura y lo colocó a los pies de la estatua, después se quitó la diadema y colocó el trozo de tejido blanco sobre la prenda.
Despacio y consciente de ser observado, Ballista ejecutó la proskynesis frente a la estatua, y luego se levantó y se volvió hacia Odenato, para decir en latín con voz fuerte y segura:
—Por la seguridad de la res publica, los soldados exigieron que ocupase el cargo. Ahora, después de haber matado al usurpador, dejo todo mi poder a los pies de mi legítimo emperador, el augusto Publio Licinio Ignatio Galieno. Me pongo a merced de su clementia personificada en su corrector totius Orientis, Odenato de Palmira.
El León del Sol tardó un buen rato en hablar.
—¿Con cuánta lentitud y dolor debería matar al hombre que tuvo la arrogancia de lucir las galas del poder imperial?
Ballista ni se movió ni dijo nada.
—Aunque me parece que no —sonrió Odenato—. En virtud del maius imperium sobre las provincias orientales que me ha legado el augusto Galieno, declaro a Marco Clodio Ballista inocente de todos los cargos contra lesa maiestas.
Los dos hombres avanzaron un paso y se dieron el abrazo ritual.
—Dejad que salgan —ordenó Odenato, hablando por encima del hombro.
Sus amados hijos, Isangrim y Dernhelm; así como Julia, Máximo y Calgaco se mostraron, todos sanos y salvos.
—El trono de los césares es un prestigio demasiado elevado para pusilánimes como Quieto, e incluso para hombres como nosotros —dijo el León del Sol.
Ballista estuvo de acuerdo, de nuevo amparado por los brazos de su familia.
Y al fondo, desapercibida, Zenobia frunció el ceño y le susurró algo a Meonio Astianacte.