IX

Julia acabó de inspeccionar la casa del barrio antioqueño de Epifanía. Todo estaba en orden, así que despidió a las siervas. Era importante que la casa estuviese en orden a la llegada del dominus, eso tenía especial importancia en una familia con relaciones senatoriales. Salió y se sentó en una silla de mimbre colocada en la zona umbría del atrio.

Hacía calor, pero soplaba la habitual brisa vespertina que ascendía por la cuenca del Orontes y movía el tejido del telar apoyado en la pared. Julia miró a sus dos maderos verticales, el lizo, los contrapesos y los listones horizontales con un sentimiento parecido a la aversión. Su presencia era necesaria en un hogar bien mantenido. Sin embargo, a ella le hacía la misma gracia que a una tigresa armenia le haría una jaula. El telar siempre había estado presente para las mujeres. Penélope, en La Odisea, tejía de día y deshacía de noche para contener a los pretendientes mientras esperaba el posible regreso de ese esposo suyo tan aficionado a flirtear. «En esa historia el personaje muestra un mezcla de pasividad y astucia», pensó Julia. Quizás entonces era necesario que la esposa tejiese, al principio de los tiempos, en la primitiva y paupérrima Edad Heroica, pero la riqueza había hecho del telar un elemento superfluo para muchas mujeres. El imperium romano había añadido un nuevo nivel de hipocresía a la imagen: Livia, esposa del primer emperador, en una casa llena de siervos, sentada en el telar desempeñando su papel de matrona consciente de sus deberes de antaño, y de vez en cuando procurando a su esposo jóvenes vírgenes para que las desflorase. Nada irritaba más a Julia que esos médicos, todos ellos hombres, que afirmaban que semejantes tareas eran buenas para la delicada salud de las mujeres.

Julia procuró dominar su impaciencia. En realidad, a Ballista no le importaba, ni siquiera se fijaría, si estaba allí o no el desdichado telar. No sabía por qué se molestaba. En los dos meses pasados desde que había huido de su cautiverio en Persia, sólo le había enviado un par de notas, y ambas breves e impersonales. Era tan consciente como el que más del peligro de que los frumentarios interceptaran la carta, pero podría haberle enviado algo más íntimo a través de un amigo. Castricio, ese pequeño plebeyo hacia el que mostraba tanta afición, por ejemplo, había estado en Antioquía.

El día anterior había llegado la segunda nota formal: las acostumbradas preguntas acerca de su salud y la de los niños, y después mucha palabrería acerca de los deberes públicos de un prefecto de caballería y vir perfectissimus. Los sasánidas no habían emprendido más tentativas en las Puertas de Siria, y tampoco habían desplegado barcos. En ese momento no corrían peligro ni Seleucia ni Antioquía. Los sasánidas habían marchado sobre el norte para saquear Cilicia y Ballista había enviado a hombres y naves en su persecución. Por su parte, él iba a regresar al hogar esa misma jornada, a mediodía.

Sólo que aún no se había presentado. Tres horas después de la comida se aclararon las cosas. Se presentó un legionario pequeño y mugriento llamado Gracio y con aire impertinente informó de que el prefecto de caballería había sido convocado en palacio, en la parte inferior de la isla, y no había manera de saber cuánto duraría el consilium de los emperadores; la guerra era un asunto serio.

Julia lo despidió con frialdad. «La guerra es un asunto serio». Desde luego. «De la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilión, y yo el primero», como le dijo Héctor a Andrómaca. ¡Hombres!, que tontos eran los hombres. «Preferiría tres veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz una sola vez», como dijo la heroína de una tragedia. Ambas frases fueron escritas por hombres, pero aun así la tragedia estaba más cerca de la verdad que la obra de Homero. Julia pensó en Metella, su amiga de la infancia, muerta al dar a luz antes de cumplir dieciséis años. Si los hombres pariesen niños, acabarían con su pueril glorificación de la guerra. ¿Cómo podrían compararse los peligros de la guerra con los de un parto?

En esos momentos, ella esperaba. Ballista, como siempre que regresaba, querría sexo; era como un animal marcando su territorio. Al menos no era un mujeriego, no molestaba a las siervas; no como el esposo de la pobre Cornelia, que era un completo ancillariolus. Su hogar era un sitio casi insoportable debido a las continuas lágrimas y recriminaciones. A Julia siempre le había resultado halagadora la fidelidad de Ballista, aunque extraña; era parte de su educación bárbara, igual que sus celos. Habían tenido más de una escena horrible en cenas y veladas, cuando él creía verla flirteando. La mujer no pretendía ser Mesalina, pero los celos de él eran angustiosos; no eran propios de romanos.

Domina —anunció el portero—. Marco Clodio Ballista, vir perfectissimus, ha regresado.

Julia se levantó y caminó rodeando el estanque para recibir a su esposo. Ballista sonrió. Tenía los incisivos astillados, parecía cansado y agobiado por las preocupaciones.

Dominus —la estirpe senatorial de Julia no permitía en público muestras de afecto entre marido y mujer. Julia mantuvo los ojos bajos, con modestia.

Domina —Ballista se inclinó.

Ella levantó su rostro y él la besó en los labios.

Julia pidió al portero que llamase a los niños, y el silencio se alargó mientras esperaban. Ella volvió a bajar la mirada. El viento erizó la superficie del estanque, haciendo que los peces, delfines y pulpos en el mosaico del fondo pareciesen nadar.

Un grito de alegría anunció la llegada de Isangrim, que corrió y se abalanzó a los brazos de su padre. Julia sintió una punzada de irritación. En el hogar de una familia senatorial, no sólo era la esposa quien debía comportarse con decoro, un hijo debía recibir a su padre con solemnidad, dirigiéndose a él como dominus.

Ballista levantó al niño en sus brazos, enterrando el rostro en su cuello, y hablaron entre ellos en voz baja.

Julia advirtió las nuevas cicatrices en las muñecas y los antebrazos de Ballista. A ella siempre le habían gustado sus antebrazos. Había algo diferente, atractivo, en los antebrazos de un hombre.

Un chillido agudo precedió al viejo Calgaco, que traía a Dernhelm, de apenas dos años. Los seguían Máximo y Demetrio. Ballista, dejando a su hijo mayor en el suelo, tomó a Dernhelm entre los brazos y de nuevo hundió la cara en su cuello, aspirando su olor.

Después de entregar a Dernhelm a Julia, y con Isangrim aún colgado de su cintura, Ballista abrazó uno a uno a todos los libertos.

—Bienvenido al hogar, kyrios —dijo Demetrio.

Los otros dos fueron menos formales.

—Sabía que regresarías, como una moneda falsa —comentó Calgaco.

—De momento —replicó Ballista.

—Esto hay que celebrarlo. ¡Tomemos un trago! —propuso Máximo.

Julia metió baza antes de que Ballista pudiese contestar.

—Es hora de que Isangrim reciba sus lecciones, y Dernhelm tiene que dormir.

Los tres libertos captaron la indirecta. Poco después, marido y mujer volvían a estar solos.

Julia posó su mano sobre el antebrazo de Ballista y lo condujo a través del cubiculum privado en dirección a la parte posterior de la casa. Los postigos estaban a medio cerrar, la ropa de cama retirada. Hombre y mujer hicieron el amor, con prisa, con brevedad.

Después quedaron tumbados, desnudos, bebiendo y charlando. Julia sabía que una esposa respetable jamás debía mostrarse desnuda ante su esposo después de su noche de bodas, ése era un comportamiento más propio de una puta, pero también sabía que a Ballista le gustaba, que lo excitaba.

Julia recorrió las nuevas cicatrices en sus muñecas y tobillos.

—Lo has pasado mal entre los persas…

—Los niños tienen buen aspecto —replicó él, sin el menor intento por ocultar que estaba cambiando de tema.

—Mmm… —Julia besó su pecho, su vientre… Hizo algo que una respetable esposa romana jamás haría, pero la propia maldad del acto la excitaba. Hicieron el amor de nuevo, en esta ocasión más despacio.

—¿Cuánto tiempo pasarás en Antioquía?

—Dos días. Después, estaré en Seleucia tanto como tarde en encontrar barcos. Allí puedo requisar una casa. Podrías bajar y llevar a los niños. Tendremos poco tiempo hasta que navegue hacia el norte en busca de los sasánidas.

Julia lo observó juguetear con su copa de vino, sintió que el deseo del hombre se desvanecía. ¡Hombres! A juzgar por lo que decían sus amigas, eran todos iguales. El acto del amor duraría más si se dejase a las mujeres; toda la noche, si los hombres estuviesen hechos de otra manera.

—Vete —sonrió ella—. Ve y encuéntrate con tus amigos. Ha pasado mucho tiempo desde que tuvieron la oportunidad de beber contigo.

Hubo un vacío en la amplia sonrisa de Ballista.

—Fue en Edesa, hace un par de meses. Durante la festividad de Maiuma. Al final de la noche, alguien intentó matarme.

Julia se puso una túnica en cuanto él se marchó y llamó por una sierva. No hizo caso de la sonrisa cómplice de Antia y le pidió que le preparase un baño. Él intentaba ocultarlo, pero había algo en la mente de su esposo que lo atormentaba. Tenía un par de días. Estaba decidida a descubrir qué era.

* * *

Demetrio estaba en la proa del buque insignia de Ballista. Las cosas no habían ido bien desde que la flota había zarpado de Seleucia en persecución de los sasánidas. Demetrio miró el puerto de Aegeae. Todas las ciudades saqueadas eran iguales. En todas había puertas derribadas a patadas y edificios ennegrecidos por las llamas y el humo; casas desvalijadas y templos profanados; sonidos ahogados allí donde hubiese un ruido espantoso; cadáveres despatarrados y encogidos, el olor a calcinación, excrementos y podredumbre. Y, aun así, todas eran diferentes. Siempre había algo concreto que llamaba la atención del observador llevando su corazón de nuevo a la piedad. Una preciosa reliquia destrozada en la calle, una anciana sollozando en silencio, un niño vagando solo… Se equivocan quienes dicen que la compasión se suaviza con la repetición.

Demetrio se encontraba en el barco mirando hacia la ciudad de Aegeae.

Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezca la sagrada Ilión. Príamo y su pueblo, armado con lanzas de fresno. […]

No me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa, privándote de libertad.

Las frases de Homero, las más que proféticas palabras de Héctor a su esposa, se presentaron de modo espontáneo en la mente de Demetrio. La felicidad humana es muy frágil. Un día es una ciudad próspera y pacífica, y al día siguiente una ruina apestosa. Un día es un joven libre y feliz, y al siguiente es un esclavo a merced de un amo caprichoso y brutal.

Demetrio había visto demasiado horror durante las últimas jornadas. Los barcos siguieron a los persas a lo largo de la bahía de Issos. Alejandreta del Issos, Katabolos y, en esos momentos, Aegeae… Todas habían sido saqueadas. No hubo manera de que Demetrio pudiese evitar ese horror. Su trabajo como accensus requería que acompañase a Ballista en cada ciudad. El sombrío humor del kyrios había empeorado en tierra firme. Pero Ballista fue diligente, entrevistó a supervivientes, investigó qué suministros públicos y privados se habían llevado, intentando hacer una estimación del número del enemigo. Allí, en Aegeae, había incluso estudiado las deposiciones dejadas por los caballos en la calzada que se dirigía hacia el interior que habían tomado los sasánidas al alejarse a uña de caballo de la ciudad saqueada.

Demetrio pensó que no le iría nada bien en el saqueo de una ciudad. Dudaba que fuese capaz de tomar las decisiones acertadas en medio del temor, la confusión y el estruendo. ¿Echaría a correr o se escondería? Y, en cualquier caso, ¿adónde? ¿Seguiría a la multitud, esperando encontrar cierto tipo de seguridad entre la masa? ¿O se escabulliría solo, rezando para no ser descubierto? ¿Lo abandonaría por completo su coraje? ¿Caería de rodillas, adoptando la pose de un suplicante, confiando en que su aspecto le salvase la vida? Y, si respetaban su vida, ¿a qué precio? Sus primeros años de esclavitud se lo habían enseñado todo acerca de la degradación.

Demetrio devolvió sus pensamientos al presente. El consilium de Ballista no iba tan bien como se esperaba, sus planes no eran bien recibidos.

—No, no perseguiremos a los sasánidas por el interior. Nos superan en número. Cuentan con al menos quince mil efectivos de caballería, y nosotros disponemos sólo de cinco mil infantes y la tripulación de veinte barcos de guerra. Los sasánidas han tomado el camino hacia Mopsuestia. Las abiertas llanuras de Cilicia Pedias son un campo ideal para los jinetes; nos rodearían, nos cazarían a flechazos a su antojo.

Los oficiales reunidos, unos cuarenta hombres, hasta el rango de pilus prior e incluidos los centuriones al mando de los barcos de guerra, escucharon en un silencio que tenía mucho de escéptico. Querían venganza. No obstante, Ragonio Claro, lugarteniente de Ballista y legado según el nombramiento de Macrino el Viejo, asentía con gesto reflexivo.

—Adoptaremos la estrategia empleada por Fabio Cunctator para derrotar a Aníbal —prosiguió Ballista—. Esperaremos. El prefecto Demóstenes tomará una unidad mixta de quinientos arqueros y lanceros para conservar el paso de las Puertas Sirias. Al parecer, sólo cuentan con un único camino al norte de la cordillera del Tauro viable para un gran contingente de caballería. Los barcos de guerra pueden llevar a los hombres de Demóstenes hasta Tarso… Se dispondrá del espacio justo, si los infantes de marina se trasladan de modo temporal a las naves de transporte. Desde Tarso, Demóstenes avanzará a marchas forzadas hasta las Puertas.

»Los barcos de guerra se concentrarán con el resto de nosotros en Soli. Allí, trazaremos un plan con Voconio Zenón, gobernador de Cilicia, para guardar ese angosto paso costero del oeste hacia Cilicia Traquea.

»Si aún conservamos las Puertas Sirias al sudeste, y los emperadores siguen mi consejo de bloquear las Puertas de Amania en el nordeste, los persas quedarán atrapados sin remisión ahí abajo, en las llanuras de Cilicia Pedias. Después, vigilaremos a la espera de oportunidades. Gracias a nuestra flota, podemos ir y venir a placer. Tarde o temprano, la horda persa se dividirá para saquear, o la sorprenderemos en cualquier otra situación desfavorable.

»Éste es Ballista en su salsa», pensó Demetrio. El kyrios dejaba a un lado sus problemas y temores personales para trazar planes con gran meticulosidad, para hacer lo que debía hacerse. Sin embargo, los oficiales aún parecían descontentos.

Ragonio Claro intervino con su discurso patricio.

—Una estrategia admirable… Venerable y acorde con los usos de nuestros ancestros romanos. Ciertamente, así fue como Cunctator derrotó a los malvados púnicos de Aníbal, y como Craso destruyó la amenaza de Espartaco en la guerra Servil. Nuestros nobles y jóvenes emperadores la aprobarán.

Todos sabían que Claro estaba encajado en el Estado Mayor de Ballista para que informase a Macrino el Cojo. Sus palabras no provocaron entusiasmo entre los militares.

—Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados para cualquier orden.

Ballista dio el consilium por concluido y, acompañado por su familia, se retiró a su camarote, ubicado en la popa del trirreme.

—Sí, seguro que sí, pero sería una gozada saber que nuestros nobles emperadores aprobarán tus ideas —dijo Máximo.

—Sí, una gozada tremenda —replicó Ballista, cansino. Resultaba evidente que no estaba de humor para bromear, pocas veces lo había estado desde su regreso del cautiverio.

—¿Un trago? —propuso Calgaco.

—No, gracias. Creo que voy a descansar.

Ballista pidió a Demetrio que se quedase mientras los libertos salían. El joven accensus observó a su kyrios mirando los inventarios y planos apilados sobre el escritorio, de los que Ballista tomó uno o dos con aire distraído y revolvió los demás. Así pasó un rato, después paró. Se acercó al catre, recogió un rollo de papiro dejado encima de las mantas y tomó asiento.

—Demetrio, tú eres heleno. ¿Esos cilicios son helenos?

A través de los años, Demetrio había ido acostumbrándose a la tosquedad de Ballista para entablar conversaciones cuando algo le rondaba por la cabeza. La verdadera razón se aclaraba poco después.

—Les gusta creer que sí —contestó Demetrio—. Desde el punto de vista genealógico, la mayor parte de las ciudades cilicias afirman tener un fundador procedente del remoto pasado heleno. Tal vez las reivindicaciones de algunas poleis sean justas. Hesíodo y Herodoto cuentan que Anfíloco, el adivino que participó en el asedio a Troya, había viajado hasta allí. Se dice de él que fundó Magarsus. La ciudad de Mopsuestia debe su nombre a otro adivino, Mopso. Pero también hay quienes afirman que todo eso es muy poco probable. Los propios ciudadanos de Tarso no están seguros de quién fundó su ciudad; si fue uno de los helenos (Perseo, Heracles o Triptolemo) o si fue un oriental llamado Sandan. Cefirión admite sin tapujos que fue creada por el rey asirio Sardanápalo.

Cuando Demetrio se detuvo, Ballista asintió indicándole que continuase.

—Desde el punto de vista cultural, es cierto que rinden un respeto casi exagerado a la paideia helena. Crisipo el Estoico era natural de Soli. Los dos hombres llamados Atenodoro, el que fuera contemporáneo de Catón y el otro, el maestro de Julio César, fueron hijos de Tarso. En Cilicia hay varias escuelas de filosofía y retórica, pero los que logran cierta distinción emigran, y pocos de esos hombres, autores de los mayores logros jamás obtenidos, vuelven del extranjero. Creo que hay algo sospechoso en la naturaleza de Cilicia que tiende a minar su paideia. En tiempos bastante recientes, los dos sofistas cilicios que se hicieron famosos bajo el gobierno de los emperadores, Antíoco y Filagro, tenían un temperamento violento. Éste último se enfadaba tanto que no podía ni declamar. Una vez, en un ataque de ira, llegó incluso a emplear un barbarismo.

Ballista sonrió atribulado, y empleó el rollo de papiro con el que jugueteaba para indicar a Demetrio que prosiguiese.

—No se trata sólo de los pepaideumenoi… Todos sus habitantes tienen fama de tener un temperamento fogoso y ser reacios a someterse a cualquiera que se les imponga. Como provincia, suelen denunciar a sus gobernadores apelando al emperador. Sus propias ciudades suelen enfrentarse sin ninguna necesidad. Sólo la Pax Romana, es decir, cuando las botas de los legionarios les pisaron la cabeza, hizo que dejasen de recurrir a la violencia pura, cuando no a la guerra.

Ballista había dejado de juguetear con el papiro, parecía meditabundo.

—Si no son verdaderos helenos, sino que tienen parte oriental y son infelices bajo la dominación romana, ¿podría ser que algunos tomasen el bando de los persas? ¿El odio de una ciudad hacia otra podría hacer que se pasase a Sapor?

Entonces fue Demetrio quien sonrió.

—Estoy seguro de que ninguna de sus ciudades señalaría el punto débil de los muros de su vecina, a no ser para saquearla ella misma. La verdad es que, para ellos, un monarca sasánida es alguien aún más extraño que un verdadero heleno, o que un romano.

—Entonces, ¿por qué no combaten? —preguntó Ballista, reflexionando en voz alta—. De acuerdo, concedo que Alejandreta fue tomada por sorpresa; pero abandonaron las murallas de Katabolos y aquí, en Aegeae, parecer ser que hubo traidores que les abrieron las puertas.

—Puede deberse a dos razones, kyrios —replicó Demetrio—. ¿Recuerdas Antioquía hace unos pocos años, en el tiempo problemático? Parte de los menesterosos, animados por un hombre llamado Mariades, traicionaron a la ciudad entregándola a los persas. Aquí, en Cilicia, puede tratarse de un caso muy parecido, pues en las ciudades de la llanura los pobres viven oprimidos. Odian a los ricos, y ese sentimiento es mutuo. Hace muchos años, el gran filósofo Dion de Prusa intentó por todos los medios convencer a quienes dominaban Tarso para que concediesen la ciudadanía romana a los pobres que llamaban trabajadores del lino. Al final consiguieron la categoría, sí, pero a todos los efectos continúan tan sometidos como siempre.

Todo aire de distracción había desaparecido de Ballista.

—Eso puede explicar la traición en Aegeae, pero no la cobardía de Katabolos.

—Las llanuras de Cilicia Pedias son suaves y fértiles —Demetrio, como su kyrios, podía abordar los temas desde cierto ángulo inesperado—. Trigo, sésamo, dátiles, higos, uvas…, todo crece en abundancia. Las calles de las ciudades crujen con el chirrido de carretas cargadas de frutas y verduras. Una tierra suave cría a hombres suaves —concluyó Demetrio, al estilo de Herodoto.

Ballista asintió.

—Cierto, no están habituados a combatir.

—No, kyrios, es mucho peor que eso: gruñen.

—¿Que hacen qué?

—Resoplan —Demetrio agitó las manos con la palma hacia arriba—. Ya sabes, resoplan.

Como estaba claro que Ballista no sabía de qué se trataba, Demetrio, empleando un dedo, se atusó el cabello con elaborado cuidado. El rostro de Ballista continuaba mostrando la expresión de quien no entiende nada, así que Demetrio intentó una táctica más obvia. Se inclinó un poco hacia delante, miró por encima del hombro y emitió un repentino sonido, a medio camino entre el ronquido de un hombre y el gruñido de un cerdo.

—Ah —rió Ballista—, esa clase de resoplido.

Aquello era embarazoso. Demetrio sabía que su kyrios, igual que Calgaco y Máximo, estaba al tanto de los modos en que él disfrutaba del placer físico. Pero, aparte de alguna puya indirecta y aislada, no era un tema del que se hablase en el seno de la familia.

Demetrio, enderezándose de inmediato, habló apresuradamente:

—No son sólo los hombres, las mujeres también.

Ballista aún se estaba riendo.

—No guardan la menor compostura. Lujos, bromas improcedentes, insolencia; le conceden más importancia a su buen paño de lino que a la sabiduría. Aquí, en Aegeae, el sagrado Apolonio de Tiana conoció a un cilicio tuerto…

—Gracias, Demetrio —dijo Ballista.

Aunque se había roto el hilo de sus pensamientos, Demetrio prosiguió con su aturullada diatriba.

—Por supuesto, eso sólo se aplica a las exuberantes tierras de Cilicia Pedias. Los montañeses de Cilicia Traquea son muy diferentes. Son piratas y forajidos. Una caterva de asesinos.

Ballista alzó una mano.

—Gracias —la alegría había desaparecido de sus ojos—. Ahora creo que voy a leer.

Ballista puso las piernas sobre el catre y desenrolló el papiro buscando el punto de lectura.

Al disponerse a marchar, Demetrio se arriesgó a lanzar un vistazo a lo que leía Ballista. Se trataba de la Medea, de Eurípides, la tragedia en la que Jasón rompe el juramento hecho a Medea y ésta, sin perder el favor de los dioses, mata a sus inocentes hijos. Resultaba difícil pensar en una lectura menos apropiada para un hombre en la posición de Ballista.