VII
El emperador Galieno frenó su caballo. Sus jaeces brillaban de púrpura y oro. El animal, bien adiestrado, permaneció quieto, esperando que se iniciara el consabido ritual.
En esta ocasión, y de modo inesperado, un soldado levantó su voz entre las filas de la unidad más próxima.
—Una moneda para afeitarme, dominus.
Galieno sonrió y alzó una mano requiriendo a su a memoria. Aquileo colocó una moneda en la palma del emperador. Galieno la lanzó al aire.
—Buena suerte.
—Que los dioses te concedan la victoria, dominus.
—Yo también quisiera afeitarme, imperator —dijo otro soldado.
Galieno se tomó su tiempo para observar al hombre.
—Tras haberlo considerado como se merece, conmilitón, y dicho sea con la mejor de las intenciones, un rostro como el tuyo luce mejor oculto tras la barba —incluso el propio soldado se unió a las carcajadas, al tiempo que recogía la moneda arrojada a pesar de todo.
Galieno desató las correas y se desembarazó del casco, colgándolo de uno de los cuernos posteriores de su silla de montar, y pasó una mano por su cabello teñido de rubio y empapado de sudor. Hacía calor, aquella jornada estival en la llanura del norte de Italia.
Jamás podría haber un silencio absoluto en ninguna unidad del ejército romano, siempre se oía el tintineo de metal contra metal, el crujido del cuero o alguna tos ocasional. Cuando se hizo todo el silencio que podría llegar a esperarse, Galieno se elevó sobre los cuernos frontales de su silla y se dispuso de nuevo a pronunciar la arenga previa a la batalla.
—Hemos esperado mucho tiempo y recorrido un largo camino hasta llegar a este día. Por fin tenemos a los bárbaros donde queríamos: en campo abierto, aislados de las montañas y sin esperanzas de encontrar lugar seguro. Son muchos. —Galieno, sin dignarse a mirar, hizo un gesto lánguido hacia el sur—. Eso no les supondrá ninguna ventaja. Simplemente, hará que tropiecen unos con otros, porque no tienen disciplina.
Los soldados golpearon sus escudos con las lanzas.
—Esos germanos se llaman a sí mismos alamanes, se consideran «todos los hombres». Pero nosotros sabemos bien lo que son: Son «todos los cinaedi». Esas putitas melenudas llegaron a Roma, pues la Ciudad Eterna carece de murallas. ¡Y corrieron espantados por una caterva de plebeyos y esclavos dirigidos por un puñado de senadores ancianos y delicados!
Galieno esperó a que las carcajadas amainasen.
—Los miembros de su bando más rápidos y valientes ya han cruzado los Alpes. Y todos sabéis lo que les pasó. El gobernador en funciones de Recia, con apenas un puñado de tropas profesionales y unos cuantos campesinos de la zona, los despedazó.
—¡Lo sabemos! ¡Lo sabemos! —corearon los soldados con sus rudos acentos del norte.
Galieno elevó la voz.
—Hoy liberaremos a Italia de los bárbaros. Hoy liberaremos a nuestros conciudadanos, a los que con tanta crueldad han esclavizado. Hoy recuperaremos el botín de los germanos y nos lo repartiremos. ¡Esta noche no habrá ni un solo pobre en nuestro ejército!
Los soldados rugieron su aprobación como un solo hombre.
—¿Estáis preparados para la guerra?
—¡Lo estamos!
Mientras la tercera respuesta ritual aún reverberaba en el aire, Galieno miró a Aquileo y a su signífero, les hizo un guiño y asintió señalando al frente. Después, con un movimiento repentino, recogió el casco y hundió los talones en el flanco de su caballo. El animal arrancó con un salto, seguido de cerca por las monturas de los otros dos.
El séquito senatorial situado tras el emperador fue tomado por sorpresa. Se arremolinaron, confusos, con sus caballos chocando entre sí mientras se apresuraban a seguirlo. A los soldados les encantó. Mientras se alejaba a toda velocidad, Galieno pudo oírlos mofándose de sus superiores en el estrato social antes de que retumbase el grito de batalla.
—Io cantab! Io cantab!
Galieno se desvió en el espacio abierto entre dos unidades y galopó en dirección norte, hacia el lugar donde aguardaba la reserva de la Guardia Montada y el resto de su séquito.
Un emperador jamás se desplaza solo. Al acercarse, el gobernante indicó a su a memoria su consentimiento para desviarse a un lado, allí donde esperaba el aparato burocrático imperial. Sonrió ante el incongruente aspecto civil de los hombres. Allí estaba Quirino, el a rationibus, el supervisor del tesoro; Palfurio Sura, el ab epistulis, encargado de la correspondencia, y Hermiano, su ab admissionibus, todos ellos hombres importantes, poderosos; el imperium no podía funcionar sin ellos, pero parecían perdidos lejos de los escritorios de la cancillería imperial.
El alto mando militar, sujetando las bridas de sus caballos bajo la bandera de la Guardia Montada (un Pegaso rojo sobre el estandarte blanco), mostraba un aspecto muy diferente. Tres de ellos se destacaban al frente: Volosiano, antiguo soldado de caballería oriundo de Italia y entonces prefecto de los pretorianos; Heraclio, otrora un campesino danubiano y en ese momento comandante en jefe de los equites singulares, y Aureolo, un pastor de Gaeta ascendido a prefecto de caballería. Tras ellos se encontraban los demás protectores, un destino a medio camino entre guardaespaldas y miembro de la plana mayor, consistentes en tres danubianos más, Tácito, Claudio y Aureliano; otros dos italianos, Céler Veneriano y Domiciano, y, por último, los dos hermanos egipcios, Teodoto y Camsisoleo y, además, Memor el Africano. El ánimo de Galieno mejoró al ver a esos hombres duros y leales.
El emperador desmontó y requirió su corcel. Mientras esperaba al animal, los senadores se arremolinaron en torno a él rezumando un sentimiento de dignidad herida. Aquéllos eran los hombres del padre de Galieno, el emperador Valeriano había confiado en ellos. Conocía a algunos de ellos desde la infancia, era uno de ellos: Hombres como el viejo Félix, que había sido cónsul nada menos que veintitrés años atrás, se encontraba en el último tramo de la sesentena, pero sólo tres años antes Valeriano le había confiado la defensa de Bizancio frente a los godos. Allí se encontraba también el aún más anciano y florido en títulos, Cayo Julio Aquileo Aspasio Paterno, que había gobernado África durante el año de consulado de Félix, cargo que desempeñaba desde una época mucho más remota.
Por un instante, Galieno pensó que no debería haber herido su dignitas sólo para obtener la risa fácil de los soldados, pues, para ser justos, debía tenerse en cuenta que los godos no tomaron Bizancio, y que ningún mal llegó de África, pero la estirpe senatorial estaba acabándose. En la Edad de Oro, cuando el imperium conquistaba cualquier territorio sobre el que posase los ojos, e incluso después, en la Edad de Plata, cuando mantenía sus dominios con relativa facilidad, los ejércitos podían actuar bajo las órdenes de venerables terratenientes, más cómodos diseñando exóticos estanques para peces que sudando en marchas militares. Pero entonces vivían una época nueva, una edad de sangre y fuego. Se requería una nueva clase de hombres. Requería a los protectores que Galieno acababa de nombrar.
El año anterior había sido malo incluso en los parámetros de una edad de sangre y fuego como aquélla. A finales del período de campaña, cuando en el norte las hojas cambiaban de color, los alamanes irrumpieron a través del límite situado entre la cabecera del Rin y el Danubio. El gobernador de Recia murió despedazado en el campo de batalla, y su ejército sufrió una derrota sin paliativos. Los alamanes se agruparon y cruzaron los Alpes, la desarmada Italia quedó a su merced. Galieno interrumpió de inmediato su campaña en el lejano norte, cerca del océano, y emprendió una persecución desesperada llegando a las montañas justo antes de que la nieve cerrase los pasos, pero en cuanto sus huestes y él partieron, cruzó el Rin otra confederación de germanos, los francos. No hubo suficientes efectivos romanos para presentar oposición, o siquiera para perseguirlos.
Galieno pensaba que, gracias a Hércules, su segundo hijo, el césar Salonino, estaba a salvo junto a Silveriano, dux de la frontera del Rin, tras las murallas de Colonia Agrippinensis. Silveriano era un buen hombre, él se ocuparía de que el príncipe imperial no sufriese ningún daño. Galieno aparto los pensamientos acerca de su hijo mayor, el hermoso y difunto Valeriano el Joven. Apenas habían transcurrido dos años desde que el pobre muchacho muriese en el Danubio.
Unos rumores malintencionados intentaron implicar en ello a Ingenuo, gobernador de Panonia, pero eso no podía ser posible. Ingenuo era un hombre de fiar, leal hasta la médula a la Casa Imperial y sólo cabía atribuir a la voluntad de los dioses que el amado muchacho muriese. Había que aceptarlo y sacar de la filosofía cuanto consuelo pudiese obtener; simplemente, aceptarlo.
Galieno no alcanzó a los alamanes el otoño anterior, y éstos pasaron el invierno en Italia y los francos en Galia. Los bárbaros habían batido el territorio circundante a sus campamentos. Fue un invierno cruel: sangre y fuego.
Como en respuesta a la voluntad de los dioses, el año comenzó mejor para los romanos. Al principio, en primavera, Galieno recibió en Aquilea la noticia de que en el norte se había frustrado otra invasión de los bárbaros: Miles de jinetes sármatas cruzaron el Danubio entrando en Panonia, pero sufrieron una terrible derrota a manos de Ingenuo; luego llegaron mensajeros informando de la expulsión de los alamanes en Roma. Lo cierto es que la mayor parte del mérito se debía a Licinio, hermano de Galieno, pero, por una vez, algunos senadores (hombres como Secularis, prefecto de la ciudad, y Arelio Fusco, padre del Senado) habían desempeñado su función. Galieno recordó, con un gesto de pesar que casi le produjo dolor físico, haber leído cómo, con el fin de mantener la moral alta, se hizo caso omiso de las órdenes respectivas a su hijo menor, Mariniano, de enviarlo a la seguridad de Sicilia. Se situó al pequeño príncipe al frente de un ejército creado deprisa y corriendo. Fue una suerte para Licinio que esa noticia llegase escrita en una carta adornada con los laureles de la victoria.
Los acontecimientos continuaron desarrollándose favorables a los romanos. Los jutungos y los senones, dos de las tribus que conformaban la confederación de los alamanes, habían abandonado el grueso de la expedición y partieron de inmediato de regreso al hogar. Tal como Galieno les había dicho a los soldados, el nuevo gobernador en funciones de Recia los había aniquilado al otro lado de los Alpes. Simplicinio Genialis se había comportado bien en Recia. Ahora, a Galieno le quedaba terminar con el resto de alamanes, allí, en la llanura frente a las murallas de Mediolanum.
—Los bárbaros están haciendo algo más —Félix, el anciano senador, parecía personalmente ofendido.
Galieno miró al enemigo. Los sumos sacerdotes de cada una de las tres tribus desplegadas en el campo, hermiones, matiacos y bucinobantes, habían concluido los ritos destinados a lograr el favor de Woden y Thor, y los magníficos caballos y los prisioneros escogidos para la ocasión yacían decapitados sobre su propia sangre. A medida que cada uno de los sinistus retrocedía mezclándose entre el enemigo, lo sustituía un grupo de grandes figuras cubiertas con piel de lobo. Uno a uno, al principio despacio, los hombres cubiertos de pieles comenzaron a danzar. En algún lugar entre ellos se encontraba el jefe de la expedición, el caudillo alamán a quien los romanos llamaban Crocus; Hroc, o Wolfhroc, tal como lo conocía su gente, estaría danzando y aullando, ofreciendo su espada a Woden, absorbiendo en su cuerpo el poder salvaje y pleno de la bestia del Padre de Todos.
A juicio de la mayor parte de los romanos, los ritos extranjeros contenían una terrible barbarie; primitiva, inmutable, irracional. Sólo unos pocos sabían interpretarlos, además de quienes tenían ascendencia germánica, y el emperador era uno de esos pocos. Galieno era consciente de que no los habría comprendido mejor que la mayoría de no haber sido por los años de juventud pasados en la corte imperial como garantía de lealtad por parte de su padre, entonces gobernador. Allí se educó junto a otro joven, un tímido bárbaro oriundo del norte. Ballista le había hecho ver cómo eran los pueblos asentados más allá de las fronteras.
Galieno no condenaba los sangrientos ritos de los alamanes, pues consideraba que diferentes dioses exigían cosas diferentes y sólo un estúpido no comprendería que el campo de batalla es un terreno plagado de dioses. ¿Acaso podría ser de alguna otra manera? Basta imaginar el tedio de la inmortalidad. ¿Cuántos años de eternidad habrían de pasar antes de que uno haya bebido toda clase de vinos y catado todo tipo de comidas exóticas? ¿O habrían de limitarse a una dieta inalterable y consistente en ambrosía, néctar y humo de sacrificios? ¿Y el sexo? ¿Cuántas muchachas hermosas, o jovencitos, hasta llegar a la saciedad y dar paso a aviesos experimentos para, al final, llegar al hartazgo? Basta pensar en el aburrimiento de releer una y otra vez los mismos libros.
Imagínese la envidia frente a las inalcanzables emociones de los mortales: el gélido estremecimiento frente a lo desconocido, el pavor atenazante, el auténtico valor frente a la muerte, el dolor de la pérdida. En ningún lugar eran más agudas estas sensaciones que en el campo de batalla. No era de extrañar, pues, que los dioses se acercasen a ellos.
El emperador podía percibir cerca de sí la presencia de Hércules, su dios patrón. Un chasquido en el aire, la tensión en la piel, la divina lucidez mental…
Inspeccionó la escena, en la calma que precede a la batalla. Los alamanes se encontraban a unos quinientos pasos de distancia; su infantería se concentraba en el centro, un sólido bloque compuesto por unos treinta mil hombres desplegados sobre la calzada a Ticinum; la caballería, probablemente alrededor de diez mil efectivos, se encontraba dividida más o menos a la par entre los dos flancos.
Galieno había hecho sus disposiciones en consecuencia. Disponía de aproximadamente el mismo número de jinetes, destacados cuatro mil en cada ala y dos mil más en retaguardia, como reserva; el cuerpo central de infantería se encontraba en seria inferioridad numérica: sólo quince mil. No obstante, había dispuesto un par de cosas a su favor y, sobre todo, tenía un plan.
Al otro lado de la planicie, los danzantes ataviados con pieles de lobo habían llegado a un estado de frenesí, pero sus aullidos quedaban ahogados por el comienzo de un cántico multitudinario, en el que las diferentes tribus alamanas cantaban las hazañas de sus ancestros.
La batalla no tardaría en comenzar.
Galieno subió a su silla y, volviéndose a los miembros de su plana, dijo:
—Conmilitones, ha llegado la hora de que ocupéis vuestros puestos.
El emperador había procedido con tacto. El anciano Félix y Volosiano estaban al mando de la infantería; el joven Acilio Glabrio y Teodoto se ocuparían del ala izquierda de caballería y había un miembro de la nobleza senatorial y un protector en cada división, pero dos protectores en la vital ala derecha de caballería: Claudio y Aureliano. Galieno dirigiría en persona a la Guardia Montada de reserva.
Los conmilitones montaron y saludaron.
—Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados para cualquier orden.
Félix habló con su voz avejentada y quejumbrosa.
—Tu plan… no es romano. Va en contra de nuestras tradiciones y de nuestra misma naturaleza. Se corresponde mejor con la malicia de los bárbaros… Moros o partos.
Galieno, para ocultar su irritación, se ajustó el casco y ató las correas con firmeza.
—Entonces resultará muy adecuado que nuestra caballería cuente con cuatro alae de moros y una de partos. —Hizo una pausa y luego añadió con gravedad—: La primera tradición de los romanos en el ejercicio de las armas es obedecer las órdenes.
Félix, sin palabras, saludó de nuevo y volvió la cabeza de su caballo. Los comandantes de cada división se alejaron cabalgando.
Al otro lado de la llanura se alzaban los estandartes de los alamanes. En cuanto comenzó el avance bárbaro, los discordantes cánticos cesaron y fueron reemplazados por los barritus. Los gritos de guerra germanos, al principio bajos como un trueno lejano, brotaban saliendo de cuarenta mil gargantas. Los guerreros sostenían el escudo frente a la boca para aumentar la reverberación y los barritus fueron in crescendo hasta un violento clímax. Perdieron intensidad y enseguida volvieron con más fuerza, aún más amenazadores. Retumbaban una y otra vez atravesando la llanura a lo largo de la planicie, intermitentes, paralizantes. El miedo entraba por los oídos.
Una mezcolanza de gritos de guerra brotó de entre las filas romanas. Las unidades conformadas por hombres del norte devolvían los barritus, los norteafricanos aullaban y batían palmas dando ritmo a un cántico más rápido y agudo y los orientales gemían un chillido ululante.
Galieno advirtió que los bárbaros estaban entregados, porque se aproximaban despacio y los jinetes de las alas se mantenían al paso de la infantería. Mostraban una amenazante unidad rebosante de decisión. El miedo también entra por los ojos.
No había necesidad de recibir órdenes directas del emperador, la suerte estaba echada. Cuando los germanos se hubieron acercado a cuatrocientos pasos, Volosiano dio la señal para cumplir la primera disposición de Galieno: auxiliar a una infantería en inferioridad numérica. Tañido, deslizamiento y topetazo, la balista con los sirvientes más rápidos disparó. Un instante después, se le unieron las demás: Tañido, deslizamiento y topetazo. El sonido de la artillería basada en mecanismos de torsión se multiplicó a lo largo de la línea de la infantería romana y las saetas partieron a tal velocidad que era casi imposible verlas. Sólo disponían de quince ballistae, pero el efecto fue desproporcionado a su número y por aquí y por allá se formaron huecos en las filas germanas. Los guerreros sufrieron un tremendo empujón hacia retaguardia. Algunos quedaron clavados de modo grotesco al hombre que avanzaba a su espalda. Los escudos y las cotas de malla no eran protección ninguna frente a la inhumana potencia de aquellos dardos con punta de acero.
Los infantes alamanes, indignados tras ver morir a sus amigos y parientes sin tener modo de cobrar venganza, aceleraron su avance. Los caudillos apretaron el paso, sus séquitos salieron tras ellos, los mejores guerreros emergieron formando cuñas en la recta línea de vanguardia… Eran, como los colmillos del jabalí, los primeros en contactar con el enemigo.
Mientras, en los flancos, los jinetes germanos sacudían las riendas obligando a sus caballos a mantenerse al paso de la infantería. En el lado opuesto a ellos, a la izquierda y en el centro de la línea, se voltearon y lanzaron armas arrojadizas. Miles de haces luminosos trazaron arcos en el aire y cayeron al suelo frente a ellos. En ese momento, la batalla era inevitable. Volosiano había ordenado desplegar los abrojos, un artilugio horrible: tres o cuatro puntas terribles sobresaliendo de una bola de metal. No importa cómo caiga, porque una de esas puntas, afiladas como agujas, siempre apunta a lo alto. En esos momentos, miles de ellos alfombraban el terreno frente a la infantería romana, a la espera de atravesar botas y carne blanda. La segunda disposición de Galieno estaba a punto.
El emperador echó un vistazo alrededor del campo de batalla. Podía sentir a su dios respaldándolo. Gracias a los trabajos realizados a favor de la Humanidad, Hércules, en su época un hombre como el propio Galieno, había ganado la inmortalidad y un lugar en el Olimpo. En esos momentos, en aquella llanura polvorienta frente a las murallas de Mediolanum, el héroe extendía sus manos sobre el emperador. Con su divina lucidez, Galieno calculó distancia y velocidad, estimó lapsos de tiempo. La infantería alamana se encontraba a menos de doscientos pasos de distancia. De entre las líneas de retaguardia de la infantería romana salieron volando ordenadas rociadas de flechas, mientras que los germanos lanzaban disparos dispersos sin dejar de avanzar. La lectura que hacía Galieno de la batalla le indicaba que era el momento: ordenó que se diese la señal acordada.
Las trompetas resonaron y su estandarte personal, un draco púrpura, siseó moviéndose adelante y atrás.
Se oyeron vítores en ambos flancos. La caballería romana emprendió su avance desde el lugar donde se encontraba desplegada, a cierta distancia por detrás de la retaguardia de la infantería. Al verla, su contrapartida germana rompió en una cacofonía de alaridos y se lanzó a la carga. De inmediato se situaron por delante de su infantería. Las alae romanas aceleraron pasando al trote, después al galope.
Los escuadrones de caballería chocaron en ambos flancos a la altura de la estática vanguardia de la infantería romana. En cuestión de un segundo, los combatientes se mezclaron y desapareció cualquier clase de orden. Escuadras, compañías e incluso individuos, cargaban, viraban, retrocedían y volvían a cargar. En ambas situaciones coexistían las refriegas cuerpo a cuerpo con ataques a distancia. Cada jinete intentaba acertar con el objetivo de su acometida o lograr llegar a lugar seguro según dictase el valor o la circunstancia. Galieno distinguió a Acilio Glabrio a su izquierda. El joven senador, valiente y radiante de escarlata y oro, descargaba golpes a diestro y siniestro. Sin embargo, muchos de esos detalles no tardaron en quedar ocultos tras espesas nubes de polvo.
Los alamanes a pie estaban acercándose, aunque cierto número de guerreros iban cayendo por las flechas. Arqueros y balistarios hacían todo lo que estaba en su mano. Aun así, no fueron capaces de frenar la carga. Pequeños fragmentos de la vanguardia germana parecían retrasarse, pero los flancos encabezados por sus caudillos y sus guerreros más famosos progresaban deprisa. Aquellos hombres bien armados, corpulentos y con su cabello largo flotando al viento componían una visión aterradora.
Los barritus habían decaído hasta formar un débil murmullo, pues los alamanes necesitaban todo su resuello después de tan largo avance. Los romanos, inmóviles, continuaban bramando sus propios gritos de guerra.
Galieno escudriñó a través del polvo y los choques de caballería. A la izquierda, Acilio Glabrio y Teodoto parecían mantener sus posiciones. Al menos el remolino de polvo no se había movido de una manera apreciable. No obstante, el flanco derecho era harina de otro costal. Los soldados a las órdenes de Aureliano y Claudio parecían mostrar una extraña reluctancia a entablar combate cuerpo a cuerpo. Cedían terreno, el enemigo los empujaba por detrás de la retaguardia de la infantería romana. Galieno estaba complacido.
Desde ambos flancos volaron jabalinas justo en el momento en que el centro y el ala derecha de la infantería alamana llegaron a los abrojos. Algunos germanos, corriendo muy juntos, empujados por quienes avanzaban a sus espaldas, no pudieron evitar las horribles puntas. Otros estaban demasiado distraídos debido a los proyectiles que se avecinaban como para prestar atención a la amenaza bajo sus pies hasta que sentían el punzante dolor. Los guerreros caían chillando, y sus camaradas los arrollaron enloquecidos por la batalla.
Los alamanes se estrellaron contra la línea romana. El fragor alcanzó a Galiano como un golpe; hubo un ruido tremendo, mayor que el de un templo al derrumbarse, compuesto por una miríada de ruidos menores: escudo contra escudo, acero sobre madera, hombres vociferando, hombres gritando.
El impulso de los colmillos del jabalí los introdujo entre la formación romana. Destellaron filos y moharras; hombres sufriendo estocadas, tajos, empujones e insultos; afilado acero mordiendo carne; hombres cayendo. El terreno se volvía resbaladizo a causa de la sangre y los intestinos desparramados, y muchos combatientes que perdieron el equilibrio fueron pisoteados por amigos y enemigos por igual en medio del horror.
La formación romana parecía terriblemente delgada. En la retaguardia, los suboficiales gritaban, amenazaban y engatusaban a los suyos; los empujaban, literalmente, de regreso a la formación; los golpeaban con las palas de las espadas animándoles a darlo todo.
De alguna parte —¿la disciplina?, ¿voluntad de algún dios?, ¿acaso el propio Hércules?—, los romanos sacaron la fuerza necesaria para resistir. Clavando los talones en el suelo, flexionando las rodillas, clamando unos por otros, las filas empujaron con sus escudos las espaldas de quienes tenían delante. La formación resistió, las cuñas germanas se detuvieron, excepto una en el flanco derecho de la formación romana, donde no había abrojos. El colmillo del jabalí, rematado por un guerrero gigantesco cuya espada cortaba intrincadas figuras en el aire, fue acercándose.
Galieno impartió unas órdenes secas. Una unidad de su caballería de reserva se adelantó al galope. Los hombres desmontaron, dejando a uno de cada cinco para sujetar los caballos, y cuatrocientos soldados de caballería provistos de armadura añadieron su peso al lugar amenazado. Cuatrocientos hombres frescos suponían una buena diferencia. Allí también resistía la formación. Por lo menos, de momento.
Galieno evaluó la situación con los ojos entornados debido al polvo levantado. La caballería del flanco izquierdo aún mantenía su posición, pero en el derecho los romanos estaban perdiendo terreno muy deprisa. Un hueco notable se había abierto entre el lugar del choque de caballería y el combate a pie. La táctica de retirada simulada había funcionado. Era el momento.
Sólo quedaban mil quinientos jinetes en la reserva. Galieno no estaba preocupado. El plan estaba funcionando. Era el momento.
Galieno desenvainó su espada. Tenía la palma húmeda, el corazón martillaba en su pecho, pero no era miedo pues nada había que temer. El dios estaba con él. Como hiciera mucho tiempo atrás Marco Antonio en Alejandría, sabría si la deidad lo abandonaba. El emperador dio la señal de avance.
Partieron al paso y sobre la marcha cambiaron de formación con disciplinada facilidad. El resultado hubiese impresionado a cualquiera. Dos sólidas cuñas de hombres a lomos de caballos acorazados, la menor, compuesta por unos quinientos efectivos, encabezada por Aureolo, quien cabalgaba bajo el Pegaso rojo sobre el fondo blanco del estandarte de la Guardia Montada; la mayor, de unos mil combatientes, seguía el imperial draco color púrpura, y en su vértice cabalgaba el emperador en persona.
Aureolo, sin esperar la orden del emperador, varió su cuña hacia el choque de caballería desatado en el flanco derecho. Galieno lo aprobó. Los protectores debían mostrar iniciativa, y ninguno más que el protector nombrado prefecto de caballería. El emperador observó a Aureolo acelerar el paso. Los grandes corceles pasaron del trote a un galope ligero, moviéndose con facilidad, apenas acusando sobre sus lomos el peso del hombre y la armadura, y una majestuosa columna de polvo se levantó tras ellos.
Galieno dirigió a sus soldados hacia el hueco abierto entre el choque de infantería desencadenado en el centro y el de infantería de la derecha. Se mantuvo al paso, conteniendo el impulso de apresurarse porque necesitaba mantener su formación cohesionada.
De pronto, apareció frente a Galieno una zanja que el reconocimiento previo del terreno no había advertido. Uno siempre se encuentra con algo al maniobrar en el campo de batalla: una zanja, un surco de cepas, un muro de mampostería sin mortero…, siempre aparece un obstáculo imprevisto. La zanja no era demasiado profunda y tenía el fondo seco, así es que Galieno se inclinó hacia atrás, facilitando el descenso de su montura, y luego se echó hacia delante para trepar rebasando el obstáculo. Tiró de las riendas pocos pasos después de superar la zanja, proporcionando a los hombres tras él la oportunidad de organizarse.
Galieno miró a su derecha. El estandarte del Pegaso se agitaba sobre los combatientes, los soldados de Aureolo avanzaban internándose en la confusa refriega y los hombres a las órdenes de Claudio y Aureliano parecían haber cobrado ánimo y también presionaban al enemigo. Uno o dos de los alamanes habían tenido bastante: espoleaban sus monturas cruzando la llanura para alejarse hacia el sur. El signo de la contienda había cambiado en ese sector del campo de batalla.
A la izquierda de Galieno, las cosas no iban tan bien. La delgada, delgadísima línea de la infantería romana se veía forzada a retroceder en medio de la penumbra creada por el hombre. En algunos puntos se combaba de una manera muy peligrosa, no pasaría mucho tiempo antes de que se partiese. En ese momento ya no había tiempo que perder, y tampoco no había tiempo para desplegar la cohesión propia de un desfile.
Galieno apretó las espuelas, lanzándose de inmediato casi al galope tendido, y sus hombres lo siguieron. Los cascos de un millar de caballos tronaron sobre el duro terreno mientras corrían rebasando el combate de caballería desencadenado a su derecha. Galieno los dirigió barriendo un arco que iba a situarlos unos doscientos pasos por detrás del flanco izquierdo de la retaguardia de la infantería germana.
«¡Ahora! ¡Golpea ahora! Estoy contigo». El dios susurraba apremiante en el corazón de Galieno. ¡No! Todavía no. No de ese modo. No con los soldados de caballería dispersos a su espalda como la estela de un cometa. Hércules siempre se había precipitado, fue muy precipitado al saquear la sagrada Delfos, y muy precipitado al arrojar a su huésped Ífito desde la torre más alta de Tirinto. Galieno, el emperador que sospechaba que algún día sería un dios, se irguió frente al dios que otrora fuese mortal. La suerte sólo se echaba una vez. Aquella carga tenía que partir en dos el corazón del enemigo, tenía que machacar su infantería sin remisión. Galieno podía sentir la furia de Hércules, apenas contenida, pero también su consentimiento. El dios aún extendía sus manos sobre el emperador.
Galieno hizo que su montura se detuviese con suavidad. Los caballos resoplaron y piafaron, las armas y corazas tintinearon, los oficiales gritaron, los soldados tiraron de sus riendas, y todo volvió al orden. Los guerreros destacados en la retaguardia de la infantería alamana conocían de sobra la presencia de los hombres de Galieno. Echaban miradas por encima de sus hombros, señalando, gesticulando, algunos se volvieron para encarar la nueva amenaza y otros gritaron a sus caudillos. Si alguno de éstos llegó a oírlos, atrapados como estaban en la empresa de mantenerse con vida en la vanguardia de la refriega, no había nada que pudiesen hacer.
—¡Ahora! —Galieno se dirigía tanto al dios como a los hombres tras él.
Los bucinatores tocaron a la carga y las notas metálicas cortaron el aire abriéndose paso entre el fragor de la batalla. La entonces orden cerrada en cuña de la caballería pesada se lanzó al frente. El draco púrpura se retorció y flameó sobre ellos en cuanto aceleraron el paso. El terreno parecía estremecerse bajo ellos.
Las cargas de caballería contra la infantería son un amago, y no porque una vez lanzada sea imposible detenerla, sino más bien porque depende totalmente del efecto causado en el otro bando. Los caballos no corren para estrellarse contra objetos sólidos, y una línea de hombres, formados hombro con hombro de a dos o tres en fondo, o más, constituyen un objeto muy sólido. Quizás uno o dos corceles estuviesen lo bastante presionados o enloquecidos para arrojarse contra el bulto, pero no varios centenares de ellos; a menos que la infantería echase a correr, o que estuviese tan asustada como para batirse en retirada, o que se abriesen huecos en su formación, los caballos se detendrían antes de llegar. La majestuosidad de la carga terminaría conformando una caótica masa inmóvil de caballos girando y empujándose, y jinetes cayendo.
«Al menos —pensó Galieno mientras la Guardia Montada tronaba a la carga—, no tenemos que pasar por encima de nuestros propios abrojos para llegar a la formación enemiga más cercana». Hacer que el flanco derecho de la infantería no arrojase abrojos fue una decisión de última hora. Memor fue quien la sugirió. El protector africano llegaría lejos.
La retaguardia de los alamanes comenzó a pulular por el terreno como un avispero al que hubiesen sacudido. Algunos guerreros se volvieron para hacer frente a la nueva amenaza y alzaron sus escudos, manteniendo la posición, pero otros se escabulleron recogiéndose en la ilusoria seguridad de sus camaradas. Un puñado de ellos había perdido los nervios por completo; pequeños grupos y hombres en solitario corrían hacia el sudeste. Galieno sintió la sangre martillando en su cabeza, percibía a Hércules respaldándolo: Aquello iba a funcionar.
El emperador enfiló hacia un hueco abierto en la línea. Su corcel derribó a un germano aislado. El guerrero cayó al suelo y allí abajo desapareció, bajo los cascos de la caballería romana.
Un enorme guerrero descargó un tajo apuntando a Galieno, pero el emperador bloqueó el golpe con su hoja. Después giró la muñeca, obligando a la espada de su oponente a apartarse, y luego fue él quien descargó un tajo descendente que falló.
Los protectores intentaban alcanzar y proteger a su emperador, pero Galieno se lanzó al frente. La luz del sol brilló sobre su hoja, el emperador la volteó a izquierda y derecha. No tenía miedo, el dios lo cubría con su piel de león. Nada podían el hierro, el bronce o la piedra contra el pellejo del León de Nemea. No había motivos para tener miedo.
Tres alamanes a caballo aparecieron de no se sabe dónde, uno frente a él y otro a cada lado, con ansias homicidas brotándoles por los ojos. Heraclio, comandante en jefe de los equites singulares, situó su caballo entre el emperador y el germano a su derecha. Un golpe lo alcanzó en el casco y el protector se desplomó hacia delante, sobre el cuello de su montura. El germano recogió el brazo para descargar el golpe mortal, y Galieno, sin hacer caso de los otros dos enemigos, se inclinó hasta casi salir de su silla, poniendo todo su peso en el golpe. Cuando sintió la fuerza del impacto subir por su brazo, el emperador vio cómo el casco del guerrero se abollaba; la sangre salió chorreando, alcanzándole primero en el brazo y después en la cara.
Con el tiempo añadido por el dios, Galieno recuperó su asiento y bloqueó la estocada lanzada por el guerrero situado a su izquierda. La cara barbuda del germano se crispó con la agonía cuando Camsisoleo le hundió el filo entre los omoplatos, atravesándole la cota de malla.
El tercero de los alamanes se esfumó. Conjurada la amenaza inminente, y con los protectores rodeándolo, Galieno echó un vistazo a su alrededor. Todo había cambiado. Donde antes hubo batalla, entonces había una aplastante derrota; donde hubo combate, sólo había matanza. Los alamanes estaban destrozados, no eran sino una caterva de patanes huyendo para salvar sus vidas.
—¡Guardia Montada, conmigo! —gritó Galieno.
Los germanos apenas habían destacado una fuerza de reserva, pero Galieno sabía que muchas batallas se habían perdido por un exceso de confianza al perseguir al enemigo. Los protectores hicieron que la mayoría de los jinetes que acompañaron al emperador se encontrasen disponibles. Nada ni nadie iba a arrebatarle a Galieno aquella victoria.
—Imperator! Imperator! —Rostros feroces rugían la aclamación habitual. Los hombres, con la frivolidad del sentimiento de victoria, chocaban sus manos con las del emperador y le daban palmadas en la espalda—. Imperator! Imperator!
Volosiano se acercó a caballo.
—Te deseo gozo por la victoria, dominus.
Galieno sonrió y estrechó la mano del veterano.
Aureliano se acercó al galope.
—Claudio persigue a sus jinetes por nuestro flanco. Atará en corto a nuestros muchachos.
Más abrazos y estrechamientos de mano. Teodoto se aproximó a dar novedades por el lado izquierdo y provocó más regocijo aún al anunciar:
—Acilio Glabrio ha salido como una liebre tras ellos, pero he logrado retener a un par de cientos de jinetes.
Galieno sintió la euforia comenzando a desvanecerse, oyó una música suave flotando en el aire: El dios se marchaba; no para siempre, sólo se retiraba. Hércules regresaría para volver a situarse junto al emperador. Galieno miró su espada, pegajosa de sangre por encima del pomo con forma de águila. La envainó de todos modos, ya la limpiaría alguien más tarde. Advirtió que le temblaban las manos.
Un hombre a caballo se acercaba flanqueado por dos protectores. Vestía ropas de viaje manchadas de sudor, no era ni muy viejo ni muy joven y a Galieno le resultaba conocido, pero en ese momento no era capaz de identificarlo. El hombre, en contraste con la relajada disciplina observada a su alrededor como consecuencia del éxito, realizó un saludo formal, desmontó y ejecutó la proskynesis tendiéndose en el polvo cuan largo era. Galieno lo reconoció en cuanto se incorporó.
—Valente, estás muy lejos de Asia —mientras hablaba comprendió que algo había salido muy mal, pues el gobernador de Siria no debería estar allí.
—Dominus… —Valente se detuvo.
Galieno podía percibir la tensión bullendo en el interior de Valente, que tomó una profunda respiración y dejó que las palabras fluyesen de sus labios.
—Dominus, el augusto Valeriano ha sido derrotado. Siento decirte que tu padre es prisionero de los persas.
Una oleada de silencio se extendió por los alrededores. A lo lejos se oían gritos, chillidos, retazos de canciones, los sonidos de la victoria, pero allí se produjo un conmovido silencio. En el vacío, una serie de pensamientos a medio formar atravesaron la mente de Galieno. «Padre… Demasiado viejo, demasiado endeble para este asunto. Hércules, ampárame. ¿Qué puedo decir? ¿Qué debería decir un emperador? ¿Qué diría un romano de la república?». La frase brotó perfectamente estructurada:
—Sabía que mi padre era mortal.
Los oficiales asintieron con rostro adusto, la frase había estado bien, contenía la cantidad justa de gravitas. Galieno se recompuso.
—¿Cómo está el imperium?
Valente, aliviado, habló con más naturalidad.
—Carras y Nísibis se han pasado a los persas. El pueblo de Carras les abrió sus puertas. Dicen que en Nísibis un rayo partió las murallas —Valente se encogió de hombros—. Sea como fuere, Edesa aún resistía cuando me marché y Sapor no ha avanzado más allá —Valente parecía todavía nervioso.
—¿A quién capturaron con mi padre?
—Se cree que a diez mil hombres. Y a la mayor parte del Estado Mayor: Sucesiano, el prefecto de la Guardia Pretoriana; Cledonio, el ab admissionibus; Ballista…
—¡No! —gritó Aureliano. El hombre, con el rostro congestionado, descargó un puñetazo sobre la silla que hizo que su caballo se estremeciera.
Galieno recordó entonces la estrecha amistad que unía a Aureliano con el joven norteño.
—Todos hemos perdido amici.
—Dominus —continuó Valente—, aún hay más.
—Habla.
—Cuando la noticia llegó al Danubio, Ingenuo hizo retirar de los estandartes los retratos de tu padre e hijo. Sus hombres lo han vestido de púrpura.
Se elevó un murmullo de voces indignadas, pero Galieno alzó su mano pidiendo silencio. Valente no había terminado.
—En el Éufrates, Macrino el Cojo ha asumido el mando de los restos del ejército destinado a la campaña. Ha reclamado el maius imperium en Oriente. Ha mandado asesinar a Exiguo, el gobernador de Capadocia, y está colocando a sus hombres en los puestos de mando. Cuando huí de Siria era de dominio público que ascendería al trono a Quieto y Macrino el Joven, sus hijos.
Traición, alzamiento, guerra civil… ¿Es que no iba a terminar nunca? Tiempo de sangre y fuego. Sin embargo, no era el momento de mostrar debilidad, Galieno sabía que debía mostrarse expeditivo.
—En cuanto hayamos matado y esclavizado al último de los alamanes, enviaremos tropas al césar Salonino en el Rin. Está rodeado de hombres buenos y leales. Silveriano y Póstumo le ayudarán a dar caza a los francos de Galia. Nosotros marcharemos sin más dilación contra Ingenuo. Cuando tengamos su cabeza clavada en una pica, nos ocuparemos de ese cojo de Oriente.
Galieno sonrió sin ganas.
—El imperium no se ganó sin amargos conflictos y no se mantendrá con hombres de corazón débil. Nadie nos ha derrotado. Triunfaremos contra esos rebeldes igual que hemos triunfado contra estos alamanes —el emperador alzó la voz—. Hoy hemos obtenido una victoria heroica. Esta noche celebraremos un banquete digno de héroes. Nos repartiremos el botín y después beberemos hasta que el sol haya regresado a los cielos, hasta que el vino rezume por nuestras cicatrices.
Mientras los protectores y aquellos lo bastante cerca para oír esas palabras lanzaban vítores, los pensamientos de Galieno volaron a Oriente. Sapor a la cabeza de la horda sasánida, Macrino el Cojo comandaba las fuerzas romanas, y, entre ellos, manteniendo el equilibrio, estaba Odenato, señor de Palmira. El hombre a quien llamaban León del Sol.