XX

Los muertos vivían bien en Palmira. Máximo cabalgó a través del Valle de las Tumbas; por todas partes se veían casas para los difuntos, casas altas, bien construidas y de plano rectangular. Él ya había recorrido antes aquella calzada, seis años atrás, de camino a Arete. Entonces, uno más entre sus compañeros, no se había fijado bien en las tumbas; pero en ese momento, solo, las observó con atención. Hablaban de riqueza y poder. Y, a sus ojos, había algo más. A la mitad de una ladera abrupta elevada a un lado, con tres o cuatro pisos de altura, sus sillares bien escuadrados, sus puertas y ventanas cortadas a la perfección, un anillo de torres hablaba de permanencia. Eran como una versión suavizada de los irregulares afloramientos rocosos que emergían entre la arena de la cima; hechas por la naturaleza pero moldeadas por el hombre. Pretendían, como la roca viva, permanecer allí para siempre.

Vistas desde cierto ángulo, parecían ser las murallas, las rocas propias de la ciudad. Hombres muertos vigilando la roca viva. «Por todos los dioses, más tonterías por el estilo y cualquiera podría pensar que me he educado en Atenas», pensó Máximo. Había pasado demasiado tiempo al sol. Realizó un viaje largo y duro desde que se había visto en la necesidad de matar, en el pantano. Primero aquellas terribles montañas, las malditas colinas de Ballista, y después días monótonos a través de un parduzco desierto rocoso agostado por el sol. Pero al fin había llegado a su destino: Palmira, Tadmor para los lugareños, la ciudad-oasis de Odenato, el León del Sol.

A las puertas se agolpaba esperando a entrar una multitud, en su mayoría formada por granjeros de los pueblos situados al noroeste, con sus burros, camellos y mujeres cargados de trigo, vino y forraje, aceite de oliva, manteca y piñas piñoneras. Le pareció ver menos comerciantes procedentes del oeste de los que había la última vez que Máximo pasó por el lugar, pero allí estaba una pareja de ellos. Con guerra o sin ella, la obtención de beneficios puede hacer que un hombre abandone su hogar. Uno de esos fuertes de espíritu comerciaba con lana italiana, y el otro con pescado en salazón. Hacía mucho calor y había poca paciencia. Los hombres chillaban y los burros rebuznaban; los camellos escupían.

Máximo se acomodó sobre uno de sus dos caballos y observó las murallas de la ciudad. Recordó a Mamurra, su viejo compañero de borracheras, burlándose de ellas la última vez que pasaron por allí. El hibérnico desechó el recuerdo de ese tozudo de Mamurra, enterrado como estaba el pobre cabrón en una mina de asedio derrumbada bajo las murallas de Arete. No, el viejo Mamurra no había sido el tipo más espabilado de todos los tiempos, pero en su momento hizo las cosas bien. Las murallas de adobe de Palmira serían tan útiles en caso de asedio como un lisiado en un concurso de patadas en el culo. Era una buena idea que los palmirenses se lanzasen al ataque, y harían bien en rezar para que nunca se volviesen las tornas.

Pasado el tiempo, Máximo llegó al puesto aduanero situado a las puertas.

—¿Algo que declarar? —El telones habló sin levantar la mirada.

Máximo no contestó.

El telones, chasqueando la lengua con irritación, apartó los ojos de sus cuentas. Reparó en la cota de malla, la raída empuñadura de cuero de su espada, la falta de la punta de la nariz, los dos caballos y la gruesa capa de polvo incrustado que lo cubría todo y hablaba de un largo viaje hecho a toda prisa.

—Continúa —dijo—. ¡El siguiente!

En cuanto cruzó la puerta, Máximo arrojó una moneda a un niño de la calle y le dijo que quería ir a casa de Haddudad. Siguió al manojo de harapos y miembros bronceados subiendo por una populosa calle columnada, bajando por otra, yendo a través de un monumento formado por dieciséis columnas con volutas doradas y negras, pasando por un ágora y después por un teatro vacío. El fuerte pero no desagradable olor de las especias, caballos y humanidad, todo con un ligero toque de camello, le resultaba familiar. Máximo reconoció el camino al palacio de Odenato. Su guía se detuvo tres casas más allá, señalando la entrada de mármol de una gran residencia urbana y parloteó animado en cualquiera que fuese la lengua que él, o ella, hablase. El mercenario Haddudad se había abierto un hueco en el mundo.

Máximo mostró al pequeño, que a fin de cuentas iba a ser una niña, una moneda de oro de gran valor, hizo mímica como si sujetase los caballos y volvió a guardar la moneda en su escarcela. La niña, riéndose, sujetó las riendas.

El portalero ni se inmutó, como si todos los días se presentasen ante esa puerta hombres armados, de aspecto violento y cubiertos de mugre. Dado que su kyrios había sido mercenario y su kyria era hija de un protector de caravanas, era bastante probable que así fuese. Llevó a Máximo hasta una pequeña sala y le pidió que aguardase. No mostró ninguna sorpresa cuando el visitante se negó a la oferta de ocuparse de sus armas.

Máximo se sentó y estiró las piernas. Supuso que lo estaban vigilando. Miró a su alrededor, despreocupado. Los muros estaban pintados, y en ellos se representaban algunos mitos griegos. Hombres grandes, peludos y casi desnudos corrían por una increíble cordillera montañosa y lanzaban enormes peñascos hacia abajo, contra unos barcos de guerra fondeados. La mayor parte de las naves estaban tocadas, y la verdad es que algunas no parecían tener posibilidades de salvación. Las tripulaciones estiraban sus brazos, alzándolos hacia los cielos como gesto de ruego o reproche. Un hombre de aspecto sospechoso situado a bordo del último barco había tenido la idea correcta: estaba cortando el cabo de ancla. De momento la galera estaba indemne pero, vista la habilidad de los muchachos peludos con las rocas, Máximo no se hizo muchas ilusiones.

Dos hombres armados entraron en la sala y dedicaron duras miradas a Máximo mientras mantenían sus manos en los pomos de sus espadas. Tras ellos llegó una mujer vestida al modo oriental, con un velo completo que sólo le dejaba ver los ojos.

Máximo se levantó, galante. Los guardias se tensaron.

La mujer rebasó a los guardias, y se le acercó. Levantó su mano izquierda, la cruzó y se quitó el velo. Por todos los dioses, Bathshiba era aún atractiva.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo ella, en griego. Su voz era tal como la recordaba; la clase de cosa que podía hacer que un hombre perdiese el norte.

—Cinco años.

—Te besaría, pero estás mugriento —sonrió y retrocedió un paso.

«Ballista, viejo amigo —pensó Máximo—, fuiste un idiota al no beneficiártela cuando tuviste oportunidad. Si en Arete me hubiese echado el ojo a mí, su cama no habría sido un lugar de soledad y tranquila contemplación».

—Como puedes ver, estoy ataviada con mis vestimentas de esposa recatada. Estamos recibiendo… a un solo invitado. Te unirás a nosotros. No tienes que bañarte ni cambiarte de ropa —volvió a acercarse, más que antes. Podía olerla, a ella y al perfume que llevaba. «Ballista eres un maldito zoquete». Ella se inclinó acercándose aún más y, posando su aliento en el oído, le susurró—: Sé muy cuidadoso con lo que dices delante de Nicóstrato. No menciones que perteneces al ejército de Quieto. Y no menciones a Ballista.

El comedor estaba iluminado y oscuro al mismo tiempo. Hacía fresco, para tratarse de una tarde en pleno verano sirio. En alguna parte borbotaba una fuente.

Haddudad se levantó de su diván. La prosperidad le sentaba bien, su cabello estaba más largo, liso en lo alto, rizado a los lados, un peinado muy elaborado. Mostró una amplia sonrisa tras una barba completa, rizada y perfumada.

—Máximo —saludó Haddudad. Aunque sus ropas eran aún más llamativas y ornamentadas que las de su esposa, estrechó al hibérnico contra él. Ambos hombres se dieron palmadas en la espalda y nubes de polvo parduzco flotaron entre los haces de luz solar.

Haddudad hizo un gesto hacia el diván ocupado.

—Máximo, éste es el famoso historiador Nicóstrato de Trebisonda —Haddudad repitió el gesto—. Nicóstrato, éste es un viejo systratiotes mío, del sitio de Arete, Marco Aurelio Máximo.

El hombre de letras se puso en pie. No hubo una clara muestra de reluctancia, pero Máximo tuvo la impresión de que no solía estrechar manos de mercenarios, fuesen o no viejos compañeros de armas de su anfitrión.

Los siervos dispusieron un nuevo diván. Haddudad condujo a Máximo hasta él y los tres hombres se reclinaron. Bathshiba tomó asiento en una silla de respaldo recto situada detrás del diván de su esposo, a los pies. A Máximo le dio la risa. Recordaba a la salvaje muchacha de Arete que parecía una amazona, vestida como un hombre y combatiendo junto a los guerreros de su padre y, con mucha probabilidad, salvando la vida de Ballista, muy a pesar de éste.

En primer lugar le llevaron una palangana y un jarro de boca ancha para que se lavase las manos. Después, un siervo colocó una mesita junto a la mano diestra de Máximo. Otro sirvió una serie de bandejitas con una selección de pastelillos, aceitunas, queso y una copa de vino vacía. Y un tercero sirvió el vino aguado. Máximo hizo una libación y bebió a la salud de su anfitrión.

Haddudad y Nicóstrato reanudaron la conversación que, obviamente, mantenían antes de la llegada de Máximo. Giraba en torno a un historiador llamado Herodiano. Nicóstrato intentó incluir a Máximo, pero el hibérnico dijo que a él solían pagarle por matar gente, no por leer libros, y Nicóstrato no hizo ya un intento.

Máximo bebió su vino. Haddudad lo había impresionado. El antiguo mercenario se había adaptado a esa vida como si hubiese nacido en ella. Vestía con gran comodidad su buena túnica bordada y sus pantalones y botas, entonces polvorientos; se repantigaba con elegancia y hacía bastante más que defenderse en aquella libresca conversación.

—Entonces convendrás, querido Nicóstrato, en que Herodiano sacrifica ciertos detalles triviales con el fin de arrojar luz sobre lo que él considera unos aspectos más rigurosos y profundos de verdad histórica, ¿no? —El falso nomen que había dado a Máximo fue un movimiento inteligente. Desde que el emperador Caracalla, unos cincuenta años antes, había concedido la ciudadanía romana a todos aquellos habitantes del imperium que fuesen libres y no la tuvieran, casi todo el mundo tenía el nomen y el praenomen del emperador: Marco Aurelio.

Un siervo se acercó para llenar de vino la copa de Máximo. Ése era otro punto a favor de Haddudad, no el que mantuviese la bebida corriendo, sino que siguiese la costumbre del padre de Bathshiba de emplear a combatientes para atender la mesa. Siempre resultaban mucho más útiles que un puñado de niños bonitos o muchachitas desnudas en caso de surgir problemas.

Bathshiba se inclinó hacia delante y le habló a su esposo. Haddudad inclinó la cabeza, sonrió. La mujer se puso en pie. A una seña suya, un siervo colocó otra silla de respaldo recto junto al diván de Máximo.

—¿Acaso la historiografía no es tu punto fuerte? —La voz de Bathshiba tenía un tono bajo, como para que no se la oyese bien. No aguardó respuesta—. Nicóstrato es un aburrido pedante. Zenobia, a falta de otros hombres dedicados a su profesión, lo convocó aquí, a Tadmor, y le ha encargado escribir un libro de Historia desde el reinado de Filipo el Árabe hasta las gloriosas victorias de Odenato. Va a ser horrorosa… No cabe la menor posibilidad de que supere la prueba del tiempo.

Máximo estudió al reclinado historiador griego, que mostraba unos labios delgados y fruncidos en un rostro ufano. No parecía un hombre muy preocupado por la curiosidad. Bajo su himatión griego, asomaban unos pantalones bordados, de factura oriental, y unas botas de cuero suave con bonitos repujados. Ese portaestandarte de la cultura helena ya se había hecho medio nativo, cosa que no es que a Máximo le importase ni mucho ni poco.

—La segunda esposa de Odenato no es la joven hermosa y sumisa que todos esperábamos. Zenobia tiene una gran ambición. Es más ambiciosa incluso que el propio Odenato. Y es belicosa.

Máximo le lanzó una aguda mirada a Bathshiba, a la que ésta no prestó atención.

—Eso la frustra. Odenato tiene un hijo ya crecido llamado Hairan, fruto de su primer matrimonio. El joven es un guerrero nato. Tiene, en Zabdas y Zabbai, a dos generales en quienes confiar. Ahora que está mi esposo, ya no se necesita a una muchacha de veinte años en el Consejo de Guerra del León del Sol.

Bathshiba dejó de hablar mientras un siervo sustituía las bandejas vacías con otras de fruta, nueces y dulces.

—Así que Zenobia se ha elevado a la categoría de gran patrona de la cultura —continuó Bathshiba—. A la corte acuden en tropel los filósofos, sofistas, historiadores y poetas de todo Oriente. Esos hombres de paideia infestan el palacio. Son a cada cual más interesado y ambicioso, pero todos y cada uno de ellos debe su posición a Zenobia. Por esa razón está aquí Nicóstrato, y por eso el pobre Haddudad está esforzándose en resultar tan encantador.

A su vez Bathshiba sonrió encantadora mientras Nicóstrato miraba a su alrededor.

—Y no es que Zenobia no quiera echar una cabalgada con el ejército —los ojos de Bathshiba destellaron al pensar en sus antiguas travesuras—. Dicen que no dejará que Odenato tenga lo que necesita un esposo hasta que la deje cumplir su antojo.

El último retazo de conversación hizo que los pensamientos de Máximo divagasen. Bajo todos aquellos tejidos orientales, ¿estaría tan bien torneada como solía? Era la mejor candidata a un revolcón que se pudiese imaginar. Menuda suerte la del viejo Haddudad.

—¡Au! —La mujer lo había pinchado con un cuchillo de pelar fruta. Máximo se apresuró a mostrar una sonrisa insulsa a los demás.

—Eso está mejor. Tengo la cara aquí arriba —los dientes de Bathshiba brillaban muy blancos cuando reía—. Y, digo yo, ¿qué estás haciendo aquí?

—Ballista quiere que Haddudad lo arregle para que me entreviste en secreto con Odenato. —No había razón para andarse por las ramas.

—¿Para qué?

—Para entregarle una carta.

—¿Y qué le dice?

—No tengo ni idea.

—¿De verdad?

Máximo miró a Bathshiba. La mujer no estaba cometiendo una falta de sutileza como la de echar los hombros hacia atrás para acentuar sus pechos, ¿verdad? ¿Cuán frívolo lo creía?

—Todo lo que sé es que tengo que asegurarme de que Odenato sepa cuál de las torres de Emesa es la llamada Torre de la Desolación.

—Esa alta y delgada que está en el extremo sudeste de las murallas —Bathshiba hablaba, pero sus pensamientos estaban puestos en otra parte—. Por supuesto que Haddudad lo hará, pero… —hizo una pausa—. No estoy segura de qué clase de recepción recibirás. Tu amigo es un importante general del enemigo de Odenato. Desde luego, todo depende del contenido de la carta, pero es mucho más sencillo leer la Historia de Herodiano que los pensamientos del señor de Tadmor. Es impredecible. En parte eso es lo que lo ha hecho tan poderoso, es como una fuerza elemental inestable. El León del Sol puede cubrirte de oro y hacer de ti su compañero de borracheras… O puede matarte como a un perro.

Máximo se encogió de hombros.

—Claro, la vida sería terriblemente aburrida si supiésemos de antemano qué nos depara. ¿Podría darme un baño?

—Por supuesto. ¿Te gustaría algo de compañía? —Ante la amplia sonrisa de Máximo, se apresuró a añadir—: No, yo no, tonto. Una de las siervas.

—Bueno, eso sería mejor que la de tu esposo o la del historiador. Supongo que no tendrás a un par de siervas desocupadas, ¿no?

Antes de disponer los preparativos, Bathshiba habló en serio una vez más:

—Es una suerte que hayas llegado ahora. Casi apareces demasiado tarde. El León del Sol se dispone a marchar sobre Emesa dentro de tres días.

* * *

Quizá fuese la mejor celda que pudiese hallarse en la prisión ubicada bajo el palacio de Emesa, pero, aun así, era oscura, mal ventilada y hacía un calor insufrible. Y el hecho de habituarse no impedía que el hedor del lugar se pegase a la garganta de Ballista.

Ballista sabía que había fracasado. Todo lo que había hecho durante todos esos años pasados en Oriente fue para proteger a su familia, y había fracasado. Y no sabía por qué, pero ellos estaban en prisión con él.

Jucundo, fiel a su palabra, o en su defecto alguno de sus hombres de confianza, se había presentado todos los días para comprobar que las cosas no fuesen peor de lo que tenían que ser. Eso podía explicar en cierto modo por qué la conducta del carcelero y sus asistentes había dejado de ser la arraigada crueldad habitual para convertirse en una casi cortesía a regañadientes. Es probable que en ese aspecto también desempeñasen su papel la generosidad mostrada por los prisioneros con el dinero y un miedo tácito e incoherente a la mutabilidad de la Fortuna.

Bajo la supervisión de Calgaco, los siervos les llevaron comida recién hecha y bebidas. Cada mañana, las siervas arreglaban el cabello y acicalaban el maquillaje de la domina. Otras muchachas llevaban flores recién cortadas. Las mujeres barrían y limpiaban, colocaban las flores en lugares estratégicos, encendían bujías y gastaban aceites perfumados a discreción. Sin embargo, no importaba cuántos productos aromáticos se empleasen, el hedor de la prisión continuaba filtrándose desde las celdas inferiores, donde quienes carecían de fortuna e influencia yacían sobre sus propios excrementos, privados de toda esperanza.

Los niños lo llevaban sorprendentemente bien. A decir verdad, no tenían aire fresco, ni en modo alguno espacio suficiente para correr y, en ocasiones, su propio ruido rebotaba contra los muros de modo que hasta ellos mismos parecían atónitos. Pero disfrutaban de una atención casi absoluta por parte de sus padres, de todos sus juguetes y, en gran medida, se alimentaban con las cosas que pedían. A todos esos beneficios, Isangrim sumaba el de la ausencia de su maestro.

Si los niños lo llevaban bien, no podía decirse lo mismo de Julia. Su habitual disposición al orden había aumentado hasta casi alcanzar el nivel de manía. Siempre estaba moviéndose, chasqueando la lengua y quejándose entre susurros mientras volvía a colocar las cosas en el lugar adecuado después de que su esposo o los niños las movieran. Ballista pensaba que era como estar encerrado con una versión femenina de Calgaco, pero con el aspecto mejorado y carente de su ironía.

El propio Ballista se recluyó en la lectura tanto como le permitía el estruendo dentro de la zona de confinamiento. El segundo día hizo que Calgaco le llevase una obra de Arriano, las Disertaciones, dedicada al filósofo estoico Epicteto. Resultaba difícil pensar en una situación donde no fuese más apropiada, o alentadora, la filosofía de un estoico de la línea dura. A la tercera mañana, tal como había dispuesto, el caledonio llegó con la novela Etiópicas, de Heliodoro de Emesa. Ballista se preguntaba si podría aprender algo interesante acerca de la mentalidad de la ciudad en la que estaba preso. No pudo, pero sí leyó una divertida serie de relatos picarescos incluidos dentro de otros relatos. Después de otra jornada, le pidió a Calgaco que le llevase algún tomo de las Vidas Paralelas de Plutarco, lectura mucho más adecuada… Ejemplos de hombres soportando las cargas del destino escritos en historias interesantes; filosofía concreta para quienes, como Ballista, no tenían estómago para la disciplina en su corriente abstracta. Comenzó con las vidas de Demetrio y Antonio.

[Antonio] se volvió a Roma, donde, tomando el traje de un esclavo, se vino de noche a casa, y diciendo que traía una carta de Antonio para Fulvia, entró sin ser visto hasta la habitación de ésta; la cual, sobresaltada, antes de tomar la carta, preguntó si vivía Antonio, y él, alargándosela sin decir palabra, luego que la abrió y la empezó a leer se arrojó en sus brazos, haciéndole las mayores demostraciones de cariño.

Dominus —Jucundo se encontraba junto a la puerta—, se me ha ordenado que lo lleve hasta la sagrada presencia de nuestro emperador. Tu esposa e hijos deben permanecer aquí.

Sólo hubo tiempo para una despedida apresurada. Julia parecía aterrada por completo, y su miedo se transfirió a sus hijos; Isangrim lloró y Dernhelm aulló. Un modo de marchar muy poco prometedor.

Quieto se encontraba en el templo de Heliogábalo. Mientras recorrían las calles, Jucundo, hablando por la comisura de la boca como un legionario en un desfile, le dijo que no tenía idea de qué se pretendía con aquella convocatoria.

Al llegar al recinto sagrado, y después de rodear el altar, Ballista y su escolta tuvieron que detener su progreso, cuando una procesión de miembros de la boulé de Emesa se cruzó en su camino. Los consejeros iban ataviados con la formal toga romana, la mayoría llevaba la estrecha franja de la orden ecuestre, y uno o dos el ancho ribete púrpura que denotaba su clase senatorial. Cada uno de ellos portaba en la cabeza un cuenco dorado lleno de entrañas hediondas. Aunque lo intentaban cuanto podían, los dignatarios de la ciudad no podían evitar que de vez en cuando se derramase sangre sobre el níveo tejido de sus vestiduras.

Ballista se fijó en los alrededores. Había tres fuegos en el altar que silbaban y crepitaban produciendo unos brillantes tonos poco naturales de color azul verdoso, amarillo y rojo. Los esclavos se atareaban esparciendo arena limpia sobre el suelo. Con el olor del incienso se mezclaba la pestilencia de tripas sin lavar y el olor penetrante y poderoso de la orina. El aire estaba atestado por el zumbido de las moscas. Lo de los cuencos en la cabeza debía de ser un rito propio de los homsienses, porque el resto no podía ser más normal: eran las secuelas de los sacrificios, los acostumbrados ritos celebrados a lo largo y ancho del imperium como prosaicas muestras de fervor.

Un silentarius se hizo cargo de ellos al pie de las escaleras. Tras la brillante luz del sol, el interior del templo parecía oscuro, cavernoso. En la penumbra había una línea de agujeros luminosos. Cuando los ojos de Ballista se habituaron, advirtió que se trataba de una fila de palmatorias ornamentadas que dividía la amplia sala, separando la zona sagrada de la profana. En medio de la sala ardía la llama imperial sobre su pequeño altar portátil; y frente a ellos se veía la estatua dorada de un águila que mostraba seguridad posada sobre sus patas separadas; las numerosas luces resbalaban sobre sus poderosas alas extendidas, sobre la serpiente retorciéndose bajo su cruel pico.

Más allá del águila, como si flotase en el aire, se encontraba el trono imperial. Quieto estaba sentado en él, inmóvil como una estatua, vestido por completo de púrpura y oro; una voluminosa túnica y una alta tiara; innumerables joyas. Su rostro pintado permanecía inmóvil.

Y más allá de Quieto, alzándose por encima de todo, estaba el mismísimo dios Heliogábalo, la gran piedra negra que había caído de los cielos elevándose hacia la umbría techumbre. Su infinita densidad absorbía toda la luz que caía sobre ella. Sólo algún aislado destello de luz rebotaba sobre el dios, agitando las misteriosas marcas muy por debajo de su suave y oscura superficie.

Ni el emperador ni el dios parecieron reparar en los recién llegados. Cuando Ballista y su escolta se incorporaron de su proskynesis, el silentarius los condujo a un lado. Allí esperaron.

Hubo un repentino toque de timbales y luego, de alguna parte, llegó la música de flautas y caramillos: aguda, retorcida, intrincada. Sampsigeramos, el rey y sumo sacerdote de Emesa, hizo acto de presencia danzando desnudo, aparte de sus collares y de las muchas pulseras en sus muñecas y tobillos. Su cuerpo era delgado, casi escuálido, sus venas sobresalían de un modo poco natural. Danzó con las palmas hacia arriba ante el emperador y la deidad. Para Ballista no existía un cuadro más vomitivo de servilismo y afeminación oriental.

Después, un chillido agudo y penetrante, y el acto de adoración se dio por concluido. Entonces Sampsigeramos se sentó en una silla baja junto a Quieto. El insignificante primo del emperador, Cornelio Macer, titular de tres altos cargos gubernamentales, estaba al otro lado.

—Traed al ateo —ordenó Quieto.

El prefecto pretoriano en persona, Rutilio, llevó al prisionero. Era Asterio, el senador alto y de aspecto severo. Ejecutaron la proskynesis. Quieto miró al preso. El silencio se alargó.

Asterio vestía túnica e himatión griego, en vez de su toga senatorial, mantenía las manos entrelazadas al frente y humillaba la mirada con modestia. Sólo un pequeño temblor en sus piernas delataban las dudas y temores, terrores incluso, que debía de estar sintiendo.

—Dime —la voz de Quieto sonaba ligera, dialogante—, ¿te has preguntado adónde habrá ido ese bonito esclavo tuyo llamado Epafrodito?

Asterio no contestó.

—¡No! ¿De verdad que no? —Quieto enarcó sus pintadas cejas—. ¿Ninguna preocupación acerca de su bienestar, ni siquiera teniendo en cuenta los secretos que ambos compartís?

Asterio abrió la boca, pero no llegaron a salir de ella palabras.

—Bueno, deja que te lo diga de todos modos —Quieto estaba disfrutando con aquello—. En este momento, cabría decir que probablemente no esté demasiado cómodo. Está en una de las más profundas mazmorras excavadas bajo palacio; aunque no es probable que ésa sea su principal preocupación. Lo digo porque tu joven amigo, o quizá debería decir hermano, está cabalgando el equuleus. ¿Alguna vez has visto cómo funciona ese caballo de madera? Es muy ingenioso. Debe ser toda una agonía para ese bello muchacho que las poleas le separen los miembros.

Asterio emitió un sonido ahogado, pero luego volvió a dominarse.

—Ya no es, ni será, tan hermoso… —Quieto rió—. De hecho, es bastante repulsivo. A duras penas podrías reconocerlo.

El emperador dejó de hablar y observó a Asterio con detenimiento durante un rato.

—No estoy seguro de qué es lo que hay en tu fisonomía, pero el caso es que nunca me ha gustado tu aspecto. Nunca he confiado en ti, así que hice que los frumentarios sacasen de los baños a tu chiquitín Epafrodito. Lo colgamos, de una mano porque es mucho más doloroso, y mientras que lo apaleábamos, ya sabes, con las férulas, trallas y látigos habituales, le preguntamos algunas cosas acerca de ti. ¿Sabes una cosa? No dijo nada. Habrías estado muy orgulloso de él.

Asterio había logrado controlar el temblor de sus piernas.

—Y entonces pasó algo de lo más extraño —continuó Quieto—. Lo trabajamos un poco con las garras de gato. Fue horrible la manera en que le arrancaron la piel de los costados… Pero, como a pesar de todo eso se negaba a incriminarte, propuse a los torturadores que se dedicasen a otras partes de su cuerpo: vientre, muslos, plantas de los pies; incluso a sus bonitas mejillas y a su frente. Y fue entonces cuando gritó: «Ni siquiera los asesinos son tratados así, ¡sólo nosotros los cristianos!».

Quieto sonrió a Asterio.

—Bueno, ya puedes suponer cuánto nos animó todo eso. Continuamos, pues, obrando con empeño. Cuando estuve en Éfeso descubrí los placeres de interrogar a los cristianos. Incluso le ofrecí la libertad a ese esclavito tuyo si admitía que eres cristiano. Ese pequeño e insolente cinaedus contestó: «He sido liberado por Cristo». Así que, una vez más, vosotros los cristianos, no contentos con negar a los dioses, continuáis siendo reos de atentar contra todos los derechos de propiedad terrenos.

—Soy cristiano —dijo Asterio.

—¿Es cierto que has mantenido relaciones sexuales con tus hermanas?

—Adoro a Cristo. Detesto a los espíritus. Haz conmigo lo que te plazca. Soy cristiano.

—Y comes lactantes cebados.

Asterio enderezó los hombros.

—Soy cristiano. Es mejor morir que adorar a las piedras.

—Estás a punto de descubrir que eso es cierto —Quieto le hizo una señal al prefecto pretoriano.

Rutilio puso de rodillas a Asterio dándole un buen empujón. El cristiano no se resistió, pero gritó con voz poderosa:

—Tú me has condenado a mí, pero Dios te condenará a ti. Caerás cuando la cola del dragón barra las estrellas de los cielos y las lance sobre la tierra.

Rutilio desenvainó su espada.

—¡Es por ti, Cristo, por quien sufro esto!

La espada cayó, un corte limpio.

La cabeza de Asterio cayó, pesada y húmeda, sobre el suelo, y rodó desigual dos o tres vueltas hacia la fila de candelas encendidas. El tronco continuó inmóvil durante un rato, con cuatro surtidores bombeando sangre, salpicando el suelo de mármol. El chorreo disminuyó y el cuerpo cayó a un lado.

Quieto rompió el sombrío silencio.

—Rodeado de traición, sólo la desgracia ha permanecido fiel a mí… La desgracia, mi sentenciada familia y mi amigo de Emesa, Sampsigeramos —alborotó el cabello del monarca y sumo sacerdote y cayó en un silencio introspectivo.

¿Dominus? —Al final fue Rutilio quien osó interrumpir las reflexiones del emperador.

Quieto continuó observando el cadáver decapitado.

—Después de todo, uno siempre lamenta haber sido tan benévolo —hablaba más para sí que para cualquier otro.

¿Dominus?

Quieto regresó de su particular mundo de sangrientos pesares. Impartió unas órdenes secas.

—Sacad esa cosa de aquí. Hemos recibido la noticia de que Odenato está marchando sobre nosotros. Poco importa, a largo plazo. Pomponio Basso pronto se presentará en su retaguardia, pero, hasta entonces, debemos pensar en nuestra seguridad. Me han aconsejado poner oficiales expertos en labores de asedio. El bárbaro Ballista es reasignado como prefecto adjunto. Su colega, Rutilio, estará al mando de las murallas norte y oeste. Castricio, el prefecto de caballería, se ocupará de las del sur y el este. A Ballista le corresponde el diseño general de la defensa de Emesa. Al bárbaro le convendrá hacer un trabajo mejor que en Arete. Su esposa e hijos permanecerán en prisión, y en cuanto se vea a un solo palmirense sobre las murallas, morirán.