XXIII
Un imperium de tres hombres, y uno de ellos era el emperador. Hubiese habido diez súbditos, el contubernio completo formado por los hombres destacados en la Torre de la Desolación, pero Ballista había enviado uno a cada una de las seis banderas de la legión, otro a Castricio y otro a Rutilio. Y ninguno había regresado. Se encontraba en la base de la torre, junto a Ahala y Malco, los dos primeros pretorianos en saludarlo como emperador.
Ballista rió pensando en lo poco probable que resultaba el ascenso. Un bárbaro desarmado, incluso había dejado el estilo en alguna parte cerca de las almenas. Un nuevo augusto con diez seguidores. En esos momentos, reducidos a dos. Fue bueno que los soldados de la caballería homsiense echaran a correr cuando Quieto fue asesinado. Pero ese aún podía ser un reinado muy breve.
Oyó el sonido de pies corriendo, botas claveteadas, correajes tintineantes; soldados acercándose deprisa, y no eran pocos. En efecto, podría llegar a ser un reinado muy breve.
Ballista advirtió cómo Ahala y Malco se miraban el uno al otro, pero las dudas resultaban fútiles. El destino de ellos estaba unido al suyo como los bueyes a la yunta.
Los soldados doblaron la esquina; a juzgar por sus escudos, eran hombres de la Legión XVI Flavia Firma, unos cuarenta, y un centurión marchaba a la cabeza. Dadas las reducidas circunstancias del ejército, aquello era lo que se contaba como una centuria. Los legionarios llevaban las espadas desnudas. No cabía duda de adónde se dirigían, y avanzaban a paso ligero y con decisión.
—Tito fue a ellos —dijo Malco—. Los trae a nosotros.
—Pues yo no lo veo —indicó Ahala.
Malco miró suplicante a Ahala. Éste sacudió su angulosa cabeza, no había nada que hacer. Los dos primeros en saludar a un pretendiente fracasado no tenían lugar al que correr.
La luz del sol destellaba sobre las espadas aproximándose a ellos. El centurión alzó su mano derecha. Los legionarios se detuvieron a seis pasos de distancia, resoplando. Estaban cansados, pero preparados para matar… En ellos se advertía a simple vista ese salvajismo.
—Dominus —saludó el centurión. No era un hombre joven. El impresionante despliegue de condecoraciones sobre su coraza tintineó contra su pecho jadeante—. Dominus, Sampsigeramos se ha proclamado emperador y ha ordenado fortificar el palacio. Está dirigiendo tropas a la toma del templo de Heliogábalo.
No había habido aclamaciones ni proskynesis, pero el centurión lo había llamado dominus. ¿Como emperador o como prefecto? La cosa quedaba en el aire, pero resultaba evidente que prefería dirigir a sus hombres bajo las órdenes de Ballista que bajo las del rey y sumo sacerdote de Emesa.
—Centurión, ¿sabes cuántos hombres tiene con él?
—Ni idea, dominus. Allí hubo escaramuzas. Los hombres de Sampsigeramos atacaron a unos cuantos que se negaron a pronunciar el sacramentum en su honor.
—¿Tiene romanos con él, aparte de homsienses?
—Vimos a algunos de la Legión III Gallica, y también unos cuantos auxiliares.
No suponía una enorme sorpresa. La Legión III Gallica llevaba mucho tiempo siendo la legión local, y además había apoyado a otros pretendientes al trono, Heliogábalo, Jotapiano, Uranio Antonino, procedentes de la Casa Real de Emesa.
—¿Algún soldado homsiense ha rechazado reconocerlo?
—No que yo sepa, dominus.
«La estratagema de Accio —pensó Ballista—, tendremos que intentar eso». Octaviano, el primer augusto, no había declarado la guerra a Marco Antonio, sino a Cleopatra. Se trataba de convertir una guerra civil en una contienda internacional. Cualquier romano presente en el otro bando habría sido corrompido por las decadentes costumbres extranjeras, igual que Marco Antonio, y ya había dejado de contar como romano.
—Se acercan más hombres, dominus —señaló Ahala.
Aquellos soldados avanzaban sin la debida urgencia. Pertenecían a una unidad profesional de soldados auxiliares, eran lanceros dacios y sumaban unos ochenta. Se detuvieron como un solo hombre y saludaron con elegancia. Con la esperanza de recibir algún donativo, evolucionaban como si se encontrasen en un desfile.
—Ave, césar emperador Marco Clodio Ballista.
El centurión se presentó y anunció que deberían encontrase las regalia imperiales: la diadema, el capote púrpura, la llama sagrada, las guirnaldas de roble y laurel. Y lictores, debía haber el número adecuado de lictores portando fasces.
Ballista le dio las gracias, pero dijo que era más urgente que le encontrasen armas y una coraza. Eso cayó bien entre los milites presentes. Ballista envió a un par de legionarios en busca de Hipótoo, alojado en la casa alquilada, para que le trajesen sus pertrechos, y a otra pareja a la puerta de Palmira para hablar con Castricio. Iba a enviar otra a la prisión, cuando recordó que Sampsigeramos había fortificado el palacio.
En ese momento, Ballista contaba con unos ciento veinte hombres. Sabía que estaban preparados para combatir a Sampsigeramos, que en realidad ya lo estaban combatiendo. Tenía tiempo para pronunciar un discurso mientras le traían su armadura, antes de partir a probar la suerte de la guerra en el templo de Heliogábalo.
—Conmilitones —la voz de Ballista estaba entrenada para llegar a las últimas filas de una formación—. ¡El tirano ha muerto! Lo maté con mis manos desnudas… Estas manos —hizo una pausa, mientras los soldados lanzaban vítores—. No he pensado en otra cosa sino en librar al ejército y a la res publica de sus horrendos actos, de los infames actos que nos degradan a todos. No pude sentirme más sorprendido cuando los soldados me saludaron como emperador, no deseo tan alto cargo. Me retiraría ahora mismo, pero la situación no lo permite. La res publica vuelve a correr un peligro mortal. Ciertamente, el tirano está muerto, pero su maestro (o deberíamos decir esposo) en la tiranía está vivo. Sí, Sampsigeramos, ese cinaedus, ese orientalucho de risita tonta, no sólo está vivo, ¡sino que tiene la audacia de reclamar el color púrpura! Estos arrogantes orientales nunca aprenden. Todos sabemos lo que le pasó a su pariente Heliogábalo… Fue arrastrado por las calles clavado a un gancho, y después tirado a una alcantarilla.
—El gancho, el gancho… Arrastrarlo, arrastrarlo.
Ballista agitó los brazos pidiendo silencio. El cántico cesó como si lo hubiese entonado un coro bien dirigido.
—¿Y quiénes lo apoyan? ¡Un hatajo de orientales igual que él!
Los soldados lanzaron abucheos; no importaba de dónde procediesen, todos ellos se identificaban en primer lugar como soldados romanos.
—¡Esperad! —gritó Ballista—. No os confiéis demasiado. Nos enfrentamos a un combate peligroso. Esos orientales son duros. Aunque visten las sedas más finas… Y son resistentes… se pasan la noche con el culo en pompa.
A los soldados les gustaba oír esas cosas. Ballista sabía que no eran más que una sarta de memeces, pero no había militar al que no les gustara oír semejantes cosas.
—Si os enfrentáis a alguien de la Legión III Gallica, no os preocupéis. Han pasado tanto tiempo aquí que ya son como los lugareños, o peor que los lugareños… En realidad, les enseñan a los lugareños cómo hacer una felación. Todos ellos comenzaron su vida abandonados sobre un montón de estiércol en algún callejón de Rafanea, o en algún otro estercolero sirio.
—A joderlos, a joderlos…
—Es hora de ir y apartar del trono a ese afeminado. Sampsigeramos está escondido en el templo de Heliogábalo. El dios no lo amparará, lo sacaremos a rastras y lo mataremos.
—Arrastrarlo, arrastrarlo… Con un gancho, con un gancho.
—Recordad que el templo es un lugar sacrosanto. Cualquier soldado sorprendido haciendo actos de pillaje en él sufrirá la condena más dura. Pero el palacio no lo es. En cuanto nos hayamos ocupado de Sampsigeramos, ¿querréis que vayamos a ver qué podemos encontrar allí?
—Dives miles, dives miles.
—Antes pude echarle un vistazo a su tesoro, todo el tesoro del que se apropió el avaro padre de Quieto; se anunciará un donativo para las tropas leales.
—Soldados ricos, soldados ricos.
Hipótoo y algunos otros soldados se presentaron con las armas y la coraza de Ballista, también con su original casco crestado, y le ayudaron a pertrecharse. Aún no se habían recibido noticias de Castricio referentes a Julia y sus hijos, pero entonces tenía que quitárselos de la mente.
Los soldados formaron filas y partieron.
Mientras cruzaban la ciudad, su fuerza se vio aumentada por un ala completa de soldados de la caballería dálmata que habían salido directamente de sus barracones, dejando a los caballos en sus establos porque no son apropiados para el combate urbano. Sólo se equipaban con corazas ligeras y no sumarían más de doscientos cincuenta, pero teniendo en cuenta los magros efectivos de Ballista el complemento fue muy bienvenido.
* * *
El gran templo de Heliogábalo estaba situado dentro de un recinto amurallado, pero no se había hecho nada para defender los muros exteriores. Las puertas principales estaban abiertas y desguarnecidas.
Quizá Sampsigeramos no tuviese consigo a todos sus hombres, podría haber dejado a un número sustancial de éstos para defender el palacio. Era posible que todavía hubiese más guerreros homsienses destacados en sus puestos sobre las murallas de la ciudad. Ballista sólo se preguntaba qué estarían haciendo Rutilio y Castricio. Ése sería el momento oportuno para un ataque de Odenato.
Ballista echó un vistazo por la puerta mientras sus hombres se desplegaban en la calle. El templo se alzaba sobre un alto estrado a unos cien pasos de distancia. El gran altar estaba a medio camino entre la puerta y el templo. Ballista advirtió que aún ardían sus tres llamas. No había más lugares donde protegerse. El bosquecillo sagrado estaba situado fuera, a la izquierda, a la altura del templo; a la derecha no había nada hasta llegar a los edificios adjuntos, dispuestos más allá del santuario. Alrededor de un centenar de arqueros homsienses estaban desplegados a los pies de la escalera frente al templo, y pudo ver otros en el frontón y el tejado. Era posible que hubiese aún más ocultos entre las coníferas del bosquecillo sagrado.
Ballista todavía no había visto a ningún legionario de la III Gallica, ni a ninguna clase de soldado profesional romano, pero aquello no iba a resultar sencillo, ni mucho menos. Se trataba de recorrer un centenar de pasos por campo abierto, en un patio controlado por arqueros. De todos modos, Ballista dio la orden de ataque.
El norteño se preparó para entrar con la vanguardia de la Legión XVI Flavia Firma. Los días en que un emperador podía permanecer arropado en la retaguardia, y conservar el respeto de sus tropas, habían pasado. Su viejo enemigo, Maximino Tracio, había fijado un nuevo precedente al cargar a la cabeza de sus huestes. Por supuesto que, aparte de su fuerza y destreza en el manejo de las armas, Maximino Tracio tenía poco de recomendable para ser emperador. «Como otro bárbaro que yo me sé, al que acaban de nombrar emperador», pensó Ballista, irónico.
Las flechas cayeron silbando sobre ellos en cuanto atravesaron la puerta. Se encogieron como hombres avanzando bajo el pedrisco. El ruido lo abarcaba todo: cabezas de flecha atravesando madera, metal, cuero y carne; hombres murmurando, rezando, gritando y aullando. El avance proseguía.
A Ballista le parecía que alguien pateaba su escudo cada vez que una flecha se clavaba en él. Padre de Todos, y sólo estaban acercándose al altar. Uno se escora de modo extraño contra la arremetida de las flechas. Él se inclinó hacia atrás, ahuyentando las voces, obligando a sus piernas a continuar moviéndose.
Los hombres situados a su alrededor lanzaron una aclamación. Ballista volvió a echar un vistazo. Todavía caía una lluvia de flechas, pero amainada y con un ángulo diferente. Los arqueros desplegados a los pies de la escalera habían dejado de disparar. Luchaban entre sí para retirarse al otro lado de las puertas del templo. Los situados en el frontón y el tejado aún empuñaban sus arcos. No eran muchos. Entonces Ballista pudo advertir que ya no llegaban proyectiles desde el bosquecillo sagrado situado a su izquierda.
Los soldados corrieron levantando aún más sus escudos. La retirada del enemigo hacia el interior del templo parecía haberles animado, y en cuestión de instantes llegarían al pie de la escalera. Se desembarazaron de ellos. Las botas claveteadas rechinaron, rayaron el mármol. Las grandes puertas de madera oscura abiertas en la cima se cerraron con un golpe.
Hubo un sonido silbante que se impuso al ruido de los hombres, inexplicable e inquietante, un tremendo crujido. Los soldados se detuvieron. Un silencio estupefacto y después los agudos chillidos de hombres agonizando.
Algo hizo que Ballista mirase a lo alto. A veces los ojos ven cosas tan sorprendentes que el entendimiento tarda en procesarlas. Las figuras caían cortando el aire, volteándose despacio. Rígidas pero sin ofrecer resistencia. Acelerando.
La siguiente estatua se estrelló sobre los escalones, a pocos pasos de distancia; mármol contra mármol. Salieron volando terribles fragmentos de bordes irregulares. Los blancos escalones estaban entonces veteados de rojo. Otro crujido. Y otro más. Un pandemónium.
Ballista se había encogido, asustado. Su escudo tenía un amplio rasgón. Había sangre en su pierna derecha. Los hombres corrían. Levantó la mirada hacia el frontón. Otra divinidad se tambaleaba en el borde. Ballista también echó a correr.
De nuevo a salvo tras el muro exterior, Ballista llamó a sus oficiales y evaluó la situación. No había muchas bajas, habían dejado a unos veinte hombres en el interior del recinto; los muertos o quienes por alguna razón estuviesen demasiado dañados para arrastrarse. Más o menos la misma cantidad habían conseguido salir, aunque incapacitados por sus heridas. Ballista ordenó que se les dedicasen tantos cuidados médicos como fuese posible allá donde se encontrasen, pero no podía permitirse prescindir de los hombres necesarios para trasladarlos a los hospitales de campaña.
Ballista intentó recabar información de los hombres que lo rodeaban en los aledaños del templo. Fue Ahala, que en ese momento estaba vendando la herida recién abierta en el muslo derecho de Ballista, quien resultó contar con más información. El muro se alzaba a la misma altura alrededor de todo el complejo. Había otras dos puertas, una de ellas en el extremo occidental y cerca de los edificios anexos. Desde allí uno podía entrar en un patio rodeado por un murete que empalmaba con la parte posterior del templo. Casi con toda seguridad estaría defendido y sería difícil forzar el paso por la angosta puerta trasera, pero merecería la pena echar un vistazo. La otra puerta estaba apartada, a la izquierda, en la pared meridional, y daba directamente al bosquecillo sagrado. Justo al lado estaba la cabaña del silvicultor.
—Conoces bien la distribución —señaló Ballista.
Ahala parecía avergonzado.
—Cuando llegué por primera vez aquí… Algunos de los muchachos me dijeron que en el recinto había prostitutas sagradas; debían ocuparse de ti en honor a su dios, sin importar lo bajo que fuese el valor de tu moneda —se encogió de hombros—. Fui lo bastante estúpido para creerlos…
—Yo no me preocuparía —replicó Ballista—, hace unos años le pasó lo mismo a un amigo mío.
La carcajada se cortó en seco. Un soldado llegaba a la carrera bajando por la calle abierta al norte.
—¡Vienen más hombres! ¡Cientos! ¡Profesionales romanos!
Ballista distribuyó lo mejor que pudo la limitada fuerza de que disponía: un puñado de hombres cercaría la puerta del templo abierta a su retaguardia, el resto bloquearía la calle. Allí ya no cabían medias tintas: La cosa saldría muy bien o muy mal.
El estruendo creció, sonaba como si lo causasen muchos hombres. Pronto dejaron de ser necesarias semejantes especulaciones. Los soldados doblaron la esquina, quedando a la vista, formando una sólida falange de infantería pesada que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El ruido de su aproximación rebotaba contra las paredes. Los escudos de la línea de vanguardia pertenecían a soldados de la Legión X Fretensis. Su puesto se encontraba en la muralla septentrional de la ciudad, parte de la dotación de Rutilio. Y allí estaba Rutilio en persona, a caballo y con la cabeza al descubierto. Nadie podía confundir la mata de cabello pelirrojo del prefecto pretoriano nombrado por Quieto. Al enfrentarse a él, Ballista hizo un rápido cálculo: contó los estandartes, multiplicó el número de filas por el de columnas… Debían de ser unos quinientos. Rutilio llevaba consigo a todo su vexillatio. Más allá había otros dos pendones; por lo menos dos unidades auxiliares.
El contingente de Rutilio no rompió el paso a la vista de las fuerzas de Ballista. Los escudos de la Legión X bajaron inexorables. Cien pasos. Tenía de su parte la cantidad y el impulso. Cincuenta pasos. Barrerían a los hombres que se enfrentasen a ellos. Ballista sabía que ser capturado con vida no era una opción, no habría una celda cerca de la superficie en esa segunda ocasión pero sí las mazmorras más profundas y las garras de gato.
Rutilio bramó una orden, los bucinatores hicieron sonar sus instrumentos y la enorme falange se detuvo con un crujido.
En el silencio subsiguiente, Ballista pudo oír a una paloma zurear desde lo alto de las coníferas del bosquecillo sagrado.
Las filas de la Legión X se abrieron. Rutilio cabalgó a través de la formación y salió al espacio abierto entre las dos vanguardias. Solo, y todavía con la cabeza desnuda. Puede que hubiese sido un leal servidor de la Casa de Macrino, pero jamás había carecido de coraje.
Ballista salió de entre sus magras filas.
Los dos hombres se estudiaron mutuamente.
Rutilio bajó de su caballo. Desató algo de la silla, una especie de bolsa, la abrió y extrajo de ella una cabeza humana. La sostuvo en el aire y la dejó caer en el polvo. Su caballo se apartó a un lado, alejándose del objeto maloliente. Rutilio apartó la cabeza con la punta de su bota.
—Muerte a todos los traidores —dijo.
La cabeza resultaba irreconocible. Ballista esperó con el corazón martillando en su pecho.
—Ese era el primo del tirano y camarada en vicios… Cornelio Macer.
Ballista exhaló en silencio.
Rutilio saludó:
—Ave, augusto césar emperador Marco Clodio Ballista.
Tras él, los hombres de Rutilio emprendieron su cántico con algún que otro dives miles para recordar a su nuevo césar sus obligaciones.
En efecto, Rutilio había llevado consigo a la totalidad de sus quinientos hombres de la Legión X Fretensis, así como a otros quinientos arqueros armenios y quinientos soldados de la caballería mora a pie, pertrechados con jabalinas.
Una vez Ballista supo cuánta fuerza tenía a su disposición a partir de ese momento, esbozó de inmediato su plan ante Rutilio y los demás oficiales. Su hueste original vigilaría el muro perimetral al norte y el oeste y, sin arriesgarse a implicarse a fondo, harían una intentona por la puerta trasera abierta junto a los edificios de servicio para comprobar la entrada posterior. Ballista no quería pedirles demasiado, pues siempre resultaba difícil hacer que los supervivientes de una refriega regresasen al combate esa misma jornada. El contingente de moros a pie y un centenar de arqueros armenios tendrían que forzar la puerta meridional, asegurar el bosquecillo sagrado y tomar posiciones para disparar contra los homsienses situados en el tejado del edificio. Los hombres de la Legión X continuarían por la calle hacia la puerta principal abierta al este y emprenderían el asalto contra las puertas del templo con dos unidades en formación de testudo. Los cuatrocientos armenios restantes los seguirían para intentar que los hombres destacados en el tejado no sintieran la tentación de intervenir. Para atravesar las puertas del templo necesitarían enviar a un grupo de trabajo al bosquecillo sagrado con órdenes de talar dos coníferas con el tamaño apropiado para hacer arietes.
—¿Es prudente talar árboles de un bosque sagrado?
Un murmullo bajo procedente de la concurrencia acogió la pregunta de Rutilio. Los soldados siempre eran supersticiosos, sobre todo cuando estaban a punto de entrar en combate. Era una situación delicada.
—El dios no lo tendrá en cuenta contra nosotros. Son nuestros enemigos, Sampsigeramos y sus cómplices, quienes han profanado el templo de Heliogábalo. Han convertido la casa del dios en una fortaleza, han tirado las estatuas sagradas desde el tejado. —Ballista alzó la voz, haciéndola resonar—. El gran dios Heliogábalo nos ofrece sus coníferas sagradas; Heliogábalo, sol invictus, nos llama a limpiar su casa; Heliogábalo, el sol invicto, nos llama a expulsar y castigar a los impíos.
La espera en semejantes situaciones destroza los nervios de cualquiera. Parecía que los diferentes destacamentos militares tardaban una eternidad en colocarse en sus puestos, sacar los grandes troncos a pura fuerza, limpiarlos de ramas y afilar sus extremos. La pierna de Ballista latía y se paralizaba. El hambre hacía que se sintiese un poco mareado. Se le estaba agotando la paciencia.
De pronto apareció un mensajero jadeando, que tardó un poco en identificar al nuevo emperador apoyado contra el muro.
—Dominus, me envía el prefecto Castricio. Hace ya tiempo que tu esposa e hijos cruzaron las líneas de Odenato, antes…, antes de que supiese que te habían proclamado emperador.
Ballista se incorporó de un brinco. Su pierna casi cedió al dar una zancada. Envolvió al mensajero con un abrazo de oso, dándole fuertes palmadas en la espalda, besándole las mejillas. Una vez libre, el hombre retrocedió tambaleándose, algo descompuesto ante todo aquel abrumador afecto imperial.
Estaban a salvo, Haddudad se haría cargo del asunto. Por supuesto que entonces estaban en manos de Odenato, pero habían sobrevivido; eso era todo lo que importaba.
—Todo dispuesto, dominus.
De nuevo bajo una tormenta de flechas, pero en esa ocasión fue diferente. Los únicos homsienses a la vista eran los destacados en el tejado del templo, que, al recibir disparos de quinientos arqueros apostados en ambos flancos del edificio, se dedicaban sobre todo a mantener la cabeza baja.
Las dos formaciones de legionarios avanzaban con paso decidido hacia el templo, encajonados en sus escudos superpuestos como tejas. Dentro de cada testudo, los soldados gruñían y se quejaban a causa del incómodo manejo de los improvisados arietes.
Rebasaron el gran altar, en el que una de las llamas se había extinguido, y continuaron su avance. Los disparos de cientos de flechas vibraban en el aire por encima de sus cabezas, y de vez en cuando se oía un golpe sordo cuando alguna flecha homsiense acertaba en un escudo.
Llegaron al pie de la escalera y se mantuvieron juntos, alzaron los troncos para subir los escalones arrastrando los pies. Ballista dominó el impulso de mirar hacia lo alto, de agacharse, de intentar salir de allí y correr a lugar seguro.
Un golpe terrible; gracias a los dioses, sucedió lejos, a la derecha. Una estatua había golpeado al otro testudo. Pobres cabrones, sí, pero loados sean los dioses porque les tocase a ellos.
Los legionarios deshicieron el testudo en cuanto se vieron bajo el saliente del frontón, pues allí no los alcanzarían flechas ni estatuas. Se prepararon. Los que sujetaban el ariete golpearon las puertas, sonó un estruendo hueco y cayó yeso del quicio de la puerta. Las puertas se estremecieron, pero aún resistían.
La otra formación en testudo llegó al refugio y sus legionarios se reagruparon en orden. Cinco de sus contubernales yacían rotos y retorcidos sobre los escalones.
Los dos arietes golpearon a la vez. Las puertas eran enormes, pero su grosor era puramente ornamental. Quizás el dios hubiese previsto la contingencia, pero desde luego que el ingeniero no. Sonó como si algo cediese, se quebrase, barras y bisagras cedieron. Las puertas se batieron hacia el interior: el templo estaba abierto.
Brotaron flechas como avispas rabiosas lanzadas contra los rostros de los legionarios. Un hombre situado cerca de Ballista se tambaleó como borracho, agarrando el astil que sobresalía en su cuello.
Los legionarios cargaron en la cavernosa penumbra antes de que se descargase la segunda oleada y emprendieron su espeluznante labor. Las espadas propinaron tajos y cortes en un ambiente cargado, espeso con el olor del incienso y el hedor de la sangre.
Una línea de titilantes candelas en el suelo, y más allá la dorada estatua del águila, y aún más allá, dominándolo todo, se alzaba el gran bulto de la piedra negra. Grande, densa, despiadada, su cima se perdía entre las vigas del techo. Enfrente, vestido con brillantes sedas que destacaban sobre la brillante negrura de la roca, estaba Sampsigeramos.
Cuando Ballista apartó de una patada una candela, su pierna derecha cedió y se estrelló contra el suelo. Advirtió un movimiento en el aire cargado, Ballista retrocedió arrastrándose como un cangrejo, incómodo, y el arma de un guardia homsiense soltó chispas sobre el mármol.
El oriental recuperó su espada, la alzó y se acercó de nuevo. Ballista se escabulló hacia atrás, gateando de espaldas, con el cuero de sus botas resbalando. Levantó su espada. Su mano izquierda estaba vacía, no sabía como había perdido el escudo. El homsiense golpeó, Ballista bloqueó; pero entonces el homsiense hizo que las espadas trazasen un amplio círculo y, aprovechando la ventaja de su peso y altura, el oriental consiguió que Ballista soltara el arma. La fuerte spatha se alejó resbalando por el suelo.
Ballista agarró un ánfora de metal y la hizo girar para protegerse. La vasija era más pesada de lo esperado, pues estaba llena; se derramó líquido. El oriental descargó un golpe. Chasquido de metal roto, la hoja cortó el ánfora, atascándose en ella. Se derramó más líquido… Era sangre, los despojos de algún sacrificio. Ballista, sujetando las asas con fuerza, hizo girar la vasija, y con ella su cuerpo, poniendo toda su fuerza en este movimiento. Todos cayeron a un lado; Ballista, el ánfora, la espada y el homsiense. Cayeron con fuerza, enredados. Ballista, con manos y pies patinando entre las entrañas, logró encaramarse sobre su enemigo, lo agarró por el pelo y le aplastó el rostro contra el mármol una y otra vez, frenético. Al principio el homsiense se resistió; después ya no.
Ballista cogió la espada del oriental, se arrastró hasta un pilar y lo empleó para levantarse. La sangre lisa y brillante sobre el mármol, el homsiense muerto y, colgando de la boca del ánfora, el brazo de un niño.
El norteño cojeó hasta ella y recuperó su espada. Se sentía mareado. Resultaba evidente que Sampsigeramos no se había detenido ante nada para asegurarse el apoyo del dios de sus ancestros. Probablemente, el sacrificio de un niño le había parecido un precio razonable a cambio de su propia seguridad.
El combate tronaba y giraba a lo largo de la monumental oscuridad del templo. Las pisadas de los luchadores se percibían como un eco procedente de las paredes, como si hubiesen sucedido en otra época.
Sampsigeramos permanecía inmóvil frente a su dios, pero había pocos guardias con él. Uno entró a fondo contra Ballista. El norteño detuvo el golpe con la espada que blandía con la mano izquierda y cercenó el brazo de su rival con la que empuñaba en la diestra. El guardia retrocedió tambaleándose, Ballista avanzó cojeando.
El rey de Emesa lo vio llegar. Retrocedió. No había lugar al que huir, a su espalda sólo tenía piedra. Empezó a gritar fuera de control.
El rey y sumo sacerdote alzó su espada frente a él. Ballista se la arrancó de la mano con un golpe salvaje y el arma se perdió girando hacia la oscuridad.
Sampsigeramos se volvió. Empleando los dedos como garfios y patinando con los pies, intentó escalar el lateral de la gran piedra negra. No hubo ningún milagro, la roca se resistió a sus esfuerzos.
Ballista dejó caer la espada extranjera que blandía con su mano izquierda, sujetó la empuñadura de su propia arma con un agarre doble, se asentó firmemente en el suelo y volteó el filo. La hoja mordió carne, tendón y hueso. La cabeza de Sampsigeramos se inclinó a un lado, casi cercenada, y el asesino de niños, el aspirante a emperador, se deslizó resbalando despacio por la cara de la roca oscura. Los enigmáticos signos grabados en la profunda negrura del dios se estremecieron.