II
Demetrio, como era habitual, se encontraba en la retaguardia sujetando los caballos. Además de su montura y la de Calgaco, sostenía las riendas del capón gris que Ballista insistió en que montase Máximo. Cada vez que Pálido se estremecía, piafaba o, simplemente, respiraba con fuerza en la casi absoluta oscuridad, se agolpaban en la mente de Demetrio unos insistentes e inoportunos pensamientos acerca del dueño del animal. Sentía pena, una pena terrible y dolorosa, por el corpulento bárbaro rubio que en otro tiempo había sido amo del joven griego, igual que lo fuera del caballo. Y sentía también gratitud. La esclavización y sus primeros tres años de servidumbre eran cosas sobre las que Demetrio prefería no recordar. Había sido una época tan mala que solía resultarle más sencillo declarar, en ocasiones incluso simular ante sí mismo, que había nacido en la esclavitud… Si uno no conoce otra cosa, ¿cómo saber cuán mala es? Después de tres años como esclavo fue comprado como secretario de Ballista. El corpulento bárbaro lo trató bien durante nueve años. Nunca le había dado motivos a Demetrio para que recordase el viejo dicho «un esclavo no ha de esperar por la mano del amo». Al final, hacía apenas cuatro días, sobre una ladera requemada y rodeados por los restos de un ejército derrotado, Ballista le había concedido aquello que tanto había anhelado: la libertad.
Un ruido procedente de la parte alta del camino devolvió a Demetrio al aterrador presente. No podía ver nada.
El estrecho camino en pendiente estaba bloqueado por cuatro soldados de la caballería dálmata y sus monturas. Las estrellas y el creciente de luna proporcionaban escasa luz. De pronto, se oyó el ruido de piedras desplazadas. El miedo creció en su interior, atenazándole la garganta mientras observaba a los soldados preparar sus armas.
—Tranquilos, muchachos —las palabras de Máximo sonaron suaves.
Los soldados se relajaron. Demetrio suspiró aliviado.
Montaron y se pusieron en marcha. Cabalgaron a través de una pequeña pradera donde confluían tres caminos. Demetrio formó una bola con el puño, situando el dedo pulgar entre el índice y el corazón como gesto simbólico para conjurar al mal. Las encrucijadas siempre eran lugares aciagos; uno sólo tenía que pensar en Edipo al encontrar a su padre. Una encrucijada donde convergían tres caminos, y en la oscuridad; resultaba difícil imaginar una situación más propicia para atraer del inframundo a la terrible diosa de tres cabezas, Hécate, o a sus terribles adláteres.
Más allá del prado, la colina volvía a ascender. Bajo aquella luz sobrenatural, las rocas blancas y las sombras negras enlucían las laderas como si fuese un mosaico roto, o creado por un demente. Demetrio cabalgaba justo detrás de Calgaco y Máximo, se sentía más seguro tras ellos. El suave resplandor de Pálido hizo que volviera a pensar en Ballista. ¿Cómo le irían las cosas estando en manos de los persas? El norteño había desafiado a Sapor, el rey de reyes, durante meses, durante la campaña de Arete, y había aniquilado a miles de sus guerreros ante las murallas de la ciudad. Le infligió una aplastante derrota en Circesium… Las aguas del Caboras corrieron rojas de sangre oriental. Y peor, mucho peor: tras la batalla, había profanado el carácter sagrado del fuego, que adoraban los zoroastrianos sasánidas, al incinerar los cadáveres del bando rival. Era altamente improbable que las cosas le fuesen bien.
Máximo y Calgaco mantenían las cabezas juntas y murmuraban muy bajo. El hibérnico apartó a Pálido de la línea. Demetrio le sonrió al rebasarlo. Máximo no dio respuesta; tenía la mirada perdida en la lejanía, tan distante como la de un niño distraído. El caballo gris allí destacado hizo que de nuevo las reflexiones de Demetrio se centraran en Ballista. En aquella agostada ladera, poco antes de que se marchara, Ballista había abrazado a Máximo y le había susurrado algo al oído. El hibérnico prometió morir antes de permitir que alguien dañase a los dos hijos de Ballista. Demetrio sintió una punzada de celos al recordarlo. La apartó de sí por indigna. Él no era un luchador. No tenía manos asesinas. Por supuesto que Ballista le pediría a su antiguo hermano de armas que pusiese su sangre entre los filos hostiles y los cuerpos de sus hijos. Isangrim acababa de cumplir ocho años y Dernhelm aún no tenía dos; ambos eran hermosos, y en ese momento ambos carecían de padre.
El destello de un movimiento a la derecha llamó la atención de Demetrio. Observó con atención. Nada; sólo rocas y sombras. Estaba apartando la mirada cuando volvió a advertirlo. Sí, allí estaba. Más arriba, en la falda. Más o menos a tiro de disco. Un movimiento. Después lo vio con claridad: una figura oscura, un hombre a pie avanzando en paralelo a ellos.
Demetrio miró a su alrededor hacia sus compañeros. Nadie más parecía haberse percatado de que alguien los seguía por la colina. Máximo no se encontraba a la vista. A Demetrio le costó unos segundos encontrar la sombra cuando volvió a mirar. Allí estaba. Ropas grises y raídas, quizá con algo rojo. Saltaba de roca en roca. No hacía ningún ruido. Con un estremecimiento en el corazón, Demetrio vio que el rostro de quien les seguía era oscuro, muy oscuro. Un negro. «Atenea de ojos grises, cuida de nosotros», articuló sin hablar. No era un mortal quien los acechaba, sino un demonio o un fantasma.
Algunos fantasmas eran espectros delicados e insustanciales. Si uno intentaba sujetarlos, se desvanecían entre los brazos como el humo. Tales fantasmas eran un incordio, pero no hacían ningún daño. El demonio de la colina no era uno de ésos. Aquel espíritu era uno de los pavorosos. Era un diablo encarnado, algo espeluznante y peligroso, algo parecido a Lykas, que en Temesa había asesinado a ancianos y jóvenes por igual; como Polícrito el Etolio, quien se había levantado de su tumba nueve meses después con el fin de atrapar a su hijo hermafrodita y descuartizarlo miembro a miembro para después devorar su cuerpo.
Demetrio intentó sofocar la oleada de horribles historias de fantasmas que crecía en su memoria. En ocasiones, la lectura abundante y una retentiva tan buena resultaba una maldición. Miró inquieto a su alrededor. Los rostros de los demás no delataban nada. ¿Dónde estaba Máximo?
El joven griego apremió a su montura para situarla junto a Calgaco y volvió a mirar hacia lo alto de la colina. Al hacerlo, la figura cambió de forma al caer a cuatro patas. De inmediato, aquello corrió como un lobo o un perro hasta el siguiente escondite. De la oscuridad, y con nitidez a pesar del ruido de los jinetes, les llegó el rebuzno de un burro. La bestia se empinó, sosteniéndose brevemente sobre dos patas (mirando a su alrededor, olfateando el aire) antes de caer al suelo y escurrirse tras una roca como una serpiente.
«Palas Atenea y todos los dioses del Olimpo, extended vuestras manos sobre nosotros». Demetrio estaba demasiado asustado para rezar en voz alta. Aquello era algo peor que un demonio. Mucho, mucho peor. Los acechaba una empusa polimorfa, una de las espantosas siervas de Hécate procedente del inframundo; Hécate, la diosa oscura, a quien Zeus jamás negaba ninguno de sus deseos.
Demetrio había leído a Filóstrato, quien en una de sus obras contaba que en cierta ocasión el místico Apolonio de Tiana había derrotado a una empusa con sólo un grito. No obstante, un grito quizá pondría a los sasánidas sobre su pista…
El joven griego se inclinó, presa de la ansiedad, hasta casi desequilibrarse sobre la silla. Agarró el brazo de Calgaco.
—¡Estate quieto, joven estúpido! —siseó el caledonio.
Demetrio, con los ojos abiertos como platos, observó en silencio, pero sin comprender. ¿Por qué Calgaco no hacía nada? ¿Dónde estaba Máximo? ¿Por qué esos bárbaros no hacían algo? ¿No tenían idea de lo que una empusa era capaz de hacer?
Mientras continuaban cabalgando despacio, Demetrio vio que Calgaco observaba de soslayo a la cosa de la colina. El caledonio estaba tenso por la expectación. Su montura agitó la cabeza al detectar la tensión.
Hubo otro movimiento en plena colina, en una zona más elevada de la falda. Otra forma oscura se deslizaba por el horizonte. Se acercaba sigilosa al lugar donde permanecía oculta la primera.
¿Podría haber dos criaturas? La oscuridad, la fatiga y el miedo estaban pasando factura a Demetrio. Por todos los dioses, ¿qué pasaría si esas cosas cazaban en manada?
La primera forma oscura debió de oír o sentir algo. De pronto se irguió y escudriñó la falda de la colina. Después, rápida como un rayo, saltó y echó a correr hacia el oeste. La otra figura se lanzó de un brinco en su persecución. Las piedras salían despedidas bajo sus pies. Al desprender otras, éstas cayeron en cascada hacia el camino.
Calgaco hundió los talones en su montura. El animal salió chacoloteando camino abajo. Unos cincuenta pasos más adelante, el caledonio lo detuvo y la montura patinó. Desmontó de un salto con una agilidad sorprendente para su edad, cogió un par de dardos de la funda de la silla y emprendió el ascenso para cortar la huida del fugitivo.
Al ver la nueva amenaza, el fugitivo intentó retroceder subiendo por la colina. No tuvo suerte: la segunda figura ya estaba en posición, a punto para bloquear cualquier intento de huida en esa dirección.
Los dos perseguidores acosaron a su presa por la pedregosa ladera como si de lebreles celtas se tratara.
—¡Alto o te atravieso! —le advirtió Calgaco en griego. Su presa continuó corriendo. El viejo caledonio llevó su brazo atrás e hizo un poderoso lanzamiento. El dardo voló sobre el hombro del fugitivo. Una chispa destelló al chocar contra una roca.
El fugitivo se detuvo de repente. Calgaco lo sujetó por los brazos, retorciéndoselos tras la espalda y lo empujó bajándolo hasta donde aguardaban los jinetes.
Máximo se reunió con los hombres unos instantes después.
—Joder, eso casi me mata —jadeó.
Demetrio, aliviado de modo indescriptible, escudriñó al prisionero. No hubo regocijo para sus ojos, pues no era un demonio ni una empusa: se trataba de un hombre bajito, de rostro ennegrecido, ataviado con el pellejo de un lobo gris y una capa de piel de comadreja. También él respiraba con dificultad.
De modo rápido y eficiente, Máximo registró al prisionero en busca de armas. Al no encontrar ninguna, retrocedió y derribó al hombre barriéndole las piernas de una patada.
—¡No me matéis! Dioses misericordiosos, por favor, ¡no me matéis! —El hombre hablaba en latín con un acento raro, como si le faltase práctica. Estaba aterrado. Se encogía de miedo en el suelo, castañeando los dientes.
—Valor —dijo Máximo—. La muerte es tu última preocupación.
—Sólo soy un soldado, un romano igual que tú. ¡Por favor, no me mates!
—¿Nombre? ¿Graduación? ¿Unidad? —Máximo escupía las preguntas.
—Tito Esuvio, miles, Legión IIII Scythica. No me hagas daño —las palabras salían a trompicones.
—Eres un desertor.
—No, no, dominus, un explorador. Soy un explorador.
—¿Qué estás haciendo por aquí?
El prisionero tragó saliva antes de responder.
—Sólo intentaba regresar a Zeugma. Por favor, llevadme con vosotros.
—¿De dónde has salido? —Las preguntas de Máximo resultaban implacables.
Un nuevo trago de saliva, un ligero titubeo.
—Del ejército en campaña. Por favor, llevadme con vosotros.
Máximo observó a Calgaco, y éste meneó la cabeza. El caledonio levantó al hombre sin miramientos, sujetándole los brazos a la espalda. Máximo desenvainó su espada. La hoja de la corta gladius brilló a la pálida luz de la luna.
—Es hora de decir la verdad.
El hombre gimió.
—La estoy diciendo. Por favor, creedme. Tengo familia, no me hagáis daño.
—Dime —dijo Máximo—, ¿te ha atraído alguna vez la religión de los orientales? —Mientras hablaba avanzó y, con habilidad, con una sola mano, desabrochó el cinturón del hombre.
El miedo y la falta de comprensión eran evidentes en el rostro del prisionero. Negó con la cabeza.
—No, nunca. No comprendo…
Dos tirones y el pantalón y la ropa interior del prisionero quedaron a la altura de sus rodillas.
—¿No tienes ningún interés por, digamos, la diosa Atargatis? ¿No anhelas viajar hasta su templo en Hierápolis?
La sospecha ensombreció el rostro del hombre.
—No, yo… No, nunca.
—Es una pena, teniendo en cuenta lo que te va a pasar —Máximo se estiró y agarró los testículos del hombre. Con la otra mano le mostró la espada. Entonces el preso gimoteó—. Sus devotos, los galli, viven bien. Por supuesto, ellos se castran a sí mismos. Y creo que utilizan un cuchillo de piedra, lo más probable es que de sílex. Pero mutatis mutandis… Si sobrevives, estoy seguro de que te admitirían.
El hombre emitía incoherentes sonidos quejumbrosos.
—¿Qué? ¿Vas a decirme la verdad, o tendremos que ir a buscarla a Hierápolis?
Las palabras salieron a borbotones, como si se hubiese roto un maleficio.
—Es verdad que me llamo Tito Esuvio. Nací en Lutecia, en la Galia. Serví en un ala de caballería. Marchamos sobre Oriente en la campaña de Gordiano III. Yo… Cometí un error y tuve que desertar. Estuve con los sasánidas durante algunos años, me casé, tengo familia persa. El señor de Suren en persona me ordenó ir a Zeugma para espiar sus defensas. ¿Qué otra cosa podía hacer? No tenía opción. Por favor, dejadme vivir. Quiero volver a ver a mis hijos.
El chorro de palabras fue interrumpido cuando desde la retaguardia uno de los soldados de la caballería dálmata acercó su caballo.
—Vienen las culebras.
El prisionero se las arregló para zafarse de Calgaco. Se arrodilló.
—Por favor, dejadme aquí, atado y amordazado, no les diré nada.
—Se acabaron las palabras —el rostro de Máximo se endureció.
Justo en el momento en que el hombre alzaba una mano para sujetar la barbilla de Máximo a modo de súplica, la espada del hibérnico osciló. Se abrió un tajo brillante en medio del cuello del prisionero. La sangre, cálida, salió a borbotones.
—Montad —dijo Calgaco.
Demetrio se quedó cerca del cadáver. Máximo limpió su espada en el pellejo de lobo del muerto.
—Le prometiste la vida —dijo el griego.
—No. Le dije que la muerte era la última de sus preocupaciones —Máximo montó en Pálido de un salto—. ¿No es la de todos?
* * *
Cabalgaban a galope tendido con los sasánidas pisándoles los talones. Las laderas pedregosas a ambos lados devolvían el retumbo de su paso en forma de eco. «Al menos ha sido sencillo —pensó Máximo—. Sólo dos opciones: correr o luchar. Sin necesidad de pensar en trucos ingeniosos con señuelos, candelas o cosas así. No hay lugar donde esconderse ni sitio al que ir sino siguiendo el único camino: así que sólo se trata de correr o luchar».
El camino giraba y torcía, subía y bajaba a medida que avanzaba por las colinas. Era estrecho y su piso suelto y desigual. Los cascos de los caballos patinaban al deslizarse por curvas cerradas. Más de una vez los jinetes tuvieron que sujetarse a los dos cuernos frontales de las sillas para evitar salir despedidos. Demetrio a punto estuvo de catar el suelo en un par de ocasiones. El joven griego no era precisamente un centauro. «Esto no puede continuar», pensó Máximo.
—Aminora, Calgaco —dijo—. El cuerpo del espía los habrá retrasado. Aminora o habrá una caída, quizás incluso un choque en cadena.
El caledonio consideró el asunto y después refrenó su montura hasta un trote rápido.
Máximo levantó la vista hacia el cielo. La noche estaba extinguiéndose, no le quedaba ya mucho. Pero debían de estar llegando ya a las estribaciones de la sierra. Después de eso, sólo una pequeña llanura de siete u ocho kilómetros y estarían a salvo tras las murallas de Zeugma.
La pequeña figura estaba en pie en medio del sendero cuando doblaron el recodo. Máximo y Calgaco tiraron con fuerza de las riendas de sus monturas, al tiempo que apretaban los muslos contra el cuero y la madera de las sillas. Trazaron un brusco giro alrededor del obstáculo al detenerse. Tras ellos hubo confusión. La montura de Demetrio colisionó contra la grupa de Pálido. Los caballos no pisotearon al niño por puro milagro.
Máximo escrutó todas las montañas circundantes. Ningún movimiento. Nada. No podía ser una trampa. Pasó una pierna sobre el cuello de Pálido y saltó al suelo.
El pequeño era un niño guapo, de unos ocho años de edad. En el cuello lucía un pesado ornamento de buena calidad. Estaba llorando.
—Mi madre se ha marchado. Estaba muy asustada. Dijo que yo era demasiado lento. Se ha marchado.
Máximo extendió los brazos. El pequeño dudó un segundo. El hibérnico era consciente de que su rostro curtido y la falta de la punta de la nariz no resultaban muy tranquilizadores. Alzó al niño en brazos. El pequeño hundió su rostro en el hombro del hibérnico.
—Mi padre está en la boulé de Zeugma. Es un hombre rico. Os recompensará —el niño chapurreaba griego.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —propuso Calgaco.
Máximo colocó al pequeño sobre Pálido y después saltó tras él. Se largaron.
No habían llegado muy lejos cuando oyeron el ruido de la persecución: gritos agudos, entusiasmados, y el sordo tronar de muchos caballos. Calgaco apretó el paso. Las monturas tardaron en responder. Los animales estaban tan cansados como los hombres. Aquellos cuatro días los habían agotado.
Desde lo alto de una loma, Máximo divisó la llanura plana y gris extendida allá abajo; se hallaba al frente, y no muy lejos. La montura de un soldado de caballería trastabilló cuando el camino empezó abruptamente a descender. Agotada, estuvo a punto de caerse. De haberlo hecho habría arrastrado consigo a otras.
«Esto no va bien —pensó Máximo—. Si salimos a campo abierto con los caballos exhaustos, los persas nos atraparán con facilidad».
Los caballos subieron luego con esfuerzo una pendiente recta. Se extendía al menos cincuenta pasos. La colina a la izquierda se elevaba formando un pequeño precipicio cortado a cuchillo. Por el sendero había diseminadas algunas piedras que habían caído de allí. Cerca de la cima, una pila considerable de ellas estrechaba el sendero hasta reducir el paso a fila de a uno.
«Es un lugar tan bueno como cualquier otro», pensó Máximo. Llevó su montura a un lado, indicándole a Calgaco que lo siguiera y haciendo señas con la mano a los demás para que pasasen.
—Creo que me quedaré un rato por aquí. —Máximo desmontó de un salto. Después descolgó su escudo de la silla—. Cambia los caballos y llévate al niño.
—¿Estás seguro? —preguntó Calgaco.
—Estoy seguro —Máximo levantó la mirada hacia el caledonio—. Hace días, antes de dejar el ejército, prometí a Ballista cuidar de sus hijos. Ahora eso recae sobre ti.
—Sí señor, así es —Calgaco no miró a los ojos de Máximo. Su mirada vagó por la cara del precipicio.
El ruido de la persecución era nítido.
—Despídete de Demetrio de mi parte.
—Lo haré. —Calgaco desató la aljaba y el arco de la silla de Pálido y se los arrojó a Máximo—. Quédate también con los míos.
El ruido de la persecución aumentó.
Calgaco recogió las riendas de Pálido, volvió la cabeza y se puso en marcha. Sus ojos no se encontraron con los de Máximo, sino que continuaron observando el barranco por aquí y por allá.
Máximo se puso enseguida manos a la obra en cuanto lo dejaron solo. Condujo al caballo un poco más allá de la gran pila de piedras desprendidas y le sujetó las patas delanteras con una maniota de cuero. Juntó el arco y las flechas de Calgaco con las suyas. Regresó a la carrera y estableció su posición en medio del camino, bajo el montículo. Desenvainó la espada y la colocó junto con el escudo frente a sí, al alcance de la mano, en el suelo. Colocó las aljabas en alto de modo que pudiese alcanzar las flechas con facilidad y situó el arco de repuesto al lado. Seleccionó una flecha, examinó la rectitud de su astil, y probó su punta. Satisfecho, flechó el arco tensándolo a medias y se quedó escrutando el sendero.
Mientras esperaba, el tiempo ejercía extraños efectos en Máximo. Se ralentizaba; llegaba incluso a detenerse. Cada respiración parecía durar un siglo. El ruido de los sasánidas se hacía más fuerte, pero no aparecían. Los sonidos parecieron desvanecerse lentamente. Máximo relajó la tensión del arco. Contó las flechas: veinte. Miró a las estrellas, tan herméticas como el corazón de los hombres. Palidecían. No tardaría en amanecer.
Los primeros dos sasánidas lo cogieron por sorpresa. Doblaron el recodo hombro con hombro, a buen trote. Máximo tensó el arco. Apuntó al de la derecha, abajo, a propósito, con intención de alcanzar al caballo. Disparó. Al coger otra flecha vio que la montura caía y su jinete rodaba por el polvo. Disparó al otro y falló. Volvió a disparar. La tercera flecha se hundió en el pecho del caballo. El animal dio una voltereta hacia delante y el jinete salió catapultado por encima de su cabeza. Se estrelló con fuerza sobre el pedregoso sendero.
Otro sasánida ya había sorteado el bulto del primer caballo caído. Espoleaba su montura pendiente arriba, espada en mano. Máximo le disparó manteniendo la calma. La flecha lo arrancó del lomo del animal. El olor de la sangre golpeó fuerte en sus fosas nasales, equinos chillidos de dolor golpeaban sus oídos, el caballo rebasó a Máximo a toda velocidad y se alejó.
El resto de sasánidas, al pie de la pendiente, se quedaron muy quietos; no sabían a cuántos hombres se enfrentaban, dudaban entre avanzar o retirarse. Máximo flechó y disparó de nuevo. Los mortíferos astiles silbaban a través de la pálida luz precedente al alba.
Un oriental a pie se abalanzaba contra él desde la izquierda. Máximo tiró su arco. Se acuclilló para levantar su espada y el enemigo se alzó sobre él. El sasánida blandía con ambas manos la espada por encima de su cabeza. La hoja larga comenzó a bajar trazando un arco amplio, como un hacha. Máximo, irguiéndose con la espada montada al frente, entró a fondo colándose por debajo de la trayectoria del golpe. El afilado gladius del hibérnico entró en el vientre del sasánida. Los dos hombres quedaron enlazados. Olía a matadero. Máximo se zafó del oriental que aún lo sujetaba con un empujón.
Los sasánidas retrocedieron hasta ocultarse de su vista. Bajo su escudo, escrutando las rocas de alrededor, Máximo pudo ver dos caballos muertos y dos cadáveres humanos. Nada más. Contó las flechas que le quedaban: ocho. Se preguntó si echar a correr. ¿Habría ganado tiempo suficiente para los demás?
Ya no quedaba tiempo. Un grito de guerra cada vez más fuerte: los sasánidas regresaban. Máximo soltó el escudo, se agachó con un brinco y recogió su arco. Los persas aparecieron a la vista produciendo un gran estruendo. Máximo disparó. Cogió otra flecha. Trabajaba tan rápido como podía, disparando proyectiles hacia abajo, en dirección al enemigo.
Una flecha pasó a una mano de su cabeza, perdiéndose. En esta ocasión, los orientales situados en retaguardia disparaban por encima de las cabezas de la vanguardia.
Máximo volvió a disparar. Un caballo persa cayó. Disparó una vez más. Falló. Se estiró en busca de otra flecha. No quedaban más. Levantó la espada y su escudo. Esta vez nada iba a detenerlos.
Los sasánidas casi habían llegado a su posición. Podía ver los ensanchados ollares de sus monturas, oír el gualdrapear de las grandes banderas que portaban al viento. Una piedrecita cayó sobre su casco. Levantó la vista. Estaba cayendo una lluvia de piedras. Por encima de ésta, el cielo parecía lleno de rocas.
Máximo dio media vuelta y corrió. Piedras y rocas destrozaban el suelo a su alrededor. Una cayó sobre su hombro con un golpe doloroso. A su espalda hubo un estruendo horrible, un chirrido.
Había logrado desplazarse más allá del torrente de escombros. Máximo se detuvo y volvió la vista atrás. El sendero resultaba invisible bajo la espesa nube de polvo. Se quedó mirándola con expresión estúpida. Su caballo relinchaba tras él, luchando con su maniota. Máximo se acercó. Se sorprendió al descubrir que aún empuñaba su espada. La envainó. Debía de haber tirado su escudo. Tranquilizó al caballo, desató la maniota y se encaramó a su lomo.
El polvo empezó a desvanecerse: el sendero casi había desaparecido bajo el corrimiento de tierra. Los sasánidas también habían desaparecido, bien por quedar aplastados o por haber huido.
Un ruido hizo que Máximo levantase la mirada hacia el borde del precipicio. Un rostro horrendo atisbaba con cautela por encima del borde. Al ver al hibérnico se abrió una amplia sonrisa en ese rostro.
—Intenta no parecer sorprendido. ¿Quién esperabas que salvase a alguien como tú? Seguro que no creerías que los dioses te aman lo suficiente para provocar un corrimiento de tierra, ¿verdad? Tampoco estoy seguro de que yo sí —dijo Calgaco—. Y, ahora, tengo que encontrar el modo de bajar.