I

Máximo yacía inmóvil, observando a los persas. Los tenía enfrente, pero más abajo, hacia el centro de una pequeña elevación herbosa donde confluían tres senderos. Se encontraba a no más de cuarenta pasos de distancia. Podía verlos con claridad: bajo la pálida luz de la luna, hombres y caballos conformaban sólidas siluetas de un gris oscuro. Eran veintiún soldados de la caballería sasánida. Máximo los había contado varias veces.

Los sasánidas estaban confiados. Habían descabalgado y hablaban con tranquilidad. Era imposible evitarlos siguiendo el camino. Máximo levantó los ojos para comprobar la posición de la luna falciforme, de tres noches. No quedaba mucho ya de la noche. Con la zona septentrional de Mesopotamia plagada de patrullas persas, Máximo y los demás habrían de encontrarse al amparo de las murallas de Zeugma al amanecer. No había tiempo para desandar el camino o ir en busca de otro que atravesara de este a oeste las montañas. Si los persas no se movían en menos de media hora, los romanos tendrían que intentarlo y abrirse paso a golpe de espada. El asunto no pintaba bien. Los superaban en número en una proporción de tres a uno. Además, Demetrio nunca había contado como uno en combate, y el viejo Calgaco estaba herido. No cabía duda: aquello no pintaba nada bien.

Máximo, moviéndose despacio, sin apenas alterar la posición de la cabeza, dirigió la mirada hacia Calgaco. El viejo caledonio estaba tumbado a su izquierda, protegiendo su herido brazo derecho. El enorme abombamiento de su cráneo calvo se confundía entre las rocas blancas. Máximo le tenía cariño a Calgaco. Habían pasado juntos mucho tiempo, diecinueve años desde que el hibérnico fuese comprado como esclavo en calidad de guardaespaldas de la familia de Ballista. Por supuesto, Calgaco había estado con Ballista desde las postrimerías de su infancia entre los anglos de Germania. El caledonio era un hombre competente. Máximo le tenía cariño a Calgaco, pero no tanto como le hubiese tenido a un buen perro de caza.

Máximo estudió a su compañero, las oscuras líneas de su frente arrugada y los hoyos oscuros de sus mejillas hundidas. A decir verdad, Máximo estaba preocupado. Sí, por supuesto, Calgaco era duro, pero ya parecía viejo casi veinte años atrás. En esos momentos se encontraba herido y, además, los cuatro últimos días parecían haber agotado al viejo desgraciado.

Cuatro días antes contemplaron a Ballista saliendo a caballo del recinto del ejército copado como uno de los cinco comites que acompañaban al emperador Valeriano a su malhadado encuentro con Sapor, el sasánida rey de reyes. Hicieron lo que su patronus Ballista les había ordenado. Mientras la partida imperial cabalgaba hacia el oeste, ellos atravesaron el perímetro hacia el sur y volvieron sobre sus pasos tras la ladera oriental de la colina. El pequeño grupo de jinetes (Máximo, Calgaco y Demetrio, el secretario griego de Ballista, junto con ocho soldados de la caballería dálmata) no había recorrido una gran distancia en dirección norte cuando fue interceptado por un piquete sasánida. Máximo, el único que sabía hablar persa, había gritado la contraseña que Ballista había descubierto a través de Quieto, el traidor que condujera al ejército romano a la trampa: Peroz-Sapor.

Los sasánidas se mostraron recelosos. Les habían dicho que sólo permitiesen el paso a una partida de jinetes romanos que se dirigieran al norte gritando «victoria de Sapor», y ya había pasado una. No obstante, se retiraron y los dejaron pasar, con sus oscuros ojos lanzando miradas fulminantes y las manos prestas sobre sus armas.

Máximo y los demás continuaron cabalgando. No demasiado deprisa, para no dar la impresión de que estaban huyendo, y tampoco demasiado despacio, no fuese a parecer que estaban alardeando de algo. Así que, reprimiendo por completo su instinto de supervivencia, marcharon a un trote suave.

Tras ellos, un jinete solitario había atravesado la planicie con las anchas ropas ondeando al viento y el caballo levantando nubes de polvo con sus cascos. Espoleaba su montura en dirección al piquete persa. Hubo gritos y gesticulaciones. Los orientales dieron un taconazo en los flancos de sus monturas. Y el piquete entonó un alarido agudo y ululante. La persecución había comenzado.

Con esfuerzo, Máximo y los demás abandonaron al galope el valle de lágrimas. No vieron cómo Valeriano, Ballista y los demás comites eran derribados de sus monturas y después, ensangrentados y llenos de polvo, llevados a empujones al cautiverio. No tuvieron tiempo de echar una ojeada al resto del ejército romano destinado a la campaña en el este, rodeado y desesperado en la colina. Tenían a su espalda a una buena partida de la caballería ligera sasánida, a sólo un par de tiros de flecha de distancia. Cabalgaron sin tregua hacia las colinas del noroeste.

La oscuridad los salvó. Pareció que tardaba una eternidad en llegar y después, de pronto, cayó. Una noche oscura, muy oscura; la noche anterior a la luna nueva. Calgaco, a quien Ballista había decidido poner al mando, les había ordenado retroceder hacia el sudeste. Al cabo de un rato encontraron un lugar donde pernoctar. Se trataba de un terreno de colinas ondulantes que a veces se elevaban formando montañas. En el flanco de una de éstas corría una hondonada lo bastante ancha y profunda para ocultar a once hombres y sus caballos. Había un pequeño arroyo por las cercanías. Mientras almohazaba a Pálido, la montura que Ballista le había confiado, Máximo aprobó la elección del caledonio. Con las manos metidas en faena, intentaba no pensar en el dueño del capón, en el que había sido su amo y ahora era su patronus, en el amigo al que había dejado atrás.

A la mañana siguiente, Máximo se despertó con el sonido de las esquilas de cabras. Pese a los muchos años transcurridos desde que lo habían sacado de su Hibernia natal como esclavo y vendido en tierras meridionales, de alguna manera las esquilas de las cabras seguían resultándole exóticas. Aunque extrañas para él, solían resultarle tranquilizadoras, y le hablaban de un suave e intemporal orden mediterráneo. Pero aquella mañana no lo eran. Se estaban acercando.

Al mirar a su alrededor, Máximo vio que todos sus compañeros excepto el viejo Calgaco seguían durmiendo. El caledonio, tendido sobre el terreno, observaba por encima del borde de su escondite. Máximo se arrastró gateando hasta situarse a su lado y dio un rápido vistazo por encima del terreno. Era un rebaño pequeño, de no más de veinte cabezas, desplegado tras el animal cabecilla. Se dirigían al arroyo para beber. El paso decidido del cabecilla del rebaño los llevaría justo al lado de la hondonada, y proporcionaría al cabrero una vista perfecta de los fugitivos.

Máximo se sorprendió cuando Calgaco le indicó con un gesto que se desplazase hasta el otro extremo de la hondonada. Las cabras estaban cerca, el tintineo de sus esquilas ya se oían bien. Al pasar por delante de Máximo, dos o tres soldados dálmatas se desperezaron. Les hizo un gesto para que guardasen silencio. Después, en posición, volvió su mirada a Calgaco.

Calgaco se levantó despacio y rebasó el borde de la hondonada. Permaneció quieto, con las manos vacías a los costados.

Máximo se alzó y miró por encima del terreno. Veía al cabrero a través de las patas de los animales. Era un hombre entrado en años, con una gran barba y un aire patriarcal. Se apoyaba en un cayado y contemplaba a Calgaco con tranquilidad. La actitud despreocupada del cabrero indicaba que estaba acostumbrado a ver brotar feos caledonios e incluso demonios de cada barranca por la que pasaba.

—Buen día, abuelo —dijo Calgaco.

El cabrero tardó en responder. Máximo comenzó a preguntarse si no hablaría griego. Llevaba unos pantalones sueltos al estilo oriental, sí, pero eso no quería decir nada: en Mesopotamia todo el mundo hablaba griego.

—Buen día, hijo mío —respondió por fin el lugareño.

Máximo sintió que una risotada crecía en su interior.

—¿Ya es seguro sacar las cabras por aquí con los sasánidas rondando por todos lados?

El cabrero reflexionó sobre la pregunta de Calgaco, sopesándola.

—Me mantengo en lo alto de las colinas. Pero las cabras necesitan beber. Si los persas me ven, quizá no me maten. ¿Qué otra cosa se puede hacer?

El lugareño tenía la espalda vuelta casi por completo hacia Máximo. Entonces comprendió la silenciosa indicación del caledonio. Se levantó sin hacer ruido. Tocó el pomo de su espada en cuanto Calgaco lo miró. Tras una pausa, el caledonio hizo una imperceptible negación con la cabeza.

—Que los dioses extiendan sus manos sobre usted, abuelo —dijo Calgaco.

Con la debida deliberación, el cabrero volvió su mirada patriarcal primero a Máximo y luego a Calgaco.

—Tal vez lo hayan hecho ya.

El cayado tocó la cadera de la cabra que capitaneaba el rebaño. El pastor se volvió para irse. Por encima del creciente tintineo de las esquilas, les dijo:

—Que los dioses extiendan sus manos sobre vosotros, hijos míos.

Máximo se acercó a Calgaco.

—Si lo atrapan las culebras, lo torturarán. Y no muchos hombres pueden guardar un secreto en esas circunstancias.

El viejo caledonio se encogió de hombros.

—¿Qué otra cosa se puede hacer?

Máximo rió.

—Muy cierto, hijo mío, muy cierto.

—Calla de una puta vez y ocúpate de la próxima guardia —replicó Calgaco, afable.

Ensillaron al anochecer. Al cerrar la noche aparecieron miles de estrellas y la más fina de las finas lunas nuevas. Máximo, siguiendo la costumbre de su pueblo, pidió un deseo a la luna nueva, un deseo que jamás podría confesar, pues el hacerlo truncaría sin duda su cumplimiento.

Calgaco los condujo hacia el noroeste. Con dos jinetes al frente, empezaron a avanzar con calma. No podía haber mucha distancia hasta el Éufrates. A menos que se cruzaran con los sasánidas, se encontrarían en Samosata bastante antes del amanecer.

Llevaban varias horas de viaje, y ya crecían sus esperanzas cuando, como si los malévolos dioses así lo hubiesen dispuesto, se produjo la intervención. Un persa les dio el alto, que resonó con fuerza en la noche. Un grito de alarma y después más gritos en un idioma que sonaba a oriental. Calgaco trazó un círculo con el brazo, haciendo girar a la pequeña formación; todos espolearon sus monturas. Por todas partes había ruido de cascos y tintineo de pertrechos, y en la retaguardia se oía el fragor de la persecución.

Máximo vio y también sintió la sólida línea negra de una flecha cuando el tiro pasó acelerándose e internándose en la noche. Un segundo más tarde oyó el silbido de una flecha rebasándolo. Por un instante se preguntó si se trataba de una flecha que no había visto o del sonido de la primera. Luego, encogiéndose de hombros para sacarse de la cabeza el germen de una idea mayor, se colgó el escudo a la espalda. Mientras cabalgaba el arma lo golpeaba dolorosamente en el cuello y la espalda. A tan corta distancia era probable que una flecha pudiera atravesar limpiamente las planchas de tilo, pero por alguna razón su peso e incomodidad hacían que se sintiese un poco mejor.

Continuaron galopando sobre llanuras pálidas y ondulantes, alrededor de montañas abruptas, rebasando viñas y huertos de frutales oscurecidos, atravesando aldeas quemadas y pasando junto a granjas abandonadas. Vadearon arroyos de montaña, con sus lechos pedregosos y una profundidad de caudal no superior a una pezuña de caballo.

Es difícil alcanzar a hombres que cabalgan temiendo perder la vida. Poco a poco el griterío de la persecución fue quedando atrás, disminuyendo hasta hacerse inaudible tras los sonidos de sus propios movimientos. Una elevación más y Calgaco llamó al alto. Todos los hombres saltaron al suelo, para aligerar a sus caballos.

Máximo miró a su alrededor, contando. Veía a muy pocos individuos bajo la luz de la luna, tan sólo a siete. Faltaban cuatro soldados de la caballería dálmata. ¿Los habrían matado? ¿Los habrían apresado? ¿O habían escogido tal vez seguir otro camino, bien por razones heroicas, como alejar a los sasánidas, bien por ignorancia o terror? Ni Máximo ni nadie más de la partida lo sabrían nunca. Se habían desvanecido en la noche.

Calgaco, tras tender sus riendas a Demetrio, el muchacho griego, caminaba de regreso a la cima de la colina. Máximo hizo lo mismo, sin apurarse. Manteniéndose agachado, miró hacia el camino por donde habían venido.

Los sasánidas no habían cejado. A no mucho más de ochocientos metros en dirección norte, las antorchas titilaban por las colinas, esparcidas a intervalos no muy grandes.

—Cabrones perseverantes —dijo Máximo.

—Sí, señor —asintió Calgaco—. Al perdernos de vista han desplegado un cordón para peinar el terreno.

Los dos hombres observaron en silencio a los orientales cabalgando sobre la colina en dirección a ellos. La ondulante línea de antorchas recordaba a una serpiente enroscándose de lado, a un enorme y mítico draco.

—Si quieren mantenerse en contacto entre ellos, tendrán que ir más despacio —comentó Máximo—. Y eso será bueno para nosotros.

—Puede ser —dijo Calgaco—, pero si se acercan intentaremos la treta que Ballista empleó cuando nos persiguieron antes del asedio de Arete.

Los recuerdos se agolparon en la mente de Máximo: esperar en un bosquecillo de árboles allí abajo, junto al río, el olor del cieno, las piedras dispersas aquí y allá, una lucha a la desesperada en un barranco.

—Cuando murió Rómulo —indicó Calgaco, con paciencia.

Máximo agradeció la pista. Aunque el hibérnico tenía un elevado concepto de sí mismo, nunca se apresuraba a enorgullecerse de su capacidad para recordar. En aquella ocasión Ballista había atado una candela a un caballo de carga. Su portaestandarte, Rómulo, tenía que alejar a los persas mientras los demás hombres de Ballista cabalgaban hacia lugar seguro. Luego Rómulo debía dejar suelto al caballo de carga y huir, pero algo salió mal. Debió de soltarlo demasiado tarde. Al cabo de unos días Antígono encontró a Rómulo, o lo que quedaba de él, empalado y mutilado. La historia tampoco acabó bien para Antígono; no mucho tiempo después una piedra disparada por un ariete le arrancó la cabeza. Al rememorarlo, Máximo sintió una oleada de piedad por los compañeros que había perdido a lo largo del camino. Se recompuso. Como cuando a veces le oía decir a Ballista: «Los hombres mueren en la guerra, son cosas que pasan».

Los siete jinetes restantes continuaron hacia el sur. Cabalgaban con tesón, pero sin agotarse. Las estrellas giraban y la luna derramaba luz desde el cielo. No era necesario recurrir a arriesgados ardides con candelas. Lentamente, las luces de los sasánidas fueron quedando atrás, y un poco más tarde dejaron de verse.

Calgaco los mantenía en movimiento y, cuando era posible, alejados de la línea de horizonte, siempre en dirección al suroeste. Cuando los rosados dedos de la Aurora aparecieron en el cielo, el anciano caledonio comenzó a buscar un lugar para descansar. Un poco después, con el sol casi levantado, se dirigió hacia un bosquecillo de olivos situado a un lado del flanco de la colina. Desmontaron, se abrieron paso a través de vides descuidadas y subieron al amparo de los árboles.

Máximo sentía la cálida y tamizada luz del sol en el rostro cuando Calgaco lo sacudió para despertarlo. Innecesariamente, el caledonio le había posado los dedos sobre los labios. El hibérnico se levantó en silencio y lo siguió hasta un lugar donde los nudosos troncos plateados estaban más espaciados. Miraron hacia abajo en dirección al cauce del valle.

Una fina columna de polvo, seguida por otra más ancha y densa. Al menos treinta soldados de caballería estaban dando caza a un jinete solitario. Ninguno de los presentes en el olivar dijo nada. En su confusión y su miedo, aquella presa humana cabalgaba directamente hacia ellos.

—Cronos nos vigila —murmuró Demetrio. Los demás permanecieron en silencio. Cuando el fugitivo estuvo más cerca vieron que vestía una túnica azul claro.

—Por todos los dioses —dijo Máximo—, es uno de los nuestros.

El perdido soldado de caballería dálmata se encontraba a casi un tiro de flecha cuando su montura trastabilló. El hombre perdió asiento y se deslizó por el cuello del animal. El caballo corcoveó intentando recuperar el equilibrio. El jinete cayó. El impulso hizo que rebotase una vez, bien alto, y después se estrellase contra el suelo agitando los miembros. El hombre se puso en pie con dificultad y sus perseguidores se arremolinaron alrededor.

Hubo un instante de quietud: el dálmata erguido, los sasánidas formando un anillo a su alrededor. El caballo del soldado se alejaba galopando hacia la derecha. Uno de los sasánidas lo siguió para recuperarlo.

Despacio, casi como disculpándose, el soldado de caballería desenvainó su espada y la arrojó al suelo. Los hombres montados rieron. Uno espoleó su caballo hacia él. El soldado se volvió, echó a correr. Un largo filo brilló al sol. Hubo un chillido, una rociada de sangre brillante y el dálmata cayó. Los sasánidas trotaron y volvieron a formar un anillo. El hombre se volvió a levantar. Otro jinete se abalanzó sobre él. Hubo un nuevo destello metálico, más sangre, y el hombre cayó otra vez.

Máximo miró hacia Calgaco. El caledonio meneó la cabeza.

Tras el tercer pase el dálmata permaneció en el suelo, acurrucado, cubriéndose la cabeza con los brazos. Los sasánidas, al ver que se les acababa la diversión, lanzaron insultos e imprecaciones. Su presa quedó tendida sobre el polvo enrojecido.

El sasánida que había ido en busca del caballo regresó con la montura del soldado de caballería.

Uno de los jinetes que formaban el anillo impartió una orden y los hombres descolgaron sus arcos. Una nueva orden y los tensaron. Después dispararon. Las puntas de flecha golpearon el cuerpo del dálmata casi a la vez.

Los observadores de la colina no se movieron.

Un persa bajó de su silla deslizándose. Le tendió las riendas a un compañero y caminó hasta el cadáver. Arrancó las flechas mientras sujetaba el cuerpo con una bota. El astil de una se partió; las demás se las devolvió a sus dueños. Los jinetes rieron y bromearon, burlándose de sus respectivos disparos. Con mucho cuidado, uno de ellos se recogió el pelo hacia atrás empleando un trozo de tela brillante.

Máximo reparó en que su mano empuñaba la espada. No recordaba haberla desenvainado. La sujetaba a la espalda para que el filo no atrapase la luz del sol. Se obligó a apartar la mirada llevándola hacia los otros. Toda la atención del grupo estaba concentrada en los pies de la colina. Estaban deseosos de que el enemigo se fuese.

Al final, cuando los observadores ya creían que no podrían resistir más, cuando incluso el ser descubiertos o la violencia mortal parecía mejor que la agonía de la espera, un persa gritó una orden. El oriental a pie volvió a montar y la escuadra se alejó por el camino por donde había venido.

Máximo oyó a su alrededor a varios hombres exhalando aire con fuerza. Se dio cuenta de que él era uno de ellos.

—Hijos de puta —dijo.

Calgaco no había apartado los ojos de los sasánidas.

—Y nuestros muchachos ¿se hubiesen comportado mejor?

Máximo se encogió de hombros.

No resultó fácil dormir después de haber visto a uno de sus conmilitones caer asesinado a sangre fría, sus restos descuartizados dejados a la vista. Calgaco ordenó a los hombres subir por la colina. No sirvió de nada. Un vistazo casual a través de las hojas verdes todavía revelaba algo de la sucia túnica azul. El joven griego Demetrio había comentado que deberían recuperar el cuerpo del soldado y ofrecerle un entierro digno, al menos una moneda para el barquero. Calgaco se negó. Los persas podían regresar, y entonces sospecharían. Pero Demetrio argumentó que quizás otros saliesen al descubierto. Calgaco se encogió de hombros. Era escoger el menor de dos males.

El crepúsculo los había sorprendido más que dispuestos a continuar. El caledonio explicó a grandes rasgos su nuevo plan. Como estaba claro que a los dioses no les preocupaba que alcanzasen la ciudad de Samosata, al norte, se dirigirían al oeste, a Zeugma. Pronto llegarían a una ancha meseta de casi treinta y cinco kilómetros de anchura, y después a una cadena de colinas desde la cual divisarían el Éufrates. Podían conseguirlo en una sola noche. Una vez en Zeugma se encontrarían a salvo. Habían atravesado la ciudad durante la marcha expedicionaria. Sus murallas eran sólidas y estaban defendidas por los cuatro mil hombres de la Legión IIII Scythica y otros seis mil profesionales. Y lo mejor de todo es que los comandaba el otrora cónsul Valente, que no era amigo ni de los sasánidas ni de traidores hijos de puta como Quieto, su hermano Macrino y su padre, el urdidor Macrino el Cojo.

Cuando Calgaco estaba a punto de dar la orden de partida, oyó unas botas resbalando por el suelo polvoriento: Demetrio subía corriendo entre los árboles. Al llegar junto a ellos se dobló, jadeando como un perro tras una carrera a pleno sol. Uno de los soldados de caballería, un hombre atractivo, lo ayudó a subir a la silla.

—Sólo una moneda, un puñado de polvo —dijo Demetrio a Calgaco en un tono defensivo—. Sé que si las culebras regresan eso les indicará que hemos estado aquí. Pero tenía que hacerlo. No podía dejar que su alma vagara eternamente.

Calgaco se limitó a encogerse de hombros y dio la orden de marchar.

Tardaron más tiempo en llegar a la llanura de lo que el caledonio había pensado. Una vez lo consiguieron, la planicie parecía extenderse hasta el infinito. Cabalgaron y cabalgaron; las estrellas en el firmamento parecían lejanas y crueles como los ojos de una muchedumbre triunfante. A lado y lado, la nada, plana y grisácea. Los hombres estaban agotados. Llevaban demasiado tiempo viviendo en la constante compañía del miedo. Ante la inmensidad de aquella llanura, incluso Máximo sintió que su serenidad se desvanecía y su mente evocaba imaginaciones espantosas. Al cabo de un rato le pareció que en realidad era la llanura la que se movía mientras él permanecía inmóvil. Era como una de esas historias que narraba Demetrio: ya estaban muertos, y juzgados sus pecados terrenales. Los habían enviado al Tártaro y su destino era cabalgar para siempre por aquella planicie oscura, sin llegar jamás a un lugar seguro, sin volver a ver el sol.

Y, sin embargo, el resplandor del alba llegó demasiado pronto. Revelaba las colinas del oeste, pero aún les quedaba un buen trecho. A su alrededor se extendía la desolación de la llanura. Había unos cuantos matojos y algún que otro árbol combado por el viento; nada que les permitiera ocultarse. Al frente, a una distancia aproximada de un kilómetro y medio, se alzaba un sencillo e incongruente edificio solitario. Cualquiera que tenga conocimiento de las habilidades militares básicas para operar en campo abierto sabe que no ha de esconderse en un edificio solitario; es el primer lugar que registrarán los perseguidores. Sin embargo, Calgaco los condujo directamente hacia allí: No había ningún otro lugar.

El edificio era un establo grande y rectangular hecho de adobe. En el pasado había alojado a personas y animales, pero entonces se encontraba vacío. Metieron sus caballos todos a la vez, tenía una puerta amplia. Una vez dentro levantaron la mirada hacia las vigas. Faltaban algunas tejas; Calgaco quitó algunas más para poder tener una buena visión de los alrededores. La elevación incrementaba la profundidad de su vista. Los demás almohazaron sus monturas y se pusieron a buscar comida. No había nada. Fuera había un pozo, aunque siempre cabía la posibilidad de que estuviese envenenado. Aún les quedaba agua en los odres, pero habían acabado con las últimas migajas de comida la noche anterior. Podían segar pasto para los caballos, sí, pero los hombres deberían seguir pasando hambre.

Máximo se ocupó de la segunda guardia. Tuvo que recorrer todo el tejado para poder vigilar todas las posibles vías de aproximación, y eso le convenía: quedarse dormido conllevaba el riesgo de una caída fatal. Por la mente del hibérnico vagó otra de las historias de Demetrio. En la isla de Circe, uno de los hombres de Odiseo se durmió en el tejado de palacio. Cayó y se partió el cuello. A veces, cuando Demetrio narraba la historia, el hombre acababa siendo hechizado y convertido en cerdo. Ahí tenía una buena idea: cerdo asado; caliente, crujiente, con su piel rustida, con la grasa resbalándole por la barbilla. ¡Dioses del Averno! Máximo tenía hambre.

Le llevó unos instantes asimilar lo que veían sus ojos, pues las necesidades de su estómago lo habían distraído un poco. La pareja de campesinos con el burro, el hombre montado y la mujer caminando detrás, se encontraba bastante cerca. Máximo se dejó caer desde las vigas. Despertó a Demetrio y lo ayudó a subirse a la techumbre. Al volverse encontró a Calgaco levantado. Intercambiaron cuatro impresiones y salieron caminando.

El campesino, situado a la derecha de los extranjeros, detuvo al burro con una palabra y a la mujer, que tenía los ojos clavados en el suelo y una actitud distraída, con un cayado. El rostro tatuado del hombre no denotó sorpresa. «Como el cabrero del otro día —pensó Máximo—. Por aquí los crían indiferentes».

—Buen día, abuelo —dijo Calgaco en griego.

El campesino respondió con un apagado flujo de palabras en un idioma que ni Máximo ni Calgaco pudieron comprender. Ahora que estaban más cerca vieron que no eran tatuajes lo que había en el rostro del hombre, sino mugre incrustada en las arrugas.

Máximo probó con un saludo en persa. Un amago de sentimiento pareció cruzar el rostro del campesino. Pero la emoción desapareció antes de que Máximo pudiera estar seguro de que, en efecto, la había habido. La mujer comenzó a sollozar en silencio. El campesino la golpeó con el cayado.

Mediante gestos y frases descompuestas que mezclaban varios idiomas, Máximo preguntó si la pareja tenía algo de comida. La respuesta del hombre, expresada mediante muchas y elocuentes gesticulaciones y un mínimo de palabras ininteligibles pronunciadas con gruñidos, fue una prolongada negativa. Por lo que Máximo pudo comprender, unos jinetes procedentes del este habían apaleado al campesino y a su esposa y les habían robado toda la comida. Y aún hicieron más: se llevaron consigo a su vástago. Ya fuese niño o niña, les había ido bastante mal.

La mujer empezó a lloriquear de nuevo. Calló al ver el cayado.

Calgaco los invitó a entrar en el establo. El campesino dejó claro que él y su esposa se quedarían fuera.

Allí se sentaron, con las manos sobre las rodillas y la espalda erguida y apoyada contra la pared de lo que bien podría haber sido su propio hogar. A medida que el sol trazaba su arco en el cielo ellos se iban desplazando para mantenerse a la sombra. La mujer lloraba de vez en cuando. El labriego, dependiendo de su variable humor, la calmaba o la amenazaba. Máximo invirtió buena parte del día en observarlos, compadeciéndose de su extrema pobreza. Incluso un hombre violento como él a veces podía ver el rostro desnudo y malvado del dios de la guerra (Marte, Ares o Woden, que cada uno lo llamara como quisiera): la guerra es un infierno.

Al declinar el día, los hombres se pusieron en marcha, sacaron los caballos y saltaron a sus sillas. Calgaco los llevó hacia el oeste. Ni el campesino ni su mujer mostraron emoción alguna ante su partida.

Por fin llegaron a las colinas. A pesar de la oscuridad, lograron encontrar un camino que las remontaba y lo tomaron. Cuando las laderas rocosas cortaron el alcance de su visión, comenzaron a moverse con más cautela y dispusieron a dos hombres a la vanguardia en labores de reconocimiento, a algo más de cincuenta pasos por delante del grueso. Y entonces fue cuando se toparon con los persas.

Máximo apartó la mirada de Calgaco y la bajó hacia el enemigo. Los sasánidas estaban relajados, ignoraban por completo que estaban siendo observados. Se encontraban situados alrededor del lugar donde confluían los tres caminos.

Un odre de vino iba de mano en mano. Uno de ellos elevó la voz en un canto:

Soñando con la mano siniestra de la Aurora

posada en el cielo,

Oí en la taberna una voz que llora.

Levantaos, chicos,

y llenad la copa

antes de que el licor de la vida

se os seque en la boca.

Los persas rieron.

«Eso es, cabrones con ojos de cabra —pensó Máximo—: tragad hasta la última gota. Dentro de un cuarto de hora, antes de que la mano izquierda de la Aurora asome en cualquier punto del cielo, si no os habéis ido, vamos a abrirnos paso por la fuerza y vamos a mataros… Y os queremos tan borrachos como sea posible cuando el afilado acero se acerque a vosotros».

Era bastante probable que se produjese una refriega aun en el caso de que se marcharan. Si los sasánidas tomaban el camino del norte, todo iría a las mil maravillas. Si se dirigían hacia el oeste, los romanos podrían esperar para seguirlos y, una vez fuera de las colinas, en algún lugar de allá abajo, colarse en la ciudad de Zeugma por la estrecha planicie antes del Éufrates. Pero si los sasánidas cabalgaban hacia el este, no quedaría ninguna alternativa: habría derramamiento de sangre.

Una de las oscuras sombras grises cambió de forma: un persa montó en su silla de un salto. Él también cantaba; su voz era menos meliflua que la del primero, pero tenía un tinte de autoridad:

Y cuando los gallos cantan,

los que en pie se hallan

gritan delante de la taberna:

¡Abre la puerta!

Sabes que tenemos tiempo escaso

y, una vez idos, quizá jamás volvamos.

Todos los sasánidas montaron. Se arremolinaron y colocaron en sus puestos.

Máximo tenía las palmas de las manos húmedas, contuvo la respiración.

La escuadrilla de orientales salió chacoloteando hacia el norte.