XV

Al correrse un instante los pesados tapices, permitieron que entrara una gélida ráfaga de aire montañés en la Casa del Consejo de Cularo. Temblaron la luz de las lámparas y la llama del fuego sagrado y entró también un aire que olía a otoño. La estación de campaña casi había concluido y el ejército no tardaría en tener que retirarse a Italia, al otro lado de los Alpes, antes de que las primeras nieves bloqueasen los pasos. El emperador Galieno tenía que aceptar que su venganza debería esperar hasta la primavera siguiente… Al menos, hasta la primavera siguiente.

Los dos hombres que entraron se quedaron quietos, dejando que sus ojos se adaptasen a las brillantes luces. Uno era Hermiano, el ab admissionibus, el otro era un mensajero procedente del Danubio que cargaba con un bolso de cuero pequeño y de aspecto recio. Galieno, conocedor de su contenido, supuso que debiera sentirse encantado; pero no lo estaba.

El emperador, sentado en su alto trono, intentó levantar su ánimo enumerando las cosas que ese año habían salido bien. En la lejana África se había sofocado la revuelta de Celso, el pretendiente al trono estaba muerto y también lo estaban sus partidarios, Vibio Pasieno, gobernador de la provincia de de África, y Fabio Pomponio, dux de la frontera libia. Era bueno que los gobernadores de Mauritania y Numidia, Cornelio Octaviano y Deciano, hubiesen permanecido firmes, pero, gracias a la prima de Galieno, fue casi una genialidad emplear aquellos francos, unos cuantos bávaros que cruzaron desde Hispania y fueron derrotados por Deciano, y alistarlos para destruir el alzamiento. De un golpe, y pagando el precio de sólo un pequeño territorio confiscado a Celso, una peligrosa banda de rapiñadores bárbaros se había convertido en un importante activo militar. La mujer lo había hecho bien. Al pensar en su familia, una idea horrible emergió en la mente de Galieno. Se obligó a hundirla en sus pensamientos, a continuar con las cosas buenas.

También se había sofocado la revuelta de Ingenuo en el Danubio. En este caso por Galieno en persona. Se obtuvo una victoria gloriosa a las puertas de Mursa, otro triunfo para los comitatus, el nuevo cuerpo itinerante de caballería, otro éxito de la táctica de fingir una retirada. Que los senadores de la vieja escuela rezongasen cuanto quisieran diciendo que eso no era propio de romanos, estaban equivocados. Se trataba de algo ideal para la caballería y los romanos siempre se habían caracterizado por adoptar los medios útiles que veían emplear a sus enemigos.

Por supuesto, en cuanto Galieno y sus comitatus partieron hacia el oeste, hubo otra revuelta, pero el mensajero que entonces se acercaba al trono portaba la prueba definitiva de que Regaliano, gobernador de Panonia Inferior, había compartido el destino de Ingenuo.

La frontera del Danubio volvía a estar asegurada. Galieno, libre de una adhesión inquebrantable a la tradición romana, había abierto negociaciones con Atalo, jefe de los marcomanos, y en esos momentos, a cambio de algún territorio en la provincia de Panonia Superior, el temible gobernante germano protegía pacíficos campos y ciudades de las incursiones de sus parientes melenudos instalados más al norte. Y estaba el caso de Pippa. Para consolidar el acuerdo, Atalo había entregado su hija a Galieno. Un germano sólo tomaba una esposa, a no ser que fuese importante y tuviese que tomar más de una. ¿Quién podría ser más importante que el emperador de Roma? Desde el punto de vista de Pippa, ella era la segunda esposa; desde el de los romanos, era una concubina, pero menuda concubina. Galieno dejó que los pensamientos se entretuvieran por su cuerpo… Era alta y bien formada; y también rubia, uno de sus tipos preferidos. Virgen a su llegada, aunque en cuanto dejó de serlo nadie podría haberse convertido en alguien más aficionado a lo que el viejo emperador Domiciano llamaba «la lucha del tálamo». Pippa, la dulce bárbara de Galieno, Pippara, era tal como a él le gustaban las mujeres. En cuanto las tareas de aquella casa del consejo hubiesen concluido, Galieno podría disfrutar de una tarde de placer. El sexo y la bebida siempre le hacían olvidar cualquier otra cosa.

El mensajero se estaba levantando después de ejecutar la proskynesis. Galieno le indicó que mostrase lo que le había traído, y el hombre posó el bolso en el suelo, intentando desabrochar sus apretadas correas. Salió de él un hedor apestoso.

Poniéndose en pie, el mensajero extrajo la cabeza sujetándola por el cabello. La cosa, ennegrecida, con ojos abiertos como platos y los labios apartados de los dientes como consecuencia de la putrefacción, parecía el retrato de Medusa. Regaliano, senador de Roma, descendiente de los antiguos reyes de Dacia… Ese había sido su final.

Galieno observó aquella cosa abominable sin inmutarse. Se preguntó si la caza de cabezas era una tradición autóctona entre los rojolanos, la tribu de bárbaros sármatas que envió contra Regaliano, un pueblo nómada, cuya dieta se basaba en carne y leche. Recordaba también que permitían a sus mujeres cabalgar a la batalla junto a ellos, pero no estaba seguro de eso de llevarse las cabezas. Era posible que alguno de los oficiales con los que los había dotado, Camsisoleo o Céler Veneriano, les hubiese informado del protocolo romano aplicable a los cadáveres de los hombres que osaran arrogarse el color púrpura y después fracasasen.

El emperador vivo fijó su mirada en el difunto pretendiente al trono.

Sic transit gloria mundi —la voz de Galieno sonaba monótona—. Llévatelo, y dale un funeral apropiado.

El mensajero, todavía sujetando la cabeza por el pelo, retrocedió arrastrando los pies hasta la puerta. Hermiano, el ab admissionibus, lo acompañó hasta la salida.

Galieno no lograba ver motivos para perder el tiempo en una fútil demostración de discusión abierta. Los senadores podrían esperarla, ciertamente, pero ni los jefes del Estado Mayor ni las cabezas de la burocracia imperial se sentirían molestos.

Comites —empezó a decir Galieno—, el invierno casi ha caído ya sobre nosotros. El castigo a los renegados y asesinos de Galia deberá esperar hasta el año que viene —se obligó a sonreír—. La res publica deberá sobrevivir un invierno sin los capotes de los atrebates.

Hubo risas corteses, aunque lisonjeras.

—Dentro de dos días, los comitatus levantarán el campamento y volverán a cruzar los Alpes para refugiarse en Italia, en los cuarteles de invierno alrededor de Mediolanum. Que cada cual atienda sus tareas y haga lo propio.

Los miembros del consilium saludaron como un solo hombre.

—Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados para cualquier orden.

Unos sombríos pensamientos brotaron en la mente de Galieno mientras iba en procesión por las calles otoñales. No era la cabeza cercenada de Regaliano la que él quería, sino la de Póstumo, pues había confiado en el gobernador de Germania Inferior. Póstumo obtuvo una victoria menor sobre una banda de francos que regresaban de Hispania, y Silveriano, dux de todos los limes a lo largo del Rin, le pidió conforme a derecho que entregase el botín. Pero Póstumo, en vez de hacer eso, lo empleó para sobornar a los hombres bajo su mando; por supuesto, la Legión XXX Ulpia Victrix había aclamado emperador a Póstumo.

Galieno habría dejado vivir a Póstumo, pues la clementia era algo natural en él. Le envió un lacónico mensaje desde Italia en el que le dejaba una salida: «¿Qué estás haciendo? ¡Compórtate como es debido! ¿Acaso buscas pelea?». La gazmoña insolencia de la réplica («No vengas al norte a través de los Alpes. No me hagas combatir contra ciudadanos romanos») enfureció a Galieno. Y, sin embargo, Galieno volvió a intentarlo: «Arreglémoslo en combate singular». La respuesta de Póstumo fue aún más mortificante.

No soy un gladiador, nunca lo he sido; más bien me he dedicado al servicio de las provincias que me ordenaste proteger. Los galos me eligieron emperador, y me conformo con gobernar a quienes me han elegido por su propia voluntad. Los ayudaré según mi mejor entendimiento y capacidad.

Las insidiosas implicaciones y el tono farisaico eran exasperantes, pero todas las palabras de Póstumo palidecían al lado de sus actos… Sus horrorosos, sus espantosos actos.

Póstumo había marchado sobre Colonia Agrippinensis, donde Silveriano cuidaba del joven hijo de Galieno, el césar Salonino. Póstumo, ese malvado bátavo malnacido, puso asedio a la plaza. Los víveres se acabaron enseguida, y asustados, intimidados por las amenazas, sus cobardes ciudadanos se vendieron a cambio de seguridad. Consiguieron seguridad, sí… a un precio. Entregaron a Silveriano y a Salonino cargados de cadenas. Salonino, el rubio, el hermoso hijo de Galieno, fue asesinado por capricho junto con su guardián. ¿Qué terror invadiría su joven mente antes de que cayese la espada?

Galieno juró a Hércules que Póstumo moriría… Moriría Póstumo, su familia, sus amigos y todos los soldados de la Legión XXX, y todos los hombres, mujeres y niños de la Colonia Agrippinensis.

Galieno creyó que Hércules lo había escuchado. La guerra de venganza había comenzado bien. Ya era tarde para empezar una campaña, pero lograron cruzar los Alpes antes de que los traidores tuviesen siquiera noticia de que llegaban. Y, entonces, otra traición. Genialis, el desleal gobernador de Recia, se declaró partidario de Póstumo, y amenazaba su retaguardia. Con los comitatus lejos, al oeste de los Alpes, no había nada que impidiese a Genialis invadir Italia desde el norte, por lo que Galieno se vio obligado a detenerse en Cularo. En esos momentos debía retirarse a Mediolanum, pero el año siguiente cobraría su venganza.

No obstante, ¿sería el año siguiente? En el este prosperaba Macrino el Cojo. Desde el mar Egeo hasta Egipto, todas las provincias habían reconocido a sus hijos, Quieto y Macrino el Joven, como emperadores. El tullido no tardaría en plantear su jugada para hacerse con Roma. Buena parte de su fuerza de choque estaba compuesta por destacamentos originarios de los ejércitos occidentales, y éstos le exigirían volver a casa, forzándole la mano.

Gracias a los éxitos de Ballista en Cilicia y de Odenato en Mesopotamia, los sasánidas se mantendrían tranquilos el año siguiente. Había preocupación en la zona oriental del Imperio persa, y se decía que en el mar Caspio los cadusios y los amardos se encontraban en plena sublevación. Macrino iba a marchar sobre el oeste y Galieno tendría que posponer su venganza contra Póstumo para ocuparse de él.

Sólo un hombre podía impedir que Macrino iniciase su expedición en primavera: Odenato. El señor de Palmira había combatido a los persas, pero daba respuestas ambiguas a los discretos mensajes de Galieno. Aún no se había declarado partidario de su legítimo emperador ni de los jóvenes pretendientes del este; así que muchas cosas dependían del enigmático León del Sol.

Galieno pensó en su viejo amigo Ballista. Había escuchado al secretario del anglo, Demetrio. No lastimó al joven griego. No hubo necesidad y, además, el muchacho era atractivo. Demetrio permanecería en la corte. Los espías de Galieno le informaron de la reaparición en Antioquía de la esposa y los hijos de Ballista. Su viejo amigo volvía a estar atrapado al servicio de Macrino. Galieno no guardaba resentimientos contra Ballista, pero no podía permitir que el norteño comandase el ejército de Macrino en su camino a Occidente. Era un general demasiado competente. Sin embargo, no suponía un verdadero problema, pues todo lo que iba a necesitar era que uno de los frumentarios de Rufino, el nuevo princeps peregrinorum de Galieno, hablase con alguno de los que habían servido a las órdenes de Censorino, el jefe del servicio secreto en quien su padre tuvo la torpeza de confiar. Bastaría que éste entregara un informe con las palabras de Demetrio junto al anillo de Ballista, el de Cupido manejando una máquina de asedio, y Macrino haría el resto.

El emperador sentía pena por Ballista, pero la política es política. De todos modos, los hijos de Ballista habían regresado como quien regresa de entre los muertos, y en cambio Salonino no iba a volver. Pobre, pobre Salonino malhadado. CONSERVATOR PIETATIS podía leerse en uno de los tipos de monedas que le habían mostrado los encargados de la acuñación. Qué cruel ironía. Publio Licinio Ignatio Galieno, emperador de Roma, protector de la piedad… era incapaz de vengar a su hijo asesinado, incapaz de rescatar a su anciano padre.

Se estaban acercando a la mayor casa de Cularo, que se había ofrecido como acomodo imperial por voluntad propia. No importaba como se impusiera la oferta, el dueño tendría que explicar unas cuantas cosas aquel invierno, después de que los comitatus se marchasen y los hombres retomaran la ciudad en nombre de Póstumo.

El cortante viento agitaba todas las guirnaldas de roble y laurel que señalaban la residencia del emperador, pero una multitud esperaba fuera, como siempre. Entre ellos, Galieno reconoció la barbuda imagen de Plotino, el filósofo neoplatónico. El emperador le dijo a Voconio Zenón, su recién nombrado a Studiis, que impidiese el paso al amante de la sabiduría. En situaciones normales, a Galieno le gustaba bastante la compañía de Plotino, y en Roma, su esposa Salonina y él habían disfrutado de su conversación, pero aquellos no eran tiempos normales y aquella tarde Galieno requería otros consuelos, no los de la filosofía.