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Al volver a casa, encontré a mi madre esperándome con el desayuno caliente dispuesto sobre la mesa. Mi madre no me preguntó nada. No profirió la menor queja porque no hubiera vuelto de la escuela o porque hubiese pasado tres noches fuera o porque no llevara los zapatos puestos. Y eso era algo muy infrecuente en ella.

El estornino había desaparecido. Solo quedaba la jaula vacía. Pero, sobre este asunto, no le pregunté nada a mi madre. Porque me daba la sensación de que lo mejor era no mencionarlo. El perfil de mi madre parecía haber enflaquecido un poco. Pero quizá fuese una mera impresión.

A partir de aquel día no volví a poner los pies en la biblioteca municipal. Tal vez hubiera debido dirigirme a un cargo importante de la biblioteca, contarle mis experiencias y avisarle que, en sus profundidades, había una habitación parecida a una mazmorra. De lo contrario era posible que, algún día, otro niño corriera la misma suerte que yo. Pero solo con ver el edificio de la biblioteca bañado por el sol del crepúsculo, me quedaba paralizado.

A veces pienso en los zapatos de piel nuevos que dejé en el sótano de la biblioteca. Pienso en el hombre-oveja, pienso en la hermosa muchacha muda. ¿Hasta qué punto ocurrió realmente? A decir verdad, no tengo ninguna certeza. Lo único que sé es que mis zapatos de piel y mi estornino han desaparecido de veras.

El martes de la semana pasada, mi madre murió. Por la mañana, a causa de una enfermedad de origen desconocido, en silencio, como si se extinguiera. Hubo un modesto funeral y, después, yo me quedé completamente solo. No estaba mi madre. No estaba el estornino. No estaba el hombre-oveja. No estaba la muchacha. Ahora, en la oscuridad de las dos de la madrugada, en soledad, pienso en el sótano de aquella biblioteca. Al estar completamente solo, las tinieblas se hacen muy densas. Como en una noche de luna nueva.

Fin