21

En algún lugar, un reloj de pared dio las nueve. El hombre-oveja se puso de pie, sacudió varias veces, nerviosamente, las mangas de su vestimenta de oveja y la amoldó al cuerpo. Era la hora de salida. Me quitó la bola de hierro que me aprisionaba el pie.

Abandonamos el cuarto, recorrimos el sombrío pasillo. Yo había dejado dentro los zapatos y andaba descalzo. Mi madre tal vez se enfadara cuando supiese que los había traído puestos. Eran unos zapatos de piel de primera calidad y, además, me los había regalado ella por mi cumpleaños. Pero no podía arriesgarme a armar estrépito por el pasillo y despertar al anciano.

Hasta llegar a la gran puerta de hierro, no dejé de pensar en los zapatos de piel ni un instante. El hombre-oveja caminaba justo delante de mí. Sostenía una vela en la mano. Como yo le sacaba media cabeza, tenía todo el rato sus dos orejas oscilando de arriba abajo delante de la punta de mi nariz.

—Oye, señor hombre-oveja —dije en voz baja.

—¿Qué? —preguntó él en voz baja.

—¿El abuelo tiene buen oído?

—Como esta noche hay luna nueva, ahora duerme profundamente en su habitación. Pero es un hombre muy perceptivo, ¿sabes? Así que es mejor que te olvides de tus zapatos de una vez. Los zapatos los podrás reemplazar, pero no tus sesos ni tu vida.

—Tienes razón, señor hombre-oveja.

—Si el abuelo se despierta, viene y me azota con aquella vara de sauce, yo ya no podré hacer nada más por ti. Seré del todo incapaz de ayudarte. Cuando me azota con aquello, pierdo por completo la libertad.

—¿Es una vara de sauce especial?

—Pues no lo sé —dijo el hombre-oveja y reflexionó unos instantes—. Quizá no se trate de una simple vara de sauce, normal y corriente. Yo eso no lo sé.