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A su lado había un perro enorme de color negro. Llevaba un collar con piedras preciosas y sus ojos eran verdes. Tenía patas gruesas y seis uñas. La punta de las orejas dividida en dos. Y la nariz, de color marrón, parecía tostada por el sol. Era el perro que me había mordido una vez en el pasado. El perro aferraba con fuerza entre los dientes a mi estornino ensangrentado.
Sin querer, lancé un pequeño alarido. El hombre-oveja me sostuvo.
—Os he esperado aquí durante un largo rato —dijo el anciano—. ¿No os parece que habéis tardado mucho?
—Profesor. Puedo explicárselo, ¿sabe? Hay muchas razones que… —dijo el hombre-oveja.
—¡Cállate! —vociferó el anciano. Se sacó de la cintura la vara de sauce y la hizo restallar sobre el escritorio. El perro alzó las orejas, el hombre-oveja permaneció mudo. Reinaba un silencio sepulcral en los alrededores—. ¿Qué voy a hacer ahora con vosotros?
—¿Pero usted no dormía profundamente las noches de luna nueva? —le pregunté con miedo.
—¡Vaya! —El anciano soltó una risa burlona—. ¡Qué chico tan astuto! No sé quién te lo habrá dicho, pero no soy tan inocente como creías. Puedo ver lo que piensas con tanta claridad como un campo de sandías a plena luz del sol.
Todo se oscureció ante mis ojos. Incluso mi estornino había sufrido las consecuencias de mi insensatez. Había perdido los zapatos y quizá jamás volvería a ver a mi madre.
—¡Tú! —dijo el anciano señalando al hombre-oveja con la vara de sauce—. A ti te cortaré en pedazos con un cuchillo bien afilado y te echaré a las escolopendras.
El hombre-oveja se escondió detrás de mí, temblando.