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–Esto no era lo convenido —le dije al anciano—. Yo lo he seguido hasta aquí porque me había dicho que íbamos a la sala de lectura, ¿no es así?
—Te ha engañado —dijo el hombre-oveja.
—Te he engañado —dijo el anciano.
—Pero, eso es…
—¡Cierra el pico! —dijo el anciano. Sacó la vara de sauce del bolsillo y la blandió en el aire. Yo retrocedí de un salto. No soportaba la idea de que me azotara con aquello.
—Deja de refunfuñar y entra ahí en silencio. Léete los tres libros, apréndetelos de cabo a rabo —dijo el anciano—. Dentro de un mes vendré a examinarte. Si te los sabes de memoria, te dejaré salir.
—Es imposible —dije— que memorice estos tres libros tan gruesos. Además, en estos momentos mi madre debe de estar en casa preocupada por mí…
Enseñando los dientes, el anciano hizo silbar con fuerza la vara de sauce ante mí. Al esquivarla yo con agilidad, azotó en el rostro al hombre-oveja. En un arrebato de furia, el anciano lo azotó de nuevo. Algo atroz.
—¡Arrójalo en el calabozo! —Y, tras pronunciar estas palabras, el anciano se fue.
—¿No te duele? —le pregunté al hombre-oveja.
—No es nada. Estoy acostumbrado —dijo el hombre-oveja como si nada—. Pero a ti tengo que meterte ahí, ¿sabes?
—¡Oh, no! Y si yo le dijera que no quiero entrar ahí, ¿qué pasaría?
—¡Uff! Pues, en ese caso, supongo que él volvería a azotarme de nuevo.
Como el hombre-oveja me inspiraba compasión, entré dócilmente en el calabozo. Dentro había una mesa, un lavabo y un váter. En el lavabo había un cepillo de dientes y un vaso. Ni uno ni otro podían calificarse de limpios. La pasta dental era con gusto a fresa, justo el que más detesto. El hombre-oveja encendió y apagó varias veces la lámpara de encima de la mesa. Después me dirigió una sonrisa.
—Pues no está nada mal, ¿no te parece?