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Me sentía sumamente incómodo. A decir verdad, no es que tuviera gran interés por la recaudación de impuestos en el Imperio Otomano. Es que al volver de la escuela se me había ocurrido de pronto, a raíz de no sé qué: «Ahora que lo pienso, ¿cómo harían para recaudar los impuestos en el Imperio Otomano?». Y a mí, desde pequeño, me han enseñado que, en cuanto haya algo que no sepa, debo correr a consultarlo en la biblioteca.

—Pero no se preocupe —dije—. No tiene tanta importancia. Además, es un tema muy especializado.

Yo quería abandonar sin dilación aquella habitación siniestra.

—¡No digas estupideces! —exclamó el anciano, enojado—. Aquí hay, como tiene que ser, montones de libros que versan sobre la recaudación de impuestos en el Imperio Otomano. Creo que lo que tú pretendes, jovencito, es burlarte de esta biblioteca.

—¡No, no! No tengo la menor intención de hacerlo —me apresuré a decir—. ¿Por qué habría de hacer yo una cosa semejante?

—Pues, entonces, quédate aquí quietecito y espera.

—Sí —dije.

Encorvando la espalda, el anciano se levantó de la silla, abrió una puerta de hierro que había al fondo de la habitación y desapareció tras ella. Yo permanecí de pie unos diez minutos esperando el regreso del anciano. Una multitud de pequeños insectos negros recorría el interior de la pantalla de la lámpara con un rumor sordo.

Poco después apareció el anciano con tres gruesos volúmenes en los brazos. Los tres eran auténticas reliquias y un olor a papel viejo inundó la habitación.

—Aquí tienes —dijo el anciano—. Los impuestos en el Imperio Otomano y, también, Diario de un recaudador de impuestos del Imperio Otomano y otro más: El movimiento contra el pago de impuestos en el Imperio Otomano y su represión. ¿Qué? ¿Tenemos o no tenemos?

—Muchas gracias —dije educadamente. Tomé los tres libros y me dispuse a salir de la habitación.

—¡Eh! —gritó el anciano a mis espaldas—. ¡Espera un momento! Ninguno de esos tres libros puede salir de la biblioteca.