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El hombre-oveja se cubría por entero con una auténtica piel de oveja. Solo tenía despejada la zona de la cara, donde asomaban un par de pupilas de expresión afable. Esa apariencia le sentaba bien. La mirada del hombre-oveja se posó unos instantes en mi rostro; después se dirigió hacia los tres libros que yo llevaba en la mano.

—¿Acaso has venido a leer?

—Sí —respondí.

—¿Has venido aquí a leer queriendo realmente venir?

Su manera de decirlo tenía un no sé qué de extraño. Tartamudeé.

—¿Es que no eres capaz de responder como es debido? —me urgió el anciano—. ¿Has venido aquí porque querías leer? ¿Eh? ¡Contesta!

—Sí. Quería leer y he venido hasta aquí.

—¡Ya ves! —dijo el anciano con aire triunfal.

—Pero, profesor —dijo el hombre-oveja—. Es que todavía es un niño.

—¡Cállate! —De pronto, el anciano se sacó una vara de sauce de la parte trasera de los pantalones y azotó de soslayo al hombre-oveja en el rostro—. ¡Llévalo enseguida a la sala de lectura!

El hombre-oveja puso cara de preocupación, pero se resignó a tomarme de la mano.

Debido al azote con la vara de sauce, tenía enrojecida y tumefacta la zona junto al labio.

—Vamos. Acompáñame.

—¿Adónde?

—A la sala de lectura. Porque tú has venido aquí a leer, ¿no es así?

Con el hombre-oveja a la cabeza, recorrimos un pasillo estrecho. A mis espaldas, nos seguía el anciano. En la indumentaria del hombre-oveja no faltaba un rabo cortito que se balanceaba de izquierda a derecha, como un péndulo, acompañando sus pasos.

—Bueno, bueno —dijo el hombre-oveja deteniéndose en un rincón del pasillo—. Ya hemos llegado.

—Espera un momento, señor hombre-oveja —dije yo—. ¿Esto no será, por casualidad, un calabozo?

—Sí, lo es —dijo el hombre-oveja asintiendo con un movimiento de cabeza.

—Exacto —dijo el anciano.