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La biblioteca estaba mucho más silenciosa que de costumbre.
Yo llevaba, aquel día, unos zapatos de piel nuevos que, al pisar el linóleo de color gris, dejaban escapar unos crujidos duros y secos. No sé por qué, pero no parecía que aquellos pasos fuesen míos. Cuando te pones unos zapatos de piel nuevos, tardas un tiempo en familiarizarte con el sonido de tus propios pies.
En el servicio de préstamo había una mujer desconocida que leía un grueso volumen. Era un libro apaisado, muy ancho. Daba la sensación de que estuviera leyendo la página derecha con el ojo derecho y la izquierda con el izquierdo.
—Disculpe —dije.
La mujer dejó el libro sobre la mesa con un pataplum y alzó el rostro hacia mí.
—Vengo a hacer una devolución —añadí, y deposité sobre el mostrador los libros que llevaba bajo el brazo. Uno era Cómo se construye un submarino; el otro, Memorias de un pastor.
La mujer levantó la tapa y comprobó la fecha de vencimiento. Por supuesto, estaba dentro de plazo. Yo cumplo puntualmente con fechas y horas. Porque es eso lo que mi madre siempre me dice que haga. Igual que los pastores. Si los pastores no respetaran las horas, las ovejas se volverían locas.

La mujer estampó con vigor el sello de «restituido» en mi tarjeta de préstamos y, acto seguido, reanudó la lectura.
—Busco un libro —dije.
—Baje las escaleras, a la derecha —dijo sin levantar la cabeza—. Siga recto. Sala número 107.