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Luego decidí sentarme ante el escritorio y leer. Para poder huir, primero tenía que lograr que el enemigo bajara la guardia. Fingir que obedecía. Lo que no iba a resultarme nada difícil. Porque yo, por naturaleza, tengo predisposición a hacer dócilmente lo que me dicen.

Elegí Diario de un recaudador de impuestos del Imperio Otomano y empecé a leer. Era un libro muy complicado, escrito en turco antiguo, pero, sorprendentemente, fui capaz de leerlo con soltura, sin esfuerzo alguno. Más aún: las páginas leídas se me quedaban grabadas en la mente sin saltarme una línea. Como si, de repente, mis sesos se hubieran vuelto más densos.

Según pasaba las páginas, me iba convirtiendo en el recaudador de impuestos turco Ibn Almud Hasshur y recorría la ciudad de Estambul recaudando impuestos con una cimitarra al cinto. Un espeso olor a frutas, gallinas, tabaco y café, parecido a un turbio riachuelo, caía pesadamente sobre las calles. Los vendedores de dátiles y mandarinas turcas pregonaban sus mercancías sentados a un lado del camino. Hasshur era un hombre apacible que tenía tres esposas y seis hijos. En casa cuidaba un perico tan gracioso que nada tenía que envidiar a un estornino.

A las nueve de la noche pasadas, el hombre-oveja me trajo cacao y galletas.

—¡Qué impresionante! ¡Ya estás estudiando! —dijo—. Bueno, descansa un poco y tómate el cacao caliente.

Dejé de leer, me tomé el cacao caliente y me comí las galletas.

—Oye, señor hombre-oveja —dije—. ¿Quién es la chica tan bonita de antes?

—¿Cómo dices? ¿Una chica bonita?

—La chica que me ha traído la cena.

—¡Qué cosas tan raras dices! —exclamó el hombre-oveja ladeando la cabeza—. La cena te la he traído yo. Tú estabas dormido, llorando. Yo, tal como puedes ver, solo soy un hombre-oveja, no una chica bonita.

¿Habría sido un sueño?