10. NUESTRA LENGUA
«La nostra Pàtria, per a nosaltres, és el territorio on es parla la llengua catalana», escribió en cierta ocasión Pompeu Fabra. Fabra (1868-1948) es conocido hoy como un lexicógrafo, pero en realidad se formó como ingeniero y su principal experiencia profesional la adquirió en los diez años (1902-1911) que pasó en Bilbao como profesor de química en la escuela de ingeniería. Solía mezclar sus tareas profesionales con un obsesivo interés por los problemas de la lengua catalana, que como muchas otras lenguas minoritarias en Europa contaba con varios dialectos regionales internos y pocas normas gramaticales. Preocupado por la necesidad de conferirle al catalán una estructura más lógica y un vocabulario, comenzó a publicar diversos ensayos como su Ensayo sobre la gramática catalana moderna (1891) y colaboró con otros para intentar sistematizar la lengua. El resultado de sus años en Bilbao no fue un manual de ingeniería, sino una Gramática de la lengua catalana (1912). Las autoridades catalanas lo seleccionaron como el hombre ideal para llevar a cabo la parte cultural de sus aspiraciones políticas, y lo respaldaron tan absolutamente que en cierto sentido se convirtió en un pequeño dictador que puso por escrito, a menudo de un modo completamente arbitrario, las nuevas normas y reglas de cómo debería escribirse y hablarse el catalán. El resultado final de veinte años de trabajo fue el gran Diccionari general de la llengua catalana (1932), que hoy sigue siendo imprescindible en todas las bibliotecas ilustradas catalanas.
La afirmación de Fabra según la cual la lengua es una identidad, obviamente transforma el idioma en una cuestión política. Citemos un ejemplo. A finales del siglo XVI, Enrique IV de Francia declaró que Francia debería incluir en sus fronteras a cualquiera que hablara francés. Como en aquella fecha había más gente que hablaba francés viviendo fuera que viviendo dentro de Francia, su afirmación fue interpretada como una intención de poner en marcha acciones bélicas y agresivas. Y la frase de Pompeu Fabra fue también agresiva. Veamos a qué conclusiones llega a partir de su argumento: «De les dues errors que combatem, la primera, que limita la nostra patria al territorio de les quatre exprovíncies, és, sens dubte, la més extensa i inveterada. Les manifestacions de consciencia nacional durant l’Edat Mitjana (el cronista Muntaner i el rei Pere III en són alts exponents) responen al sentiment integral de pàtria. L’afebliment i la desaparició del sentiment d’unitat coincideix amb les temps de decádència. I no cal dir que la nació que ens governa des de fora, ha procurat —i procura encara—, per tots els mitjans, de fomentar i acentuar la divergencia entre els països catalans. Sortosament, de mica en mica, la Renaixença restaura el vell esperit de totalitat. Molt ha estat el camí fet, però cal reconèixer que encara no hem arribat a la plena consciencia collectiva».
En pocos asuntos los intelectuales catalanes han estado tan de acuerdo: «La llengua és tota la nació […]. La llengua és la maitexa nacionalitat», escribió Prat de la Riba en 1906. A veces, los portavoces catalanes tal vez se han mostrado excesivamente suspicaces respecto a las amenazas y peligros que corre su lengua. Un fraile agustino, Gaspar Sala, redactó en octubre de 1640 para la Diputació de Barcelona la siguiente defensa de su lengua, dando por supuesto que el rey Felipe IV se había comportado de un modo hostil hacia el idioma:
Pero, Señor, como el aborrecimiento pone estorvos a la afición de V. M., notifican sus prendas, y las refieren, con desabrimientos, y ultrages, escarniendo hasta la lengua, que fue tan preciosa a los señores reyes de Aragón. Y assí dize Çurita, que era tan general la afición de los Reyes, que desde que sucedieron al Conde de Barcelona, siempre tuvieron por su naturaleza y antiquíssima patria a Cataluña, y en todo conformaron con sus leyes, y costumbres, y la lengua que usavan era la Catalana. Todas las ordinaciones, assí de la casa real, como otras, eran en Catalán. Las proposiciones, que hazían los señores Reyes en las Cortes o Parlamentos, aunque se hiziessen a los tres Reynos, eran en catalán.
La lengua catalana era evidentemente la única cosa que unía a los pueblos de Cataluña, puesto que en otros temas había significativas diferencias en usos y costumbres. Y puesto que era la lengua lo que confería identidad, se convirtió la lengua en el objetivo lógico de los líderes políticos de Cataluña. En realidad, fueron bastante más afortunados que muchas otras minorías europeas. La integración de diferentes pueblos en una administración estatal inevitablemente tiene su impacto en el uso de los idiomas, y semejantes problemas se han dado siempre en muchas partes de Europa. Cuando Gales se integró en Inglaterra, en 1536, casi todos los galeses hablaban galés. En 1900, después de cuatro siglos de bilingüismo, solo el 50 por ciento hablaba galés. Y en 1990, solo el 19 por ciento. Todos los casos de integración de unos pueblos en otras entidades estatales a lo largo de los siglos han tenido las mismas consecuencias, en Gran Bretaña, en Francia o en Italia.
¿Pero realmente el idioma confiere identidad a un pueblo? En sí misma la pregunta señala el problema. Tal y como escribió el pensador Antonio Gramsci, «Cada vez que aflora la cuestión del idioma, significa que hay una serie de problemas en el fondo». En el caso de Cataluña, las afirmaciones de Prat de la Riba apuntadas más arriba son francamente dudosas y cuestionables, porque casi todos los casos históricos que podríamos citar (hay tantos que sería temerario citar solo uno) sugieren que la lengua no es el fundamento de una nación y, desde luego, no crea una nación. En prácticamente todos los casos, la nación se engendra antes que la lengua. Renan explicaba, con mucha razón, que «el idioma puede invitarnos a la unidad, pero no nos obliga a unirnos». En todos los países europeos la adopción de una lengua común se dio mucho tiempo después del establecimiento de las líneas maestras de la nación o del Estado. En la Italia unificada de 1860, solo una diminuta minoría, menos del tres por ciento, hablaba la lengua toscana que pronto se convertiría en la lengua nacional. Lo que unificó a los italianos fueron unas circunstancias políticas, no la lengua. En la Francia prerrevolucionaria, que por aquel entonces tenía ya todas sus fronteras bien definidas en los mapas y podía ser considerada entre los extranjeros como una nación sólida, la mitad de la población aún no sabía hablar francés.
Y lo que ocurría en España era algo muy parecido. Una de las principales consecuencias, sin duda, de la identidad imperial española fue la difusión de la lengua castellana. El hecho de que el castellano sea en el siglo XXI la lengua principal para una quinta parte de la humanidad es una fuente de continuo orgullo para los españoles. El habla castellana fue un foco crucial de identidad porque en cierta medida se convirtió en el idioma del imperio. Fue la primera lengua que se empleó a gran escala, y no solo en la patria, sino también en otros muchos territorios, a veces muy lejanos. Los españoles la emplearon en todas partes con el fin de comunicarse con otros españoles. Se convirtió en el medio utilizado por escritores, clérigos, diplomáticos y mandos militares en los ejércitos de la Corona. Las obras escritas en castellano fueron conocidas por los europeos y las prensas extranjeras publicaron traducciones de obras españolas. El indudable éxito del castellano en la península, así como en otros territorios del mundo, nos obliga a preguntarnos si esa lengua era una expresión de España en tanto nación.
Sin embargo, el hecho es que la expresión «lengua nacional» para el castellano parece no haber aparecido hasta el año 1884, cuando fue utilizada en el diccionario oficial, publicado por la Real Academia Española. La Academia distinguía el castellano de otras lenguas habladas en el país, a las que designaba como dialectos. En realidad, la Academia no había indagado el nivel real del habla de la lengua castellana. Puede que Nebrija se adelantara a su tiempo redactando una gramática castellana en 1492, pero en aquella época probablemente solo la mitad de la población hablaba esa lengua, y con casi toda seguridad más del 95 por ciento no sabía escribirla. Nadie más, ni en Europa ni en el resto del mundo, hablaba castellano. Los defensores de la opinión de que España era una nación en 1492 tendrían que aceptar la triste realidad de que una lengua nacional no era uno de sus constituyentes básicos. El proceso histórico fue este: «Entre los siglos XV y XVII, los programas de promoción de la lengua, impulsados políticamente, fueron un objetivo habitual en la mayoría de los países de la Europa occidental. El resultado de este proceso fue que los principales idiomas vernaculares de la región, como el inglés, el francés, el español, el alemán, el italiano, el sueco, el portugués y el holandés, se transformaron y, de ser unos dialectos muy localizados y fundamentalmente orales, con unos vocabularios pequeños e inestables, se convirtieron en idiomas prolijos y abundantes, uniformes y estandarizados, y escritos, propios para la administración y la producción literaria que todos conocemos a día de hoy[63]».
Los castellanos nunca tuvieron mucho éxito a la hora de imponer su lengua por la fuerza. ¿Cómo iban a tenerlo? En ningún rincón del mundo en el que ejercían su poder, las poblaciones hablaban español. Así que los misioneros en el Nuevo Mundo intentaban aprender las lenguas nativas. En Europa, los castellanos descubrieron que tenían gravísimos problemas para aprender otras lenguas, y con frecuencia utilizaban a personas que las conocían (como los belgas) para llevar a cabo las tareas administrativas y actuar como embajadores. Del mismo modo, en Cataluña hubo una cierta infiltración pero no una imposición real de la lengua castellana. Puede que los libros en español fueran los más vendidos en las librerías de Barcelona, pero en las calles casi todo el mundo hablaba catalán. «En Cataluña», aseguraba un clérigo catalán en 1636, más de cien años después de la implantación de la dinastía de los Habsburgo, «el pueblo común no entiende el castellano». En Cataluña toda la clerecía no catalana se esforzaba en aprender la lengua local, y los jesuitas, por ejemplo, se cuidaban muy mucho de escoger solo a catalanes para trabajar en la región.
A lo largo de toda la época de los Habsburgo la pluralidad de lenguas en el interior de la península tuvo que ser necesariamente reconocida y aceptada. El castellano, desde luego, fue inmediatamente asumido como lingua franca, la lengua común, de los españoles. En la práctica, había una parte muy grave y negativa en esa situación. Y como los administradores castellanos habitualmente eran incapaces de aprender otras lenguas, con el fin de hablar francés u holandés en Flandes, italiano en Italia, quechua en Perú, y ni siquiera catalán en Cataluña, se tornaron intolerantes con aquellos que no hablaban castellano. Como resultado se dieron malos entendidos y hostilidad, como hemos visto en el caso de la Inquisición en Cataluña. Allá donde dirijamos nuestra mirada en el imperio español, la ignorancia castellana de las lenguas extranjeras se convirtió en un obstáculo para el entendimiento. En 1642 un escritor portugués comentó que durante los años de permanencia de los castellanos en Portugal, «los castellanos solo permitían el uso de su lengua, y trataban la lengua portuguesa como si fuera griego». El chauvinismo en materia idiomática fue común en todos los imperios, y sería injusto criticar a los españoles como si hubieran sido los únicos en actuar así. Por fortuna, a mucha gente les pareció que el castellano era una lengua fácil de aprender, y el imperio se encargó de agradecérselo. Es más, esa fue la edad de oro de la creatividad literaria en castellano, y en Cataluña el gran éxito de los escritores castellanos —sobre todo, Santa Teresa de Ávila— contribuyó a ampliar la aceptación del castellano como lengua culta.
¿Acabaron los castellanos con la lengua catalana?
Una de las mentiras más ampliamente difundidas por la propaganda oficial en Cataluña a día de hoy es la afirmación de que los castellanos intentaron acabar con el catalán tras 1714. Semejante afirmación fue desmentida por los especialistas catalanes hace ya muchos años. Tras los acontecimientos de 1714, el catalán continuó floreciendo del mismo modo que hasta entonces. La Nueva Planta de 1716 exigió el uso general del castellano en la administración, con el fin de unificar las ordenanzas administrativas y porque muchos de los nuevos administradores del principado no conocían el catalán. Es totalmente exagerada la expresión de un profesor catalán cuando habla de la «insidiosa intención de llevar a cabo una extirpación lingüística» y de una ficticia «continua represión oficial» en 1714[64], cuando la más mínima investigación revela todo lo contrario. Aparte de en la administración, el catalán siguió utilizándose en casi todos los demás aspectos de la vida pública y privada. En la parte de Cataluña que permaneció bajo control francés, «el catalán no solo siguió siendo la lengua común de la sociedad local, sino también la lengua escrita». Incluso los registros administrativos locales «se conservaron en catalán a lo largo de los siglos XVIII y XIX». «En la vertiente española de la frontera, el catalán sobrevivió incluso en mayor medida como lengua escrita. Los tratados médicos, los manuales técnicos, los textos escolares, por no mencionar los tratados religiosos, los registros notariales y los contratos privados, todos se siguieron redactando y publicando en catalán[65]». La lengua hablada en Cataluña fue casi exclusivamente el catalán hasta finales del siglo XIX. Y sobre todo, la Iglesia de Cataluña siguió preservando el uso del catalán en libros, sermones, las liturgias públicas, todo ello en catalán. Solo unas cuantas órdenes religiosas comenzaron en el siglo XIX a utilizar el castellano como lengua en las escuelas, pero fue un proceso lento e irregular.
No cabe duda ninguna de que el catalán era la lengua común de los catalanes: es un hecho indiscutible. Al mismo tiempo, debe recordarse que la calidad de su catalán era bastante pobre. El gran nivel de analfabetismo (prácticamente el 90 por ciento) daba a entender que muy poca gente en el país sabía escribir su lengua. La lengua hablada, del mismo modo, no tenía normas y variaba significativamente de una zona a otra del país. Al final, no dejaba de tener sentido que muchos mandatarios decidieran utilizar una lengua que ya se estaba imponiendo como lengua escrita: el castellano. En la comunicación del día a día, por el contrario, fuera en las conversaciones normales o en los sermones eclesiásticos, tenía más razón de ser hablar en catalán.
Tampoco puede haber ninguna duda de que mucho antes de 1714 ya había comenzado un deterioro del idioma por factores que no tenían nada que ver con supuesta inquina de los castellanos. Aparte de los panfletos populares, el grueso de la literatura publicada en el principado era casi exclusivamente en castellano. En el siglo XVI Cataluña conoció una inundación de libros escritos por los autores más famosos de Castilla y, de hecho, el autor más vendido del siglo en Barcelona era Teresa de Ávila. De las 38 obras impresas en Lleida en las dos primeras décadas del siglo XVII, doce eran en latín, y el resto en castellano; ninguna en catalán. «A nadie le interesa escribir en nuestra lengua catalana», apuntaba un conocido autor local, fray Miquel Agustí, en 1617. En 1636 un clérigo catalán admitía que «en Cataluña se leen libros de devoción castellanos porque no hay ninguno en catalán. Muy difícil será que encuentre vuestra merced un libro de devoción en nuestra lengua». En 1644, un fraile de Perpiñán, Josep Estrugos, escribió: «Per falta de estudi si a pochs que sapian parlar catalá y menos escriure», «attrets de la dulçura de la llengua castellana y aplauso dels afficionats».
La única gran razón para la lenta degradación del catalán fue la ciudad de Barcelona. Aunque el catalán era la lengua común, la élite de la ciudad practicaba un bilingüismo que preparaba el camino para la imposición castellana. Prácticamente todos los libros publicados o vendidos en la ciudad eran en castellano. En las iglesias de Barcelona, todos los sermones eran en castellano. En un famoso trabajo de 1628, un cronista del norte de Cataluña, Andreu Bosch, afirmó: «Como todo el mundo sabe por experiencia, la gente en misa se ve obligada a escuchar los sermones en una lengua que no entienden», es decir, en castellano. Esto ocurría también en Barcelona. El hecho de que las administraciones del virrey y de la Inquisición estuvieran en la ciudad significaba que el idioma que se empleaba normalmente en el ámbito de su trabajo era el castellano. Un amplio sector de las clases altas prefería hablar castellano en vez del idioma del vulgo, que consideraban menos elevado. «A principios de la época moderna se produjo una deriva de los escritores catalanes hacia la órbita castellana», nos recordaba un investigador actual. Fue una práctica que quedó firmemente enraizada por razones sociales y políticas, y mediante los matrimonios mixtos de las clases nobles con la nobleza castellana. El catalán quedó relegado al nivel de la lengua hablada mucho antes de 1714 y de ello fue principalmente responsable la élite catalana.
La Iglesia siguió siendo una de las principales defensoras del catalán, porque era el principal punto de contacto con el pueblo catalán, especialmente en el campo. En Cataluña, toda la clerecía no catalana se esforzaba en aprender la lengua local, y los jesuitas, por ejemplo, como se ha indicado, se ocuparon muy mucho de designar solo a catalanes para trabajar en la región. No es verdad que los jesuitas favorecieran la castellanización, como han dicho algunos historiadores. Durante más de doscientos años, tras su llegada a Cataluña, los jesuitas trabajaron y enseñaron en catalán, y el rector de los jesuitas en Barcelona a finales del siglo XVI, Pere Gil, era un apasionado defensor del idioma. En todo caso, hubo dos poderosas excepciones a la norma. En la ciudad de Barcelona, donde las élites catalanas preferían el uso público del castellano, el discurso público era casi sin excepción en castellano. Los escritores catalanes, como Narcis Feliu de la Penya en el siglo XVIII, preferían escribir y publicar en castellano. La segunda excepción afectaba a la educación: las clases prominentes preferían educar a sus hijos en castellano, y en consecuencia las órdenes religiosas que participaban en el sector educativo se vieron obligadas a enseñar en ese idiomas. En cualquier caso, el castellano ya era por entonces una lengua culta y sofisticada con una gramática muy definida, lo cual no se podía decir del catalán.
La «lengua del imperio» y Cataluña
El catalán se las arregló para sobrevivir en una modalidad infradesarrollada que posteriormente Pompeu Fabra contribuyó a rescatar. El castellano, de un modo bastante extraño, sobrevivió con menos éxito del que con frecuencia se ha pensado. En la España de Felipe V, la lengua oficial de la corte era el francés y todos los negocios importantes se despachaban en este idioma. Los embajadores de la Corona eran en su mayor parte italianos y, en consecuencia, mantenían su correspondencia con el gobierno bien en francés bien en italiano. En muchos aspectos de la alta cultura, el idioma efectivo era el italiano, y no el castellano. El erudito valenciano Gregorio Mayáns, un ferviente admirador de la cultura italiana, admitía en 1734 al primer ministro español, el italiano José Patiño, que España había fracasado en su deseo de extender el ámbito de influencia de su idioma. «Una de las cosas que la nación debería tener particular cuidado en conseguir», escribió, «es que su idioma sea universal». Y añadía que el castellano había sido superado por el inglés y el francés, cuyas literaturas, ciencias e idiomas ostentaban la supremacía en el mundo. «El error es nuestro, por nuestra incompetencia», decía.
Desde ese momento, cuando España ya no poseía el imperio europeo y no necesitaba entender otras lenguas europeas, comenzó a correr un mito completamente falso sobre la «lengua del imperio» y su universalidad. El propio Mayáns creía que había habido un tiempo, en los buenos días de Felipe II, en que el idioma español había alcanzado los rincones más lejanos de la tierra. El mito alcanzó su punto álgido en el siglo XIX, y fue apoyado por algunos catalanes, como Antoni Puigblanc, que afirmó en 1811: «Es esencial abandonar la lengua regional. Siempre será extraño en su propio país quien no adopte la lengua nacional como propia». Más adelante comenzó a desarrollarse la ideología patriótica del «hispanismo». El hispanismo, sobre todo después de 1898, estaba dirigido principalmente contra los Estados Unidos y la lengua inglesa. El tema del idioma, aparentemente neutro, se convirtió en un animado campo de batalla, en el cual el principal objetivo era la reivindicación de la hegemonía cultural de España, sobre todo en Hispanoamérica, pero también en todo el mundo. El celo con el que se defendía el universalismo derivaba de la convicción de que la lengua había permitido que Castilla lograra su grandeza histórica en el siglo XVI, y que su grandeza histórica alcanzaría cotas aún más elevadas en el futuro.
La ideología también alimentó las llamas del nacionalismo castellano, que se enconó contra las lenguas minoritarias peninsulares, que estaban a punto de convertirse en peligrosos vehículos de separatismo regional en el seno de España. Unamuno, vasco de nacimiento y conservador en temas políticos, se mostró como un enemigo acérrimo de todas las amenazas a la lengua de Cervantes. Recomendó que se procurara extirpar la lengua catalana y predijo la «muerte inevitable» del euskera como idioma. «Cada día soy más partidario del idioma en el que hablo, escribo, pienso y siento», apuntó. El chauvinismo lingüístico de Unamuno puede ilustrarse con su furiosa reacción a la crítica extranjera de los terribles acontecimientos de la Semana Trágica en Barcelona, en 1909. Los comentaristas extranjeros, incluidos Anatole France y Maurice Maeterlinck, habían criticado la violenta represión. Furioso ante aquellas críticas, Unamuno escribió en 1909 en el diario ABC de Madrid una carta incendiaria en la que apuntaba que España estaba siendo constantemente difamada, por culpa de la envidia que los europeos sentían hacia los españoles porque el castellano era la primera lengua del mundo, y eso no podían perdonarlo. «Somos mejores que los europeos», proclamaba; el espíritu de San Juan de la Cruz es superior al de Descartes; si ellos presumen de haber conseguido inventos científicos, bueno, «que inventen ellos, que ya luego nosotros sabremos aplicar sus inventos». En la misma época abogó por la supresión en las antiguas tierras hispanas del Nuevo Mundo de todas las lenguas aparte del español. De semejantes ideas se hizo eco también Ortega y Gasset, que creía no menos firmemente en las únicas virtudes de Castilla. «Solo las cabezas castellanas», mantenía en España invertebrada, «tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral». Solo Castilla creó España y solo la lengua de Castilla era la verdadera lengua de España. Los sentimientos de estos dos pensadores también tuvieron su eco en el gran erudito Menéndez Pidal, que explicaba que el castellano tenía cualidades superiores intrínsecas, y que se había revelado históricamente como una lengua unificada y unificadora, tanto en la península como en las antiguas colonias del Nuevo Mundo. Los corolarios de semejantes ideas eran evidentes: el resto de los idiomas le debían pleitesía al castellano, sobre todo en la península, donde las lenguas regionales debían quedar relegadas a un segundo plano. Durante la dictadura de Primo de Rivera se intentó limitar el uso del catalán en Cataluña, pero aquella intentona tuvo pocos efectos prácticos.
El método se preparó concienzudamente con las políticas adoptadas por la dictadura, cuya actitud hacia las lenguas no era original, sino más bien una proyección de las opiniones que corrían ampliamente entre los intelectuales castellanos de la generación anterior a la llegada de Franco al poder. Si todas esas opiniones no hubieran existido, Franco no podría haberlas ejecutado. Su política hacia el catalán, sin embargo, no tenía nada que ver con lo ocurrido en el año 1714 y fue pura y simplemente venganza: el intento del vencedor de aplastar la cultura de una región rebelde. No entraremos en detalles en un terreno que ha sido explicado y analizado por numerosos comentaristas: la sustitución del catalán por el castellano en todas las instituciones oficiales, políticas administrativas, y en toda la educación pública. De un golpe, la lengua que no hablaba una buena parte de la población se convirtió en la lengua oficial, y el uso de la lengua del país quedó al mismo tiempo prohibida y penalizada. Las medidas tomadas tuvieron un grave impacto en las escuelas y en las universidades: no se podía enseñar en catalán, los libros de texto eran exclusivamente en castellano, y todos los departamentos de estudios catalanes (literatura, filología e historia) fueron abolidos.
La publicación y venta de libros en catalán quedaron restringidas, y muchos libros fueron confiscados y destruidos. Todos los libros tenían que ser aprobados por los censores gubernamentales antes de ser publicados, y algunos géneros se vigilaban cuidadosamente, especialmente los libros infantiles, los trabajos de erudición universitaria y cualquier otro destinado a convertirse en un mensaje político o social. La publicación de periódicos y revistas en catalán se prohibió; la lengua catalana también se prohibió en la radio y en el cine. Todos los nombres de las calles —y de los pueblos y ciudades— se cambiaron para adoptar la forma castellana. Las organizaciones civiles de todo tipo que florecieron bajo la República, desde equipos deportivos de barrio a la asociación de ciegos, fueron obligadas a castellanizar sus nombres, sus estatutos, sus carnés y el idioma en que se celebraban sus reuniones. Técnicamente, las prohibiciones se aplicaban solo a los contextos públicos y materiales, pero lo cierto es que también se ejecutaron en la esfera privada: los nombres que se daban en el bautismo, por ejemplo, tenían que ser castellanos, no catalanes. Estas medidas no solo eran propuestas. Se aplicaron rígidamente y aquellos que no las cumplían eran despedidos, o arrestados, encarcelados o ejecutados. Cientos de miles de libros en catalán fueron destruidos, y la industria del libro perdió una generación. La censura de los servicios postales duró hasta 1948, y las cartas privadas podían abrirse y controlarse.
El listado de agresiones contra la libertad es interminable: y los libros sobre el tema son muchos y en general bien documentados. No todos los catalanes sabían leer o iban a la escuela o a la universidad o leían, así que muchas de esas prohibiciones en teoría no afectaban a la vida cotidiana, salvo por el hecho de que el aspecto más destacable de aquellas prohibiciones era la agresión contra todos aquellos que se atrevían a hablar catalán fuera de la privacidad de sus casas. Fue a ese nivel donde se tocó la fibra más sensible de la identidad catalana. Si se escuchaba hablar a alguien en catalán en la calle (es decir, el espacio público y, por tanto, sometido a las leyes), podía exigírsele que hablara «la lengua del imperio». Las restricciones siguieron aplicándose por la fuerza hasta el final de la dictadura.
Para los castellanos que no sufrieron esas agresiones es difícil comprender los inmensos problemas de intentar recuperarse del intento de aniquilar un idioma propio. Otros países han llevado a cabo con éxito operaciones similares. La Revolución Francesa, por ejemplo, ejerció una deliberada política de exterminio contra todas las lenguas no francófonas en el interior de las fronteras francesas. En París, en 1794, el Abbé Grégoire presentó al gobierno su Informe sobre la necesidad y los medios para acabar con el patois y universalizar el uso de la lengua francesa. La consecuencia de la puesta en marcha de las medidas por parte del gobierno fue que las lenguas vivas como el occitano y el bretón fueron casi barridas del mapa. En las provincias catalanoparlantes del sur, naturalmente, el idioma también fue reducido a la nada por el Estado francés. En 1972 el presidente de Francia, Georges Pompidou, declaraba: «No hay lugar para lenguas regionales en Francia».
Luego, durante la democracia postfranquista, las dificultades para intentar restaurar el catalán a su antiguo estatus público dieron lugar —aún hoy— a significativos problemas políticos, educativos y sociales de los que no podemos ocuparnos aquí. La controversia sobre las lenguas se basa esencialmente en las objeciones que plantean los castellanos que viven en Cataluña, porque las instituciones catalanas pretenden educar a sus hijos en una lengua que no es la de sus padres. Para mucha gente, esto es casi como si la Generalitat estuviera adoptando plenamente las políticas franquistas, al controlar y casi eliminar el papel de la lengua castellana en la vida pública y privada de Cataluña. Cualquier cosa que se escribiera aquí suscitaría objeciones de las dos partes implicadas en la controversia (que no es, simplemente, una controversia, sino un tema muy significativo y relevante), y no me meteré en ello, con la excusa de que no estoy cualificado para hacerlo. Solo haremos un par de comentarios. En primer lugar, el intento de apoyar y reforzar el catalán como la única lengua oficial de Cataluña depende en gran medida de si Cataluña puede considerarse parte del Estado español o debe considerarse como un Estado libre y soberano. En segundo término, sea Cataluña soberana o no, parece que tiene derecho a rescatar su propia lengua y no dejarla morir. La amenaza del castellano es una amenaza real. Hoy, en esta comunidad, a uno se le atiende en los juzgados, en las administraciones, en la policía, en taxis, y en muchas tiendas y restaurantes más en castellano que en catalán. El idioma más hablado en Cataluña, hoy, es el castellano. Eso representa más que nunca una amenaza a la supervivencia de la lengua común de los catalanes. Lógicamente, ello ha generado una política agresiva por parte del nacionalismo catalán.
Anticatalanismo: ¿qué es?, ¿existe?
Solo unas breves palabras sobre el supuesto fenómeno del anticatalanismo. Por lo que yo sé, el único contexto en el que los sentimientos anticatalanes adquieren forma es a nivel del contacto personal, e incluso entonces no se basan tanto en la hostilidad hacia lo catalán, sino más bien en un rechazo de algunas características que suelen achacarse a los catalanes, la mayoría de ellas imaginarias, míticas y ahistóricas. El principal contexto es prácticamente siempre el del idioma. En muchas publicaciones populares, los catalanes han puesto de manifiesto la hostilidad que prominentes figuras de la vida pública española han mostrado hacia su idioma. La hostilidad fue pública e intensa durante la época del gobierno derechista y castellanista de Franco. En España, los sentimientos anticatalanes frecuentemente se dan en contextos lingüísticos, y por eso se tratan en este capítulo.
Desde cierto punto de vista, el término «anticatalán» resulta irrelevante, porque se ha utilizado para referirse a un montón de asuntos diferentes. El contexto político del enfado permanente de los castellanos con Cataluña, por ejemplo, es el tema de un breve ensayo que un historiador ha redactado sobre «Los orígenes históricos del anticatalanismo» (www.eurozine.com). Los ejemplos que proporciona, por desgracia, no demuestran ningún anticatalanismo, sino simplemente el enojo causado por quejas concretas tales como la rebelión política. ¿Fue Olivares anticatalán? No hay ninguna prueba de que lo fuera, pero sus políticas desde luego no fueron muy populares entre las clases dirigentes del siglo XVII en Cataluña. En esas circunstancias, el «anticatalanismo» no es más que una etiqueta que se aplica a cualquiera que critica algún aspecto de la sociedad o de los individuos de Cataluña. Tendría más valor llevar a cabo un análisis sobre si la gente que critica algún aspecto del comportamiento catalán podría ser identificada con ciertas actitudes antisemitas, por ejemplo.
El hecho de que las afirmaciones anticatalanas se deban a personas no catalanas lógicamente nos conduciría a preguntar si los catalanes hacen afirmaciones «anti-» sobre otros. Y es obvio que las hacen, pero la importancia de cualquier afirmación o sentimiento está condicionada por el hecho de que a nadie realmente le preocupa lo que los catalanes puedan decir de ellos. El asunto no debería desestimarse, porque como cualquier otra población normal, los catalanes también serán probablemente racistas y xenófobos. Hay muchas pruebas de que en el curso de su historia algunos sectores de la población catalana, y no solo la élite, han mostrado hostilidad hacia los judíos, los castellanos, los franceses, los negros, los musulmanes y —en nuestros días— los inmigrantes de distintas procedencias. Como las actitudes «anticatalanas», esa hostilidad debe considerarse siempre en su contexto. Los catalanes fueron y son un pueblo pequeño, susceptible ante cualquier cosa que amenace su modo de vida, de manera que probablemente tienden a ponerse más a la defensiva y están más dispuestos a considerarse víctimas.
La lengua que hablamos: la lengua que votamos
Hay un grave problema respecto al estatus y el uso del catalán, aunque en este trabajo apenas si podemos discutirlo brevemente. Por un lado, la Generalitat afirma que el catalán es la «lengua común», que tiene carácter internacional, con exactamente los mismos derechos que el castellano, y no es una simple «lengua de autonomía». Con el fin de fortalecer esta opinión, la página web oficial proclama que «10 millons de persones parlen catalá», es decir, una sexta parte de la población española; sería la novena lengua de la Comunidad Europea. Las personas que viven y trabajan en Cataluña no tardarán en evidenciar que esas cifras son completamente ficticias, pero es verdad que pueden tener una significación política real. Una pequeña encuesta llevada a cabo por el Institut d’Estadística de Catalunya permite ver que de 1800 personas entrevistadas que votaron en las elecciones regionales de 2006, los catalanohablantes dirigieron sus votos abrumadoramente a los dos partidos nacionalistas, CiU y ERC, mientras que la mitad de los castellanoparlantes prefirieron votar al PSC-PSOE y al PP. En este sentido, hay una identificación real entre idioma y política, un tema que constantemente causa confrontación, por muchos intentos que se hayan hecho para calmar los ánimos.
El hecho inevitable es que la lengua laboral diaria en Cataluña es el castellano, no el catalán. Eso genera pequeños enfados cotidianos en todas las áreas de la vida pública, sobre todo en las escuelas y en los centros comerciales. La Constitución Española garantiza una teórica igualdad entre los dos idiomas, pero ese equilibrio nunca ha funcionado satisfactoriamente para todos. No es sorprendente, porque el bilingüismo regional nunca ha funcionado en ninguna parte, en ningún país. En España, todas las lenguas minoritarias están amenazadas por el avance del castellano. La UNESCO recientemente ha añadido el euskera (la lengua del País Vasco) a la lista de lenguas europeas amenazadas de extinción, y no sería sorprendente que el catalán figurara en el futuro en esa lista. La coherente defensa y promoción del catalán, a manos de la Generalitat, relegando al castellano, puede entenderse por tanto como una política comprensible. Por la misma razón, el separatismo lingüístico aparece como una prioridad indispensable en las políticas de los partidos nacionalistas. Como reacción, naturalmente, muchos catalanes —no menos que castellanos— desean proteger el estatus del castellano, una lengua que solo se ve superada por el inglés en su relevancia cultural y tecnológica en el mundo moderno.
Por supuesto, hay algunos que piensan que las lenguas minoritarias se deberían suprimir. Es interesante que el signatario más destacado de un reciente «Manifiesto en defensa del castellano», Mario Vargas Llosa, siga una línea muy parecida a aquella de Unamuno. Hace algunos años sugirió que los indígenas de Perú deberían «renunciar a su cultura, a su lengua, a sus creencias, a sus tradiciones y costumbres, y adoptar la de sus viejos amos», los españoles. La explicación que dio a esta radical proposición fue que «el ideal de la preservación de las culturas primitivas de América es una utopía incompatible con otra meta más urgente: el establecimiento de sociedades modernas». No es sorprendente que el nombre de Vargas Llosa encabece dicho «Manifiesto».