11. RETÓRICA Y REALIDAD EN CATALUÑA

La aplicación más efectiva de la retórica catalanista se ha verificado en el ámbito deportivo. Dos acontecimientos, obviamente, se llevan la palma: el éxito de los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona, y el éxito del F. C. Barcelona. En 1992, los Juegos Olímpicos fueron sobre todo un triunfo para España, que se sorprendió a sí misma ganando un número de medallas de oro sin precedentes: trece. Durante unas cuantas semanas, España fue el centro de atención mundial.

La retórica deportiva

España fue el centro de atención mundial, pero también Cataluña. Albergar los Juegos Olímpicos en Barcelona fue un éxito publicitario para España, pero para la ciudad elegida fue muchísimo más: los Juegos cambiaron Barcelona para siempre. Los cambios se habían planeado para modificar el trazado urbano, pero los Juegos hicieron posible llevar a cabo todos esos cambios y, con el proceso de cambio, todo el carácter y la naturaleza de la ciudad. Una inversión fabulosa, buena parte de ella procedente del gobierno de Madrid, facilitó las reformas más importantes. El dinero invertido al final rondó los doce mil millones de dólares, que fue cuatro veces lo presupuestado. Se empleó sobre todo en infraestructuras básicas (las nuevas carreteras representaron un incremento del 15 por ciento respecto a las existentes en 1986; nuevo sistema de alcantarillado, un 17 por ciento; y nuevas zonas verdes y playas, un 78 por ciento), pero en particular en un gigantesco plan urbanístico, sobre todo en la adecuación de una amplia zona de playa y paseo marítimo para el turismo, y la Villa Olímpica, y la construcción de todo un complejo deportivo en la colina que domina la ciudad. Se estimó que Barcelona había construido en apenas ocho años todas las infraestructuras que tardaría en haber completado en cincuenta años, invirtiendo en una circunvalación, un nuevo aeropuerto y un sistema de telecomunicaciones y un mejorado sistema de aguas. El infecto puerto de antaño y la zona portuaria se renovaron por completo. Hubo también beneficios desde el punto de vista social, sobre todo con un descenso temporal del desempleo, pero también con la permanente creación de nuevos trabajos. Yo vivo cerca de la Villa Olímpica y vi con asombro el día a día de la transformación de prácticamente la mitad de la ciudad. Naturalmente, hubo fallos en esa historia de éxitos, pero el impacto favorable fue innegable. La principal consecuencia fue el llamativo surgimiento de un interés extranjero por una ciudad que nunca había llamado la atención a nivel internacional. Según el Comité Olímpico Internacional, veinte años después de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en la actualidad ocupa el puesto número 12 en el ránking mundial de destinos turísticos urbanos, y el quinto en Europa. Esta situación lógicamente continúa atrayendo inversiones extranjeras. El aeropuerto de Barcelona ofreció sus servicios a 2,9 millones de pasajeros en 1991; en 2012 esa cifra se había elevado hasta los 21 millones. El turismo, que sumaba menos del 2 por ciento del producto interior bruto en la ciudad preolímpica, alcanza hoy el 12,5 por ciento.

Evidentemente, en Madrid estaban nerviosos por lo que pudiera ocurrir en los Juegos, que indiscutiblemente fueron instrumentalizados por los nacionalistas para ganar publicidad para su causa. Un reciente estudio[66] analiza perfectamente cómo los Juegos permitieron ajustar a los nacionalistas sus ideas respecto a quiénes eran (su identidad) y hacia dónde podían ir. Los catalanes, recordemos, estaban trabajando en los JJOO con considerables desventajas: estaban trabajando como una unidad separada, con sus propios comités y su propia lengua, pero ninguno de sus comités o su lengua tenían un estatus oficial en el COI. Así pues, tenían que navegar entre aguas. El resultado pudo comprobarse en la memorable sesión de apertura, considerada hasta el día de hoy como un punto de referencia para todos los países que quieren organizar sus propios Juegos, cuando se izó la bandera catalana y el himno de Cataluña sonó en el estadio olímpico en términos de igualdad con la bandera española y su himno. No hubo ni protestas ni violencias. Parecía como si España y Cataluña hubieran llegado a un punto en el que se hubieran fundido en igualdad y amistad.

Sin embargo, eso no era cierto. La televisión catalana, por ejemplo, centró toda su atención en poner a Cataluña en el objetivo de todas las miradas. Cataluña compitió en los Juegos solo como parte integrante de España, pero eso no le importó a TV3, que publicitaba a los atletas catalanes como si fueran un equipo independiente. Un observador informaba de cómo «sus canales de televisión repetían día tras día la imagen de un atleta que, habiendo ganado la competición de marcha, daba la vuelta al estadio enarbolando la bandera catalana. La imagen se seguía emitiendo un año después, cuando Barcelona celebró el aniversario de los Juegos. Para Barcelona, el marchador llevando la bandera se convirtió en un símbolo de todos los Juegos Olímpicos». Otras nacionalidades sin duda presentaron a sus atletas del mismo modo, pero en Cataluña el ejercicio de subrayar la catalanidad se llevó al extremo y sin descanso, con el fin de mostrarle al mundo que Cataluña no era simplemente una región de España.

El otro medio del que se sirve el nacionalismo para prosperar a través del deporte es el fútbol, la gran pasión de los españoles. Inevitablemente, la manipulación de la prensa está incluso más presente que en su momento durante los Juegos. El fútbol (introducido en España por los británicos) se utilizó en primer lugar como arma política durante el régimen de Franco, y se le atribuyeron valores espirituales que se suponían peculiares de los españoles. Ya en la democracia, la ideología del fútbol fue gradualmente sustituida por su actual carácter de opio para las masas. La mayor tensión en España se centra en la rivalidad entre los clubes de fútbol, sobre todo, el Real Madrid y el Barcelona, que se supone llevan aparejadas en alguna medida las distintas personalidades de Castilla y Cataluña. Aunque la mayoría de los jugadores del Barcelona no son catalanes, el mismo equipo se ha tomado como un símbolo de Cataluña y habitualmente se adapta a las directivas políticas del gobierno catalán. Tanto en el caso del Real Madrid como en el del Barcelona, los comentaristas y la prensa deportiva han intentado identificar a los equipos con determinadas ideologías, pero es difícil conseguirlo, aunque solo sea porque muchos jugadores no son españoles y no se pueden proyectar en ellos las emociones a favor de Castilla o de Cataluña. El problema de la identificación se agudizó y empeoró cuando se seleccionó a los jugadores que integrarían el equipo de España para jugar la fase final de la Copa del Mundo 2010 en Sudáfrica, miembros del equipo obviamente no pudieron cantar el himno oficial de España (ni en esa ni en ninguna otra ocasión, porque la «Marcha real» no tiene letra).

Todos los aficionados al fútbol en España son conscientes de que el tema España vs Cataluña alcanza su grado máximo en el fútbol, porque se supone que el equipo del Real Madrid representa a España mientras que el Barça representa a Cataluña. Normalmente la rivalidad se reduce a una competición amistosa, porque hay aficionados castellanos del Barcelona y aficionados catalanes del Real Madrid, pero cuando la competición alcanza determinados niveles, se dispara la tensión. Aquí vamos a limitarnos a un solo caso histórico, acontecido con motivo de la Copa del Mundo de Fútbol 2010 de Sudáfrica, cuando el asunto radicaba en que no eran dos equipos luchando uno contra otro, sino un único equipo, el de España, compitiendo contra otros países… y ganando. El 12 de julio de 2010, el día después de la final del Mundial, la histórica victoria de España (1-0) contra el combinado holandés fue portada en todos los periódicos. Fue la primera victoria del país en una fase final de un Mundial de fútbol y el campeonato se celebró en toda la prensa española. El País anunció que los jugadores de la Selección Española eran «Campeones del Mundo», y ofrecía una gran fotografía de los jugadores elevando sus brazos y festejando el triunfo alrededor del capitán del equipo, Iker Casillas, que sostenía el trofeo del campeonato. La fecha fue una coincidencia curiosa. Solo un día antes, los grupos nacionalistas de Barcelona organizaron una manifestación de protesta contra la decisión del Tribunal Constitucional, que por 6 a 4 habían declarado inconstitucionales algunas secciones del Estatuto Catalán de Autonomía de 2006. La manifestación multitudinaria (debido al buen tiempo habitual, a los barceloneses les encanta hacer grandes manifestaciones en las calles) expresó muy claramente los sentimientos antiespañoles de muchos catalanes. Pero era un mal momento para ser antiespañol, porque España acababa de ganar la Copa del Mundo.

Los nacionalistas catalanes eran claramente reticentes a aceptar la victoria como una victoria española. Pero el triunfo no podía ignorarse, porque muchos catalanes habían estado interesadísimos en el campeonato. Resultaba que el equipo español contaba con ocho jugadores del Barça, de los cuales cinco eran catalanes. Así que el diario nacionalista El Punt interpretó la victoria como si fuera realmente una victoria de Cataluña, y no de España. Su segundo titular principal el día 12 de julio proclamaba: «L’estil del Barça guanya el mundial». Las fotos de portada se manipularon para excluir a uno de los capitanes (no catalán) recibiendo la copa. El equipo del Barça, como cabría esperar, no es tan descarado como algunos sectores de la prensa catalana. Pero, indudablemente, aunque la fachada pública del Barça es liberal, hace todo lo posible para complacer a su principal cliente, el gobierno de Cataluña. Un pequeño ejemplo: cuando se le preguntó al presidente del Barça en 1987 lo que significaba ser nacionalista, contestó: «Es defender la historia de Cataluña», es decir, la mitología acumulada del catalanismo. La Generalitat ha continuado explotando el fútbol como portador de las esencias del nacionalismo, porque sabe que en la España moderna el fútbol es el único espectáculo público que puede levantar emociones. Un episodio clásico fue la manifestación especial celebrada en octubre de 2013 en el estadio del Barcelona, sobre la que se hicieron infinidad de reportajes sesgados; el Huffington Press publicó el único artículo no sesgado que he encontrado.

El Camp Nou fue un grito a favor de la independencia en el minuto 17 y 14 segundos del partido que disputaron el Barcelona y el Madrid. En ese momento, gran parte del estadio coreó a la vez y en repetidas ocasiones la palabra «independencia» mientras las gradas se llenaban de esteladas, especialmente una gigante en uno de los fondos. La práctica es habitual en los partidos que se celebran en el estadio azulgrana, pero en esta ocasión tuvo más repercusión por la cantidad de personas que estaban pendientes del choque. El minuto 17 y 14 segundos tiene un significado especial, ya que fue el 11 de septiembre del año 1714 cuando las tropas de Felipe V entraron en Barcelona y, después, abolieron las instituciones catalanas además de imponer el uso del castellano como lengua oficial.

Como puede observarse, siempre se vuelve a la mitología de 1714.

Los toros

Los pueblos tienen diferentes costumbres y entretenimientos, y en España el punto de fricción entre Castilla y Cataluña resultó ser el tema del toreo. Para muchos españoles, el toro (y todo lo asociado con él, principalmente las corridas) es una parte esencial de la identidad de España. Un reciente estudio[67] ha analizado el tema desapasionadamente, de modo que ya no es necesario que un servidor lo haga aquí. Sin embargo, es importante recordar, contrariamente a lo que pensamos habitualmente, que el toreo no es el deporte nacional en España. En toda la mitad norte de España y fuera del País Vasco, las corridas de toros fueron un asunto completamente desconocido en los tiempos modernos. En el año 1800, por ejemplo, no había espectáculos taurinos en regiones enteras, como Cataluña, Galicia o Asturias. Los catalanes consideraron las corridas como un símbolo del retraso de España respecto a los niveles culturales habituales en Europa. En Barcelona, el alcalde, el doctor Robert, organizó en 1901 una asamblea pública en la que abogó por la prohibición de ese entretenimiento. Dado que muchos escritores españoles, algunos de ellos de cierta relevancia, proclamaron el toreo como la esencia de España (respaldados por famosos intelectuales, como Hemingway), el movimiento de hace algunos años para prohibir las corridas de toros en Cataluña se entendió como un gesto abiertamente antiespañol. Especialmente para aquellos que utilizaban el membrete de «fiesta nacional» para referirse a las corridas, esta iniciativa catalana era un claro gesto separatista.

La iniciativa de prohibir las corridas de toros era claramente ideológica y nacionalista, sin ninguna concesión a la coexistencia y la tolerancia. Tomemos un ejemplo. Los turistas atentos que visitan España y concretamente Cataluña tal vez se sorprendan al ver coches con pegatinas de un burro o un toro. El toro, como cualquiera imaginará, representa la identificación con Castilla y con su supuesto entretenimiento nacional. La pegatina del burro puede encontrarse en cientos de miles de vehículos en Cataluña, como una alegre y satírica reacción al toro español. Una agencia de publicidad diseñó el toro en 1956 y en los años siguientes toda España se llenó de vallas publicitarias con el símbolo del toro, pero los ataques contra esas vallas comenzaron a producirse en tierras catalanas y los nacionalistas no tardaron en apoyar esas actuaciones. Se asegura que el último toro de Mallorca fue derribado por unos vándalos en julio de 2004, después de una serie de destrozos que ya habían sido reparados. Al parecer aún quedaba un toro en Cataluña, cerca de L’Aldea, que había quedado oculto durante varias décadas tras una hilera de abetos que probablemente se habían plantado allí deliberadamente, delante del toro, con el fin de ocultarlo. A finales de julio de 2005 se informó de que los abetos se habían talado y el toro, nuevamente descubierto, había sido decapitado. Desde entonces, la compañía Osborne, propietaria original del símbolo del toro, reconstruyó el toro en julio de 2007, pero en el curso de unos pocos días fue derribado otra vez.

La prohibición de las corridas de toros se hizo efectiva en 2012, convirtiendo a Cataluña en la segunda región española (la primera fue Canarias, en 1991) en prohibirlas. La industria relacionada con ese entretenimiento ha desaparecido de Cataluña. La principal plaza de toros, Las Arenas, en la Plaça d’Espanya de Barcelona, cayó en desuso en los años noventa, pero fue restaurada y convertida en un centro comercial y de entretenimiento, y abrió sus puertas en 2012. La fachada neomudéjar —una ornamentación modernista, habitual en las plazas de toros españolas— se conservó enteramente y se elevó sobre el nivel de la calle para crear un espacio adicional. La plaza de toros en Tarragona fue restaurada en 2006 y en la actualidad acoge conciertos y eventos deportivos. Otras plazas simplemente se han abandonado. La última plaza activa de Barcelona, La Monumental, también de arquitectura neomudéjar, probablemente será reconvertida para otros usos en breve plazo.

Estatuto y nación

De todas las naciones que constituyen España, los catalanes fueron los más implacables a la hora de exigir y afirmar su identidad. Su persistencia se debió fundamentalmente a que otros (especialmente el conde-duque de Olivares en 1640) amenazaron sus privilegios y al final, como consecuencia de la Guerra de la Sucesión española, los abolieron (en 1714). Desde entonces, el régimen borbónico intentó crear una unidad política que incluía tanto Castilla como las regiones de la antigua Corona de Aragón. Posteriormente a esas fechas, España empezó a ser considerada entre sus defensores como un concepto político, y no solo una idea cultural.

En realidad, los cambios impuestos por los Borbones se redujeron sobre todo al ámbito impositivo, esto es, desarrollaron el control y la administración en aquellos sectores que podían generar más ingresos con el fin de soportar las políticas públicas y las guerras. En vez de contribuir a la afirmación de la cultura nacional, estaban contribuyendo al crecimiento del Estado. Lógicamente, los territorios asimilados protestaron contra semejante actuación. La reacción fue más fuerte en Cataluña, que nunca dejó de reivindicar su propio carácter. Cuando los catalanes fueron privados de sus privilegios regionales a principios del siglo XVIII, no se dieron por vencidos. Un siglo y medio después, un sector de su élite social comenzó el proceso de crear una nueva identidad para recuperar la que habían perdido. El movimiento, conocido como Renaixença, fue principalmente cultural, no político; no tenía aspiraciones regionalistas o separatistas. Medio siglo después de la Renaixença, un catalanismo abiertamente político se abrió paso por sí mismo. Aquello afectó a la definición de la palabra nación. En las etapas más tempranas, el dicho entre los catalanes era «Cataluña es la patria, y España es la nación». En fases posteriores, el dicho era: «Cataluña es la nación, España es el Estado».

El juego de palabras —la última fase será «Cataluña es un Estado»— revela hasta qué punto la parte retórica ha ocupado más espacio que la realidad en la evolución del sentimiento catalanista.

Aunque tanto la Renaixença como el movimiento político implicaban nuevas ideas que hundían sus raíces en las condiciones propias de su época, no dejaron de mirar al pasado con la idea de justificar el presente. La cuestión central alrededor de la cual se centró el debate en el año 2006, cuando Cataluña propuso su nuevo Estatuto de Autonomía (un acuerdo entre los gobiernos central y regionales para compartir las responsabilidades y las rentas), fue si Cataluña podía describirse formalmente como una nación. La palabra «nación» carece de un significado preciso, y a menudo es un concepto totalmente subjetivo y ficticio. Muchas jóvenes naciones inician su camino con la desventaja de la ausencia de un pasado. Así que tienen que fabricárselo, o al menos intentar establecer algunas raíces más o menos respetables. Este es el proceso habitual de generación de mitos, y los catalanes lo hicieron notablemente bien en este sentido, porque contaban con una de las historias más interesantes de todos los pequeños pueblos de Europa. La historia de Europa está llena de pueblos que han visto cómo se acababa con su independencia, y los catalanes no fueron los únicos en intentar reconstruir su identidad después del siglo XVIII. Un siglo antes, los mismos españoles habían contribuido a destruir la «nación checa» y por tanto los catalanes eran conscientes de los precedentes. Es muy significativo que después de 1714 muchos de los refugiados de Cataluña se dispersaran por Europa central y buscaran allí la ayuda de la monarquía de los Habsburgo.

En esa misma época el nacionalismo comenzó a desarrollar un temario de conciencia para pensar como catalanes. En 1895, Prat de la Riba publicó un breve catecismo, el Compendi de doctrina catalanista, del que se imprimieron 100 000 ejemplares, aunque enseguida los confiscaron las autoridades. Su argumento central era la definición de Cataluña como nación. Posteriormente, en 1906, publicó su influyente libro La nacionalitat catalana. Entretanto, un grupo de políticos conservadores, muy activos, formaron sus múltiples grupúsculos asociados en una alianza llamada Lliga Regionalista de Catalunya, de cuya historia no podemos ocuparnos aquí. De un modo u otro el nacionalismo se convirtió en un asunto trascendental y rápidamente ocupó el importante lugar que antaño había ocupado el regionalismo.

La Lliga Regionalista se fundó en 1901: fue el primer partido de masas nacionalista en Cataluña. La formación, dirigida por Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó, puede definirse como nacionalista, conservadora, industrialista y no dinástica. Reunió, sobre todo, a una parte de la burguesía catalana, descontenta con la ineficacia del Estado y los partidos de la Restauración a la hora de defender sus supuestos intereses, y a los intelectuales catalanistas que habían participado en la experiencia de la Unió Catalanista, una asociación fundada en 1891, y en la elaboración de las Bases de Manresa (1892). La Lliga se impuso ya en las elecciones de 1901 en Barcelona, abriendo las puertas a un sistema de partidos específicamente catalán. El surgimiento de nacionalismos alternativos al español —como el catalán, pero también el vasco o el gallego— mezclaba elementos de hechos históricos con fantasías ahistóricas. Los nacionalistas justificaban sus ideas manteniendo que sus actos respondían a una realidad que ya existía y que ellos estaban intentando preservar. En otras palabras, aseguraban que eran nacionalistas porque existía una nación. El hecho, sin embargo, era que nadie consideraba que existiera ninguna nación, así que inevitablemente los nacionalistas basaron su programa en la exigencia de concesiones para favorecer las condiciones que propiciaran el nacimiento de una nación ficticia, un programa un tanto complejo porque en la mayoría de los casos muchas de las características de la nación imaginada ya habían desaparecido hacía mucho tiempo o no habían existido jamás. De todos modos, ellos siguieron insistiendo en esa palabra mágica: «nación».

¿Qué permite que hablemos de «nación»? Se han escrito numerosos libros sobre esta cuestión, precisamente porque no hay una respuesta concreta y adecuada, o incluso porque las referencias para formular una respuesta seria cambian constantemente. El modo más sencillo de aproximarse al tema es reconocer que una nación no es una realidad, y que es invariablemente una invención. En el caso de Cataluña, la invención fue un trabajo —como hemos apuntado— de la alta burguesía a finales del siglo XIX. En una época de crisis en España, con la guerra de Cuba (1895-1898), la pérdida de las colonias, los problemas económicos y los conflictos sociales, y la percepción de la inadecuada respuesta militar y de los políticos conservadores en Madrid, los intelectuales catalanes y los empresarios se unieron y presentaron su propia solución, basada en su propio e hipotético concepto de nación. De ningún modo era un procedimiento extraño, porque, al mismo tiempo, los políticos e intelectuales de Castilla estaban intentando evolucionar y promover nuevas fórmulas para su propio tipo de nacionalismo.

En cualquier caso, la diferencia era que para los castellanos resultaba muy difícil —de difícil a imposible— inventarse una perspectiva nacionalista debido a la complejidad de España, mientras que en Cataluña, que no solo era más pequeña, sino que tenía rasgos distintivos muy peculiares y propios, era relativamente fácil inventarse una nación imaginaria. Ningún historiador ha investigado nunca por qué los españoles fracasaron a la hora de inventarse una nación para sí mismos, en llamativo contraste con el modo en que consiguieron hacerlo los franceses, los italianos y los alemanes. Sería una investigación fascinante, aunque la verdad es que se toparía a cada paso con todos los obstáculos imaginables, con furiosas protestas de todos aquellos que mantienen que España existe (y siempre ha existido) como una nación emocionalmente consciente. Y lo harían a pesar del hecho de que algunos supuestos símbolos típicos de estos casos están perfectamente ausentes en el caso de España: no tiene una bandera que emocione a sus ciudadanos, no tiene un himno que emocione a sus ciudadanos, no tiene ninguna fiesta nacional llamativa. Analizaremos estos detalles más adelante.

El argumento que presento aquí es que, al contrario que España, Cataluña tuvo éxito —claramente— a la hora de autodefinirse. A diferencia de España, consiguió hacer de la retórica una especie de realidad. Aunque Prat de la Riba y muchos de sus seguidores no eran más que retórica y palabrería en sus argumentaciones, tuvieron la ventaja de contar con una sólida base histórica y cultural. A diferencia de cualquier otra región de la península, Cataluña desde la Edad Media tuvo una identidad reconocible. Contaba con una fuerte base cultural, sus instituciones se mantuvieron sorprendentemente en el tiempo, hubo una coherente unidad económica basada en la tierra y el mar, y sobre todo, una lengua compartida, una religión y unas costumbres. Esto fue suficiente para proporcionarle una activa vida política y militar a lo largo de varios siglos. Solo le faltó un fuerte liderazgo que uniera esos factores y contribuyera a hacer realidad una nación. Eso es lo que ocurrió a finales del siglo XIX, cuando las figuras políticas, intelectuales y económicas se unieron para trabajar juntos en la elaboración del tejido de una nación. Muchos intereses distintos formaron parte de este proceso. Había políticos anticentralistas, había poetas románticos, había nostálgicos miembros de la Iglesia, había regionalistas, y todos ellos compartían segmentos de un impulso común, que contribuyó a construir una patria donde supuestamente serían libres para seguir tejiendo nuevos sueños. Fue un período en el que los pequeños nacionalismos nacieron por toda Europa, pero Cataluña fue única entre todos esos casos, y su éxito no se debió al idioma, a la cultura o a su economía, sino casi exclusivamente a un único ingrediente: el crecimiento y la prosperidad de Barcelona. Y la fórmula Barcelona/Cataluña avanzó firmemente y así pudo hacer frente a la otra gran identidad peninsular: Madrid/España.

El período de crecimiento más llamativo del dúo Barcelona/Cataluña fue probablemente el de la dictadura franquista, cuando los catalanes decidieron ir construyendo su propia identidad cultural dado que había pocas posibilidades de construir una identidad política. Escritores, novelistas, sacerdotes, músicos, todos continuaron el trabajo que sus predecesores habían iniciado en la generación anterior. Lentamente, y con una fuerza mayor en el último período de la dictadura, los editores comenzaron a producir una impresionante cantidad de libros. Los estudios históricos catalanes recibieron un formidable impulso gracias a Vicens Vives y sus sucesores. La actividad política clandestina fue la consecuencia lógica.

¿Cuáles fueron las consecuencias políticas de la afirmación de la identidad catalana? Franco murió en noviembre de 1975, y los españoles se embarcaron en un torbellino político destinado a disolver el Estado centralista que había creado el dictador. El gobierno central, incapaz de encontrar otra solución, se lanzó a un reparto generalizado de autogobiernos para todas las regiones y muchas provincias de España. Las regiones y provincias crearon sus propias demandas y en 1978 la nueva Constitución daba forma a una España consistente en una multiplicidad de gobiernos autónomos. Entre 1979 y 1983 se crearon 17 comunidades autónomas, y el nuevo gobierno autónomo de Cataluña se formó en 1980. Muchas de las nuevas regiones autónomas eran entidades artificiales sin ninguna justificación histórica ni experiencia de autogobierno. Era como si el gobierno democrático hubiera balcanizado deliberadamente España.

La excepción más llamativa era Cataluña, que con sus líderes nacionalistas tenía toda la confianza en que podría hacerse cargo de su destino sin mayores problemas. El Estatuto catalán se aprobó por el 88 por ciento de los que fueron a votar, pero el nivel de abstención fue notablemente alto, de casi un 40 por ciento. Evidentemente, un alto porcentaje del electorado tenía dudas. Como el tiempo se encargó de demostrar, la división de los gustos y simpatías políticas en Cataluña era también muy importante. Aunque el agrupamiento del nacionalismo bajo la égida de Pujol consiguió ganar la mayoría de las elecciones, nunca logró una mayoría absoluta y siempre se vieron obligados a formar gobiernos minoritarios. La emoción de la solidaridad nacionalista aún no existía. De hecho, se convirtió en norma habitual que las ciudades grandes de Cataluña, incluida Barcelona, siempre votaran no nacionalista, un curioso fenómeno en la mayoría de los nacionalismos peninsulares de alguna relevancia. Desde su posición evidentemente de debilidad, era imposible que los nacionalistas catalanes adoptaran políticas agresivas, y Pujol siempre dejó claro que respetaría la integridad de España.

El tema central para el nacionalismo catalán, y de otros muchos otros nacionalismos del siglo XXI, es si tiene un programa social e histórico serio, basado en la recuperación de una identidad perdida real y que pueda expresarse en una identidad válida en el presente. El tema es crucial, porque algunos supuestos nacionalismos no tienen un pasado consistente y, a menudo, solo cuentan con un presente más que dudoso. Trescientos años han transcurrido desde que desaparecieron los fueros en 1714, y han cambiado muchísimos factores, incluidas fronteras, población, perspectivas y cultura. Si uno tuviera que definir una nación como el conjunto de gente que vive en la misma zona, que comparte un mismo origen racial, una herencia cultural común, una lengua común y un sentido compartido de lealtad mutua, podría ser necesario concluir que Cataluña hoy, en 2014, ya no es la nación que fue en la época moderna, a principios del siglo XVIII, y en la que se intentó convertir a finales del siglo XIX. La inmigración, la cultura global y la debilidad del idioma durante mucho tiempo han ido socavando la solidez de la sociedad catalana. El principal idioma que se habla en Cataluña hoy no es el catalán, sino el castellano, utilizado con preferencia, según indican las estadísticas más recientes, por más de la mitad de la población. En todo caso, en los actos públicos de las autoridades catalanas normalmente se habla solo en catalán, con el añadido a veces del inglés y solo a regañadientes del castellano. La necesidad urgente de insistir en el uso del catalán inevitablemente ha obligado a los grupos regionalistas a utilizar la propaganda y a inventar deliberadamente figuras ficticias para el uso de la lengua. Como hemos visto, la Generalitat afirma en su página web, con un notable desprecio por la verdad, que el catalán es una lengua hablada por diez millones de personas. (La población actual de Cataluña, según las cifras disponibles para el año 2007, es de siete millones). Periódicamente se filtran falsos censos a la prensa para ayudar a convencer al mundo de que casi todos en Cataluña hablan y escriben catalán.

A falta de poder ostentar las características comunes de una nacionalidad, Cataluña como nación tiene hoy necesariamente que volver su mirada al mito, lo cual significa en la práctica que tiene que apelar constantemente a un pasado que cree perdido desde 1714. La postura oficial hoy, por ejemplo, presta poca atención al Tratado de los Pirineos (1659), y continúa publicando mapas que muestran el sur de Francia como una parte de Cataluña. A su vez, la empresa pública de televisión habitualmente anuncia el tiempo para el sur de Francia, pero no para el resto de la Península Ibérica. Estos pequeños detalles hacen de la época medieval y de la época moderna unos espacios fundamentales para el desarrollo de la ideología oficial catalana, e inevitablemente provocan amargos debates entre aquellos que tienen distintas posturas y puntos de vista respecto a aquella época histórica.

En cualquier caso, por supuesto, el debate real nunca ha sido si Cataluña es o no esa cosa indefinible conocida como «nación». La mayoría de los residentes en Cataluña sienten que comparten una cultura común y una herencia que los convierte en catalanes, y en ese sentido participan en una de las características fundamentales de la «nación»: el sentimiento de estar compartiendo algo que les une. El debate real se ha organizado sobre la aspiración de ciertos políticos de crear un Estado catalán, con la premisa de que toda nación tiene derecho a un Estado. La actitud de la población de Cataluña respecto al tema de la autonomía regional quedó clara en los resultados de un referéndum que se celebró en Cataluña en junio de 2006, cuando solo el 36 por ciento del electorado dio su apoyo al nuevo Estatut regional. Aquello no impidió a las autoridades proclamar que el resultado era un enorme éxito. El restante 64 por ciento, que se había abstenido o había votado «no», era en su mayoría indiferente u hostil a la nueva legalidad, pero también incluía una pequeña proporción de nacionalistas que no consideraban el Estatut lo suficientemente radical. Todos estos temas razonablemente confunden el regionalismo con el nacionalismo, pero también nos llevarían más allá de los espacios de este ensayo, que se ha limitado a comentar el modo en el que los primeros decenios de la época moderna contribuyeron a la formación de los mitos políticos e históricos.

Uno de los aspectos más curiosos pero también más relevantes del mito catalán fue el de la elección del día nacional. España siempre tuvo problemas para decidir cuál debería ser su día nacional (aún no se puede decir que tenga uno). Las naciones que adquieren forma tras un período de crisis intentan escoger como día nacional un momento simbólico de su historia (como hicieron los franceses tras la toma de la Bastilla durante la Revolución). En cualquier caso, mucho después de la pérdida de los fueros los catalanes fueron incapaces de seleccionar ningún momento crucial que pudieran recordar con cierta emoción. El acontecimiento más memorable solo era una derrota, porque solo la emoción de la derrota y la consiguiente represión podía servir para animar los corazones. En una conferencia vanguardista y muy reveladora («Qu’est-ce qu’une nation?» [¿Qué es una nación?], en la Sorbona en 1882), el escritor Ernest Renan comentó que en la memoria de los pueblos «los sufrimientos tienen más valor que los triunfos, porque los sufrimientos imponen obligaciones, y requieren un esfuerzo común», una observación que todos los líderes nacionalistas de Europa tuvieron en cuenta y utilizaron sin falta. La dificultad estriba, sin embargo, en identificar la derrota con un único día. Alrededor de 1900 un pequeño grupo de regionalistas decidieron inventarse un día, y el día que escogieron (como ya hemos visto en páginas anteriores) fue el 11 de septiembre de 1714.

Parte del problema que los catalanes tienen a la hora de «identificarse» es que les resulta difícil distinguirse de una España que también tuvo problemas con su propia identidad. Dos décadas después de las Cortes de Cádiz, en 1834, Alcalá Galiano hacía hincapié en la necesidad de «crear la nueva nación de los españoles». Pero esa nación, a pesar de los inmensos esfuerzos realizados por los políticos y, sobre todo, por el ejército, no adquirió nunca forma definida. Todo el mundo sabía que España existía, ¿pero qué era? ¿Un Estado, una nación, un pueblo, una amalgama de todo eso pero sin una identidad clara o un proyecto? Los historiadores especializados en el siglo XIX han ofrecido distintas opiniones respecto a las razones por las que España no ha adquirido forma de nación. Hasta mediado el siglo XIX no hubo una bandera de España definida, y su uso no fue obligatorio hasta comienzos del XX. Nunca hubo una fiesta nacional. Pregúntese a cualquier español por la fecha de la fiesta nacional, y tendrá serias dificultades a la hora de contestar. La supuesta fiesta nacional se tomó, irónicamente, de las costumbres estadounidenses; en Estados Unidos, a finales del siglo XIX, se escogió el 12 de octubre y se celebraba generalmente en todo el país, pero era la fecha en que los italianos conmemoraban al navegante genovés Cristóbal Colón. El papel de España se estaba olvidando por completo. Como contrapartida y venganza, un grupo de españoles reunidos en Cádiz en 1912, durante las celebraciones por el centenario de las Cortes de Cádiz, propusieron que el 12 de octubre fuera declarado la fiesta nacional de España. Por esas mismas fechas la República Dominicana adoptó la versión festiva de los Estados Unidos, y comenzó a celebrar el Día de Colón. Desde 1913 México y otras naciones adoptaron una nueva denominación de la fiesta, llamándola Día de la Raza.

Más grave es que España no tenga un himno nacional. La ausencia de un himno nacional con una letra clara, al lado de los textos de los de Francia, Alemania o Estados Unidos, era una prueba irrefutable de la falta de emociones compartidas entre los españoles, y a su vez invalidaba o mitigaba cualquier posible desarrollo de sentimientos hacia el país. En las primeras décadas del siglo XX el Estado se vio obligado a adoptar la «Marcha real» de la monarquía como música oficial, pero eso tuvo dos efectos mortales: primero, la música pertenecía a la familia real, no a la nación, y segundo, y sobre todo, no tenía letra, así que no había ninguna posibilidad de identificarse con él psicológicamente. A principios de siglo Ortega y Gasset definía a España más como una posibilidad que como un hecho. Evidentemente, no estaba negando que España existiera. Más bien, estaba preocupado porque no estaba adquiriendo la forma que él desearía. La mayoría de los comentaristas posteriores se enfrentaron al mismo problema. Podían ver y tocar España, pero nunca estaban seguros de saber a ciencia cierta en qué consistía y se veían obligados a seguir reinventándose la nación.

Inmigración y la Cataluña multicultural

La mayor amenaza a la identidad catalana procede del aspecto cambiante de su población. En los dos últimos siglos la inmigración de otras partes de España y de fuera de España ha afectado a las cuestiones claves del nacionalismo: la lengua, la religión y la cultura. La primera oleada de inmigración se produjo entre 1961 y 1975 (durante la dictadura de Franco), cuando Cataluña recibió un importante flujo de trabajadores, estimados al menos en un millón de personas, procedentes principalmente de otras regiones españolas, especialmente de áreas rurales (sobre todo de Andalucía, Murcia y Extremadura). La segunda oleada de inmigrantes en un período relativamente corto de tiempo aconteció entre el año 2000 y el 2010, cuando aproximadamente otro millón de personas llegó a Cataluña. Todos estos inmigrantes eran generalmente extracomunitarios, principalmente del norte de África y el Magreb, pero también del África subsahariana, de Sudamérica y de Filipinas. En el tercer cuarto del 2007 casi el 90 por ciento de los inmigrantes procedían de países económicamente menos desarrollados, sobre todo de Sudamérica y de Europa del Este. Al contrario que otros países europeos, como Gran Bretaña o Francia, este tipo de inmigración era una novedad en Cataluña, donde la proporción de inmigrantes en la población se elevó del 2,8 por ciento en 1995 a un 14,7 por ciento en 2007. Para el total de la población de Cataluña, eso implicó un crecimiento del más del 20 por ciento en diez años. La inmigración internacional en 2014 ascendía al 14 por ciento de la población total.

Durante siglos los catalanes han tenido que soportar lo duro que es ser tratado como una minoría extraña por los castellanos, como si fueran inmigrantes de España. La ironía es que a lo largo de toda su historia los catalanes han desarrollado una experiencia especial del problema de la inmigración, que en ocasiones ha puesto en juego dos reacciones significativas: una conciencia de que la inmigración puede ser una amenaza para su cultura, y un desdén casi xenófobo hacia los extranjeros. Se han hecho varios estudios sobre el tema y algunos de ellos han puesto seriamente en duda la imagen de la sociedad catalana que reivindica su mentalidad abierta y receptiva hacia los recién llegados. Deberíamos recordar que, como sociedad fronteriza, Cataluña fue siempre un punto de encuentro de muchos pueblos, y en ciertas circunstancias el movimiento demográfico en Cataluña fue significativo.

Un ejemplo relevante, de crucial importancia cuando se pretende estudiar el impacto del año 1714 en Cataluña, es el volumen de inmigración que entró en el país procedente de Francia. Los historiadores a menudo se refieren a un declive demográfico de España en el siglo XVII, por ejemplo, pero olvidan que en Cataluña la población ascendió cerca del 75 por ciento a principios de ese siglo, gracias principalmente a la inmigración francesa. Al menos una décima parte de la población era de origen francés en esa época. En el mismo sentido, las oportunidades laborales en la Cataluña industrial a principios del siglo XX atrajeron oleadas de inmigración del sur de España. Alrededor de 1900 la población de la región era de dos millones de personas; hoy es de siete millones; un incremento debido principalmente a la inmigración. Se ha calculado que de un modo u otro alrededor de dos tercios de la población de Cataluña tiene su origen en la inmigración. Esto hace imposible que los nacionalistas puedan seguir insistiendo en una doctrina del nacionalismo basado en términos étnicos. Los ciudadanos de una futura Cataluña, independiente o no, serán en gran parte no-catalanes. Esta es una evidencia que el nacionalismo separatista se niega a considerar y ni siquiera a reconocer.

Ya en los años ochenta del siglo XX se estimaba que alrededor del 60 por ciento de la población de Cataluña procedía de fuera, gracias a la industrialización y la atracción del mercado laboral disponible. Los cambios demográficos inevitablemente afectaron a la cultura catalana, y sobre todo a su lengua, dado que la primera generación de inmigrantes no aprendieron catalán. ¿Fue la inmigración parte de una conspiración para destruir Cataluña mediante la subversión de su identidad? Es verdad que durante los largos años del régimen franquista los inmigrantes no tuvieron ninguna razón para aprender la lengua y aceptar la cultura local y sus costumbres. El movimiento nacionalista, cada vez mayor, también tuvo un papel en el proceso, adoptando (tomo la frase de Josep Llobera) «una visión esencialista de Cataluña, en la que la población inmigrante no se consideraba una variante importante. En su concepción idealista se asumía que los inmigrantes quedarían asimilados casi milagrosamente». Demasiado tarde: los esencialistas se dieron cuenta de que los inmigrantes ahora estaban acabando con la lengua de Cataluña. Así que el gobierno nacionalista comenzó a implantar una feroz política lingüística imponiendo el catalán mediante intervención directa. Esa política, si la observamos desde nuestra perspectiva actual en 2014, casi ha fracasado completamente. En consecuencia, la Generalitat ha comenzado una campaña de desinformación, en la que la verdad, patente y evidente, se presenta con ropajes completamente falsos cuando se trata del idioma. Un estudio recientemente publicado asegura, por ejemplo, que la mayor parte de la población de Cataluña entiende y habla catalán, un claro ejemplo de retórica nacionalista que solo pretende falsear la realidad. Personalmente he estado en bastantes reuniones en las que el orador se siente moralmente obligado a hablar castellano porque sabe que su público no lo entenderá si habla en catalán.

Uno de los constantes temas de las protestas nacionalistas se centra en los supuestos intentos conspirativos de Castilla de destruir Cataluña como nación mediante la «españolización». Un artículo reciente en una revista popular de historia en catalán, Sàpiens, sentencia lo que parece un plan premeditado de la política de Madrid: «El ministre José Ignacio Wert no és el primer que vol “espanyolitzar” Catalunya. Un objectiu central del règim franquista va a ser aquest. Abans, però, la dictadura de Miguel Primo de Rivera no solament havia reprimit la llengua, la cultura i la identidat catalanes, sinò que havia assajat també l’espanyolització de Catalunya». Los tres grandes demonios del nacionalismo aparecen aquí claramente identificados. Y grandes mentiras se mezclan con verdades, con el fin de ajustarse a un programa de protesta contra el gobierno —cualquier gobierno— de España.

Memoria histórica

Tal vez el aspecto más ambicioso de la construcción del mito nacionalista ha sido la pretensión de falsificar la verdad histórica. Ya hemos apuntado cómo se llevó a cabo esta falsificación respecto a la historia del año 1714, pero eso es solo una parte de un universo imaginario mucho mayor. Existe, por ejemplo, una agrupación llamada Institut Nova Història, que cuenta con una sofisticada página web (www.novahistoria.com) y suele colgar conferencias y otros acontecimientos en directo. Esta asociación está dirigida por un núcleo principal de cuatro catalanes, dos de ellos con estudios elementales en historia, mientras que otro ha dirigido algunos documentales sobre asuntos de la historia catalana (Institut Nova Història / Patronat). Sus proyectos en 2011 abarcaban desde una investigación sobre «El descubrimiento catalán de América», las «Raíces catalanas ocultas de Miguel de Cervantes» y las versiones «originales» y «perdidas» de La Celestina y del Lazarillo de Tormes en valenciano (Institut Nova Història / Projectes). Otra organización, la Fundació d’Estudis Històrics de Catalunya, cuenta con una sección en su página web dedicada específicamente a la «Memòria històrica», en la que se asegura:

La historiografia oficial dels estats que han ocupat el nostre país ha anat fent desaparèixer o manipulant, segons ha convingut en cada moment històric, aquells fets o personatges de la nostra història que li eren incomodes per tal d’elaborar el seus projectes històric[s] uniformitzadors […]. La nostra voluntat és obrir una finestra a la restitució de qualsevol fet o personatge, de qualsevol època que hagi patit l’arbitrarietat de la historiografia oficial.

Este punto de vista, expresado aquí en su forma más extrema, también se ha expresado en términos más racionales en libros, artículos y páginas web, sobre todo en dos documentales recientes: Cataluña-Espanya y El laberint. El primero, Cataluña-Espanya, de Isona Passola (2009), es un documental de setenta y cinco minutos en formato cinematográfico, donde se reúne a un determinado grupo de personas que dan su opinión sobre la cuestión catalana. Actualmente su directora está preparando su siguiente documental: L’endemà. El laberint, dirigido por Jordi Mercader y programado en TV3 en 2010, tenía un formato similar pero un aspecto más «intelectual». Ambos documentales tenían la misma estructura, en la que políticos, profesores, empresarios y otros (todos, naturalmente, cuidadosamente escogidos) debatían una serie de cuestiones relacionadas con la situación de Cataluña en el seno de España. Ambas películas también fueron subvencionadas por la Generalitat y llevaban el logo de su Departament de la Vicepresidència. No es de extrañar, por tanto, que ambos documentales promovieran la argumentación procatalanista. El laberint concentraba su temática en el proceso de formación del Estado de las Autonomías en el período de la transición hacia la democracia. El análisis general de los acontecimientos políticos relacionados con Cataluña se planteaba del siguiente modo:

  1. La urgencia en plantear una multiplicidad de gobiernos autonómicos se debió a un intento de asumir las demandas de los nacionalistas en Cataluña, en el País Vasco y, en menor medida, Galicia. La idea era que cualquiera que fuera la solución que se encontrara para estas regiones establecería una nueva forma de relación entre ellas y el resto de España. De modo que España así quedaría consolidada. Pero las cosas no salieron así. Nadie se percató en aquel entonces de que en realidad era como comenzar un proceso para convertir España en un Estado balcanizado con diecisiete comunidades autónomas. Algunos consideraron esto una solución definitiva, otros no. En cualquier caso, la unidad de España quedaría comprometida para siempre.
  2. Las exigencias de los partidos de Andalucía para que se les concediera un tratamiento semejante fue el punto de inflexión. Andalucía nunca había sido una entidad política autónoma y no tenía ningún movimiento nacionalista real. Su exigencia de autonomía y su supuesto nacionalismo dejó al descubierto el caos en el que se había sumido el gobierno español creando las autonomías. Cuando las cosas parecían a punto de descontrolarse por completo, surgió una idea que resultaba atractiva: «El café para todos». La completa regionalización de España fue utilizada para detener las exigencias de un tratamiento especial que se estaba descontrolando.
  3. En el proceso, los vascos consiguieron alcanzar un «concierto económico», mediante el cual conseguían retener todos los impuestos recaudados en la región y luego traspasar una cierta cantidad al Estado. Los catalanes se durmieron en ese momento, y pareció que cedían en ese aspecto, aunque en la actualidad lo consideran necesario para su supervivencia.