8. EL FRACASO DE LOS INTELECTUALES
Buena parte de la evolución de España ha estado dictada por la fuerza bruta de las armas, desde la invasión de los musulmanes y luego de los francos, a las guerras civiles del siglo XV, las intervenciones en Portugal y posteriormente en Cataluña, y finalmente la Guerra de Sucesión y la invasión de los ejércitos de Napoleón y la subsiguiente liberación de Wellington. Entretanto, en el norte de España y especialmente en Cataluña la violencia de los carlistas afectó a la vida pública. Al parecer, todos los cambios políticos y sociales tenían que imponerse sobre el pueblo, en vez de ser el resultado de sus deseos. ¿No era hora ya de crear una nueva idea de España, una idea concebida en paz y no en guerra, una idea creada por los intelectuales más prominentes del país y que resultara plenamente satisfactoria? En el curso del siglo XIX, cuando los españoles comenzaron a asumir su nuevo estatus, libres de la dominación francesa pero libres también de muchos de los lazos que los habían unido a las colonias imperiales de ultramar, ahora ya lejos de su control, intentaron reajustar su posición relativa entre ellos y respecto a Europa. Y ahí fue donde comenzaron los problemas.
En realidad, los españoles siempre habían estado al margen de Europa. El nuevo sistema político surgido en Europa tras la Guerra de Sucesión parecía dirigido por Gran Bretaña, Francia y Austria; sus políticas y sus culturas dictaron la civilización europea en la que España no iba a desempeñar ningún papel, ni en la ciencia ni en la filosofía ni en la literatura. Ni siquiera un científico español o filósofo o escritor llamó la atención del público de la Europa occidental dieciochesca. Después de 1800 hubo creadores españoles que comenzaron a dar sustancia a la personalidad de su país, no en términos de lo que la nación creaba y producía en ese momento, sino más bien en términos de lo que la nación significó en el pasado. Y cuando hablaban de la nación, hablaban principalmente del pueblo, que parecía ser el único que había salvado a la península de la dominación francesa, en un momento en el que tanto los políticos como las élites habían fracasado. Contamos con unos retratos muy vivos de las gentes de España en las pinturas de Goya, quien casi por vez primera puso de relieve la diversidad y el dinamismo del pueblo común en sus tareas comunes, en sus celebraciones y sus excesos. Para los viajeros extranjeros, lo más raro del modo de vida peninsular era el escaso papel que desempeñaban en la sociedad las clases dirigentes, que parecían tan provincianas y cuyos entretenimientos diarios diferían muy poco de aquellos con los que se divertía la sociedad común. La vida española parecía estar basada en la cultura popular más que en los gustos de las clases dirigentes.
Otros europeos de esas primeras décadas del siglo XIX, mediante los viajes y el exilio, habían estado en contacto con las culturas foráneas, que les obligaban a sumergirse en lenguas, artes y música de otros países, y también se educaban en ideas políticas. Todo eso seguía sin conocerse en España. Sobre todo, los viajes habituales por otros países europeos fomentaban un cierto sentimiento de patriotismo que era (y sigue siendo) desconocido para la mentalidad española. El «patriotismo» puede haber parecido un sentimiento noble, especialmente cuando se dirigía contra los invasores y los enemigos del pasado reciente, y también en el pasado remoto, pero estaba fuera de lugar en unas tierras donde las lealtades eran exclusivamente regionales y nunca nacionales. España nunca consiguió reunir un programa para fomentar la conciencia nacional que combinara motivos pasionales del presente con los fracasos heroicos del pasado histórico, ni aceptó jamás conceder cierto reconocimiento a los pueblos —judíos y árabes— que desempeñaron algún papel en esos lamentables episodios. El movimiento romántico en Europa proporcionó las herramientas para crear una nueva visión y al mismo tiempo nuevas aspiraciones ideológicas, pero para los españoles esa visión se enraizaba demasiado fuertemente en el pasado medieval y musulmán como para que pudiera ser una contribución adecuada de cara a las nuevas realidades.
La creación de una cultura nacional reconocible en España comenzó muy tarde, en las décadas finales del siglo XIX. Fue una situación en la que Madrid llevó la voz cantante, pero los catalanes también desempeñaron un papel significativo. Las tendencias artísticas y culturales fueron decisivas en el desarrollo y la subsiguiente predominancia de las grandes ciudades, cuyos límites no se ampliaron significativamente hasta la década de 1860, cuando en Madrid, por ejemplo, se crearon los nuevos barrios de Salamanca y Retiro. Incluso entonces Madrid seguía siendo una ciudad pequeña, con menos de un cuarto de millón de residentes (en contraste con los dos millones y medio de habitantes de Londres en la misma época) y sin avenidas dignas, sin mansiones elegantes y sin iluminación pública siquiera. A mediados del siglo, un escritor, Mesonero Romanos, comentó en el curso de un viaje por Francia e Inglaterra que la capital española daba lástima, en comparación con otras ciudades europeas. La reconstrucción de Madrid y Barcelona, al doblar el siglo, según las directrices imitadas de otras capitales europeas, generó por vez primera centros cosmopolitas en los que la cultura podía florecer. Con un centro respetable y modernizado desde el cual operar, empezaron a hacerse visibles los rasgos permanentes de lo que hoy conocemos como «España».
Las clases dirigentes de esa España moderna, sin embargo, no siempre compartían la misma visión. Dando la espalda a lo que España podría aprender del resto de Europa, aquellos que decidieron orientar su actividad en torno a Madrid comenzaron a desarrollar una visión que extraía su inspiración de la geografía histórica del paisaje de Castilla. El paisaje visible, «las tierras de Castilla», se convirtió en cierto sentido en una expresión del alma de España, y por lo tanto, en objeto de devoción. Los artistas regionales, inspirándose generalmente en las técnicas del impresionismo pictórico francés, se dedicaron a los temas locales y al paisajismo. Parecía como si España se estuviera descubriendo a sí misma por primera vez. Los escritores y los poetas crearon una visión de Castilla si cabe más intensa, y la mayoría de ellos la consideraron la esencia de España. Se añadió además una dimensión histórica gracias al historiador Ramón Menéndez Pidal, que presentó los logros de un héroe medieval, el Cid, en los áridos escenarios de Castilla, un desolado paisaje abrasado por el sol, sudor y sangre que presentaba el espíritu esencial del pueblo español. Castilla, para esos escritores, era España. Posteriormente Azorín insistió en que el paisaje de Castilla encarnaba la «fuerza» y la «dureza» de España, «nos hace pensar en los conquistadores, en los guerreros, en los místicos». El poeta que mejor expresó este tema y que fue fundamentalmente conocido por su dedicación al asunto fue Machado, que pensaba que el paisaje de Soria era «la manera más directa y mejor de sentir España».
La identificación de Castilla con España, una España que no tenía más riquezas que su propio espíritu, pero con el que (se imaginaba) se habían conquistado imperios y se habían civilizado nuevos mundos, se convirtió en la idea compartida por la generalidad en Madrid. Esa idea echó raíces en las mentes de los castellanos, pero tuvo unas consecuencias muy negativas en las relaciones entre los distintos pueblos de la península. Confirmó la tendencia de Castilla a arrogarse la identidad de España, de modo que se excluía a las otras nacionalidades de la península. El mito de una Castilla que supuestamente contenía la esencia de España tuvo consecuencias en Cataluña, donde, como reacción, adquirió fuerza el deseo de restaurar una verdadera voz «nacional», y que acabó llamándose Renacimiento: la Renaixença.
La Renaixença creó catalanismo, pero el catalanismo era un movimiento «reaccionario» en todos los sentidos del término, adornado con fuertes rasgos fundamentalistas y basado en una visión profundamente idealizada del campesinado como núcleo de la nación. Incluso el famoso renacimiento de la lengua catalana, a través de las lecturas poéticas y los jocs florals, fue poco más que un simbólico teatrillo. El renacimiento se basaba en la nostalgia del pasado y en las imaginadas glorias de una cultura y una fe que Cataluña en realidad nunca había poseído. Fue un intento de crear una nación que nunca había existido, y fue un esfuerzo consciente para saltarse las condiciones reales de un presente que a los dirigentes políticos no les gustaba: ocultando el castellanismo y los horrores de la moderna industrialización.
Tal fue, a duras penas, la base sobre la que se quiso construir una identidad moderna en la época industrial. Así pues hubo unas significativas divergencias entre los modelos de Castilla y los de Cataluña. Ambas nacionalidades habían trabajado juntas para formar España, pero ahora España empezaba a ser concebida en términos diferentes. Con demasiada frecuencia, los castellanos de hoy en día tienden a culpar a los catalanes de esas divergencias, como si los catalanes fueran persistentemente hostiles a la existencia de España. El hecho es que los propios castellanos, a través fundamentalmente de sus políticos e intelectuales, contribuyeron a ampliar la grieta con su insistencia en identificar «España» exclusivamente con el espíritu y la lengua de Castilla. Ellos crearon la simbiosis entre Castilla y España, excluyendo explícitamente a las naciones de la periferia de cualquier papel en la causa común en la que habían estado participando hasta entonces.
No nos equivocaríamos si apuntáramos que una de las profundas causas de la grieta abierta entre ambos pueblos fue la incompetencia de los intelectuales por ambas partes. Para un castellano del siglo XX como el escritor Ortega y Gasset, resultaba lógico que Castilla siempre ostentara la primacía. «La genial vulpeja aragonesa comprendió que Castilla tenía razón, que era preciso domeñar la hosquedad de sus paisanos e incorporarse a una España mayor. Sus pensamientos de alto vuelo solo podían ser ejecutados desde Castilla. Entonces se logra la unidad española». Ortega dató y fijó la «unidad» de España en el siglo XV. Esta lectura castellanocentrista del pasado, que se trasluce en todos los escritos de Ortega, resulta injusta con lo que ocurría realmente. Castilla, desde luego, contaba con el mayor índice de población de la península, y por tanto la visibilidad de los castellanos en cualquier tipo de actividad era mayor. Pero el hecho esencial era que la nación comenzó a adquirir forma cuando todos los españoles colaboraron y contribuyeron a ello, y no porque los castellanos fueran los únicos y mayores contribuyentes.
Las diferentes perspectivas de los españoles recibieron un golpe mortal y definitivo a finales del siglo XIX, por culpa del llamado «desastre del 98». El «desastre», que fue en parte el resultado y el nombre que se dio a la guerra hispano-estadounidense en América, fue también la consecuencia de una rebelión contra la dominación española en Cuba; una insurgencia liderada por el poeta José Martí, que contó con el apoyo del gobierno de los Estados Unidos. La rebelión inspiró una respuesta de grupos antiespañoles en Puerto Rico. Cuba, lógicamente, tenía la mayoría de sus contactos comerciales con Estados Unidos, que teóricamente permaneció al margen mientras el conflicto se avivaba en la isla. En febrero de 1898, sin embargo, el Maine, barco de guerra americano, saltó por los aires en las costas de La Habana, resultando muertos más de doscientos hombres. En Washington se culpó a los españoles (aunque en la actualidad se da por hecho que pudo ser un accidente) y Estados Unidos le declaró la guerra a España a mediados de abril. La prensa y el público en España estaban entusiasmados ante la posibilidad de derrotar a los «cerdos» americanos (tal era la imagen común en Madrid), de los que se burlaban y a los que insultaban, llamándolos cobardes, y diciendo que serían devorados en un periquete por el león español. «Los hijos de Cortés y Pizarro», bramaba un escritor español, «no pueden retirarse como humildes lacayos de unas tierras que ellos descubrieron, poblaron y civilizaron». España estaba completamente incapacitada para combatir en unas tierras situadas a miles de kilómetros de Europa, y las fuerzas americanas barrieron sin mayores dificultades lo que quedaba del imperio español. Una flota americana arribó a Manila y el día 1 de mayo hundía toda la flota española en menos de un día. En junio, los americanos entraron en la bahía de Guantánamo en Cuba y comenzaron la invasión militar. En julio otras unidades del ejército americano ocupaban Puerto Rico. Cuando los españoles enviaron una flota a Cuba, se produjo un breve enfrentamiento en el que los americanos perdieron a un hombre y nueve resultaron heridos, mientras que los españoles perdieron todos sus barcos, con quinientos muertos y miles de prisioneros. En diciembre, por el Tratado de París, España cedía la soberanía de Cuba, Puerto Rico, Guam, las Islas Filipinas y las Islas Marianas.
Azorín comentó algunos años después: «El espectáculo del desastre —el fiasco de toda la vida política española— ha excitado la sensibilidad de España y le ha conferido un carácter que no existía antes». Aquello también tuvo consecuencias en Cataluña, que sufrió quizá más profundamente la pérdida de Cuba. Y dio un impulso a los grupos que deseaban invertir en el sector industrial. Y eso también permitió el nacimiento del nacionalismo catalán como movimiento político.
Fracaso de los intelectuales
La aparición del «intelectual» como el gran hombre que despertaba respeto porque sabía lo que decía y de lo que hablaba surgió a mediados del siglo XIX. El intelectual no era solo un escritor, sino también una especie de profeta, y era uno de los caracteres más raros pero también más típicos del fin de siècle español, donde los miembros de una minúscula clase culta podían arrogarse el lujo de imponer sus preferencias en un país preindustrializado sobre una masa cuyo nivel de analfabetismo superaba los dos tercios. Los orígenes de este fenómeno se asocian generalmente con lo que estaba ocurriendo al otro lado de la frontera de Francia, donde aquel mismo año de 1898 el novelista Émile Zola irrumpió en la política con el «caso Dreyfus» publicando su histórico artículo «Yo acuso», en el periódico L’Aurore. Desde ese momento la clase media de la Europa occidental comenzó a prestar una atención especial a lo que los escritores y los periodistas tenían que decir. El término «intelectual» acabó siendo aceptado en la mayor parte de Europa. En España, se empezó a utilizar sobre todo y específicamente para designar a los escritores que escribían artículos periodísticos, utilizando sus columnas en los rotativos como púlpitos desde los que informar e instruir a las masas que presumiblemente estaban esperando algún gesto o alguna opinión suya. Tras el desastre del 98, los «intelectuales» comenzaron a considerarse (también ellos mismos, desde luego) como una de las esperanzas que les restaban a España tras la frustrada «regeneración».
Mientras los intelectuales debatían sobre la cultura en su país, los políticos estaban convencidos de que no podía haber país sin la estructura de un Estado político. Cultura y política eran en realidad las dos caras del mismo problema: la fragilidad de España como una experiencia compartida. «La España moderna puede considerarse un cuerpo sin energía», se lamentaba un político del gobierno en 1775, «una monstruosa república formada por pequeñas repúblicas enfrentadas porque sus intereses particulares están en contradicción con el interés general». Aunque los elementos de la cultura nacional estaban empezando a converger, los más atentos reconocían que aquello era poco más que una fachada. En 1897 el novelista santanderino José María Pereda levantó la voz en lo que llamaba una «novela regional», porque creía que la vida regional —«amor al terruño natal, a sus leyes, usos y buenas costumbres, a sus aires, a su luz, a sus panoramas, a sus fiestas y regocijos tradicionales»— era la auténtica realidad de España. «En realidad» —afirmaba Pérez Galdós, de acuerdo con él—, «todos somos regionalistas, porque todos trabajamos en algún rincón más o menos espacioso de la tierra española». Al doblar el siglo, los intelectuales, como Ortega y Gasset en 1917, pensaban que «carece España de toda emoción nacional». En su obra La redención de las provincias (1931), Ortega concluía que «la vida local» era la única fuerza impulsora y que la «provincia» era «la única realidad enérgica existente en España». La cultura creativa de ese período desde luego extrajo su inspiración de los localismos. Juan Valera, en Pepita Jiménez (1874), pintó la sociedad andaluza, Clarín, en La Regenta (1895), se internó en la conservadora sociedad de Oviedo; Blasco Ibáñez ofrecía un panorama de Valencia en la serie de novelas que publicó a partir de 1894, y Narcís Oller abrió al público la vida barcelonesa con La febre d’or (1892). Los ensayos de Joaquín Costa confirmaron lo evidente, que los españoles vivían unas «vidas locales» más que unas «vidas nacionales». El sociólogo Julio Caro Baroja entrevió lo que él llamaba el «sociocentrismo» de las ciudades españolas como su característica fundamental, y la más tradicional y desde luego la más peligrosa.
Vale la pena apuntar estas opiniones porque contradicen uno de los mitos favoritos del vocabulario catalanista: que se han enfrentado siempre a una España monolítica y unida. En el resto de la península se tiene una visión más ajustada: de hecho, hay muy pocas cosas que mantengan unidas a todas las regiones. El regionalismo se convirtió en un término de referencia al doblar el siglo y lógicamente adquirió tonos y matices políticos, con los catalanes en vanguardia. En 1885 un grupo de personalidades catalanas le entregaron a Alfonso XIII un «Memorándum de quejas», con la petición de que «en España se implante un sistema regional adecuado a las condiciones actuales». Uno de los patrocinadores de esa iniciativa era Francesc Romaní, un abogado conservador y nacionalista que al año siguiente contribuiría a fundar en Barcelona el diario La España regional, que estuvo apareciendo mensualmente durante siete años y promovió una campaña a favor de la autonomía regional como la mejor opción y la mejor defensa de la unidad de España. La campaña no tenía pretensiones políticas, y el regionalismo continuó siendo lo que era esencialmente: un sentimiento sobre el entorno y las raíces. Las emociones se adueñaron de la cuestión, sin embargo, cuando surgió otra tendencia dinámica, el nacionalismo, que compartía los mismos orígenes, pero sacaba su fuerza de dos fuentes culturales más llamativas: el idioma y la historia. En todo caso, era una clase particular de nacionalismo, con raíces superficiales que tenían que inventarse literalmente, porque los nacionalistas no estaban muy seguros de sus antecedentes, ni de sus ideas ni de sus aspiraciones. La generación posterior al «desastre», por tanto, se vio sumida en una turbulenta espiral de perplejidad: intentando por una parte refundar una España que había descubierto de repente la cultura nacional, y por otra intentando promover las identidades regionales y provinciales que habían salido a la palestra antes de la evolución del Estado del siglo XX.
El «desastre» estimuló el nacimiento de toda una escuela de escritores en Castilla. Por un lado estaban los pesimistas, que gastaban grandes cantidades de papel y tinta denunciando el deplorable estado del país y su humillante lugar en el mundo moderno. Por el otro estaban los escritores dispuestos a examinar lo que era España y lo que podría ser; esto es, intentaban encontrar una comprensión más patriótica de España, de lo que era y cómo podría regenerarse. La escuela que pervivió fue la de los principales responsables del surgimiento del nacionalismo «español». Tenían lo que Fusi ha denominado «una devoción ferviente por un concepto abstracto e idealizado de la patria española: afirmación de la unidad nacional frente al ascenso de los nacionalismos catalán y vasco». Los nacionalistas españoles se basaban sobre todo en la idea de Castilla y su cultura y sus tradiciones: Castilla como esencia de España. Como ellos también se tenían que inventar un pasado mítico para su nueva definición, también retrocedieron a tiempos pretéritos, a la época de las guerras contra los moros, y a la edad del imperio europeo y la imaginada conquista de América. Fue un punto de vista esencialmente militarista, y obviamente recibió una respuesta positiva de los militares que más adelante desempeñaron un papel clave en la política del país. Por supuesto, de todo ello se derivaba que las otras regiones tenían un papel muy escaso en esa nueva España inventada, medieval y triunfal.
En Cataluña, los jóvenes comenzaron a esbozar sus propios sueños. Como España había perdido el rumbo, ellos tenían que encontrar el suyo. La figura central de esta tendencia fue Enric Prat de la Riba (1870-1917). En un comentario escrito después de la muerte de Prat de la Riba, el escritor Rovira i Virgili lo saludaba como «el primer nacionalista catalán», que había «revelado el alma nacional de Cataluña». «Fue el primer catalán contemporáneo que demostró que España no es una unidad nacional». Prat de la Riba descubrió a los catalanes las palabras para expresar nuevas ideas sobre su antiguo problema: cómo recuperarse de su decadencia. Cuando contaba veinte años ya estaba a la cabeza del movimiento ciudadano nacionalista, y a la edad de veintidós ya era secretario del comité que esbozó el programa nacionalista conocido como las Bases de Manresa. Prat de la Riba lideró su partido, la Lliga Regionalista, y lo condujo a la victoria en Cataluña en las elecciones de 1901. Apenas acababa de cumplir los treinta años y ya era presidente de la Diputació de Barcelona y fundó el Institut d’Estudis Catalans. El cénit de su carrera fue llegar a ser presidente de la Mancomunitat de Catalunya (el gobierno regional), en 1914. Durante todo este tiempo fue elaborando un conjunto de ideas que formaron la base para futuros políticos nacionalistas. Aunque el nacionalismo catalán tenía raíces profundas, solo irrumpió en la política activa en el período en el que el nacionalismo castellano también consiguió asentarse, a finales del siglo XIX. Para ambos, el proceso se aceleró gracias al desastre del 98, que privó a España de su imperio y de su honor, y a Cataluña de sus jugosas empresas coloniales.
Hay dos ideas simplistas del primer nacionalismo catalán y que aún siguen en boga. La primera es que el nacionalismo catalán era esencialmente separatista; es una idea ampliamente difundida y compartida en Castilla. La otra es que era políticamente progresista: una idea promovida por los teóricos pronacionalistas. Entre otros conceptos, la ideología de la Lliga estaba inextricablemente unida a la idea del «imperio». ¿Pero qué significaba el «imperio» para Prat de la Riba? A la vista del derrumbe del imperio internacional de Castilla, Prat de la Riba sugería que reforzando su propia «unidad cultural», Cataluña podría contribuir a reforzar España y, por lo tanto, a formar un nuevo «imperio» basado en la identidad cultural de cada uno de sus componentes. Lejos de la secesión, Prat proponía una nueva relación con el resto de España con el fin de reforzarla. En vez de separatismo, ofrecía fusión. El lema de Prat para las elecciones de 1916 era «Por Cataluña y por una gran España», y en esa expresión («gran España») se contenían conscientemente las que él creía que eran las estructuras políticas de Gran Bretaña o el Imperio Austro-Húngaro. Uno podría sospechar que esa idea de colaborar con el resto de España era simplemente otro modo de proponer que Cataluña dominara la política y los asuntos en España. El sucesor de Prat como líder en la Lliga, Cambó, compartía la idea del imperio y pensaba que dicha teoría permitía confiar en la esperanza de una «comunidad peninsular unificada». No existía ninguna idea de separación, sino de fortalecimiento a partir de la participación y la colaboración.
En 1898 también, el poeta catalán Joan Maragall comenzó a desarrollar la idea del destino imperial de España como la única esperanza que le quedaba a Cataluña, y Prat de la Riba anunció en 1910 que la misión de Cataluña era modernizar España, unir la Península Ibérica y crear un nuevo imperio que civilizaría los pueblos atrasados del mundo. Desde luego, eran conceptos obviamente nuevos, aunque tal vez un poco extravagantes, que iban contra el fundamento del pensamiento nacionalista tradicional. Maragall, escribiendo en castellano, mezclaba sus ideas progresistas con su visión de una separación de los intereses de Castilla y Cataluña. En sus versos citados con frecuencia:
¿Dónde estás, España, dónde, que no te veo?
¿No oyes mi voz atronadora?
¿No comprendes esta lengua que entre peligros te habla?
¿A tus hijos no sabes ya entender?
Adiós, España.
En definitiva, es casi imposible llegar a una definición satisfactoria o lógica del «catalanismo». Se ha resumido bastante adecuadamente que «la calculada indefinición del catalanismo como concepto es difícil de explicar a todos aquellos que no comparten los lazos que se establecen en el seno de una pequeña sociedad. El catalanismo exige naturalmente el uso casi exclusivo de la lengua catalana para todas sus actividades, desde la publicación de investigaciones científicas a comprar el pan. Más allá de la afirmación lingüística, el catalanismo revela un sentido patriótico que es lo suficientemente intenso como para dominar otras áreas de la identificación política (social, religiosa, e incluso la afiliación partidista oficial), pero que sigue sin definirse. Así pues, el catalanismo puede ser “nacionalista”, e incluso “separatista” (el término preferido para los nacionalistas radicales entre 1900 y 1968), o escuetamente “independentista” (el término aprobado por los militantes a partir de 1968), pero también simplemente “autonomista” o incluso “federalista”[61]».
El surgimiento del nacionalismo derechista en Cataluña y en España tenía una severa desventaja: fue siempre un movimiento minoritario, aunque en Cataluña su intención era reeducar a la población para que mirara su pasado y su futuro a una nueva luz. Es más, nunca se presentó como una solución práctica para los problemas sociales cotidianos. Por todas esas razones se habla aquí del «fracaso de los intelectuales», en el sentido de que las ideas nunca permearon la política con éxito, en absoluto. Cuando los intelectuales fracasaron, la iniciativa en Cataluña la tomaron los trabajadores. El problema obrero en el siglo XX se concentró mayoritariamente en Cataluña, donde el anarquismo empezó a tener cierta importancia. Poco después la violencia agraria en Andalucía se vio secundada por las tendencias violentas en Cataluña. En Barcelona, los atentados y la quema de conventos se convirtió en la reacción extremista a la represión policial y la tortura. La tendencia hacia la violencia culminó en la Semana Trágica (1909). Una huelga general en Cataluña degeneró durante tres días de julio en una orgía de violencia y destrucción: casi una cincuentena de conventos e iglesias fueron incendiados. La represión fue implacable: se hizo llamar al ejército, que disparó contra los obreros.
Los historiadores y la historiografía
Un hito en el renacimiento intelectual de Cataluña fue la invención de una historiografía completamente nueva y completamente romántica (y en gran parte ficticia). Los líderes políticos catalanes se dispusieron en serio a falsificar la historia de su país. Basándose en los supuestos logros de su pasado medieval, elevaron ese pasado a categoría como fuente de todas las virtudes, y no solo de Cataluña, sino de toda España. «La historia de Cataluña», clamaba uno de esos historiadores, el poeta Víctor Balaguer, «es también la historia de la libertad en España». Con muy escasos conocimientos de la historia de la Europa occidental, y sin consultar adecuadamente los documentos imprescindibles de sus propios archivos, los autores crearon una visión imaginaria del pasado de Cataluña, inconscientes de hasta qué punto su historia no se distinguía ni un ápice de la de otras regiones parecidas en Europa. Como esas otras nacionalidades, Cataluña tuvo un campesinado oprimido, barones crueles, oligarcas urbanos y un clero tirano. Como otras regiones, Cataluña tenía gente que sufrió e intentó huir a territorios vecinos como Francia y España. A lo largo de mi propia investigación me he encontrado casos de ciudades que repetidamente enviaban ruegos al rey de Castilla para que se les permitiera entrar en su jurisdicción, «para que siente la justicia como en Castilla». (Así se expresaba el obispo de Vic en un despacho de 1615).
Por debajo de toda esta mitología, naturalmente, estaba el deseo de demostrar la existencia de una Cataluña como un Estado nacional libre. Como ha precisado un historiador moderno: «A pesar de la tendencia de los historiadores nacionalistas catalanes de retorcer la naturaleza “catalano-aragonesa” de la Corona de Aragón, nunca ha existido nada, en la historia medieval, y mucho menos en los tiempos modernos que pudiera considerarse ni de lejos un embrión del Estado catalán, excepto en las imaginaciones más románticas y soñadoras. Desde luego, eran unos antecedentes deplorables para el nacimiento, crecimiento y desarrollo de una historiografía nacionalista[62]». Desde principios del XVIII, sin embargo, los autores del exilio del régimen borbónico comenzaron a producir un discurso romántico sobre lo que había sido Cataluña en tiempos remotos. Del mismo modo, los autores del XIX escribían novelas al estilo de Sir Walter Scott sobre la muerte de la libertad en Cataluña. Los historiadores como Víctor Balaguer crearon mitos que todavía dominan la historiografía nacionalista, concentrándose en momentos clave, como las fechas de 1640, 1659 y 1714, y el papel que supuestamente desempeñaron en el surgimiento de la conciencia catalana.
El conflicto de la Guerra de la Sucesión española se presentó, en los círculos regionalistas de la Corona de Aragón y dos siglos después, como la consecuencia de la lucha heroica de un pueblo unido en defensa de la libertad y contra el absolutismo castellano. Un autor regionalista ha explicado que en 1705 los valencianos se levantaron gracias al «espíritu de su país, afecto a las libertades, y hostil al régimen absolutista». El mito valenciano adquiere la forma que tiene en la actualidad, conmemorando la pérdida de los fueros tras la batalla de Almansa de 1707. En Almansa, dice la mitología regionalista, el pueblo valenciano luchó para defender sus libertades, pero perdió. Por desgracia, este mito concreto tiene un fallo comprometedor, y es que ningún valenciano tomó parte en aquella batalla, y ningún valenciano movió ni un dedo para defender sus libertades. La batalla fue exclusivamente un enfrentamiento de franceses y castellanos (que vencieron) contra ingleses, alemanes y holandeses (los perdedores). Una imagen parecida, heroica y fantástica, se desarrolló entre los autores catalanes alrededor del año 1900, cuando el líder nacionalista más activo era el joven Enric Prat de la Riba. En su ensayo La nacionalidad catalana (1906), mantenía que «Cataluña tenía un idioma, una ley, un arte y su propio espíritu nacional, su carácter nacional, un pensamiento nacional: por lo tanto, Cataluña era una nación». Evidentemente, hablaba del pasado tal y como él lo veía, no sobre el presente en el que vivía.
Los intelectuales catalanes continuaron alimentando una historiografía sesgada, basada en dos pilares fundamentales: que la historia catalana es la historia de Barcelona más que la de todos los territorios catalanes; y que la historia catalana debe ser militante, dictada fundamentalmente por las instituciones políticas y la Generalitat. Esta orientación ha sido impuesta por la conciencia de que la historiografía «española» ha estado generalmente centrada en Madrid, e impuesta por las élites que controlaban el país desde Madrid. Por tanto, los métodos de la historiografía catalana han sido una réplica de los inherentes a la historia nacionalista española. Toda historia escrita en Cataluña está sujeta a las normas impuestas por la Generalitat, que ha decidido por ejemplo que los dos hombres responsables de dirigir los aspectos históricos del Tricentenari de 1714 deberían ser periodistas, y no historiadores, porque los periodistas están más abiertos a la influencia de la autoridad pública. El propósito de la historia catalanizada se considera como una parte del objetivo de reeducar a la población para descubrirle lo que «realmente» ocurrió en el pasado. Una directiva interna del partido CiU despachada por el expresidente Jordi Pujol en los años noventa del siglo pasado afirmaba: «Cataluña debería seguir siendo un pueblo. Para conseguirlo, el primer y principal objetivo es nacionalizar al pueblo catalán (es decir, reforzar la identidad, la conciencia y los sentimientos nacionales del pueblo catalán y hacerlos operativos)». No es de extrañar que se desataran fuertes críticas respecto a estos métodos de presentar el pasado en Cataluña. Un miembro de la oposición socialista afirmó que Pujol se estaba apropiando «de la herencia de Cataluña en beneficio de su propio partido». Un miembro del Partido Popular (PP) dijo que el Museu de l’Historia de Catalunya era «parte de la típica estrategia nacionalista de reinventar la historia». Un historiador profesional, Josep Benet, que estaba empleado en la Generalitat y, por lo tanto, tenía mucho cuidado con lo que decía, afirmó: «Yo no estoy de acuerdo con el proyecto porque creo que no es así como deberían hacerse las cosas en el campo historiográfico. Fue una decisión gubernativa».
Pujol ha afirmado repetidamente: «Yo soy historiador», y era responsable de muchas declaraciones importantes sobre historia. La Generalitat fundó el Museu de l’Historia de Catalunya después de que Pujol hiciera una visita a Jerusalén, donde quedó profundamente impresionado por el Museo de la Diáspora. Decidió que la Generalitat debería ser el vehículo a través del cual se comunicara al pueblo una correcta comprensión del pasado de Cataluña. Según Pujol (tal y como informaba el diario El País en octubre de 1995), el MHC contribuye a que los catalanes comprendan su propio pasado y, por lo tanto, su actual identidad. Significativamente, cuando se fundó el MHC, con un coste de 35 millones de dólares, la planificación fue coordinada no por un historiador sino por un miembro del partido gobernante, CiU. Los presidentes de la Generalitat han tenido poca confianza en los historiadores: siempre se ha considerado que no tenían la perspectiva «correcta» para la comprensión «justa» del pasado…
Lo sé por experiencia. Hace muchos años, Jordi Pujol promovió un congreso especial sobre la vida y la obra de Narcís Feliu de la Penya, a quien estaba promocionando en aquella época como la imagen de la Cataluña progresista. Como el único historiador que había investigado a Feliu de la Penya era yo, me invitaron para dar una charla en segundo lugar (el primer lugar estaba reservado para el propio presidente). En mi conferencia analicé cómo la aparentemente fallida carrera de Feliu fue de hecho un indicador para futuros éxitos. Después de mi discurso, Pujol se puso en pie, apartó sus notas y negó vehementemente que Feliu hubiera sido un fracaso, atacando la conferencia que yo había dado. Desde entonces, Jordi Pujol ha modificado un poco su visión sobre Feliu de la Penya, a quien ahora sí considera como un fracasado. En definitiva, yo no he cambiado mis puntos de vista. Tal vez esa es la diferencia entre un político y un historiador.
¿Será posible establecer una historia de Cataluña no sesgada? Desde el medievo, cuando se escribieron varios importantes cronicones al respecto, no ha habido ninguna historia consistente sobre Cataluña según las directrices de los grandes estudios clásicos dedicados en el siglo XVI a Castilla y su imperio. El primer historiador moderno de Cataluña fue Jaume Vicens Vives (1910-1960), que aprendió a escribir historia en la escuela de los Annales de París, y siguió escribiendo obras maestras de la historiografía que marcaron el paso para toda la disciplina en España en los años sesenta del siglo XX. Al mismo tiempo, Vicens era un fiel catalán, preocupado activamente por la historia y la cultura de Cataluña. Sin embargo, la «historia de Cataluña» como tema solo apareció en los programas universitarios en los años ochenta, cuando diferentes entidades en España intentaron liberarse de los mitos patrocinados por el gobierno central que se habían difundido durante la dictadura. En 1982 la popular revista de historia L’Avenç publicó diversos artículos sobre el tema «Mitos en la historia de Cataluña», que inmediatamente provocaron un debate porque demostraban que los intentos de rebatir los mitos franquistas estaban inspirados precisamente en una mitología propia. El artículo «Sobre una historiografía catalana» se publicó con la firma de tres historiadores que trabajaban en Cataluña (Barceló, De Riquer y Ucelay de Cal), y provocó un áspero debate porque se preguntaba cuál debía ser el tema de una supuesta historia catalana. El artículo recibió respuesta de varios profesores de tendencia más nacionalista que pensaban que una historia catalana debería reflejar la evolución de Cataluña como nación. A lo largo de los siguientes años el debate mostró hasta qué punto los temas de la historia y el nacionalismo estaban entrelazados, y hasta qué punto se había politizado la historiografía de Cataluña.
Tal vez uno de los momentos más conocidos en los que las tensiones afectaron la relación de la historia de Cataluña con la de España fue con la controversia de los llamados «documentos de Salamanca», en 1995. Los documentos, procedimientos legales de personas detenidas, se guardaron en Cataluña durante la Guerra Civil, pero luego fueron confiscados por los vencedores y su información se utilizó contra elementos izquierdistas. A partir de entonces se guardaron en un archivo nacional, en Salamanca, que pasó a denominarse Archivo de la Guerra, pero tras la restauración de la democracia, la Generalitat solicitó la devolución de los documentos, que fue aceptada por el gobierno socialista. La devolución, sin embargo, levantó una airada controversia que afectaba directamente a las identidades nacionales de España y Cataluña. La Generalitat explicó que los papeles eran una parte esencial de su memoria histórica y de su identidad. En Madrid la gente se preguntaba si Cataluña no era parte del Estado español y, si era así, qué motivo había para llevar los papeles de un lado a otro. La controversia, que prosiguió aderezada con diversos procedimientos legales, se mantuvo viva en la opinión pública durante varios años, hasta que los documentos, al final, fueron devueltos. Cuando los periodistas me preguntaron cuál era mi opinión al respecto (igual que a otros historiadores), yo dije que los papeles deberían devolverse. Lo que no dije es que toda la cuestión me parecía exagerada, y la controversia fue manipulada principalmente por políticos desinformados que la utilizaron como un medio de promover sus propias versiones nacionalistas, catalana y castellana.