3. UN ESTUDIO DETALLADO SOBRE EL CONFLICTO CON LA INQUISICIÓN
En la España actual muy pocos españoles piensan en la religión como una fuerza que los unifique o que genere lealtades especiales. Sin embargo, en la vieja Europa había un buen número de proyectos que solo podían llevarse a cabo entre distintos países, juntos, mediante la cooperación, y el elemento fundamental, compartido de buen grado por todos los europeos, era la religión cristiana. Ya en el siglo VIII los clérigos irlandeses eran los que se ocupaban de llevar la fe cristiana a Alemania y los italianos a la Europa septentrional y a Centroeuropa. Los pueblos de la España cristiana, de la misma manera, se alegraban de compartir la misma religión. Era un proceso de reafirmación mutua, y Cataluña desempeñó un papel primordial en la difusión de la religión romana. Todo el norte de Cataluña quedó anclado en la Cristiandad gracias a monjes franceses que bajaron a esas tierras meridionales y construyeron sus maravillosos monasterios. Así pues, los catalanes recibieron la fe de la que estaban tan orgullosos… de unos extranjeros; y la mantuvieron conservando también unos estrechos vínculos con Francia. Más adelante, catalanes y franceses compartieron otros elementos trascendentales de la religión, incluida la clerecía, los centros sagrados y los monasterios. Los obispos franceses llegaron a tener jurisdicción sobre los cristianos de Cataluña, y los obispos catalanes tuvieron jurisdicción sobre los creyentes franceses en Francia. Los catalanes, a su vez, difundieron lo que habían aprendido de los franceses y contribuyeron a que el cristianismo medieval penetrara hasta el corazón de España.
En el siglo XVI llegó el momento de que los castellanos devolvieran a Cataluña una estructura religiosa, mediante la participación en la ola de reacción ideológica conocida como la Contrarreforma. En ese intercambio de creencias, los castellanos también desempeñaron un importante papel en la creación de la cultura catalana. Una contribución fundamental a la religión en Cataluña se debió a Felipe II, tal vez el rey más procatalanista de su dinastía. Tras la muerte de su madre, fue criado y educado en el seno de una familia catalana, los Requesens; entendía el catalán hablado (el único rey que lo ha hecho), y siempre disfrutaba de sus visitas a Barcelona. Desde la década de 1560 se tomó como un asunto personal la reforma de la vida religiosa en la región. El gran año de la reforma fue 1567, cuando el rey despachó órdenes para la reforma obligatoria en todas las casas religiosas de Cataluña, incluidos los famosos monasterios de Ripoll, San Cugat y Poblet. La reforma tardó mucho más en implantarse de lo que jamás pudo imaginar el monarca, y en el caso de los cambios más importantes solo tuvieron lugar alrededor de 1590. En algunos casos, como en Ripoll, los monjes se negaron a aplicar las reformas y tuvieron que ser expulsados y reemplazados por nuevos clérigos procedentes de Castilla. Esto generó una situación delicada que irritó profundamente a las autoridades catalanas, y demostró que los catalanes podían ser muy pertinaces. Pero tenían mucho que agradecerle al rey.
Felipe II fue el patrón más generoso e importante de la abadía de Montserrat, el principal símbolo religioso de Cataluña. En los días en que se encontraba dirigiendo las obras de El Escorial, en Castilla, dedicó mucho tiempo y dinero a la reconstrucción de la abadía de Montserrat entre 1560 y 1592, y visitó el emplazamiento en 1564 para ver cómo avanzaban las obras. Para asegurarse de que el altar de la nueva iglesia era como debía ser, ordenó a un artista que hiciera bocetos de distintos altares, que al final se construyeron en Valladolid y en su momento fueron transportados desde Castilla a Cataluña en 65 carros. Así pues, los castellanos desempeñaron un papel clave en la construcción de los símbolos religiosos de los catalanes, hasta el extremo de que la devoción de Nuestra Señora de Montserrat podía encontrarse por todas partes en Castilla, donde muchos altares y capillas están dedicados a esa Virgen.
En el mismo sentido, las personas religiosas de Castilla contribuyeron a la reforma de la religión cotidiana en Cataluña. Las órdenes religiosas ampliaron su obra, al mismo tiempo reclutaron miembros entre la población catalana. Uno de los clérigos más activos en Cataluña fue Diego Pérez de Valdivia, un discípulo de Juan de Ávila. En 1578 llegó a Barcelona desde Córdoba, y pasó allí el resto de su vida, convirtiéndose en un eminente predicador y reformista. La religión era tal vez un aspecto obvio de lo que los españoles compartían, pero en el caso de Cataluña estaba además respaldado por la gran popularidad de los escritores religiosos castellanos. Cataluña no tenía escritores espirituales de mucha talla, así que importaba la obra de castellanos e italianos. Los libros más famosos y vendidos de esa época en Cataluña eran los de Santa Teresa de Ávila, cuyas obras podían encontrarse en todos los despachos de libros. La preeminencia de la lengua y el pensamiento castellanos en Barcelona no debe extrañar, porque Castilla era un país con una actividad mundial, una economía fuerte y una población superior. La preeminencia generó algunos conflictos también en el ámbito religioso, como veremos más tarde a raíz de las actividades de la Inquisición. Pero incluso a nivel local hubo serias tensiones: en ciertos monasterios, como el de Montserrat, la mezcla de monjes catalanes y castellanos nunca funcionó bien, y las disputas conducían a que de tanto en tanto hubiera expulsiones. Puede que el problema fuera la lengua, porque los castellanos generalmente se negaban a aprender catalán, así que la vida en común se hacía más difícil en una tierra donde la lengua laboral era el catalán.
La convivencia y la comunidad de creencias compartidas por Castilla y Cataluña fue muy precaria solo en un aspecto: la implantación de la Inquisición. Durante todo el período en que Cataluña aún disfrutó de sus fueros, es decir, siempre hasta el año 1714, hubo una institución que propició una irritación extrema entre la élite catalana: la Inquisición. Si se observa siquiera brevemente su actividad en Cataluña, podemos empezar a comprender por qué comienzan los malentendidos entre esta y Castilla. Se trata de un caso concreto que ilumina muchos aspectos de la relación entre los dos pueblos.
La Inquisición de Castilla se estableció en toda España a lo largo de la década de 1480, y como cualquier innovación, fue recibida con hostilidad en las ciudades donde se estableció. Había habido una Inquisición medieval en Cataluña y en 1461 la ciudad de Barcelona recibió una aprobación papal para nombrar a un nuevo inquisidor, aunque realmente no tenía funciones operativas. A los catalanes obviamente no les hacía ninguna gracia la idea de que un nuevo inquisidor castellano reemplazara al suyo, y cuando las Cortes de la Corona de Aragón se reunieron en Tarazona en 1484, los catalanes se negaron a enviar a nadie para aprobar la implantación de la nueva Inquisición. En el mes de mayo de aquel año Torquemada tomó la decisión de nombrar dos nuevos inquisidores para Cataluña y al mismo tiempo revocó la comisión asignada al anterior inquisidor papal. La cólera de los catalanes estalló. El nombramiento de los nuevos inquisidores, tal y como decía el informe que enviaron a Fernando, iba «contra libertats, constitucions e capitols per vostre Magestat solempnialment jurats». En Barcelona, las autoridades civiles y eclesiásticas determinaron que el suyo era el único inquisidor legítimo de la ciudad. En contestación, Fernando afirmó que «per ninguna causa ne interes, per grant e evident o de qualsevol qualitat que sia, no havem de donar loch en que la dita inquisicio cesse». Era el comienzo de varios meses de conflicto entre el rey y las autoridades catalanas, cuyas reticencias —adviértase— se basaban no en las actividades de la Inquisición sino más bien en la supuesta incompatibilidad con las constituciones o leyes de la región. Al mismo tiempo, no dejaron escapar otras razones para afirmar su descontento. Como muchos otros, no veían ninguna razón para las ejecuciones que el nuevo tribunal estaba llevando a cabo en Castilla. En efecto, muchos españoles quedaron horrorizados ante tanto derramamiento de sangre. «Tots estem espantats», decían sin ambages a Fernando los consellers de Barcelona en 1484, «ab les fames que tenim de les exequcions e procediments ques dien son stats fets en Castella». El principal argumento, sin embargo, eran las supuestas ofensas a aquellos que estaban siendo detenidos por el Santo Oficio, que seleccionaba a sus víctimas casi exclusivamente entre los judíos conversos.
Por temor a la Inquisición, los conversos comenzaron a emigrar en gran número y a abandonar Barcelona. Temiendo por la vida económica de la ciudad, los consellers se quejaron en diciembre de 1485: «Havem vist dona gran causa a la perdició e desviamente de aquesta terra la inquisició que vostra altesa hi vol introduhir […]. Los pochs mercaders que eren restats e fahien la mercaderia, han cessat de aquella […]. Los regnes stranys se fan richs e gloriosos del despoblar de aquesta terra». En mayo de 1846 advirtieron a Fernando de que la ciudad quedaría «totalmente, si dita Inquisició se fahia, despoblada, destroida e perduda». Las protestas fueron en vano, y al final se designó un nuevo inquisidor para Cataluña, aunque su entrada en Barcelona fue boicoteada por la Diputació y los consellers. Estos también protestaron a su vez porque los inquisidores estaban actuando «contra leys, pratiques, costumes e libertats de la dita ciutat». La Diputació le dejó clara su opinión al rey: «Los dits consellers no crehen que tots los convessos sien heretges, ni que per esser convessos hagen esser heretges».
No nos vamos a ocupar aquí de las actividades de la Inquisición, que ya se han estudiado pormenorizadamente en otros trabajos, sino de las peculiarísimas relaciones que este tribunal mantuvo siempre con los catalanes. En principio no hubo conflicto alguno por dos razones: había muy pocos conversos o herejes en Cataluña, y, en períodos ordinarios, solo había dos personas actuando como inquisidores en la región, de modo que su presencia era prácticamente invisible. En todo caso, a pesar de esto, la historia del tribunal en Cataluña se convirtió en una sucesión de constantes conflictos, que a veces alcanzó cotas y dimensiones increíbles. Detengámonos en un par de aspectos claves.
La hostilidad constitucional contra un tribunal castellano
La Inquisición era el único tribunal puramente castellano que operaba en Cataluña. Sus inquisidores eran invariablemente castellanos, y estaba controlado por la administración de Castilla. Las autoridades en Barcelona, por lo tanto, no veían razón alguna por la que tuvieran que rendirles pleitesía. Cataluña es un ejemplo singular de comunidad que mostró siempre desdén hacia la Inquisición y despreció sus métodos. En 1560 los inquisidores de Barcelona se quejaron de que las autoridades municipales no asistían nunca a los autos de fe, y de que en Cataluña en general «en son de tenerse por buenos cristianos traen todos por lenguaje que la Inquisición es aquí por de más, que ni se haze nada ni ay que hazer». Recordemos que eso ocurría precisamente en un momento en el que el descubrimiento de protestantes había generalizado la alarma en Castilla. En Cataluña, en cambio, las autoridades no mostraban preocupación alguna. «Toda la gente de esta tierra», informaban los inquisidores de 1627, «assi eclesiástica como seglar, ha mostrado siempre poca afficion al Santo Officio». Una actitud típica sería la del párroco de Taús (Urgell), que afirmaba en 1632 que «no conocía a la Inquisición ni la estimaba en un caracol». Significativamente, los inquisidores no pudieron tomar medida alguna contra él, ni tampoco pudieron imponer su autoridad sobre los habitantes de esa diócesis.
La otra objeción fundamental proclamada por los catalanes hacía referencia a la jurisdicción. Al igual que la Iglesia, la Inquisición tenía sus propias leyes, que debían ser acatadas por todos, incluidas la Corona, la Iglesia y la Diputació. Todos los representantes del Santo Oficio, por ejemplo, estaban bajo la jurisdicción inquisitorial y si cometían algún crimen solo podían ser condenados por la Inquisición. Como el Santo Oficio contaba con cientos de funcionarios, llamados «familiares», que contribuían a llevar a cabo sus operaciones, constantemente se producían problemas relativos a la jurisdicción de los familiares acusados de haber cometido delitos. Hay numerosos ejemplos de esos conflictos. En 1566 los diputats de Perpiñán detuvieron y encarcelaron a raíz de una disputa a algunos oficiales de la Inquisición. El diputat Caldes de Santa Fe (un cura, además) paseó a los prisioneros por la ciudad, según la queja presentada posteriormente por el Santo Oficio, «con trompetas y haziendo después saraos y banquetes, como si en ello huvieran ganado algún triunpho o hecho alguna cosa heroyca». Los altercados se extendieron a Barcelona en 1568, cuando los catalanes se negaron a aceptar el acuerdo de aquel año sobre los familiares. El virrey comunicaba en 1569 que «todos están determinados a perder vida, hijos y haziendas» antes que rendirse a la Inquisición.
La culpa de los continuos conflictos se la echaba a la Inquisición incluso el Consejo de Aragón en Madrid. «Dichos inquisidores», afirmaban los miembros del Consejo de 1587, «son los que de ordinario dan la ocasión a que dichas contenciones se muevan». La persistente oposición de los catalanes a las pretensiones de la Inquisición en teoría nunca logró imponerse. Por otra parte, aunque los inquisidores intervinieron en casi todas las escaramuzas, nunca ganaron la guerra. En Cataluña, el Santo Oficio fue siempre una institución despreciada, que gozó solo de un apoyo minoritario entre la aristocracia y el pueblo. «Entre las pruebas sufridas por esta Inquisición y sus oficiales», informaba en tono grave desde Barcelona el inquisidor Andrés Bravo, en 1632, «están el desprecio y los agravios a los que se enfrentan en público y en privado».
Hostilidad hacia los funcionarios castellanos
En 1628, los inquisidores de Barcelona informaban desesperados a la Suprema de que «la gente de esta tierra es insolente, rebelde y totalmente contraria a la Inquisición, y se esfuerza particularmente por hacer todo lo que pueda contra ella, y la nobleza y otras personas hacen lo mismo de cualquier manera posible». Es importante recordar que esta hostilidad generalizada no se dirigía contra los castellanos en cuanto castellanos, sino contra los castellanos que estaban ocupando una posición de autoridad sobre los catalanes. Había, además, otras razones que condenaron a los inquisidores a la impopularidad fuera de Castilla. Despertaban el resentimiento del clero local, se les consideraba extranjeros, y no hablaban la lengua autóctona. El Tribunal nunca llegó a ser aceptado del todo en Cataluña. «En esta tierra», se lamentaban en 1618 los inquisidores, «se le tiene mala voluntad a la Inquisición y si la pudieran echar por tierra, lo harían». Era una exageración, pues los catalanes colaboraban con la Inquisición siempre que les convenía. Pero desde luego la veían como una institución extraña, y no porque fuera una Inquisición —ya habían tenido la suya en la Edad Media—, sino porque era castellana. El apoyo prestado al Santo Oficio se vio siempre menguado, como es lógico, con una considerable dosis de reserva. «Bien era», decía en 1586 un noble catalán, «que el Santo Oficio entendiese en las cosas de la fe y castigue a los malos cristianos; y que en los demás, quando oviese Cortes se tratara dello». Como otros españoles, se daba cuenta de que había cosas en las que la Inquisición no tenía por qué meterse. De hecho, la Inquisición se metió en muchas menos cosas de las que cabría imaginar.
Tal vez la queja más importante y crucial era la relativa a la lengua. Cataluña era un territorio en el que un alto porcentaje de gente ni hablaba ni entendía el castellano: una situación que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX. Era un territorio en el que todas las celebraciones públicas y procedimientos administrativos, y toda la documentación, se hacían en catalán. El uso del castellano en tales circunstancias no podía dejar de molestar enormemente. Incluso podía ser más grave: podía acarrear injusticias. Casi uno de cada cuatro españoles en el siglo XVI no hablaba habitualmente castellano, pero los inquisidores no repararon en ello y siguieron utilizándolo sin más en sus interrogatorios. Si se interrogaba a los moriscos, por lo general se contaba con un traductor. Cuando eso no era posible, los inquisidores hacían lo que podían, igual que los soldados americanos hacen hoy en Afganistán.
En Cataluña, los testimonios ante los inquisidores podían efectuarse en la lengua regional, y luego se transcribían a la única lengua que entendían los inquisidores, el castellano. Como casi todos los arrestados por la Inquisición de Barcelona eran catalanes o franceses, tanto los inquisidores como los secretarios que copiaban sus declaraciones deberían haber contado con sólidos conocimientos de esos idiomas. Lo increíble es que desconocían los dos. El texto traducido o transcrito —y no la declaración original— se utilizaba entonces como fundamento para la causa. Aunque el catalán fue el idioma comúnmente utilizado en los interrogatorios y en los juicios durante las primeras décadas, después de 1560 se decidió que «como los catalanes normalmente entienden nuestra lengua, las declaraciones deberán hacerse en la lengua castellana y todos los juicios que se celebren en privado deben escribirse en castellano». Podríamos preguntarnos entonces: ¿y los castellanos entendían lo que decían los catalanes?
Como puede imaginarse, el cambio de disposiciones políticas abrió el camino a graves malentendidos. Los diputats de Cataluña, en 1600, señalaban que cuando las declaraciones se hacían en catalán o en francés, los secretarios inquisitoriales, que desconocían ambas lenguas, tomaban sus notas en castellano, lo cual derivaba en graves distorsiones e injusticias. Los diputados también observaron que los secretarios castellanos empleados en la Inquisición normalmente tampoco estaban versados en latín, de modo que sus habilidades lingüísticas e idiomáticas eran prácticamente nulas. La Inquisición ignoró absolutamente dichas protestas. La norma del castellano obligatorio también se aplicó en Valencia, y confirmó de este modo el carácter foráneo de la institución en las áreas catalanoparlantes. Los diputats protestaron amargamente, y señalaron que «como la Inquisición está en manos extranjeras [entiéndase, castellanas], hay muchas injusticias».
Un ejemplo interesante de cómo el lenguaje desempeñó un papel importante en estas disputas puede apreciarse en un famoso conflicto acaecido en el año 1561. Las autoridades municipales, los consellers, se encontraban el Domingo de Pasión en la misa mayor en la iglesia de Santa María del Mar cuando fueron informados de que se había producido una crisis en la catedral. Los dos inquisidores de Barcelona habían intentado leer un «edicto de fe» y, para hacerlo, habían colocado sus sillas delante del altar mayor, cada una con una alfombra delante. El obispo, bajo cuya jurisdicción se encontraba la catedral, había protestado inmediatamente diciendo que solo la familia real podía gozar del privilegio de sentarse delante del altar mayor. Hubo un constante ir y venir de mensajes entre el obispo, los consellers y los inquisidores. Uno de esos mensajes comunicaba a los consellers lo siguiente:
Cuando les fueron entregados los mensajes, los padres inquisidores dijeron en su lengua castellana: «¿Quiénes sois vosotros?». Los mensajeros y yo contestamos: «Somos mensajeros de la ciudad». Entonces los inquisidores replicaron: «Decid a los consellers que nosotros representamos a Su Santidad el papa, y estamos al servicio de Dios y Su Santidad, y de Su Majestad, y aquí nos quedamos». Entonces los mensajeros respondieron: «El sitio de los inquisidores está en el coro de la iglesia, sentados junto al obispo, y no pueden sentarse en el altar mayor». Entonces los dichos inquisidores replicaron con gran vehemencia y cierto grado de enfado: «¡Anda! ¡Anda!».
Al final vinieron de Santa María del Mar los consellers y se apiñaron al fondo de la catedral, donde se reunió con ellos el virrey. Cuando los inquisidores se negaron a escuchar sus requerimientos, el virrey ordenó airadamente a sus servidores que quitaran las sillas por la fuerza. Los obstinados inquisidores, privados de sus asientos, permanecieron de pie impasibles hasta que acabó la misa. Fue uno de los muchos incidentes que se produjeron en distintos lugares de España a lo largo de los siglos, pero este fue uno de los pocos en los que se puede apreciar claramente el conflicto público con una deriva lingüística, con los inquisidores rechazando hablar en el idioma en el que hablaban todos los demás. De ningún modo fue el último conflicto de este tipo que tuvo lugar en la catedral: en el templo acaeció otro incidente similar en la década de los años sesenta del siglo XX.
Hemos limitado exclusivamente a dos categorías los innumerables problemas que suscitó la presencia de la Inquisición en Cataluña durante los varios siglos que el tribunal estuvo presente y activo en la región. Desde el principio, puede decirse, no hubo en Cataluña ningún afecto por la Inquisición. No es de extrañar que durante la sublevación contra Castilla en 1640 los catalanes expulsaran a la Inquisición castellana y que en 1643 restablecieran la Inquisición pontificia de la Edad Media, que fue suprimida cuando Barcelona cayó en 1652, siendo reintroducido el tribunal castellano en agosto de 1653. En la Barcelona revolucionaria de 1640, la muchedumbre, creyendo que la Inquisición estaba protegiendo y acogiendo a los soldados castellanos, irrumpió en la sede inquisitorial después de derribar las puertas, amenazó a los inquisidores y se llevó abundantes documentos. Un inquisidor escribió lo siguiente en su relato de los hechos:
Intentaron entrar en varias dependencias del palacio para encontrar el escondite en el que decían que estaban los castellanos. Nos cubrieron de insultos, entre otros dijeron que convendría colgar a los inquisidores por los pies y azotarlos hasta que confesaran. El día de Navidad regresaron y siguió la revuelta. Inspeccionaron todos los archivos y se llevaron una gran cantidad de documentos.
Estos detalles revelan una situación de casi conflicto permanente entre Cataluña y Castilla a propósito de la Inquisición. En todo caso, no deberíamos imaginar que la Inquisición intentó imponer una tiranía castellana sobre Cataluña. En el ansia por cargar los problemas de Cataluña a las espaldas de Castilla, muchos historiadores catalanes están dispuestos a utilizar a la Inquisición como cabeza de turco o chivo expiatorio, pues les resulta muy conveniente. En su página web oficial, el Museu d’Historia de Catalunya, dirigido por un historiador, nos informa de que la llegada del tribunal a Barcelona fue un desastre para el país. Debido a la huida de los conversos, «Barcelona y otras ciudades pierden así capitales y hombres experimentados en el campo de la gestión y las finanzas, lo que repercute negativamente en los nuevos retos económicos generados por las rutas oceánicas». En realidad, no hay prueba ninguna de la existencia de dichos «capitales» ni del número de «hombres experimentados», ni del impacto negativo ni de los «nuevos retos». La historia oficial, como podemos ver, a menudo es falsa.
Se pueden encontrar numerosas afirmaciones desinformadas de este tipo en la vida pública catalana actual. Una de las opiniones más originales (e increíbles) sobre el impacto negativo de la Inquisición en Cataluña procede de un expolítico y líder de ERC (Esquerra Republicana de Catalunya), Josep Lluís Carod-Rovira, en un curso impartido en 2013 a los estudiantes de la universidad barcelonesa Pompeu Fabra. Inspirado en absolutas fantasías para esgrimir sus afirmaciones, tuvo la temeridad de concluir: «La brutalidad de la Inquisición truncó cualquier posibilidad de arraigo del protestantismo en Cataluña, y el fracaso de la penetración del protestantismo en tierras catalanas tuvo consecuencias culturales muy negativas sobre la lengua y la modernización». Debería hacerse hincapié en que la «brutalidad» del tribunal fue ciertamente menor que la de la justicia secular, y que el protestantismo nunca penetró en Cataluña y por lo tanto nunca pudo ser extirpado, que el tribunal no tuvo ningún impacto negativo sobre el idioma y que por mucha imaginación que se le eche al asunto, en ningún caso fue un impedimento contra la «modernización» de Cataluña. El ejemplo muestra claramente cómo algunas personas de la vida pública en ocasiones se dedican a difundir completas falsedades sobre la historia de su país, aunque ni siquiera se han preocupado de estudiarla, y solo para contribuir al ejercicio de construir unas determinadas ficciones ideológicas.
En realidad, la «Inquisición castellana», tal y como se denomina en algunos ensayos catalanes, parece no haber tenido un impacto significativo en Cataluña, ni para bien ni para mal. Fue totalmente incapaz de impedir el contacto diario y cotidiano entre protestantes catalanes y franceses. Las librerías de Barcelona estaban llenas de volúmenes impresos en Francia. Probablemente una décima parte de la población de Barcelona y un tercio de la de Perpiñán, las dos principales ciudades de Cataluña, eran francesas. A pesar del contacto sin cortapisas que había entre los dos países, los catalanes no dieron ningún paso tendente a abrazar la herejía de Francia. A falta de víctimas catalanas, la Inquisición las buscó entre los franceses. En Barcelona entre 1552 y 1578 llegaron a quemarse en persona o «en efigie» cincuenta y un presuntos luteranos, pero todos ellos eran extranjeros. En Cataluña, los inquisidores vigilaron con celo la religiosidad de los catalanes, pero de todos modos no encontraron el menor rastro de herejía en la región. «Su cristianismo es tal», informaba un inquisidor en 1569, «que causa maravilla, viviendo como viven en la vecindad y rodeados de herejes y tratando con ellos a diario».
La historia de la Inquisición castellana en Cataluña, en resumen, no es una historia de terror y opresión, sino más bien la de un tribunal que tuvo principalmente problemas de jurisdicción y culturales. Los interminables conflictos y roces entre la Inquisición y otros tribunales españoles alcanzaron su clímax a finales del siglo XVII. La gota que colmó el vaso se produjo en 1696, cuando la Diputació de Cataluña entró en conflicto con el inquisidor de Barcelona, Bartolomé Sanz y Muñoz, y elevó su queja:
Todos estos desórdenes que se experimentan en este tribunal, en parte resultan de ser de ordinario los inquisidores extranjeros, de otro principado, que se hallan sin conocimiento del genio de los naturales, de la extensión, costumbres e inclinaciones de las comarcas, de las leyes y estilos de la provincia.
Sanz fue deportado de Cataluña por orden real. El resultado inmediato fue que el gobierno de Madrid ordenó un comité especial de dos miembros de cada uno de los seis consejos principales. Y el 12 de mayo de 1696 esta institución instruyó un informe condenatorio contra los abusos jurisdiccionales cometidos por el tribunal en toda España.
No ay vassallo por más independiente de su potestad que no lo traten como a súbdito inmediato, subordinándole a sus mandatos, censuras, multas, cárceles, y lo que es más, a la nota de estas execuciones. No ay ofensa casual ni leve descomedimiento contra sus domésticos que no le venguen y castiguen como crimen de religión. No les basta eximir las personas y haciendas de los sus empleados de todas cargas y contribuciones públicas por más privilegiadas que sean, pero aun las casas de sus havitadores quieren que gocen la inmunidad.
Los abusos, en resumen, no solo enojaban a los catalanes, sino a todos los tribunales de España. Aunque no hay pruebas de un impacto negativo de la Inquisición en la historia de Cataluña, las ideologías posteriores, bien liberales o nacionalistas, fueron de todos modos implacables a la hora de señalar el camino por el que se iban a desarrollar las opiniones sobre el tema. Irónicamente, una de las personas más activas a la hora de abolir la Inquisición al final de su larga vida fue un catalán de tendencias liberales, Antoni Puigblanc (1775-1840). Catalán del puerto marítimo de Mataró, Puigblanc se educó en Madrid y obtuvo una cátedra en la Universidad de Alcalá. En medio de las turbulentas pasiones provocadas por la ocupación francesa y la apertura de las Cortes de Cádiz en 1810, publicó La Inquisición sin máscara (Cádiz, 1811). El sólido volumen, de unas quinientas páginas, ampliamente respaldado por cientos de notas a pie de página y citas en latín, griego, hebreo y francés, tuvo un innegable impacto en los lectores españoles. «¿Puede el siglo de la Filosofía permitir tranquilamente que sobreviva la Inquisición?», se preguntaba. Este libro se tradujo posteriormente al inglés, porque Puigblanc vivió en Inglaterra como refugiado tras las purgas posteriores a la restauración de Fernando VII.