4. LA INTERVENCIÓN MILITAR

Bajo los primeros Habsburgo, Castilla formó parte de una comunidad de naciones en el seno de la península. Cada estado de esa asociación tenía distintos principios y distintos componentes constitutivos y formas de gobierno. Algunos, como las provincias vascas peninsulares, eran en realidad repúblicas completamente independientes que ni siquiera reconocían la Corona española, pero aceptaban al monarca como su «señor». En la Corona de Aragón los reyes tenían que gobernar en sintonía con un sistema de acuerdos o «pactos» con las élites nobiliarias. En todas partes de dicha monarquía, ya fuera en el interior o en el exterior de la península, ya fuera en Navarra o en Nápoles o en los Países Bajos, las instituciones tradicionales restringían los poderes reales, e incluso en Castilla la tradición medieval de consulta a Cortes se reafirmó durante períodos de tensiones y crisis.

La monarquía —y esto es importante apuntarlo— no mantuvo el reinado por la fuerza. Los muchos reinos europeos que reconocían la autoridad del rey de España en ningún caso fueron conquistados por la fuerza de las armas, y aunque el ejército español fue muy activo en todas partes, su papel nunca fue conquistar, sino más bien reprimir las revueltas (como en Flandes) o acabar con los invasores enemigos (como en Italia). Las colonias de ultramar, tanto en América como en Asia, nunca fueron conquistadas por la fuerza (tampoco España tenía soldados suficientes para hacer ese trabajo), sino más bien ocupadas mediante asentamientos directos en las tierras. Quizá la intervención militar más importante llevada a cabo fue la ocupación de Portugal en 1580, una acción que se consideró necesaria para defender los derechos de Felipe al trono de Portugal contra las amenazas militares y navales de Inglaterra y Francia. La nobleza portuguesa, afortunadamente, ofreció un apoyo firme a la ocupación.

¿Cómo pudo ocurrir, entonces, que las buenas relaciones entre Castilla y uno de sus socios, Cataluña, acabaran al final con la decisión del poder dominante, Castilla, de recurrir a la fuerza? Este es un asunto que ha sido estudiado por excelentes historiadores, pero que no ha impedido malentendidos o acusaciones de que Castilla tenía intenciones hostiles hacia Cataluña. Desde el siglo XIX en adelante, los historiadores anticentralistas o antimonárquicos en España cultivaron una interpretación de la historia de su país que habían aprendido de los eruditos franceses, que veían el pasado del occidente europeo en términos de monarquías absolutas que intentaban destruir las libertades regionales, como las de los Países Bajos o Cataluña. Y las víctimas, decían, incluían todas las regiones de España, gobernadas por monarcas extranjeros que arruinaron los recursos del país, gastaron inmensas riquezas y desperdiciaron la sangre de sus hijos en lejanos campos de batalla. Durante trescientos años, desde la sucesión al trono de la dinastía extranjera y absolutista de los Habsburgo, la tradiciones democráticas de la nación habían quedado abolidas, sus instituciones representativas (las Cortes) habían sido silenciadas y el pueblo se había quedado sin voz. La tensión entre los distintos socios en la monarquía, tal y como decían los autores, era exclusivamente culpa de esos gobernantes.

En la actualidad, pocos historiadores aceptarían semejantes opiniones. No hay ni la más mínima evidencia que demuestre, por ejemplo, que Felipe II era de algún modo hostil a los privilegios de Cataluña, pero el historiador Balaguer no tuvo ningún empacho en afirmar que «buenos deseos tenía el monarca de acabar con las franquicias de Cataluña». En el mismo sentido, los historiadores que crearon la historia nacionalista en el siglo XIX cambiaron por su cuenta y riesgo los hechos y falsearon el pasado. Para ellos no se trataba simplemente de una historia de opresión real, sino la historia de una nación que estaba luchando para liberarse de la opresión de otra nación. Esta actitud tuvo una poderosa influencia en el sentido en el que los acontecimientos del pasado empezaron a interpretarse.

La primera secesión de Cataluña: 1640-1653

Las tensiones entre las dos comunidades no fueron provocadas ni por Castilla ni por Cataluña, sino principalmente por el estado de guerra que existía entre España y Francia desde 1635. La guerra, desde luego, no era ninguna novedad: no se trataba más que de una generalización del conflicto europeo conocido como Guerra de los Treinta Años, que ya amenazaba la economía española y creaba graves problemas de defensa en muchos frentes en Europa, y sobre todo en la frontera pirenaica que Francia y España compartían. Durante más de un siglo, al menos, se habían producido conflictos armados entre Francia y España en las fronteras que compartían en los Países Bajos, en el País Vasco, Navarra y Cataluña. Cuando comenzaron las hostilidades, en 1635, Castilla se encontró en desventaja. Había sido la comunidad que más había contribuido a la financiación y al poder militar que exigía la política internacional, pero las deudas del Estado se habían incrementado más allá de la capacidad y las posibilidades de Castilla. Buena parte de la financiación procedía, naturalmente, de las colonias americanas, pero incluso esa riqueza se veía comprometida también por las deudas.

El primer ministro de Felipe IV, el conde-duque de Olivares, tenía sus propios puntos de vista al respecto. Para él, el papel de liderazgo de España en Europa se había conseguido a expensas de la generosidad y al poder de Castilla. El resto de súbditos del rey en Europa deberían estar ayudando a Castilla más de lo que lo estaban haciendo. Olivares parecía incapaz de reconocer que el papel imperial había enriquecido sustancialmente a las élites nobiliarias de Castilla, y centró su crítica más bien en el indudable hecho de que muchos socios de la monarquía no estaban contribuyendo al mantenimiento de la misma tanto como deberían. La quiebra de 1616 mostró que Castilla estaba contribuyendo con el 73 por ciento de los costes imperiales, Portugal, con el 10 por ciento, Flandes con el 9 por ciento, Nápoles con el 5 por ciento y la Corona de Aragón solo con un 1 por ciento. En 1622, el año de la ascensión de Felipe IV al poder, las Cortes de Castilla fueron informadas de una propuesta del gobierno para que las provincias con fuero pagaran proporcionalmente los gastos militares. «Por justicia natural», decía el decreto, «todos aquellos que disfrutaran de beneficios comunes deberían aportar sus contribuciones». El incremento de la presión fiscal ordenado por el gobierno central quedó ejemplificado en el plan de Olivares para una Unión de Armas (1626), que se puso parcialmente en marcha a lo largo y ancho de toda la monarquía con la notable excepción de Cataluña.

El rey y Olivares fueron a Barcelona en 1626 para asistir a Cortes, e intentaron ganarse el favor de los catalanes: «Catalanes míos», dijo Felipe en su discurso a las Cortes, «vuestro conde llega a vuestras puertas acometido e irritado de sus enemigos, no a proponeros que le deis hacienda para gastar en dádivas vanas, si en premio de su gusto viene a pedir la satisfacción de sus enemigos; para que con vuestra mano misma y de vuestros naturales sea tenido y respetado del mundo: el camino os dejo escoger; porque mi ánimo no solo es de no alteraros las leyes y prerrogativas que os dieron los otros condes y señores mis ascendientes, sino daros de nuevo cuantos pudiere, con justicia».

En cualquier caso, Olivares fracasó a la hora de convencer a Cataluña de que contribuyera con hombres y dinero a la Unión de Armas, e hizo un segundo intento en 1632. Pero no era un momento propicio. La crisis general desatada alrededor de 1630 había llevado la peste a Cataluña y la hambruna a toda España; y la pretensión de ampliar los impuestos de la sal a Vizcaya solo consiguió encender la primera gran revuelta regional durante el ministerio de Olivares. Se convocaron Cortes para una sesión en mayo de 1632, bajo la presidencia del cardenal infante Fernando, que también fue designado como virrey de Cataluña. Las instrucciones de Villanueva se forjaron bajo los mismos presupuestos erróneos que habían tenido todos los ministros anteriores, es decir, que Cataluña era una región «grande, rica y muy populosa». Se creía que Cataluña rondaba el millón de habitantes —aunque la cifra real apenas rebasaba la mitad—, lo cual era perfecto para adherirse a la Unión de Armas y contribuir con más impuestos reales. En las Cortes estalló una disputa virulenta sobre la pretensión de los privilegios de grandeza de la ciudad de Barcelona —uno de los privilegios era que los consejeros pudieran llevar el sombrero en presencia del rey—, y en cualquier caso se negaron a aportar ningún dinero.

¿Se podría decir que los catalanes estaban siendo imprudentes? La exigencia de que Cataluña organizara y mantuviera a su costa una fuerza de 16 000 hombres era de todo punto excesiva e inimaginable. El principado siempre había participado en los ejércitos españoles muy modestamente, pero nunca había tomado parte activa en la política internacional ni había asumido ninguna obligación militar. Ni sus presupuestos ni su hacienda le permitían embarcarse en una guerra, y así se lo hicieron saber sus gobernantes a Olivares. El conde-duque no pudo tolerarlo. El estallido de la guerra con Francia en 1635 lo animó a creer que la nobleza catalana al final se daría cuenta de la situación y afrontaría el reto. Sin embargo, cuando los franceses invadieron Guipúzcoa, en 1638, y asediaron Fuenterrabía, los catalanes no movieron ni un dedo, a pesar de que muchos voluntarios procedentes de Valencia y Granada se sumaron a la defensa. Posteriormente, en 1639, Olivares eligió Cataluña como principal frente de guerra y centró la atención en el asedio francés a la fortaleza fronteriza de Salces (o Salses). La Diputació de Barcelona se negó a votar el envío de tropas o dinero ni siquiera ante esta situación desesperada, porque iba «contra las constituciones». «Estoy dispuesto a esforzarme en comprenderlo todo», rugió Olivares furioso, «pero digo y diré hasta en el lecho de muerte que si las constituciones no permiten esto, ¡que se vayan al diablo esas constituciones!». El conde de Santa Coloma, virrey desde 1638, fue incapaz de controlar la situación. El ejército francés invadió fácilmente los condados septentrionales de Cataluña y ocupó la teóricamente poderosa fortaleza fronteriza de Salses. En enero de 1640 Salses fue finalmente recuperada por los catalanes después de una lucha de tres meses, pero aquello tuvo graves costes. Las enfermedades, el mal tiempo, las deserciones… todo ello se cobró su peaje. Los catalanes sufrieron más de 4000 muertos, entre los que se encontraba probablemente una cuarta parte de toda la aristocracia catalana.

Olivares pensó que no debía dejar pasar la ocasión para llevar la iniciativa, y envió un ejército de 9000 hombres a Cataluña para preparar la nueva campaña. Escribió al virrey una carta que fue interceptada por los catalanes y leída delante de toda la Diputació en pleno: «Los catalanes son naturalmente ligeros: unas veces quieren y otras no quieren. Hágales entender V. S. que la salud del pueblo y del ejército debe preferirse a todas las leyes y privilegios». Los catalanes nunca consentirían que se les tocaran los privilegios, y la Audiencia de Barcelona sentenció que el acantonamiento militar era ilegal, pero Santa Coloma siguió adelante con los preparativos a pesar de sus propias dudas. Los continuos enfrentamientos entre paisanos y soldados no tardaron en producirse por todo el territorio, y en febrero de 1640 el virrey acusó a la Diputació de estar «alentando deliberadamente estas conductas entre la población y de intentar destruir el ejército». Olivares simplemente estaba furioso: «Ningún rey del mundo tiene una región como Cataluña», bramó: «Tiene rey y señor, pero no le presta ningún servicio. El rey y señor no puede hacer lo que desea en su territorio. Y siempre estamos viendo y mirando a ver si las constituciones dicen esto o lo otro».

En abril, algunos insurgentes rebeldes comenzaron a atacar a las tropas reales, y en mayo esos grupos populares entraron en Barcelona, en teoría para defenderla contra las tropas, o eso dijeron. Pero a juzgar por su conducta, y dado que abrieron todas las prisiones, quedó demostrado que esos grupos rebeldes eran también hostiles a aquellos sectores de las clases altas que habían colaborado con el acantonamiento de tropas en Cataluña. Una oleada de revoluciones sociales —dirigidas, debemos recordar, contra algunos sectores de las clases dominantes catalanas— barrió todo el principado, incluidas las ciudades de Vic, Girona y otras poblaciones, que fueron ocupadas por los insurgentes. El 7 de junio, festividad del Corpus Christi, un grupo de insurgentes disfrazados de segadores entraron en Barcelona, dando lugar a un saqueo masivo, acorralaron al virrey en su palacio y lo asesinaron junto a todo su séquito en la playa, mientras trataba de huir en un galeón. Los textos nacionalistas con frecuencia presentan aquellos sucesos orgullosamente como el Corpus de Sang, pero la realidad es que fue una espantosa semana sanguinaria, en la que muchos catalanes y castellanos perdieron la vida. De ningún modo aquellos crímenes eran algo de lo que nadie pudiera sentirse orgulloso. «Los nobles y verdaderos catalanes», señala una crónica catalana de la época, «á quien tocaba por derecho de fidelidad y de sangre la defensa de la justicia, de la patria y de la honra del rey, estaban cubiertos de miedo en sos casas sin atreverse á salir».

Desde Madrid, aquellos acontecimientos se consideraron simplemente una rebelión. Una persistente ideología mitológica ha venerado aquellos hechos con la denominación de la revuelta de los segadors, y los ha presentado como una revolución nacional contra Castilla. En realidad, aquello fue bastante caótico: la ley y el orden se quebraron totalmente en Cataluña porque las clases altas catalanas temieron actuar contra sus propios vasallos. Olivares no podía utilizar el ejército, porque era eso precisamente contra lo que decían levantarse los rebeldes y contra lo que se dirigía al parecer el levantamiento. Poco favorables a las relaciones con Madrid, un pequeño grupo de la Diputació dirigido por Pau Claris, canónigo de Urgell, y por Francesc de Tamarit, abrió negociaciones con Francia. A ellos se unieron otros que tenían razones particulares para estar enfrentados con Castilla, como don Josep Margarit (más adelante convertido en gobernador de Cataluña bajo el poder francés). La existencia de grupos catalanes profranceses era un modelo que se repetiría en las décadas siguientes, principalmente en los disturbios de 1688 e incluso en los años del nuevo rey francés Felipe V.

El sueño de una Cataluña libre e independiente —si es que existió alguna vez—, duró solo una semana. La proclamación de la república por parte de la Diputació, tal y como nos recuerda John Elliott en un importante estudio sobre el tema, «no fue más que una fachada tras la cual pudiera ejecutarse el traspaso de lealtades de España a Francia». Era evidente que Cataluña no podía sobrevivir sola en rebelión. Una Cataluña independiente era imposible, y la región necesitaba formar parte de una comunidad mayor. En octubre de 1640 la Diputació firmó un acuerdo de defensa con los franceses. Poco dispuesto a mantener una actitud benévola con los catalanes y furioso ante el giro de los acontecimientos, Olivares desató una guerra abierta contra Cataluña. «Este año», escribió en septiembre, «puede considerarse sin ninguna duda el más desafortunado que ha vivido la monarquía». La incapacidad de Castilla para hacer frente a esa nueva crisis quedó ampliamente reflejada en la pobre respuesta que la nobleza castellana dio al intento que el gobierno hizo en 1640 de reclutarla, al estilo medieval, para servir en el ejército. «Sin razón ni ocasión», lamentó Olivares, «los catalanes se han sublevado en una rebelión tan absoluta como la de Flandes». El 16 de enero de 1641 los rebeldes se declararon república independiente y el 23 de enero transfirieron el título de conde de Barcelona de Felipe IV a Luis XIII, poniéndose de este modo y voluntariamente bajo la Corona francesa. En ese momento, miles de catalanes que no podían aceptar la revolución huyeron de Cataluña. El 16 de febrero Pau Claris, en nombre del gobierno, ordenó la expulsión del monasterio de Montserrat de todos los monjes castellanos, y a lo largo de los dos años siguientes todos los obispos de Cataluña, excepto dos, fueron también expulsados o huyeron. La «separación» de España duró casi doce años.

Los siguientes diez años fueron traumáticos para Cataluña. En 1642 el condado fronterizo del Rosellón fue ocupado por los franceses —de modo permanente— y la guerra de fronteras entre Castilla y Francia se trasladó a la frontera aragonesa con Cataluña. Es improbable que los franceses quisieran avanzar más. En el principado tenían una colonia militar y comercial muy útil, y los bienes y productos franceses no tardaron en inundar los mercados catalanes. Todo ello, sumado a los sufrimientos y los gastos de la guerra, generó una situación que más pronto que tarde desilusionó a los catalanes. A aquellos que en la actualidad miran al pasado con nostalgia de aquella separación como una exitosa secesión de la tiranía de Castilla, tal vez les convenga recordar que prácticamente todos los huidos y exiliados de Cataluña se fueron a Castilla, no a Francia. Y que muy poco después de la ocupación francesa comenzaron de nuevo las conspiraciones y los complots contra los nuevos señores. Una importante conspiración antifrancesa en el Valle de Arán, en 1643, terminó con el arresto de todos los implicados; el gobernador Margarit informó al cardenal Mazarino de que iban a ser «castigados con garrote en sus mismas villas para que sirva de ejemplo». Así pues, los mandatarios catalanes se encontraban ahora ejecutando a sus propios compatriotas. Los separatistas rápidamente descubrieron que el Estado francés era mucho menos respetuoso con sus privilegios que los castellanos en su momento. La virulenta peste de 1650, que aniquiló una quinta parte de la población de Barcelona, fue el golpe definitivo. Cuando don Juan José de Austria recuperó la ciudad en octubre de 1652, tras un largo asedio, los catalanes aceptaron de buena gana las condiciones. Claris (que había muerto en 1641), Tamarit, Margarit y algunos otros quedaron excluidos de la amnistía general, pero el rey juró respetar las constituciones.

¿Realmente había sido una revuelta nacional contra Castilla? La revolución de 1640 y los doce años de gobierno francés fueron hechos históricos; pero incluso entre los propios catalanes hubo serias dudas de que los acontecimientos de aquellos años reflejaran sus verdaderos deseos. Uno de los catalanes que permaneció fiel a Felipe IV, Pere Moliner, afirmó en un tratado que los rebeldes habían sido «cuatro ambiciosos de mejor fortuna, remoleando la Provincia del tranquilo mundo de paz al proceloso golfo de su naufragio». Otro tratadista, Alexandre Ros, en su Cataluña desengañada (Nápoles, 1646), decía que los separatistas eran (se dirige figuradamente a Cataluña): «[…] los asesinos de tu República, los verdugos de tu libertad y la causa de tu desdichada esclavitud». Había villas y ciudades y zonas que no tenían los medios para rebelarse, aun suponiendo que querían hacerlo. Lo que es cierto es que fue una época de guerra, y la presencia de soldados, más que cualquier otro factor, determinaba la reacción de los residentes en cada zona. Los gobernantes de Barcelona fueron inflexibles en su decisión de rebelarse, pero no hay pruebas de que fuera un levantamiento nacional ni de que los catalanes desearan una separación de España.

La Cataluña del norte de los Pirineos se perdió para siempre después de la firma del tratado de 1659, y la unidad de España se rompió definitivamente con la exitosa revuelta de Portugal en la década de 1640. La pérdida del territorio catalán septentrional confirmada en el Tratado de los Pirineos (1659) fue un golpe muy duro para el prestigio de España, que en los años siguientes llevó a cabo numerosos y vehementes intentos de negociar con Francia la recuperación de dichos territorios. La preocupación por los condados perdidos debería situarse en su contexto. No representaban una grave pérdida para la Cataluña del sur, con quien tenían pocos lazos económicos. Barcelona, de hecho, salió beneficiada, porque la pérdida de Perpiñán la dejó como la ciudad más importante de Cataluña, sin competencia, y dispuesta a asumir el liderazgo de la región. Los franceses no temían una invasión de sus territorios catalanes, porque el Rosellón no ofrecía riquezas especiales y además constituía un importante problema administrativo. El cardenal Mazarino, por tanto, estaba deseoso de devolver esos condados a los españoles, pero el precio que exigía por ellos (concretamente, el intercambio por las provincias de sur de Flandes, que aún estaban bajo dominio español) era demasiado elevado para los negociadores españoles, y la propuesta fue rechazada. España, en tanto potencia imperial, estaba arruinada. El embajador veneciano comentaba en 1661: «En cincuenta años, después de Fernando el Católico, los españoles consiguieron un imperio, y en menos de cien lo perdieron».

Las generaciones posteriores observaron esa parte de la historia con sentimientos encontrados. Para los castellanos todos aquellos sucesos se resumían en traición y rebelión. Un historiador castellano de 1964 condenaba en su obra «la miopía provinciana y el egoísmo» de los catalanes como las causas principales de la pérdida de Cataluña a manos francesas. Esta era también, naturalmente, la visión del conde-duque. Por su parte, los catalanes —tanto entonces como después— pensaron que la crisis, tanto social como militar, se había precipitado por las destempladas políticas de los arrogantes mandatarios castellanos. El sentido común nos obliga a aceptar que ambas partes estaban sustancialmente en lo cierto en sus afirmaciones, y hay abundantes pruebas de la constante arrogancia castellana. En todo caso, lo que no puede aceptarse es la presentación catalana de los sucesos como un levantamiento nacional.

La página web oficial de la Generalitat de Catalunya describe y resume con una frase maravillosa todos los acontecimientos de 1640: «La guerra de los segadors enfrentó a franceses y castellanos en tierra catalana». En otras palabras, lo que ocurrió fue que los castellanos y los franceses fueron a la guerra los unos contra los otros en un territorio ajeno, de modo que «ellos» fueron los responsables del conflicto. Los ciudadanos de Cataluña, parece querer decir la Generalitat, no estaban implicados en la guerra, sino que solo les preocupaba poder liberarse de ambos ejércitos. La Generalitat evita cualquier referencia a la rebelión contra las clases dirigentes catalanas en los meses anteriores a la ocupación francesa, las matanzas indiscriminadas y el exilio de miles de catalanes. Y evita estas cuestiones con el fin de sustentar el mito oficial de que la revuelta de 1640 fue un levantamiento nacional de todo el pueblo contra Castilla. La rebelión, desde luego, fue absolutamente real, pero pocos la consideraron como parte de una seria aspiración a la independencia respecto a España. Las ciudades de la región apenas simpatizaban con las políticas de Barcelona y una gran parte de todas las clases sociales permaneció fiel a Felipe IV. No se puede discutir, por otro lado, que a través de la creación de una causa común entre los catalanes, el hecho de enfatizar y exagerar las diferencias con Castilla y la promoción de la aparición de abundantes escritos protonacionalistas, la rebelión dio un carácter más sólido al regionalismo que volvió a asomar la cabeza en 1688 y 1705.

Es un error común pensar que los catalanes se rebelaron únicamente contra los castellanos. En realidad, como había ocurrido ya bajo Fernando el Católico, los catalanes también se rebelaron contra sus propios amos catalanes, y esa tendencia continuó a lo largo de las primeras décadas de la época moderna. Desde el año 1687 el área central de Cataluña se vio agitada por dos años de un conflicto interno en el que participaron los campesinos y que se conoció como la Rebelión de las Barretines, sobre la que llamé la atención de los historiadores hace varios años ya. Fue una de las revueltas del campesinado más importantes del siglo, y una de sus curiosas características fue que sus virulencias se dirigieron no solo contra las tropas castellanas en la región sino también y fundamentalmente contra la mismísima Diputació y contra las clases dominantes catalanas. En abril de 1688, un enfrentamiento entre un soldado castellano y su hospedador fue la excusa para que la liga campesina se pusiera en marcha: se movilizaron varios centenares de hombres que se dirigieron hacia la costa para obligar a la población local a que dejase de pagar la contribución militar. Procedentes de diversas poblaciones, se reunió un grupo de varios miles de hombres que se encaminó posteriormente hacia Barcelona al grito de «Visca el rei i mori el mal govern» (Viva el rey y muera el mal gobierno), y se apostaron frente a las murallas de la ciudad. Aquel verano tuvo lugar una serie de altercados contra los poderes locales en diversas poblaciones, contagiadas por el éxito de la rebelión de las barretines, al tiempo que la negativa a pagar las contribuciones militares se replicaba en distintas poblaciones rurales. La Diputació y el Consell de Cent apoyaban al virrey. En noviembre, en las poblaciones del Llobregat se formaron diversas agrupaciones —un Exercit de la Terra, con alrededor de 18 000 hombres— que rodearon Barcelona; se produjeron distintos enfrentamientos con el ejército, que finalmente consiguió dispersar a los sediciosos.

La rebelión —una rebelión social que también se oponía al acantonamiento de tropas— no tuvo rasgos anticastellanos y, en realidad, apeló al rey para solicitar amparo frente a la nobleza catalana de Barcelona. Como decía una de las canciones:

Ab corns, veus y clamors

dèyan: «Mirau, traydors,

visca lo rey de España,

muyra lo mal govern

y vaja en lo infern

qui lo regne enmaranya».

[Con cuernos, voces y clamores,

decían: «Mirad, traidores,

¡viva el rey de España,

muera el mal gobierno

y váyase al infierno

quien el reino enmaraña!».]

La fidelidad de la élite catalana a Castilla fue reconocida inmediatamente por el gobierno central. En gratitud a la lealtad catalana, el rey restauró el privilegio de «grandeza» a la ciudad de Barcelona —había quedado privada de él durante el ministerio de Olivares—; esto es, permitir que los miembros del Consell de Cent pudieran conservar sus sombreros puestos en presencia del rey. Las revueltas de les barretines fueron un importante elemento de continuidad entre los acontecimientos de 1640 y los de la Guerra de Sucesión, de la que nos ocuparemos a continuación.

La segunda secesión: 1705-1714

La Guerra de Sucesión española no es un episodio bien conocido ni siquiera por los estudiantes de Historia, de modo que podría resultar interesante comenzar con un breve resumen del contexto y la situación histórica. Felipe V, duque de Anjou y nieto de Luis XIV, accedió al trono de España tras la muerte del último rey de los Habsburgo, el rey Carlos II, en 1700. En una conversación que mantuvo con el duque de Anjou poco después de aceptar el testamento español, Luis XIV proclamó que «¡ya no hay Pirineos!»: España y Francia serían hermanas. En términos prácticos lo que ocurría era que el joven rey tendría que ser aconsejado y ayudado a cada paso por oficiales franceses. Y así fue como un muchacho de diecisiete años sin ningún conocimiento de España ni de su idioma, y dependiente de consejeros extranjeros para actuar en materias de Estado, instauró el gobierno de la dinastía foránea de los Borbones. En realidad, era Luis XIV de Francia quien efectivamente controlaba el gobierno y la política española. El papel de Francia en los asuntos españoles se hizo también necesario debido al estallido de la guerra: las principales potencias europeas se unieron en una Gran Alianza, con el concurso del emperador Leopoldo I, del Sacro Imperio Romano Germánico, para arrebatarle a Francia el trono español en favor del archiduque Carlos de Austria.

La Guerra de Sucesión española (1702-1713), una lucha entre las distintas potencias de Europa por los despojos de la monarquía española, fue en realidad una guerra global cuyos objetivos iban más allá de los intereses peninsulares. El emperador, en primer lugar, estaba interesado en conseguir el control de las posesiones italianas de la monarquía española. Inglaterra y las Provincias Unidas querían ampliar su influencia comercial en el Mediterráneo y asegurarse una parte de la riqueza y los territorios americanos. Para Luis XIV, en sus propias palabras, «el principal objetivo de la presente guerra es el comercio de las Indias y sus riquezas». En el proceso, los franceses también estaban muy interesados en reforzar su papel comercial —ya dominante, por lo demás— en la península. En febrero de 1704 entraron las primeras tropas francesas en España con la idea de «apoyar» la campaña bélica borbónica, y todos los mandos de importancia —incluido el mando supremo, confiado al exiliado inglés mariscal duque de Berwick— fueron asignados a los generales de Luis XIV. La generalización del control francés no tardó en levantar críticas y oposición, y dividió a la opinión pública, precipitando de este modo una virtual guerra civil entre españoles, frente a frente en las distintas campañas militares. Era una situación prácticamente sin precedentes, y por primera vez desde las invasiones musulmanas medievales, la nación sufría una ocupación extranjera.

Las hostilidades en la Península Ibérica comenzaron muy poco después de que el austríaco archiduque Carlos, el candidato al trono preferido por los aliados y conocido como Carlos III, desembarcara en Lisboa en la primavera de 1704. Las campañas en principio se restringieron a la frontera portuguesa, pero la potencia naval angloholandesa se utilizó para la invasión de Gibraltar y en la batalla de las costas de Málaga (ambas en agosto de 1704). En el verano de 1705 la flota aliada se hizo al mar —con el archiduque a bordo— con la idea de asaltar las plazas del Mediterráneo, y se abrió un segundo frente en Valencia y Barcelona; ambas ciudades habían caído en manos aliadas a finales de 1705. En la primavera de 1706 los aliados emprendieron un poderoso avance desde Portugal hacia el este, y entraron en Madrid en junio; casi simultáneamente, desde el oeste, el archiduque y sus tropas entraban en Zaragoza. Todas las grandes ciudades peninsulares se encontraban en ese punto ya en manos de las fuerzas imperiales de los Habsburgo. Como en un giro irónico de los acontecimientos de 1580, 1591 y 1640, las tropas procedentes de Portugal, Aragón y Cataluña estaban invadiendo Madrid.

Pero lo difícil era conseguir que tales invasiones se fijaran y fueran permanentes. En Castilla, el campesinado llevó a cabo una guerra de guerrillas notablemente efectiva contra las tropas extranjeras. Los refuerzos franceses, unidos a la principal fuerza franco-española bajo el mando de Berwick, reconquistaron Madrid en octubre de 1705 y emprendieron el avance hacia el este, hacia Valencia, donde infligieron una gravísima derrota en abril de 1707 a un ejército aliado más pequeño, comandado por el conde de Galway, en Almansa. Esta fue la batalla más decisiva de la guerra: Valencia se recuperó permanentemente y el archiduque se vio obligado a confiar solo en Cataluña. La sucesión de Felipe V era un hecho. Las tropas borbónicas, comandadas ahora por el duque de Orleáns, avanzaron para recuperar Zaragoza en 1707.

El viento cambió súbitamente de dirección en 1709, cuando el mal tiempo, las malas cosechas y sucesivas epidemias provocaron un desastre generalizado. En Francia, semejantes condiciones forzaron a Luis XIV a negociar la paz y a retirar a su embajador de España. En todo caso, frente a las inaceptables condiciones inglesas, Luis XIV no tardó en percatarse de que había sido un error abandonar España, y en 1710 nuevas fuerzas comandadas por el duque de Vendôme volvieron a ocupar el país. Derrotaron a los ingleses en Brihuega y al principal ejército aliado en Villaviciosa al día siguiente. Esta última derrota selló el destino del archiduque. A finales de 1711, Carlos abandonó Barcelona con el fin de asumir la Corona imperial, a la cual había accedido en primavera. Las negociaciones de paz acabaron en la firma del Tratado de Utrecht, en abril de 1713. Felipe fue confirmado como monarca de España y de las Indias, pero el resto del imperio europeo desapareció: las Países Bajos del sur se entregaron al emperador; Sicilia, a Saboya; y Gibraltar y Menorca, a Gran Bretaña. Mediante un ulterior pacto llamado la Paz de Rastatt, en marzo de 1714, en el que España no participó, Francia acordó entregar al Imperio todas las posesiones españolas en Italia. Mientras tanto, en la península, solo los catalanes seguían sin rendirse. Aunque los ingleses al parecer, habían garantizado su apoyo la ciudad fue abandonada a su suerte y, tras un largo asedio, las fuerzas de Felipe V entraron en Barcelona el 12 de septiembre de 1714.

Entre los escasos detalles relativos a la Guerra de Sucesión que los españoles conservan en su memoria se encuentra el dato de que el Tratado de Utrecht de 1713 sirvió para ceder Gibraltar a Gran Bretaña. Gibraltar continúa siendo a día de hoy un territorio autónomo británico. La guerra en sí misma tuvo consecuencias muy significativas principalmente para los territorios de la Corona de Aragón, que fueron declarados en rebeldía, se les revocaron sus fueros locales y se integraron políticamente en la Corona de España. Incluso entonces hubo prebostes de Aragón y Valencia que protestaron contra una medida que consideraban injusta y aportaron pruebas convincentes para argumentar sus peticiones. Con el tiempo, no pudieron sino ir asumiendo la situación. Pero en Cataluña fue diferente, porque la región solo cedió en su lucha transcurrido un año desde el tratado de paz.

En pocas ocasiones —como veremos— se han empleado tantas energías en crear una leyenda ficticia como en el caso de los acontecimientos del año 1714. Durante casi tres siglos nadie se preocupó de investigar los hechos acaecidos durante la Guerra de Sucesión, sobre la cual los libros más accesibles estaban en inglés (el desarrollo de la guerra) o en francés (la diplomacia durante la guerra). Mi tesis doctoral sobre el tema, publicada en 1969, fue el primer análisis detallado de los acontecimientos ocurridos en la península durante esas fechas. Luego, en 1996, Ernest Lluch publicó La Catalunya vençuda del segle XVIII, que estudiaba las ideas de los catalanes exiliados que fueron a vivir a Viena. Un cuarto de siglo separaba dichos libros: un indicio del escasísimo interés que había en la materia. Mientras tanto, en 1993, Joaquín Albareda había publicado Els catalans i Felip V: de la conspiració a la revolta (1700-1705), un ensayo que completó con otros sobre el mismo tema, sobre todo, con La Guerra de Sucesión de España (1700-1714), en 2010. Todos estos trabajos tenían un objetivo profesional: analizar los acontecimientos de ese período con una mirada crítica e imparcial. Sin embargo, ya se iba viendo que la imparcialidad se iba abandonando en favor de la mitología. Los responsables de la visión mitológica de la historia no fueron los historiadores, que desde luego no tenían ningún interés en los hechos históricos.

Veamos brevemente cuáles fueron los acontecimientos reales de los años 1713 y 1714. La Guerra de Sucesión generó numerosos mitos, y sobre todo el conflicto que se desarrolló en Cataluña. El primer gran mito fue inventado por los castellanos para justificar las consecuencias políticas de aquellos años. Muchos consejeros castellanos estaban a favor de hacer uso de las armas —y recordar la victoria militar en la batalla de Almansa— para favorecer un cambio político radical. Uno de los principales ministros, Melchor de Macanaz, de Murcia, fue el teórico y arquitecto del nuevo régimen en la Corona de Aragón. En el mismo sentido, en 1707, el arzobispo de Zaragoza escribió a Felipe V aconsejándole que «hiciera un cambio completo de gobierno político de Aragón, estableciendo allí las leyes de Castilla». El deseo de establecer la ley castellana en la Corona de Aragón era una historia que venía de lejos, y deberíamos como mínimo remontarnos al siglo XVI en Cataluña para encontrar opiniones en su favor.

El 29 de junio de 1707 un famoso decreto de Felipe V abolía los fueros en Aragón y Valencia. Ofrecía dos razones principales. Primero, los reinos «y todos sus habitadores» habían faltado «al juramento de fidelidad que me hicieron» y por tanto eran culpables de «rebelión». Segundo, los ejércitos reales han ejercido «el justo derecho de conquista». La Corona, por consiguiente, consideraba que estaba en su derecho ejercer «uno de los principales atributos de la soberanía», especialmente el poder de cambiar las leyes. Deseando por tanto «reducir todos mis reynos de España a la uniformidad de unas mismas leyes […], doy por abolidos todos los fueros y costumbres hasta aquí observadas en los reynos de Aragón y Valencia».

Inmediatamente, por todas partes se hicieron oír protestas. El duque de Orleáns afirmó que el decreto era inadecuado e imprudente, y al final se demostró que tenía razón. ¿Qué haremos, dijo, «con toda la nobleza de Aragón que no aceptó al archiduque y abandonó sus estados por el servicio del rey»? El arzobispo de Aragón, que era además virrey de Aragón, hizo la misma observación. La afirmación de que «todos los habitadores» habían sido rebeldes, dijo, era falsa: «siendo cierto que casi todos sus nobles, cavalleros y personas principales han sido fidelísimos», al igual que gran número de ciudades. El mes siguiente, en consecuencia, Felipe V publicó un nuevo decreto, fechado el 29 de julio, rectificando su juicio sobre la lealtad de sus súbditos de Valencia y Aragón. «La mayor parte de la nobleza», decía el decreto, «y otros buenos vasallos y muchos pueblos enteros han conservado en ambos reynos pura e indemne su fidelidad, rindiéndose solo a la fuerza de los enemigos». Al mismo tiempo, el rey confirmó muchas de las leyes locales, y con otro decreto garantizaba a la Iglesia la posesión de sus propiedades, «porque la Iglesia no se considera incursa en el delito de rebelión».

De hecho, una vez la Corona había reconocido el hecho de que casi todas las clases altas y el clero, y muchas ciudades y pueblos, habían apoyado a los Borbones, tenía poco sentido hablar de un «delito de rebelión». En resumen, el gobierno de Felipe V había cometido su primer e importante error: utilizar la guerra como una excusa para ampliar las competencias del gobierno central a la administración y a los impuestos de dichas regiones. Pero en el proceso perdió a muchos de sus súbditos. Entre las clases altas y medias urbanas muy pocos habían sido rebeldes, y los reinos de Valencia y Aragón en su conjunto habían sido más leales que sediciosos. Sin embargo, después de 1708 estaban ocupados por un ejército extranjero, sometidos a leyes extranjeras y forzados a obedecer a funcionarios extranjeros. Las tropas borbónicas que ocuparon el reino de Valencia en 1712 sumaban 16 000 hombres de infantería y caballería. En 1714 el gobernador de la provincia informaba al gobierno de que «en el reyno de Valencia los pueblos claman con pertinacia por sus privilegios».

Estas observaciones son relevantes por lo que iba a ocurrir respecto a la situación en Cataluña. Como en el resto de la Corona de Aragón, Cataluña contaba con una élite nobiliaria y una clase dominante que ya en la última década del siglo XVII habían demostrado su fidelidad a la Corona de España. Después de 1700 la situación era exactamente la misma. Cuando Felipe V ascendió al trono, nadie lo apoyó más que los catalanes. El nuevo rey llegó a Barcelona en septiembre de 1701 para jurar los fueros y para la sesión de apertura de las Cortes de Cataluña. Los consejeros franceses del rey deseaban disipar cualquier sospecha que pudiera haber entre los catalanes, y en su discurso el rey expresó la esperanza de que las Cortes atenderían a «todo lo que pueda ser más útil, conveniente y de justicia para su mejor gobierno, conservación y beneficio, mirando por ellos con el grande cuydado particular y cordialísimo amor que les tengo». En una atmósfera de cuidada moderación, el rey accedió a buena parte de las peticiones de las Cortes y concedió varios privilegios de nobleza para miembros de las altas instancias sociales catalanas. En agradecimiento, las Cortes le obsequiaron con una bonita suma de dinero para las necesidades reales.

Hay que hacer hincapié en estos hechos porque se han producido frecuentes versiones distorsionadas respecto de lo que realmente ocurrió. En un momento dado resultó muy sencillo caer en la simpleza de dividir la escena entre lealistas y rebeldes. Para los lealistas durante la guerra todos los que apoyaban a los aliados eran rebeldes. En el caso de Aragón y Valencia estas simples categorías no son aplicables, y es significativo que los dos principales mandos borbónicos del rey Felipe V (los duques de Berwick y Orleáns) censuraran ferozmente los intentos lealistas de condenar a la oposición como «rebelión». En Castilla, en Aragón, y en prácticamente toda la península, casi todas las clases pudientes y el pueblo en general apoyó al bando que mejor conocía: y resultó que conocían más al bando del rey Felipe. Pero, por otra parte, también es cierto que a algunos no les quedó más remedio que adaptarse a la realidad política cuando esta adquirió la incontestable forma de una invasión armada. Los pueblos, simplemente, siguieron la corriente de los acontecimientos militares.

Al tiempo, la guerra actuó como un elemento de presión exterior que agravó las divisiones ya existentes entre los españoles (y, evidentemente, también entre los catalanes). En este sentido, la guerra provocó numerosos conflictos civiles. Grupos y familias de toda España apoyaron una causa solo porque sus enemigos apoyaban la otra. Y con la excusa de la guerra, tanto individuos como grupos aprovecharon para eliminar a sus rivales, una práctica común también en la España de 1936. Durante la Guerra de Sucesión, algunos pueblos emprendieron hostilidades contra pueblos rivales. Los mandatarios de los concejos municipales se dividieron. Los conflictos sociales, del tipo del ocurrido en Valencia, se dieron también por toda la península. Y todas esas circunstancias desde luego también se pudieron encontrar en Cataluña, donde los movimientos rebeldes de 1705 provocaron una verdadera guerra civil. Este es uno de los factores clave que analizaremos más adelante. A lo largo de los siguientes cuatro años, sin embargo, la existencia de un fuerte grupo de presión de los rebeldes en el interior de la región, junto con una importante presencia militar y naval de los aliados, forzaron a muchas ciudades a decidirse —a veces de muy mala gana— por el archiduque. Tarragona, por ejemplo, se unió a este solo porque fue bombardeada desde el mar por barcos aliados y atacada desde tierra por las fuerzas del capitán Nebot.

Los movimientos rebeldes de 1705 desde luego contribuyeron a polarizar la opinión en Cataluña. En las villas y ciudades había algunos grupos que preferían a Felipe V y otros al archiduque. Aunque muchos catalanes se enrolaron en el ejército aliado, no puede hablarse de un movimiento de rebelión generalizada. La imagen, cultivada más adelante por la historiografía romántica, de un levantamiento nacional contra Castilla no tiene ningún fundamento real. En muchos casos se destruyó información muy relevante al finalizar la guerra, y por esa razón es difícil saber exactamente cómo reaccionó la población. Desde luego, la idea de que algunas ciudades como Cervera fueron firmemente felipistas está basada en pocas pruebas decisivas. Las tropas de ambos bandos devastaron el campo y fueron objeto de desprecio y odio por parte de los catalanes. «Anaven continuament corrent lo Principat», apuntaba un contemporáneo, «menjant i bevent, saquejant i cremant». En 1711, un oficial de la Generalitat escribió: «No se distingeixen les operacions de las tropas ab los naturals, de las que los enemichs executan, ab las composicions de las vilas e llochs, ab los maltractes de las personas, omitint lo individuar-las per no ofènder los reals ohïdos de vostra magestat, atropellant-las no como a lleals vassalls de V. Magd., sinó com si fossen sos majors enemichs, ab lo pretext que també los enemichs ho executarian». En consecuencia, el pueblo se enfrentó y resistió a las tropas que por casualidad estuvieran en su zona. Esta situación se reflejó en una canción popular que circuló por Valencia en aquella época:

Entre Philip quinto

y Charles tercero

nos quedamos desnudos

y sin dinero.

El último episodio de la Guerra de Sucesión, el asedio de Barcelona, fue para el gobierno de Madrid una cuestión de tiempo. La mayor parte de Cataluña había sido recuperada bastante atrás: Lleida se recobró en 1708, y posteriormente en 1711; Tortosa, en 1708; Girona, en 1711. Desde finales de 1712 la cuestión por lo que a Barcelona se refería era si se rendiría, tal y como esperaban tanto los franceses como los aliados, o si resistiría hasta el final.

Los acuerdos de Utrecht, efectivamente, habían sentenciado que los británicos abandonaran a su suerte a los catalanes. Lord Bolingbroke, escribiendo desde Inglaterra, informaba a los diplomáticos de Utrecht que «preservar las libertades de los catalanes carece de cualquier interés para Inglaterra». En marzo de 1713, un mes antes de la firma del tratado, la emperatriz Isabel partió en barco desde Barcelona. «Es el día más triste de mi vida», dijo en un discurso dirigido a las autoridades, «y no veré otro como este». Starhemberg y las tropas austriacas no tardaron en seguirla. En las primeras semanas de 1714 el problema más apremiante para España era resolver los detalles más peliagudos del acuerdo de paz con los holandeses. Luis XIV escribió a Felipe: «No te proporcionaré tropas de refresco para reducir Barcelona hasta que hayas firmado este tratado de paz. En cuanto hayas firmado este tratado con Holanda, mis tropas del Rosellón estarán a tu entera disposición». Felipe sabía que no podría reducir Barcelona sin la ayuda francesa, y cedió. Las tropas francesas, bajo el mando de Berwick, cruzaron la frontera en junio y se encaminaron hacia Barcelona.

El problema crucial para Barcelona fue que los británicos faltaron a su promesa de protegerla. En el capítulo siguiente estudiaremos con más detalle esta problemática cuestión. Hubo un agrio debate entre los distintos grupos del Parlamento en Londres respecto a esta negativa a ayudar a los barceloneses. La Cámara de los Lores, en una maniobra política partidista, elevó una súplica a la reina Ana, y esta prometió la ayuda. Pero los tratados de paz impedían absolutamente que se regresara a una situación bélica. Felipe V le dijo al embajador británico: «Necesitáis la paz tanto como nosotros, y no combatiréis contra nosotros por una bagatela». Después de que Francia hubiera firmado el tratado de paz de Rastatt, la intervención de las tropas francesas también fue posible. En esas difíciles circunstancias, los catalanes intentaron tomar una decisión. De todos modos, en ningún momento el rey dio ni el más mínimo indicio de que pensara respetar los privilegios de Cataluña. La intención de abolir los fueros era suficientemente conocida y de dominio público desde los decretos de 1707, que afectaron a Aragón y Valencia, y Barcelona podría haberse salvado en este sentido si hubiera dejado claro que no tenía intención de rebelarse. Las únicas esperanzas que cabía esperar, de acuerdo con las instrucciones que el rey le confió a Berwick, residían en la piedad del propio rey, que adoptaría las medidas (según dijo) que creyera convenientes, y en su «discreción».

Igual que criticó la prematura abolición de los fueros en 1707, en 1714 Berwick fue muy crítico con las instrucciones que recibió desde Madrid. Se le ordenaba que tratara a la ciudad de Barcelona con extrema severidad si no se rendía inmediatamente y se sustituyeran todas sus leyes por leyes castellanas. Semejantes instrucciones contradecían la práctica de las autoridades hasta la fecha. Los privilegios de Lleida no se habían tocado cuando se recuperó la ciudad en 1708, y en su recuperación definitiva en 1711 no se produjo en ningún caso la abolición de los fueros. Y aún más llamativo: cuando el duque de Noailles ocupó Girona, en 1711, confirmó expresamente los privilegios de la ciudad. A la vista de todo esto, no había razón alguna para castigar de aquel modo a Barcelona, a menos que la ciudad deseara ser castigada.

Las tropas de Berwick llegaron a las puertas de Barcelona en julio de 1714. Aunque tenía intención de ofrecer ciertas condiciones para la capitulación, los representantes de la ciudad se negaron a aceptarlas. Por esa negativa fue por lo que Berwick al final se opuso a garantizar los fueros y exigió una rendición incondicional. El asedio de Barcelona fue el episodio final y heroico de una guerra en la que hubo en realidad muchos episodios heroicos. La última y desesperada defensa de la plaza tuvo lugar, con gran pérdida de vidas, el 11 de septiembre. Poco después del mediodía del día 12, Berwick aceptó la rendición de Barcelona, y aquella misma tarde las tropas reales comenzaron a entrar en la ciudad.

El último episodio de esta tragedia fue la recuperación de Mallorca, que se rindió en junio de 1715 a un ejército de 10 000 hombres comandados por el general D’Asfeld. Las vidas y las propiedades de los asediados se garantizó, y luego se proclamó un perdón general. Este fue el episodio final de la Guerra de Sucesión. Tal y como Berwick había sospechado y temido, fue la represión en Cataluña la que al final generó la imagen negativa que la gente conservaría de Felipe V. Pero la represión fue inevitable, y duró muchos años. La paz había llegado, pero Cataluña permaneció bajo la ley marcial, y en unas condiciones más duras que cualquier otro reino rebelde. Muchos rebeldes catalanes, incluso en aquella época, insistían en que no eran culpables de ningún delito y que no habían hecho nada malo, y que en aquella historia solo había dos culpables: los castellanos, por oprimirlos, y los británicos, por haberlos abandonado y traicionado. Ahora trataremos esta última afirmación.