7. ¿UNA NACIÓN DENTRO DE UNA NACIÓN?
Cuando Felipe V unificó las diferentes regiones de España (exceptuando solo las provincias vascas y Navarra), ¿se creó una España unida? Cuando los diputados de la Corona de Aragón participaron en la primera sesión de las Cortes castellanas en 1712, ¿no fue eso la creación de España? ¿No fue Cataluña desde ese momento sencillamente una parte de España, perdiendo su individualidad? El único problema que generas estas y otras preguntas es que hacen hincapié en la idea de «unidad» y conceden demasiada importancia a un solo concepto: «nación».
¿Fue/es Cataluña una nación? ¿Fue/es España un Estado?
Uno de los conflictos más persistentes de la última generación de políticos en España y en Cataluña se ha generado cada vez que se plantea si Cataluña puede reclamar ser una nación. Hubo un largo y tenso debate antes del acuerdo final sobre el nuevo Estatut de Autonomía de Cataluña en 2006, sobre el cual todas las opiniones se centraron en una serie de breves palabras que remataban el preámbulo del Estatuto, y que finalmente quedó del siguiente modo: «El Parlament de Catalunya, recollint el sentiment i la voluntat de la ciutadania de Catalunya, ha definit Catalunya como a nació d’una manera àmpliamente majoritària. La Constitució espanyola, en l’article segon, reconeix la realitat nacional de Catalunya como a nacionalitat». Entonces, ¿fue Cataluña solo una nación desde 2006? ¿No había sido una nación antes? Y si Cataluña era una nación, ¿eso significaba que España ya no lo era? El grado hasta el cual la gente de Cataluña fue apremiada y acosada hasta el hastío por esas consideraciones salió a relucir en el referéndum de aprobación que se celebró en 2006, cuando el 74 por ciento de los votantes se inclinó a favor, el 21 por ciento, en contra, y el 5 por ciento votó en blanco. Las cifras parecen significativas, salvo por el hecho de que solo el 49 por ciento del electorado decidió ir a votar; de modo que en realidad solo el 36 por ciento del electorado de Cataluña aprobó el Estatuto. Poco importa lo que hubieran deseado los políticos: el público no parecía en exceso interesado en el concepto de «nación». Ni de hecho tampoco lo estaba el Tribunal Constitucional de España, cuando determinó en 2010 la constitucionalidad del Estatuto. El alto tribunal sentenció que el término «nació» en el preámbulo tenía «ineficacia jurídica», esto es, a todos los efectos carecía de utilidad y no tenía ningún significado legal.
El hecho es que aunque la palabra «nación» tiene un significado histórico y sociológico, debemos recordar que en su uso moderno generalmente ha tenido un uso demagógico con un claro deseo de agitar las emociones. Entonces, después de 1714, ¿qué significó la presencia de Cataluña en el seno de España?
Las consecuencias de 1714
La imagen clásica que los historiadores proporcionan de España es la de una monarquía que, tras los acontecimientos de 1714, decidió crear un Estado unificado. «La nueva dinastía abordó dos reformas verdaderamente sustantivas», apunta Juan Pablo Fusi en su España. La evolución de la identidad nacional: «La reforma de la administración central y la unificación de los distintos reinos que integraban la monarquía». Al parecer, de allí nació un Estado completamente nuevo, y con él, una España completamente nueva. Gobierno, impuestos, Cortes, leyes, comercio, todo comenzó a funcionar de un modo diferente, aunque la realidad era que los cambios fueron impuestos desde arriba y buena parte de la sociedad tradicional que pervivía en el fondo continuó viviendo como siempre. Nuestro propósito no es entrar a debatir en detalle esos cambios. Simplemente seguiremos la conclusión de Fusi, que es la de la mayoría de los estudiosos del tema, según la cual los muchos y variados cambios contribuyeron a crear «la formulación de una idea histórica de la lengua, la historia y el arte de los españoles; y las manifestaciones de sentimientos de preocupación, interés y hasta emoción por el propio país», todo lo cual, apunta, «indicaba lo mucho que se había avanzado en la cristalización de una idea de nacionalidad claramente española».
Desafortunadamente, ese retrato es demasiado optimista. Como Fusi continúa explicando muy certeramente: «El gran problema de los siglos XIX y XX iba a ser articular un verdadero Estado nacional». En otras palabras, todas las reformas y centralizaciones sirvieron solo para crear un Estado más eficiente, y fracasó en el desarrollo de la creación de una verdadera España unida. Entonces, todos los esfuerzos, ¿qué crearon al final? Podemos contestar: nada, salvo la imposición de un aparato burocrático sobre unas comunidades que no sentían nada por ese Estado ni por ningún otro. En su obra La redención de las provincias (1931), el escritor Ortega y Gasset advertía que «la única realidad enérgica existente en España» era la «provincia». No había ningún sentimiento de España, solo había sentimientos provinciales y regionales. Los nacionalistas castellanos pueden objetar dichas afirmaciones, pero estarían profundamente equivocados, porque el problema era general en muchos países y España no era la única zona de Europa en carecer de los elementos necesarios para ser una nación. La gran y poderosa Francia, vecina de España, también estuvo durante todo el siglo XIX con serios problemas de cohesión, unidad, sentimiento nacional y unidad lingüística. Dos estudios clásicos, de Fernand Braudel (La identidad de Francia) y de Eugen Weber (Campesinos franceses: la modernización de la Francia rural), demuestran perfectamente cuántos siglos costó crear la personalidad unida de Francia. Ningún historiador español ha estudiado este tema en España, tal vez porque España nunca ha estado dispuesta a crear una identidad como nación. Al contrario que Francia, que desde la época de Luis XIV y la Revolución Francesa pareció decidida a convertirse en un Estado-nación, España desde el siglo XIX en adelante fracasó completamente a la hora de alcanzar ese objetivo.
Pocos conceptos han levantado tanta pasión como el de «nación». La palabra ha desafiado siempre una definición definitiva, pero al menos desde el siglo XV se ha invocado repetidamente en los textos europeos de autores y políticos para definir ese algo dudoso que agrupa a los pueblos y les confiere un cierto orgullo de pertenencia. ¿Pero qué es lo que une a los pueblos? ¿Y de qué se sienten orgullosos? Nunca se ha podido proporcionar una respuesta concreta a estas preguntas, y en este ensayo tampoco intentaremos llegar a una definición de lo que parece indefinible. Como ya hemos apuntado, los escritores se referían a conceptos tales como «Italia», «Alemania» o «Francia», y durante el Renacimiento hubo alguna esperanza de que esas palabras pronto pudieran convertirse en una realidad. Pero no fue así. Un investigador ha puesto recientemente las cosas en su justo punto: «No había un concepto legal para definir la nacionalidad española en España durante las primeras décadas de la época moderna. Había súbditos del rey de España. Pero las diferentes entidades políticas que conformaban España estaban compuestas de diferentes “nacionalidades”: navarros, aragoneses, castellanos, catalanes, portugueses… En España no había una monarquía nacional, y las regiones periféricas eran jurídicamente naciones distintas». Estas afirmaciones sirven exclusivamente para las regiones históricas de la península.
El amor a la «patria» se consideraba como un sentimiento fundamental. Y también con mucha frecuencia todos estos conceptos se utilizaban de un modo muy laxo. Desde luego existía una idea ampliamente aceptada de que el territorio de España era aproximadamente la «patria» y la «nación», pero eso no significaba que fueran una realidad política. «En tiempos de Isabel y Fernando no existía una España unida», nos recuerda ajustadamente un investigador. Sin embargo, cuando los cronistas renacentistas se ven obligados a describir el territorio en el que viven, muy a menudo utilizan la palabra «España». No tiene mucho sentido intentar ser muy concreto sobre lo que puede ser una nación. En la era preindustrial, todas las naciones europeas estaban compuestas por una enorme diversidad, una infinita variedad de pueblos, costumbres, lenguas, comidas, bebidas, indumentarias, pesos y medidas, actitudes, prácticas religiosas, terreno, plantas, animales, climas… En La identidad de Francia, de Braudel, el autor intenta «explicar la diversidad de Francia, si es que se puede explicar». Comienza su libro hablando de la increíble variedad de las situaciones económicas, los diversos modos de entender la vida política local, las estructuras familiares en un país que estaba tan desunido que solo una unidad mítica, una identidad «inventada», podría dársela. La misma e increíble diversidad, más enraizada y más real que cualquier idea de «nación», podía encontrarse en todas partes: en Italia, en Alemania, en Iberia, en los Países Bajos y en las Islas Británicas. Esos localismos, lejos del irreal concepto de «España», conformaban la sustancia real de la vida social, política y religiosa de la región. «En la Monarquía de España», escribió Baltasar Gracián en 1640, «donde las Provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, es menester gran capacidad para conservar, assi mucha para unir». Mucho antes de que España comenzara a emerger como una realidad, las comunidades locales tenían sus propias identidades, sus lazos indudables y su incuestionable orgullo de pertenencia. Hay una amplia bibliografía actual sobre lo que significaba la «comunidad» en aquel entonces, y como ejemplo podemos apuntar la definición ofrecida por un autor español a principios del siglo XVII, según el cual «las comunidades son cuatro en número: la casa, el vecindario, la ciudad y el reino». Eran estas comunidades las que podían representar una suerte de «nación» para aquellos que vivían en ellas.
En la mitología posterior surgida a raíz del liberalismo decimonónico y la resistencia a la ocupación francesa, los levantamientos antifranceses de 1808 representaron la aparición de un sentimiento de identidad nacional española. Desde luego, los liberales intentaron aprovechar esas circunstancias. Las fuerzas francesas se retiraron a zonas de España que podían controlar mejor, mientras que los «patriotas» españoles se reunían en Cádiz en 1810 y convocaban Cortes para unificar el carácter nacional. Entre los actos memorables de aquella etapa pueden citarse la firma de una nueva Carta Magna nacional, la Constitución de 1812 y un decreto de 1813 aboliendo la Inquisición. Cuando el diputado Agustín Argüelles presentó el texto de la Constitución, exclamó (como ya hemos señalado): «¡Españoles, ahora tenéis una patria!». En realidad, no había ninguna patria ni ningún sentimiento de solidaridad nacional, y las medidas políticas que se tomaron en 1812 y 1813 no fueron las medidas reparadoras que se suponía que eran. Más bien todo lo contrario: tuvieron un efecto devastador en la vida pública española durante los siguientes cien años.
No obstante, la existencia de la llamada Guerra de la Independencia se presentó y se proclamó como la fuerza que liberaría a la nación. Un historiador importante, José Álvarez Junco, ha comentado «el proceso de elaboración de una versión nacionalista de la guerra que se desarrolló en la Península Ibérica entre 1808 y 1814. Simplificándose e incluso falseándose la realidad, desde mediados del siglo XIX quedó definitivamente convertida en “guerra de independencia” nacional un conflicto de raíces complejas. El mito de la Guerra de la Independencia pasó a ser el eje retórico fundamental sobre el que giraría el emergente nacionalismo español durante todo el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX». En el fondo estaba el mito de un pueblo que se había despertado y se había liberado:
¡Oh! ¡Es el pueblo! ¡Es el pueblo! Cual las olas
del hondo mar alborotado brama.
Las esplendentes glorias españolas,
su antigua prez, su independencia aclama.
La idea de una causa «nacional» en el levantamiento de los españoles de 1808 era, en perspectiva, un puro mito, inventado por los grupos políticos de la época y transmitido repetidamente hasta nuestros días. Y hasta nuestros días esa mitología ha sido respaldada cuidadosamente por los gobiernos de Madrid, porque enfatizaba el papel del centro. Ignoraron el hecho de que los franceses habían sido expulsados de España no solo gracias a los esfuerzos de Madrid el 2 de mayo, sino también de los británicos a las órdenes de Wellington y a los de todas las regiones, entre las cuales fue sobresaliente la de los catalanes, puesto que la región fronteriza pasó más tiempo bajo la ocupación francesa que cualquier otra parte de la península. La campaña en Cataluña fue especialmente interesante debido al modo en que los catalanes identificaron su causa con la de otros españoles que también luchaban contra los invasores extranjeros. Un intelectual catalán prominente, Antonio de Capmany, en 1808, escribió Centinela contra franceses, un tratado que fue escrito no solo para Cataluña sino en realidad para el conjunto de España, y que fue tan famoso que se tradujo inmediatamente al inglés y se ganó la admiración del mismísimo Napoleón, que insistió en leerlo para su particular entretenimiento. Como en otras partes de España, los catalanes también tuvieron sus momentos gloriosos en la resistencia, como con el Tamborilero del Bruc, y los Sitios de Girona, tres asedios en los que Girona, al igual que Zaragoza, demostró una capacidad extraordinaria de resistencia frente a los franceses. Madrid adquirió fama por su 2 de mayo de 1808, pero Barcelona también tuvo su 6 de junio de 1809, cuando los franceses ejecutaron a los catalanes que se habían levantado contra la ocupación.
Pero ¿los catalanes sintieron que estaban luchando por España durante aquellos levantamientos? Lo cierto es que no estaban luchando por Cataluña, porque en aquellos momentos no había ninguna aspiración ni ideológica ni política relacionada con el catalanismo. Ni los catalanes pensaban en la guerra como un asunto particular, que es lo que parece sugerir la expresión frecuentemente utilizada «Guerra del Francés», que se inventó en las primeras décadas del siglo XX y no antes. Numerosos textos catalanes de aquellos años dejan claro que, como otros españoles, los catalanes pensaban que estaban expulsando a un invasor extranjero; su lucha, sin embargo, no significaba que estuvieran defendiendo una España centralista tal y como la concebían los liberales. De ningún modo estaban luchando por ninguna “independencia”, y en realidad ni siquiera los castellanos luchaban por esta cusa. Cuando se examinan los libros escritos en aquellos años, se observa que tienden a utilizar la palabra «revolución» para describir lo que estaba aconteciendo, pero el término «independencia» no aparece hasta la década de los años treinta de ese siglo, y entonces, principalmente como consecuencia de una lucha real por la independencia, solo que se trataba de la que llevaban a cabo las colonias españolas de América. A finales del siglo XIX, naturalmente, cuando el mito de la guerra se había aceptado con amplitud, los autores catalanes se enorgullecían de escribir ensayos sobre el heroísmo con que los catalanes habían luchado por la «independencia» de España.
Desde luego es muy interesante que, como resultado de la guerra contra Napoleón, los catalanes estuvieran más que orgullosos de unir su causa a la de España. Cataluña participó plenamente en las Cortes de Cádiz, y diecisiete diputados catalanes estuvieron presentes, elegidos por sus ciudades natales fueron autores de la Constitución de 1812. Actuaron en nombre de España, pero lógicamente también velaban por los intereses de su propia región, y algunos de los diputados catalanes a Cortes consideraron la posibilidad de que se les restauraran los privilegios perdidos en 1714. Era una petición perfectamente válida, pues Cataluña, como zona fronteriza sufrió lo peor de la ocupación francesa y el colmo de su indignación fue que los franceses decidieron asimilarla concediéndole el mismo estatus que había tenido en 1641, esto es, como una región de Francia. Aquellos que consideran separatistas a los catalanes pueden detenerse a recordar que en las guerras fronterizas contra Francia los catalanes lucharon como españoles, no como separatistas catalanes, y su punto de vista era español, no francés.
Con todo, siempre hubo disensiones entre españoles, y no solo por culpa de los catalanes. Lejos de unificar fuerzas, las Cortes de Cádiz dividieron a los españoles. Los dividió con sus debates, su legislación y su famosa Constitución de 1812, un documento que —a juicio del español más inteligente de aquel momento tal vez, José Blanco White— se fundamentaba en la fantasía y que nunca tuvo la menor posibilidad de trasladarse a la realidad. La Constitución comenzaba anunciando que hablaba en nombre de la «Nación Española», que la «soberanía reside fundamentalmente en la Nación» y que «amar a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles». También declaraba que «la Nación Española era libre e independiente», y que «el objetivo del Gobierno es la felicidad de la Nación». Continuaba proclamando que «la religión de la Nación Española es y será siempre la Católica Apostólica y Romana, la única verdadera. La Nación protege y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra». Algunos estudios interesantes han analizado recientemente el entusiasmo con el que los diputados adoptaron esta nueva mitología, su emoción tras el exitoso incidente militar de Bailén, y su optimismo ante el nuevo evangelio que creían que estaban proponiendo al mundo. Depositaron todas sus esperanzas en una entidad llamada «el pueblo», mediante el cual querían designar a aquellos que se habían levantado contra los franceses en Madrid y en otras ciudades el 2 de mayo de 1808. Ese «pueblo», proclamaban, era el «honor y la gloria de la Nación».
Para explicar cómo estaba emergiendo el precario concepto de «nación», los diputados con algún interés por la historia presentaron una versión idealizada del pasado en la cual, según ellos lo veían, durante siglos un pueblo libre había luchado contra una tiranía despótica, de la que se estaban empezando a liberar en ese momento. Era, como ha dicho un prominente investigador, la «construcción mítica de un pasado legendario». Aquello los retrotraía a períodos medievales y de la primera época moderna, a los que se les lavaba la cara desvergonzadamente. Al principio, escribió el diputado Argüelles, «los españoles eran durante el periodo de los godos una nación independiente». España se visualizaba como un gran pueblo que se había desarrollado completamente en la Edad Media, pero que tras el año 1516 se había arruinado con el gobierno de mandatarios despóticos y extranjeros de los que no se había podido librar hasta el siglo XIX, cuando emergieron las fuerzas patrióticas de la nación nuevamente liberada. ¿Significaba eso que la nación fue siempre una nación, y que siempre aspiró a la consecución plena de sus libertades? Por supuesto, contestarían los «liberales» (los partidarios de la tendencia política que apoyaba la Constitución y que solo unos años después se convirtieron en un grupo político formal conocido con ese nombre). Uno de ellos, Francisco Martínez Marina, publicó en 1813 su Teoría de las Cortes, donde explicaba —con mucha seguridad en sus hipótesis— que desde el siglo XI Castilla «comenzó a ser una nación», una nación que se encontraba entre «las más cultas y civilizadas de Europa», en la que la monarquía era democrática, las Cortes funcionaban y la gente era libre. El momento más glorioso de la historia de la nación, apuntaba, se había logrado bajo el reinado de Fernando e Isabel. Sin embargo, inmediatamente después llegaron los monarcas extranjeros que arruinaron las fuentes de riqueza de España, desperdiciaron su inmensa fortuna y malgastaron la sangre de sus hijos en campos de batalla en tierras lejanas. Los déspotas extranjeros aplastaron las libertades de España en Castilla, «cuando Villalar vio espirar a Padilla en un indigno suplicio; en Aragón cuando fue degollado Lanuza en Zaragoza; en Cataluña cuando faltó Pablo Claris». Las referencias, se recordará, son la ejecución del cabecilla comunero Padilla en 1521, tras la escaramuza de Villalar, en Castilla; la ejecución en 1591 del Justicia de Aragón; y la muerte (pacífica, en la cama) del hombre que lideró la secesión de Cataluña respecto a Francia en 1641.
Los grupos políticos que se oponían a los regímenes tanto de Bonaparte como de Fernando VII se desarrollaron más adelante, como hemos advertido, en lo que se conocieron generalmente como los «liberales». A ellos se oponían personas y grupos que mucho más tarde se agruparon en los partidos políticos conservadores. En la práctica a menudo había poca diferencia entre los distintos grupos, porque ambos tenían las mismas perspectivas políticas y los mismos antecedentes sociales. Su trabajo (sobre todo el de los liberales), a la hora de crear una visión radicalmente distinta del pasado de España, afecta a todos los mitos referidos en este libro y por tanto merece la atención desde el mismísimo principio. Durante tres siglos, esgrimían los liberales, desde la ascensión al trono de una dinastía absolutista extranjera, las tradiciones democráticas de la nación se habían visto abolidas, sus instituciones representativas (las Cortes) habían sido silenciadas y el pueblo se había quedado sin voz. Dicha opresión explicaba claramente cómo una nación que había existido desde siempre era incapaz de expresarse con una voz propia. Ahora, por fin, gracias al «pueblo», que podía levantar su voz contra todos los gobernantes corruptos extranjeros, España podía volver a ser de nuevo la nación que fue. En esa definición de nación, sin embargo, se fundían todas las pequeñas naciones que había en España, incluida Cataluña.
Cataluña en la España liberal
Las primeras décadas del siglo XIX fueron la época en la que los europeos adquirieron conciencia de la necesidad de fijar sus identidades nacionales. Fue la época en la que Ranke y Burckhardt en Alemania, o Macaulay, Gibbon y Acton en Inglaterra escribieron sus ensayos clásicos al respecto. España, por el contrario, careció de cualquier investigación sobre su pasado y pocos autores se aventuraron a adentrarse en ese campo de estudio. Muy tarde, en 1887, el escritor Juan Valera aún lamentaba que «desde hace muchísimos años y sin duda desde que prevalece esta moda, en España se escribe poco de todo, y menos de Historia. Las historias se escriben principalmente en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, naciones hoy más adelantadas y mentalmente más fecundas». Estaba exagerando, porque en su misma generación se habían dado importantes pasos para llenar ese vacío, aparte de sus propios escritos. El primer avance significativo lo hicieron los diputados en las Cortes de Cádiz, que empezaron a inventar su propia versión del pasado y de su significado, evocando una información ficticia sobre los orígenes medievales y la gloria del siglo XV que convenía al tono de sus discursos. En los años siguientes, los autores que se vieron abocados al exilio sintieron la influencia de los modelos extranjeros y comenzaron a producir lo que se ha denominado como la Historia romántica. El gusto romántico por la historia medieval generó una escuela narrativa en la que todo lo relacionado con la época medieval se idealizaba, y se asumía como la herencia cultural de la nación.
Por primera vez en su historia, durante el siglo XIX, Cataluña formaba parte de una identidad más amplia, en este caso, de España. La historiografía ficticia en Cataluña ha presentado coherentemente este hecho como el colmo de su decadencia, con el argumento de que el contacto con Castilla que comenzó con la reina Isabel y que prosiguió con Felipe V no pudo sino resultar fatal para Cataluña. A pesar de los intentos de excluir a Castilla de la página web oficial de la Generalitat, donde se explica cómo Cataluña ha conseguido tener éxito a pesar de la pérdida de sus fueros, en dicha página finalmente se admite: «La economía prosperó en Cataluña y, con ella, la sociedad». (Por cierto, resulta difícil entender cómo puede ofrecerse una página web con un inglés tan pobre). ¿Acaso no era esa prosperidad una consecuencia de la integración en el Estado español? Sin entrar en detalles, vale la pena recordar que la conversión de Cataluña en la principal base naval y militar de la Corona bajo el reinado de Felipe V atrajo un volumen de negocio y comercio como jamás había disfrutado. La segunda mitad del siglo XIX, sobre todo, fue un período de notable expansión en la agricultura catalana, en las manufacturas y, sobre todo, en el comercio. La reorganización de las regulaciones imperiales y la expansión de la economía imperial ofrecieron numerosas oportunidades que permitieron a Cataluña adquirir una prosperidad digna de la región económicamente más activa de la península durante la segunda mitad de ese siglo. Los catalanes eran plenamente conscientes de las ventajas que ofrecía el sistema español y se comportaron como unos súbditos de la Corona completamente leales. Tal vez más que cualquier otra región de España, los grupos prominentes catalanes se entregaron a la industria y al comercio, y permitieron el nacimiento de la primera clase auténticamente burguesa de la España decimonónica.
El nacimiento de una cultura nacional reconocible en Castilla y en Cataluña comenzó muy tarde, en las últimas décadas del siglo XIX. Se debió principalmente al desarrollo y la consiguiente preeminencia de las grandes ciudades. Incluso entonces, Madrid era una ciudad pequeña. A finales de siglo, Ortega y Gasset lamentaba que la capital no tuviera ninguna cultura creativa y que fuera tan provinciana. La reconstrucción prácticamente total de Madrid y Barcelona al comenzar el nuevo siglo, de acuerdo con las ideas de moda en otras capitales europeas, forjó por primera vez centros cosmopolitas en los que la cultura podía prosperar. Con un centro respetable y moderno desde el que expandirse, comenzaron a afianzarse los rasgos permanentes de lo que hoy conocemos como «España».
Una condición básica para tener una vida moderna y «nacional» en España era la posibilidad de compartir experiencias con el resto de la península, sin estar limitados siquiera por los modos de ser propios de cada región. Lejos de sufrir, como los nacionalistas catalanes nos habrían hecho creer, Cataluña floreció. A partir de finales del siglo XIX, el principal impulso para el fomento de un cambio cultural lo proporcionó el crecimiento de los medios de comunicación de masas, como la radio y, después, el cine, aparte de la implantación del telégrafo y el teléfono, y la construcción de nuevas carreteras y vías ferroviarias. La mayor parte de esos nuevos desarrollos se asociaban a la influencia extranjera. La modernización de la península se habría retrasado muchísimo más si no hubiera sido por la ayuda extranjera, porque los banqueros españoles no contaban ni con el capital ni el valor para invertir en su propio país. Los ricos depósitos minerales de Asturias fueron financiados por un belga, y las minas de cobre de Andalucía, por los británicos. En aquellas décadas, la industria textil de Cataluña comenzó a desarrollarse con apoyo británico, y al poco comenzaron también a prosperar las industrias vascas. Con el fin de poder transportar los bienes industriales, los inversores precisaban buenos medios de comunicación. Más de la mitad del capital que financió el desarrollo del sistema ferroviario español después de 1855 procedía de Francia. La primera línea que se construyó en la península fue un pequeño tramo de Barcelona a Mataró, en 1848, y la legislación gubernamental de los años cincuenta (en el siglo XIX) facilitó ulteriores inversiones extranjeras en la red de ferrocarriles; dicha red se completó básicamente en la década de los setenta. Por desgracia, se tomó la decisión de construir las vías nacionales con un ancho poco común en Europa, alrededor de 25 centímetros mayor. Esto haría que Francia no pudiera invadir España por ferrocarril, pero sería mucho más cara la construcción, y también cortaría cualquier acceso directo del país hacia Europa. A la hora de tomar esta decisión, algunas líneas se construyeron con vía estrecha en algunas regiones, pero la vía ancha siguió siendo el modelo nacional hasta 1988. Fue muy sintomático el modo en que se llevó a cabo la modernización del país, tanto cultural como tecnológicamente.
Los avances tecnológicos precedieron los primeros esbozos de los entretenimientos de masas, que comenzaron a cambiar los fundamentos de la vida cultural española. Al igual que la tecnología, los cambios procedían del extranjero. Todos los entretenimientos con éxito eran visuales, aunque ninguno tuvo un impacto serio en el analfabetismo, un aspecto en el que España ostentaba los niveles más elevados del occidente europeo, salvo Portugal. En 1887, alrededor del 65 por ciento de la población española no sabía leer ni escribir (en comparación, alrededor de la misma fecha el analfabetismo en Inglaterra era del 15 por ciento y en Nueva Inglaterra, del 10 por ciento). En esta estadística general caben las variaciones que van de un Madrid con un 38 por ciento de analfabetismo a una ciudad como Granada, con un 80 por ciento. A largo plazo, el cambio cultural más importante fue el que impuso el deporte popular, que creó un foco de entretenimiento que trascendió las barreras regionales y sociales de la península. La innovación más llamativa fue el fútbol, introducido por los británicos en la península a finales del siglo XIX y que empezó a jugarse en el País Vasco en la década de 1870. El primer club de fútbol oficial, sin embargo, se fundó en Huelva en 1889, el año en que al parecer se empezó a utilizar el balón de cuero por vez primera en España. Desde entonces, el deporte creció en España exponencialmente. La Federación Española de Fútbol se fundó en 1913 y consiguió el reconocimiento del Comité Olímpico Internacional en 1924. La primera liga entre clubes empezó en 1928. La radio, las carreteras, los automóviles, el tren y el fútbol conectaron las ciudades y el campo, proporcionaron a los españoles medios de comunicarse e hicieron de la «nación» una vivencia colectiva y común. Sin embargo, ¿qué tipo de nación deseaba la gente? ¿Y estaba todo el mundo dispuesto a compartir semejante idea? El advenimiento de los medios de comunicación de masas desanimó al menos a un autor, Ortega y Gasset, que pensaba que «España se está desmoronando, se desmorona. Hoy es menos un pueblo que la polvareda que queda cuando un gran pueblo ha pasado a caballo por el gran camino de la historia».
Sobre todo, la clase intelectual creía que carecía de asideros en el pasado a los que pudieran recurrir en busca de fundamentos e inspiración. ¿Qué clase de proceso histórico había conducido a los españoles (y a los catalanes) a ese estado de emergencia como nación? El único modo de averiguarlo era, obviamente, a través de una nueva historiografía y un relato objetivo de los acontecimientos del pasado. El problema era la duda respecto a la identidad política de «España», porque distintas partes del país no se acomodaban aún con el resto, y el «Estado español» seguía cambiando de acuerdo con los gustos políticos, ideológicos o dinásticos. Un modo de evitar los obstáculos políticos era concentrarse en la urgencia de una cultura compartida. A partir de ahí, lo siguiente era identificar tres aspectos de la vida española: las tradiciones del pasado, los logros actuales, y las aspiraciones del futuro en términos ideológicos y de valores. Este era el punto en el cual el sentimiento de ser una «nación» daba paso a la necesidad de cultivar un «nacionalismo», una moda cultivada por la incansable mentalidad burguesa tanto de Castilla como de Cataluña.
Historia de una pasión: catalanes en España
La indagación en la cultura y la identidad propias tuvo consecuencias significativas: la principal, que muchos españoles descubrieron no lo que compartían con otros pueblos de la península sino más bien lo que tenía de especial su particular modo de vida en su región. Con frecuencia los castellanos olvidan interesadamente que esa fue también precisamente la época en la que se desarrolló el nacionalismo castellano, y muy rápidamente. En Cataluña, el intento de restaurar una voz «nacional» auténtica adquirió forma en lo que se llamó la Renaixença. En Cataluña (y aquí seguimos la excelente explicación de Josep Llobera, Foundations of National Identity, 2004), el desarrollo de una identidad nacional fue posible gracias a cinco circunstancias: «Un fuerte potencial étnico-nacional, el atractivo del modelo del nacionalismo romántico, una próspera sociedad civil burguesa, un Estado español ineficiente y débil, y una fuerte Iglesia catalana».
La voz «étnico-nacional» remite al conjunto de costumbres y actitudes sociales, incluido el idioma, que comparten los catalanes. El romanticismo, o la mirada a un pasado ficticio, adquirió la forma de Renaixença. La sociedad civil burguesa prosperó gracias a la actividad industrial, que a su vez favoreció el desarrollo de una clase trabajadora muy activa. La debilidad del Estado central, incapaz en realidad de centralizar nada, ni el gobierno ni la administración, y desgarrado por las vicisitudes militares, era obvia. Y finalmente, el clero catalán, enraizado tanto en la lengua como en las tradiciones religiosas, habitualmente apoyaba las actividades de la sociedad civil catalana.
Los catalanes adquirieron confianza a partir de la renovación económica de finales del siglo XIX, y comenzaron a elaborar una nueva actitud respecto a su pasado. No había nada especialmente particular en ello, porque otros pueblos de Europa estaban haciendo lo mismo por aquellos mismos años. Pero como se habían visto privados de su autonomía desde la época moderna, buena parte de la fabricación de mitos se centró en los siglos xvi y xvii. En realidad, comenzaron a surgir dos niveles de mitología nacional. El primer nivel, fabricado a mediados del siglo XIX en los salones de las clases altas que promovieron la Renaixença, volvía la mirada al pasado medieval para rescatar de allí los elementos fundamentales de lo que significaba «ser catalán» en términos religiosos, idiomáticos y de costumbres diarias. Desgraciadamente, tras décadas de dominación castellana los regeneracionistas solo pudieron encontrar material cultural propicio en el remoto (e imaginario) pasado medieval o en la confusa mezcolanza del folclore campesino. Equipos completos de investigadores se enviaron a pueblos y villas con la orden de recopilar testimonios orales de lo que quedara del folclore catalán y hacerse con la información que pudiera reforzar el sentimiento de identidad nacional catalana. La consecuencia fue que Cataluña posee los mejores registros folclóricos de toda España. Pero poco de todo aquello sirvió para regenerar la vieja identidad. Incluso lo mucho que se publicitó «el renacimiento de la lengua catalana», a través de lecturas públicas de poesía, apenas dio como resultado poco más de algún gesto simbólico poco efectivo. Aquellos que recitaban versos catalanes de estilo medieval en público a menudo continuaban utilizando el castellano como lengua principal entre ellos. La expresión más emblemática de la renovación lingüística fue un poema de un escritor catalán «exiliado» en Madrid, Aribau, dedicado a una montaña que para él significaba la Cataluña que anhelaba. En realidad, Aribau nunca había publicado nada en catalán, y nunca lo volvió a hacer. Aquello difícilmente podría ser la base sobre la que construir una identidad moderna en la sociedad industrial.
Por esa misma época los regionalistas catalanes comenzaron (como otros pueblos en todas partes de Europa) a crear nuevos símbolos propios. Seleccionaban canciones populares tradicionales a las que se les daba estatus de himnos o canciones «nacionales». Un folclorista, Manuel Milá i Fontanals, publicó el texto de una vieja canción en su Romancerillo catalán (1882) y a los versos se le adaptó una melodía en 1892. En 1899 la letra se acortó para que la canción se pudiera utilizar como una especie de melancólico himno nacional, «Els segadors». Aunque no resultaba muy estimulante, no tuvo competidor y pronto alcanzó un estatus oficial. Fue adoptado oficialmente como himno de Cataluña en 1993, y su clímax lo alcanzó cuando fue interpretado (sin que nadie del gobierno central de Madrid pusiera ninguna objeción) en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992. Otro tipo de música, la danza llamada sardana, de la época medieval tardía, también se formalizó, limpiándola de cualquier posible indicio de sensualidad, y fue adoptada como una danza «nacional» muy católica. Después, desde el año 1901 los regionalistas escogieron arbitrariamente un día de septiembre como «día nacional». Ese año, el día 11 de septiembre un pequeño grupo de jóvenes decidió depositar una corona en el monumento de Rafael Casanova. El objetivo más importante de todas estas iniciativas era reinterpretar el pasado, de modo que eso conjugaba bien con las nuevas aspiraciones. Si era necesario, se podía inventar el pasado, en el sentido de que se podían reunir fragmentos de acontecimientos para generar la imagen deseada. El aspecto más interesante de este programa fue el sistemático renombramiento de todas las calles, especialmente en el barrio recién construido del Eixample, en Barcelona. Con asesoramiento profesional del poeta e historiador Víctor Balaguer, desde 1864 en adelante el ayuntamiento comenzó a dar apropiados nombres históricos a las calles, con el fin de que fueran permanentemente visibles aquellos nombres que merecían formar parte de la realidad de Cataluña. Fue un método muy efectivo para educar a un público generalmente analfabeto que ahora debía asumir la supuesta relevancia de las personalidades históricas seleccionadas.
Cataluña, a esas alturas del siglo XIX, era una sociedad próspera y que miraba el futuro con esperanza, con unas sólidas raíces comerciales en las colonias imperiales de Cuba y Filipinas, y un activo interés en las modas y tendencias europeas. Con demasiada frecuencia, los políticos señalan solo los aspectos políticos del período, como si no hubiera ninguna otra dimensión importante en Cataluña. Pero el hecho es que la región experimentó un asombroso resurgimiento cultural. Esto merece alguna atención, porque fue ese resurgimiento, más que ninguna otra cosa, la verdadera pasión de Cataluña y su gran contribución a España.
La clave para una nueva orientación llegó en 1884, cuando un grupo de jóvenes intelectuales fundaron la revista L’Avenç, financiada con las ganancias de los negocios de Cuba. Se llamaron «modernistas», evitaron las influencias castellanas y, en vez de eso, buscaron su inspiración fuera de España. Pasaban muchísimo tiempo en la cosmopolita París, la fuente inevitable de pensamiento moderno y arte para los españoles. La librería que fundaron en Barcelona también se llamó L’Avenç (1891) y estaba atestada sobre todo de libros franceses. El modernismo catalán no era en realidad más que una extensión de los conceptos intelectuales que se ventilaban en París. En todo caso, a través de París muchos modernistas consiguieron acceder y explotar las fuentes de toda la cultura europea. El joven poeta Joan Maragall apuntó que la inspiración de aquellos jóvenes no era simplemente el novelista francés Zola, sino también otros autores extranjeros, como Ibsen, Tolstoi, Maeterlinck y Nietzsche. Los jóvenes de esa generación afortunadamente no se vieron forzados a un exilio político, como habían sufrido los románticos de dos generaciones antes. Todos prefirieron beber de las fuentes de sabiduría disponibles en el extranjero, y una riada de artistas se desplazaron a París y Londres. Tal vez el más interesante de todos ellos fue el catalán Ramón Casas (1866-1932), indudablemente uno de los pintores europeos más grandes del fin de siècle. En 1881, a la edad de quince años, con la ayuda de su padre dejó su Barcelona natal y se fue a estudiar arte a París, una experiencia que lo formó decisivamente como pintor. París se convirtió en su hogar casi de manera permanente, y desde allí viajaba de vez en cuando a la península, buscando una inspiración que con frecuencia encontraba en Andalucía, sobre todo. En 1894 se instaló en Barcelona para trabajar, pero visitaba París todos los años. En 1897, junto con sus amigos, contribuyó a la apertura del café Els Quatre Gats, el punto de reunión más importante de su círculo artístico en Barcelona, y que aún hoy es un activo centro para creadores y artistas. Su trabajo como retratista y cartelista era asombroso, e hizo una decisiva contribución a la conciencia cultural de las clases altas de Barcelona.
El trabajo de los pintores pone de relevancia la enorme contribución que la creatividad catalana hizo a la cultura española. Con demasiada frecuencia aparecen sus nombres en los libros de texto como artistas «españoles», cuando en realidad su creatividad hunde sus raíces en la historia de Cataluña, y no en la de Castilla. Esto es sobre todo cierto en el ámbito musical, un tema a menudo olvidado que servirá aquí para arrojar luz sobre la relación entre Castilla y Cataluña. Consciente del ridículo papel que desempeñaba España en la creación de la música moderna europea, el musicólogo catalán Felip Pedrell se animó a aprovechar la música popular y hacer de ella la base de su composición (Por nuestra música, 1891), pero con una perspectiva más europea. La cultura española había quedado en los márgenes de la cultura europea como una cultura esencialmente agitanada. España parecía ser una fuente de creatividad para otros, pero no una nación creadora por derecho propio ni con un entorno musical propio. Esta situación cambió radicalmente con la aparición del pianista catalán Isaac Albéniz, un colega de Pedrell. Nacido en Camprodó, a los pies de los Pirineos, de padre vasco y madre catalana, Albéniz (1860-1909) fue un muchacho prodigio, autodidacta, que dio su primer concierto público a la edad de los cuatro años, en el Teatre Romea de Barcelona. Compuso su primera pieza de piano a la edad de nueve años y enseguida empezó a dar conciertos por toda la península. En 1889 afianzó su fama internacional cuando fue recibido con una aclamación generalizada en un concierto en el Prince’s Hall de Londres, un éxito que le obligó a dar cuatro recitales más. El éxito de Albéniz en Inglaterra entre 1889 y 1890 atrajo todas las miradas de Europa a España. Los europeos del ochocientos aún seguían sin dar importancia al arte español, y a principios del siglo XX ocurría prácticamente lo mismo con la música. Un periódico londinense de 1900 apuntaba que «no hay una escuela distintiva de arte musical en España, y su música apenas si es un pálido reflejo del pensamiento francés o alemán». Los recitales de Albéniz comenzaron a abrirles los ojos a algunos especialistas. Después de asistir a sus conciertos, un crítico londinense comentó: «Durante siglos se ha dado por supuesto que España estaba en la periferia en lo que a música culta concernía», pero «tendremos que empezar a cambiar de opinión» al respecto.
«No he parado un instante: viajes a París, viajes a Londres, viajes a Bélgica, conciertos, concursos, en fin, ¡una vida que no es vida!», le escribía Albéniz a un amigo. Su imaginación musical estaba concentrada en su Cataluña natal, y como su mentor Felip Pedrell era un nacionalista musical, empeñado en la idea de utilizar la música popular y tradicional como base para sus composiciones. El violonchelista Pau Casals dijo de él que «la música que componía estaba muy contagiada por su Cataluña natal, por su maravilloso paisaje y por sus melodías populares y por las derivaciones árabes de algunas de ellas. “Soy un moro”, solía decir».
Aunque su inspiración constante fue España, Albéniz ignoró por completo la España política. Precisamente a causa de este sentimiento, hizo todo lo posible por concentrase en la España auténtica que él tenía en mente, y los años que pasó fuera dieron como fruto lo más memorable de su obra. En 1897 en Inglaterra comenzó una suite que recibió originalmente el título de Alhambra, pero que acabó titulándose La Vega, como un recuerdo de la llanura (la vega) en la que se extiende Granada. Entre 1905 y 1908 compuso las doce piezas, divididas en cuatro libros, de su inmortal suite Iberia, con seguridad la pieza musical más significativa compuesta por un español en el siglo XX.
Aunque Albéniz era un entusiasta convencido de la música europea, su estancia fuera de su país consiguió que se convenciera de la necesidad de crear una tradición musical en España que no fuera una mera imitación de las modas continentales. Años después, el compositor sevillano Joaquín Turina rememoraba un incidente en el que él, Manuel de Falla y Albéniz estaban tomando un café en una patisserie parisina en 1907; Albéniz, según cuenta Turina, ejercía la «misión de apóstol, nos animaba a dejar toda influencia extranjera para seguirle en su tarea de hacer música netamente española». El deber de los artistas españoles, afirmaba Albéniz, era «componer música española con un acento universal». En abril de 1908 su deteriorada salud obligó a Albéniz a una cura en los Pirineos, en Cambo-les-Bains, donde fue a visitarlo su amigo Granados. Sentado a la cabecera de la cama de Albéniz, Granados le contó que estaba a punto de partir hacia los Estados Unidos para una serie de conciertos. Albéniz le pidió que tocara algo. Granados comenzó a tocar una pieza, y sin aviso previo cambió a la barcarola Mallorca, escrita durante un viaje que los dos habían hecho a esa isla juntos. Albéniz murió en mayo de 1909, pocas semanas después de haber cumplido cuarenta y nueve años. Al día siguiente, curiosamente, le llegó la Gran Cruz de la Légion d’Honneur desde París. Se trasladó su cuerpo a Barcelona, donde se le ofreció una gran recepción civil, y luego fue enterrado en la colina de Montjuic.
Granados, amigo de Albéniz y catalán como él, también murió joven. Como Albéniz, estaba empezando a convertirse en un creador exiliado, porque él también combinaba en la misma medida un fervoroso amor a España junto a un profundo desprecio a las típicas costumbres y modos de ser españoles. En muchos aspectos, su historia es paralela a la de Albéniz. Enric Granados (1867-1916) nació en Lleida, pero su padre había nacido en Cuba y su madre procedía de Santander. La familia se trasladó a Barcelona, donde a la edad de trece años empezó a estudiar música con el pianista J. B. Pujol, y ganó un premio; en el jurado que se lo concedió estaban Albéniz y Felip Pedrell. Cuando su padre murió, Enric tuvo que ayudar a su familia tocando el piano en una cafetería durante cinco horas diarias. Con lo que ganó pudo pagarse en parte una visita a París (1887-1889), donde recibió clases de música: entre sus compañeros estaban Maurice Ravel y el catalán Ricard Vinyes. También mantuvo relaciones con los compositores franceses más importantes, especialmente Camille Saint-Saëns. En 1889 regresó a Barcelona para emprender su carrera como virtuoso pianista y compositor, comenzando con la publicación de sus Doce danzas españolas, el primer trabajo que le granjeó un reconocimiento internacional, y el fundamento de su posterior popularidad tanto en España como entre el público europeo. En 1891 contribuyó a fundar las sociedad musical Orfeó Català, pero le disgustó enormemente la politización de la cultura entre catalanes y castellanos. «Al Orfeó», escribió, «se le quiere dar un color político catalanista, y en eso no estoy conforme. A mí me parece que el arte no tiene nada que ver con la política. Esto me ha causado algunos disgustos, ¡llegando a recibir desprecios en que se me acusa de escribir danzas andaluzas! ¡Como si fuera un pecado! Yo me considero tan catalán como el que más, pero en mi música quiero expresar lo que siento, lo que admiro y lo que me parezca bien, sea andaluz o chino».
Granados cosechó grandes éxitos en la última década del siglo, principalmente en Madrid y Barcelona, las dos ciudades que consideraba su casa. En Barcelona fundó la Academia Granados, cuyo objetivo era enseñar música a los estudiantes de un modo que se apartara definitivamente de los métodos anticuados y, según su experiencia, infructuosos. En Madrid había tenido la oportunidad de contemplar algunas obras de Francisco de Goya, que inspiraron sus composiciones para piano Goyescas (1909-1910), que tocó por vez primera en Barcelona en 1911. Aquel trabajo, ciertamente notable, le abrió nuevos horizontes internacionales. Conoció al pianista americano Ernest Schelling, y en 1913 este interpretó por primera vez música suya en Londres. Para 1916 se planeó el estreno en Nueva York, así que Granados y su mujer viajaron en barco hasta la ciudad americana a finales de 1915, aunque ya se había desatado la Primera Guerra Mundial en Europa. Pocos días antes de la gran première, Granados y el violonchelista Casals dieron un pequeño concierto juntos en el Ritz Carlton Hotel. La interpretación fue un gran éxito, hasta tal punto que fue invitado en marzo a dar un concierto en la Casa Blanca para el presidente Wilson.
Aquel mismo mes regresó con su mujer a Europa, a Inglaterra, y allí se embarcó en el Sussex con dirección a España. El navío fue torpedeado por un submarino alemán en el Canal de la Mancha y la mayoría de los pasajeros, incluidos el pianista y su esposa, se ahogaron. Se produjo una reacción de tremenda indignación a nivel internacional. Se celebró un concierto conmemorativo dos meses después en Nueva York, organizado por Schelling, y con actuaciones de Paderewski, Kreisler y Casals. Al final del concierto se dejó una solitaria vela encendida sobre un piano, en un salón a oscuras, mientras Paderewski interpretaba la Marcha fúnebre de Chopin. Por aquel entonces Granados ya había entrado en contacto con un mundo de más amplios horizontes que los que le ofrecía su propio país. En una de sus últimas cartas desde América, escritas en catalán, el autor dejaba entrever su exilio artístico: «Sóc un espanyol, supervivent de la lluita estéril a que en sotmet la ignorància i la indiferència de la nostra patria. Somnio amb Paris i tinc un món de projectes!». La obra de Albéniz y Granados fue poco conocida entre sus contemporáneos españoles, y los dos músicos alcanzaron el éxito y el aprecio del público solo en círculos cosmopolitas fuera de su propio país.
A finales del siglo XIX hubo un pico en el interés europeo por el orientalismo, una moda que consideraba el pasado musulmán con ojos románticos. En España, el entusiasmo artístico por el pasado moro del país aún se silenció, con una llamativa excepción. Esa excepción fue el artista catalán Mariano Fortuny y Marsal (1838-1874), el pintor más brillante del siglo después de Goya y un espíritu inquieto que nunca pudo hacer de España su hogar. Nacido en Reus (el lugar de nacimiento también del militar de moda en aquella época, el general Prim), Fortuny fue educado en el seno de su familia como pintor y a la edad de los catorce años decidió marchar a Barcelona para mejorar su técnica. Sus padres no tenían modo de financiar el viaje, así que Mariano se fue andando por su cuenta (una distancia de alrededor de 130 km), y comenzó su adiestramiento. Impresionado por uno de sus cuadros, la autoridad provincial de Barcelona le dio una beca para estudiar en Roma, donde pasó un año de gran aprovechamiento (1858), visitando museos, admirando el arte del Renacimiento, haciendo amigos en el Café Greco e incluso vendiendo algunas pinturas. En 1860 Barcelona lo escogió para ir a Marruecos con el fin de realizar un reportaje artístico de las acciones de las tropas catalanas que servían al mando de Prim. Su contacto con África cambió su vida como pintor.
Hizo una serie de bocetos y notas que le sirvieron de base para subsiguientes pinturas, entre ellas, algunas escenas panorámicas de guerra que la ciudad de Barcelona deseaba tener. Pero fue su contacto con la gente árabe y la brillante luz del desierto lo que inspiró en él una ferviente pasión por el orientalismo. Incluso llegó a aprender algo de árabe. Cuando regresó a Barcelona, pasó por Madrid, donde conoció a su futura mujer, hija del pintor Madrazo, director del Museo del Prado. Los esbozos militares africanos le granjearon el aplauso en Barcelona, hasta el punto que la ciudad decidió financiarle un viaje europeo para que pudiera estudiar cómo se pintaban las escenas de batallas. En vez de estudiar las batallas, Mariano encontró asuntos más interesantes en París, sobre todo, en las obras de Delacroix, que también había descubierto por su parte el orientalismo. Después de esa época, ya no volvió atrás, fue ensalzado en todas partes, comenzó a pintar a regañadientes una serie de batallas para la ciudad de Barcelona y regresó una vez más a Marruecos, donde habitualmente vestía como un árabe, y completó los esbozos que deseaba. Sus pinturas, refulgentes con una brillante luminosidad, impecables en sus detalles y asombrosamente coloristas, se vendían inmediatamente. Ya casado, en 1869 se le invitó a abrir un estudio en París, donde se convirtió en el centro de la atención artística. Su pintura La vicaría (1870), un desconcertante y elaborado óleo que muestra la celebración de una boda gitana dispuesta a firmar en el libro parroquial en el registro eclesiástico, causó un gran revuelo en París. El furor por los temas árabes y agitanados estaba en su cénit, y aquel óleo, bellamente ejecutado (Théophile Gautier inmediatamente lo comparó con Goya) mostraba a la perfección la imagen estandarizada que los extranjeros tenían de España: mujeres hermosas con mantones y vestidos folclóricos, un torero moreno e interiores barrocos de una iglesia.
El precio que los compradores de fuera de España estaban dispuestos a pagar por aquella y otras pinturas lo convirtieron en un hombre rico. El norte, sin embargo, no le interesaba, y al año siguiente cogió a su familia y se fueron a vivir a Granada, una ciudad que ya había visitado antes pero que ahora se convertiría en su hogar durante dos años: allí pudo disfrutar del ambiente arabesco que necesitaba. Después, en 1872, se trasladó a Roma, pero continuó viajando muchísimo y visitó Londres, donde conoció al pintor Millais. El verano de 1874 se instaló en la ciudad marítima de Portici, en la bahía de Nápoles, donde los juegos del mar y la luz mediterránea le cautivaron. El pintor murió inesperadamente de malaria, al parecer contraída en Portici, justo después de trasladarse a Roma aquel mes de noviembre. Era joven, rico y con éxito, pero solía sumirse en depresiones porque no podía dedicar todo el tiempo que le gustaría a lo que realmente le inspiraba: el mundo árabe de Marruecos y Granada. Los principales pintores franceses e italianos se disputaron el honor de llevar a hombros el ataúd en su funeral. Sus logros no tardaron en llegar a Estados Unidos, donde los coleccionistas buscaban sus obras y un crítico de arte afirmó: «Lo que Chopin es para la música, Fortuny lo es para el arte, y ambos tienen más del frenesí gitano y del pintoresquismo de España en sus obras que de la dulce composición clásica de Italia o del vivo y elegante espíritu francés».
Las imágenes de la cultura árabe que dejó Fortuny a menudo estaban influenciadas por lo que había visto en Francia, pero en la península sus obras eran pioneras. Su deliciosamente erótica Odalisca (1861, posiblemente influenciada por la pintura del mismo título de Ingres, en 1842) fue ejecutada durante su visita a la guerra de Marruecos, y expresa a la perfección el sensual y lujoso orientalismo de un joven de veintitrés años. Su cuadro La corte de la Alhambra (1871) es una evocación luminosa del pasado olvidado de España. A lo largo de la década que separa esas dos pinturas, la conciencia del «moro» como una presencia inevitable en la cultura hispánica nunca fue obviada en su trabajo. La combinación de presencia africana y brillantez artística brilla en su prácticamente perfecto Café de las Golondrinas (1868), una acuarela que representa a unos árabes tomando té durante una abrasadora tarde marroquí y que muestra a un Fortuny en el cénit de su obra. Sin embargo, tuvo que dar a regañadientes prioridad al género pictórico que se le demandaba. Asombró a los artistas europeos con una visión de España que ellos conocían pero que nunca se había plasmado en óleos, y marcó el camino para otros artistas catalanes, como Casas, Rusinyol y finalmente Picasso y Miró, que encontraron en París un centro de inspiración. Al mismo tiempo sus escenas bélicas de gran tamaño (sobre todo el inacabado y monumental óleo de quince metros La batalla de Tetuán, de 1863), imitando a las que se hicieron para Napoleón, evocaban para los catalanes y los españoles un sueño de glorias militares que nunca habían disfrutado en realidad y que ahora se las inventaban, firmemente captadas dentro de los escasos límites del óleo de un artista. Su período creativo, trágicamente corto —de apenas quince años—, sirvió para sacar el arte español de una generación de esterilidad que había sufrido tras la muerte de Goya. Incluso más que Goya, Fortuny se convirtió en el primero de los pintores españoles en conseguir fama y riqueza en vida, gracias exclusivamente a la reputación que tenía en Francia e Italia.
Las carreras de estos artistas se han escogido aquí para ilustrar el papel que ellos y otros catalanes desempeñaron en una España que ellos sentían como parte de su entorno, y que nunca aceptaron completamente pero que sirvió como estímulo para su genio. Conscientes de que había catalanes que ni pensaban ni miraban más allá de las fronteras de la región en la que vivían, ellos voluntariamente decidieron abrir sus mentes a horizontes más amplios y optaron por un apasionado universalismo que no consentía limitarse a las estrechas fronteras de Cataluña o España. Todos ellos se sentían muy catalanes, y así lo afirmaron tanto Albéniz como Granados, pero también pertenecían al mundo y ahí es donde encontraron una fama duradera.
¿Una identidad común? La «nación» como idea no excluyente
La falta de sentimientos hacia una entidad llamada «España» tuvo serias consecuencias en Cataluña, y no porque los catalanes se negaran a aceptar a España, sino por culpa de un grupo concreto de políticos, ideólogos y militares de Castilla que ya habían decidido que su modelo de España era el único que se podía aplicar a los distintos pueblos peninsulares. En su idea, España existía real y verdaderamente, pero en un sentido particular, entendiendo que solo ellos podían decidir, y aquellos que no reconocieran eso eran traidores y separatistas. Como veremos, fue ese grupo el que al final optó por una solución militar al problema que nunca habían podido resolver por métodos civiles y democráticos. Naturalmente, tenían buenos motivos, y más que todos el político conservador Antonio Cánovas del Castillo. Aficionado a la historia, Cánovas era capaz de analizar el pasado con inteligencia. Reconocía que «ningún colectivo amor unía a castellanos y aragoneses, valencianos, catalanes, navarros y vascongados», e insistía en que la gran prioridad debía ser la formación de una sensibilidad nacional, que «despierta en el hombre la más viva y mejor de las pasiones», para conformar una España totalmente unida, con instituciones democráticas y con un rey. Respecto a los catalanes, a él le parecía que Cataluña estaba «indisolublemente unida a España», y que su sentimiento regionalista era «superficial». Los intentos de imponer esa unidad o emoción fueron, por otra parte, completamente fallidos. Una ley de 1876, aprobada con el apoyo de Madrid, decretó la unidad de todos los regímenes políticos de España, lo cual inevitablemente daría la impresión de que se confirmaba que España por fin existía de hecho. Pero eso estaba lejos de ser cierto.
La centralización política ciertamente existía, pero no existía ninguna unidad emocional o cultural respecto a España. El historiador Juan Pablo Fusi señala que «toros y zarzuela (el llamado “género chico” y el flamenco) fueron instrumento principal en el proceso de nacionalización de la cultura». En las últimas décadas del siglo XIX los toros se convirtieron en un espectáculo de masas. ¿Pero eso era español? Fusi reconoce que aquello fue una base muy pobre sobre la que fundamentar una cultura «nacional». Y añade: «En gran medida, la idea popular de España era “género chico y toros, madrileñismo y andalucismo”». Incluso en Castilla, una persona como Unamuno no vio en ese esquema más que vulgaridad: «Majaderías y barbaridades» (1911). Obviamente, los catalanes pensaron que aquella no era la España que deseaban y regresaron a sus propias tradiciones en busca de inspiración. España era incapaz de generar las ideas, la cultura, las aspiraciones que correspondían al mundo moderno, y algunas comunidades integrantes por tanto buscaron sus raíces en otra parte. En algunos libros de historia este proceso se denomina «el auge del nacionalismo», un término especialmente equívoco. Lo que ocurrió, en realidad, fue un fracaso de España a la hora de expresar su nueva identidad en algo más que en la cultura callejera o del sur castellano y Andalucía. No es sorprendente que los extranjeros identificaran esta cultura con dos ciudades: Sevilla y Madrid. El italiano Rossini y el francés Bizet escribieron su música pensando en Sevilla. Y eso, para ellos y para generaciones de europeos, era España. Otros españoles no se sentían identificados con esas ideas, especialmente los catalanes. Desde el siglo XIX, muchos intelectuales catalanes pensaban que «estaban en» España pero que no «eran de» España. El historiador Enric Ucelay llama a esto «una pluralidad cultural y una ambigüedad política», en la que Madrid y Barcelona competían mutuamente por la primacía en la península.
El problema de intentar definir un conjunto específico de sentimientos (identidad) cuando se habla de una «nación» es que tales sentimientos no son de ningún modo exclusivos, sobre todo cuando las personas tienen sentimientos enraizados en muy diferentes lugares. Demasiado a menudo se da por supuesto que una persona puede tener solo una identidad; por ejemplo, se supone que porque uno se sienta catalán no puede sentirse español. Esta suposición ha sido asumida y potenciada por muchos políticos desinformados que han procurado que todo el mundo tenga solo una identidad en la cabeza. La suposición es falsa, como han demostrado todas las investigaciones recientes. Un experto, utilizando información reciente, ha demostrado que España es un caso típico en el que la descentralización no ha destruido las múltiples identidades. «La gran mayoría de los españoles (57 por ciento) han desarrollado múltiples identidades, mostrando que se sienten tan españoles como de su región. Alrededor del 20 por ciento se sienten principalmente españoles y rechazan los referentes regionales y una proporción similar (el 18 por ciento) se siente únicamente de la región a la que pertenece y tiende a ignorar los referentes españoles». Los sentimientos regionalistas son más fuertes en el País Vasco (46 por ciento), Cataluña (38 por ciento) y Navarra (37 por ciento), seguidos de Canarias (36 por ciento), Galicia (25 por ciento) y las Islas Baleares (24 por ciento). El compromiso con los referentes culturales españoles parece ser compartido más ampliamente en Castilla y León (38 por ciento), Castilla-La Mancha (31 por ciento) y Madrid (33 por ciento). Se podría sentir la tentación de concluir, a partir de estos datos, que se corre poco peligro de fragmentación política en un país si los políticos aceptaran que la mayoría de la gente, particularmente aquellos que han viajado y tienen lazos internacionales, asume diferentes tipos de lealtad en su cabeza y no tiene ningún deseo de imponer esas lealtades a sus conciudadanos. Por desgracia, hay ocasiones en las que los escritores y los poetas creen que pueden concienciar mejor a la sociedad imponiéndoles rígidas definiciones de identidad, lengua y aspiraciones. Ahora nos ocuparemos de ellos.