4. La extraña leyenda de Miguel Servet
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La extraña leyenda de Miguel Servet
Se da por supuesto, muy a menudo, que España fue siempre el país más católico de Europa, donde las herejías cristianas simplemente se desconocían. Esta afirmación se ha repetido una y otra vez y nadie insistió más en ello que Marcelino Menéndez Pelayo, que a finales del siglo XIX aseguraba que la fe convirtió a España en «el pueblo elegido de Dios». ¿Por qué, si no, se preguntaba, España había permanecido ajena al protestantismo, al contrario que el resto de Europa?
Nada más impopular en España que la herejía, y de todas las herejías, el protestantismo. El espíritu latino, vivificado por el Renacimiento, protestó con inusitada violencia contra la Reforma, que es hija legítima del individualismo teutónico; el unitario genio romano rechazó la anárquica variedad del libre examen; y España, que aún tenía el brazo teñido en sangre mora y acababa de expulsar a los judíos, mostró en la conservación de la unidad, a tanto precio conquistada, tesón increíble, dureza, intolerancia, si queréis; pero noble y salvadora intolerancia.
¿Y por qué no hubo escritos heréticos en España? «Es que la lengua de Castilla no se forjó para decir herejías». Empezando por el innegable hecho de que la Reforma nunca logró echar raíces en la Península, Menéndez Pelayo concluye que «ninguna de estas doctrinas ha logrado, ni las que aún viven y tienen boga y prosélitos, lograrán sustraerse a la inevitable muerte que en España amenaza a toda doctrina repugnante al principio de nuestra cultura».
Sin embargo, ni siquiera él niega que al menos un español se convirtió en una brillante Luminaria de la Reforma. Fue Servet, cuya significación como proreformista a menudo ha sido malinterpretada. Aunque fue uno de los nombres más famosos de la historia del Renacimiento europeo, Servet sigue siendo prácticamente un desconocido en su propio país[1]. Este capítulo está dedicado a la siguiente cuestión: ¿qué misteriosa razón se dio para que acabara sus días en manos de uno de los líderes más implacables de la Reforma europea?
En términos culturales, España vivía en los arrabales de Europa, como muchos viajeros extranjeros pudieron comprobar por sí mismos. A pesar de ello, España no dejó de aprovechar sus estrechos lazos políticos con Italia y los Países Bajos con la idea de absorber influencias en el arte, la música, la religión y la literatura. Al mismo tiempo, algunos españoles viajaban por Europa y espigaban ideas y aprendían de sus contactos con las instituciones renacentistas. Muchos de ellos abandonaron sus raíces y abrazaron los cambios que se estaban produciendo en el mundo exterior. Tendemos a pensar que los españoles en esa época estaban obsesionados con un único horizonte, el del Nuevo Mundo, descubierto en occidente, al otro lado del océano, por el navegante genovés Colón. La verdad era bien distinta. Había también nuevos mundos que se les abrían a los europeos por Oriente: en Italia, en Turquía, en la misma Asia, y los españoles no cerraron sus ojos a estos mundos más cercanos. Sabemos de un famoso viajero español del siglo XVI que escribió un relato medio ficticio de su viaje a Turquía (Viaje de Turquía: la odisea de Pedro de Urdemalas, 1557). Y sabemos de otro aragonés, Miguel Servet, que —al igual que un exiliado valenciano antes que él, Juan Luis Vives, y un vasco después, Iñigo Loyola— encontró sus nuevos horizontes en el estimulante mundo de Europa.
Era el año 1553 en la bella ciudad suiza de Ginebra. A diferencia del aire relativamente pacífico que muestra en la actualidad, en aquellos años Suiza estaba sumida en una serie de conflictos internos provocados por tensiones sociales y por las diferencias entre las principales regiones o cantones. En Inglaterra el gobierno parecía permitir la libertad de credo, pero en Francia las autoridades estaban redoblando sus acciones contra las herejías, y en Alemania las tensiones religiosas ya habían hecho estallar la guerra. Ginebra, bajo un nuevo régimen no católico, presidido por su líder religioso Juan Calvino, estaba luchando por mantener su independencia respecto a injerencias extranjeras. En la cálida mañana estival del domingo 13 de agosto se estaba celebrando un oficio en la iglesia de la Magdalena, y el propio Calvino estaba dando el sermón. De repente, el predicador pareció dudar. Había visto en la última bancada de la iglesia un rostro que creía reconocer. Cuando terminó el sermón, Calvino le dijo algo a uno de sus ayudantes eclesiásticos. Cuando los fieles abandonaron la iglesia después de los servicios religiosos, el hombre que Calvino había identificado fue arrestado por los guardias de la ciudad.
El hombre decía ser un tal Michel de Villeneuve, ciudadano de Vienne, en Francia, pero Calvino lo reconoció inmediatamente como cierto autor, residente en Francia pero originario de la Corona de Aragón, cuyo nombre verdadero era Miguel Servetus. El prisionero fue arrastrado a los calabozos de la ciudad, y pocos días después se celebró una sesión especial en el ayuntamiento de la ciudad para debatir su destino. ¿Quién era aquel hombre que causaba tanto alboroto?
En los primeros años del siglo XVI, antes de que las diferencias entre cristianos comenzaran a provocar un estado de permanente confrontación entre católicos y protestantes, era muy normal que los eruditos, los artistas, los peregrinos y otros profesionales itinerantes pasaran años e incluso décadas lejos de sus lugares de origen. No había unas fronteras nacionales rígidas en Europa, y en consecuencia tampoco había lenguas fijas o lealtades nacionales. Todo tipo de gentes viajaban lejos de su hogar, igual que en el medievo habían viajado de país en país los maestros, los aventureros y los clérigos vagabundos, llevando su cultura con ellos. Los soldados, como en el caso francés de Martin Guerre[2], podían desaparecer durante décadas y regresar por sorpresa un día cualquiera. Los españoles, como sabemos por los interminables vagabundeos del autor del Quijote, compartían también esta libertad de movimientos. La corte de Carlos V admitió a prominentes españoles que pasaron prácticamente toda su vida como expatriados, lejos de su país natal. Uno de ellos fue el confesor del padre del emperador, el fraile dominicano Pedro de Soto, que pasó casi toda su vida activa en Alemania y publicó todos sus libros allí, en Augsburg, Ingolstadt y Dillingen. Otro fue el poeta Cristóbal de Castillejo. Castillejo procedía de una noble familia de Ciudad Rodrigo y a la edad de quince años comenzó a servir en la Casa Real, primero como paje del rey Fernando, y luego como secretario del nieto del rey, el archiduque Fernando, cuatro años más joven que Castillejo. Poco después el archiduque Fernando de Habsburgo salió de España para convertirse en rey de Bohemia y Hungría, y en 1525 hizo llamar a Castillejo (que por entonces ya era monje cisterciense) para que se reuniera con él en Viena. El poeta pasó el resto de su vida al servicio del rey Fernando, y nunca regresó a España.
Alrededor de 1525 comenzaron a expresarse temores de que las ideas de Martín Lutero en Alemania pudieran ganar adeptos en la Península. En realidad, no ocurrió nada llamativo durante los siguientes treinta años, es decir, en el curso de toda una vida en aquella época. Algunos de los espíritus más inquietos en España, de todos modos, estaban empezando a entrever que su futuro estaría más seguro en otro país. Uno de ellos, Miguel Servet, de Aragón, no tuvo una buena idea. Servet (1511-1553), natural del pueblo de Villanueva de Sigena, situado a unos cien kilómetros al norte de Zaragoza, cuando cumplió los diecisiete años fue enviado por su padre a estudiar a Toulouse, en Francia, y ya pasó el resto de su vida lejos de su país natal. Exiliado perpetuo, Servet fue conocido por su brillante intelecto y su incansable afán de conocimiento. Se dedicó a aprender las lenguas que abrían el camino a la sabiduría, y acabó dominando el griego, el árabe y el hebreo. Visitó tierras alemanas como miembro de la corte del emperador Carlos V, y conoció a los principales líderes de la Reforma, entre ellos a Philipp Melanchthon y a Bucer (Martin Butzer).
Se sabe que en 1531 estaba estudiando medicina en la Universidad de París, pero nunca obtuvo los diplomas acreditativos ni ejerció como doctor, aunque continuó fascinado por los aspectos más curiosos y extraños de la ciencia. Aquel mismo año, a la precoz edad de veinte años, publicó en Haguenau su obra De Trinitatis Erroribus (Errores sobre la Trinidad), en la que argumentaba que la enseñanza cristiana sobre las tres personas en un solo Dios no tenía ningún fundamento bíblico. El libro causó gran conmoción por sus hipótesis y fue prohibido incluso en algunas ciudades que se encontraban bajo influencia reformista. No tardaron en difundirse sus teorías, y en el transcurso de 1532 la Inquisición española y la Inquisición francesa de Toulouse realizaron movimientos independientes para apresarlo y llevarlo ante los tribunales. Servet no ignoraba la amenaza, y pensó en la posibilidad de ocultarse e incluso de emigrar a América. En sus propias palabras, «aterrorizado por aquellas consideraciones y huyendo hacia el exilio, durante muchos años anduve huido entre extraños, con penoso temor y abatimiento. Por causa de la dicha persecución, solo deseaba yo huir por mar o ir a una de las nuevas islas [del Caribe]»[3]. Se cambió el nombre, haciéndose llamar Michel de Villeneuve (por el nombre de su pueblo natal), y comenzó una vida de peregrinaje, vagabundeando discretamente por toda Francia durante los siguientes veinte años, siempre con precaución, pero también con el corazón inflamado con la emoción de sus nuevas ideas. Su vida durante aquellos años permanece en la más profunda oscuridad, y la desorientación sobre lo que hizo se ha completado con biografías indocumentadas que hacen unas afirmaciones completamente erróneas sobre sus movimientos[4].
Estuvo en París (donde de nuevo volvió a estudiar medicina en la universidad, como un estudiante común), y en Lyon, Aviñón y Vienne, y ejerció distintas profesiones, principalmente como impresor. En Lyon trabajó como corrector en la casa editorial de los hermanos Trechsel, quienes lo convencieron para que colaborara en una nueva edición de las obras de Tolomeo. En 1535 publicó en Lyon su edición de la Geografía de Tolomeo, que llevaba cincuenta mapas, con un resumen estadístico y un comentario sobre los pueblos, el clima y los productos de cada zona. En el libro, Servet hizo observaciones sobre los diferentes pueblos de Europa y cáusticos comentarios comparando a los españoles con los franceses. Los ingleses, anotó, eran valientes; los escoceses, arrojados; los italianos, vulgares; y los irlandeses «rudos, poco hospitalarios, bárbaros y crueles». Sus comentarios sobre los españoles, a quienes comparaba con los franceses, resultan muy interesantes:
El temperamento de los españoles es más caliente y más seco, y su complexión, oscura; el de los franceses es más frío y húmedo, y la carne más suave y la complexión, más clara. Las mujeres francesas paren más hijos que las españolas. Los franceses están dotados de miembros más grandes; los españoles son más robustos y tienen un cuerpo más reunido. Los franceses combaten con más ferocidad que inteligencia y hacen la guerra con más fuerza que planificación. Los españoles son lo contrario.
Los franceses son más habladores, los españoles, más taciturnos y más dados al disimulo. Los franceses son vivos, animados y prontos al buen humor, y huyen completamente de la hipocresía y la gravedad que los arteros españoles mantienen. Pues los españoles en las fiestas son menos sociables, más ceremoniosos, y afectan una clase de seriedad que los franceses repudian.
El español tiene un hablar grave. El francés, más dulce. Entre los españoles, el extendido pueblo de Castilla emplea la lengua más elegante; en Francia uno difícilmente puede distinguir qué ciudad habla el verdadero francés, puesto que es el hablar de la nobleza y la corte más que un modo de hablar peculiar de un lugar concreto. El español es más cercano al latín.
«El español», escribió, «es de ingenio inquieto, ambicioso en sus proyectos, y remiso a que le enseñen nada. Incluso cuando solo tiene una educación mediana, piensa que es un sabio. Encontraréis que todos los españoles que están fuera de su país son sabios. Prefieren hablar en español a utilizar el latín. Tienden a comportarse como bárbaros en sus costumbres y sus modales[5]». Después de tantos años lejos del hogar, viviendo y pensando como un francés, Servet pertenecía menos a su país que al inquieto mundo intelectual europeo. Los españoles prestaron escasísima atención a ese libro, que no fue traducido al español hasta cuatrocientos años después, en 1932.
Al año siguiente se encontraba en París, donde en 1537 publicó su primer trabajo médico, un ensayo sobre el valor medicinal de los jarabes, basado en los escritos de Galeno, la auctoritas clásica. Tuvo un roce con las autoridades eclesiásticas en Lyon, en 1538, así que decidió asentarse en la cercana Vienne, donde se ganó la vida como impresor y dispensando ciertos servicios médicos a personajes de importancia. Mientras se encontraba en Vienne, en 1545, comenzó una correspondencia —utilizando su verdadero nombre, Servet— con el cabecilla de la Reforma en Ginebra, Juan Calvino. Emocionado ante la posibilidad de confrontar sus opiniones con uno de los líderes de la Reforma, evolucionó desde un educado intercambio de puntos de vista hacia una actitud más agresiva. Cuando Calvino le envió un ejemplar de su famosa obra, las Instituciones (Institutio), Servet se lo devolvió junto con algunas anotaciones críticas y comentarios sobre la doctrina de la Santísima Trinidad. Calvino se enfadó enormemente. «Servet me ha escrito recientemente», informó a un colega suizo, Guillaume Farel, «con una larguísima retahíla de ideas delirantes. Se ha ofrecido a venir aquí, si quiero. Pero no tengo ninguna intención de asegurarle que su vida no correrá peligro, y si viene, no permitiré que se vaya vivo[6]». Desde luego, una declaración amenazante.
Finalmente, en 1553, Servet publicó en Vienne, de forma anónima y en latín, su obra más importante, La restauración de la Cristiandad (Christianismi Restitutio), un grueso volumen de más de setecientas páginas en octavo. En la actualidad, los eruditos recuerdan la Restitutio porque contiene, entre las páginas 169 y 171, el primer discurso publicado en Europa modificando las viejas opiniones sobre la circulación pulmonar de la sangre. Previamente los médicos habían mantenido las creencias del mítico médico Galeno, del siglo II, según el cual la oxigenación de la sangre tenía lugar en el corazón. Galeno sostenía que la sangre llegaba a la parte derecha del corazón y, a través de unos poros invisibles que había en el septum cardiaco, pasaba a la parte izquierda del corazón, donde se mezclaba con el aire para generar el espíritu que luego se distribuía por todo el cuerpo. Ibn Nafis, un médico árabe de Egipto, en el siglo XIII, fue el primero en sugerir que esta opinión era errónea, pero sus escritos no se conocían en Occidente. En el mismo sentido, nadie prestó atención a las opiniones de Servet sobre la sangre hasta cien años después.
En su libro, Servet concluía que la regeneración de la sangre, realizada mediante la eliminación de gases nocivos y la infusión de aire, acontecía en los pulmones. La sangre, suponía, fluye desde una parte del corazón a la otra a través de los pulmones, y no a través de la pared que separa los ventrículos.
El espíritu vital se genera en los pulmones de una mezcla de aire inspirado y de sangre sutil elaborada que el ventrículo derecho del corazón transmite al izquierdo. Sin embargo, esa comunicación no se hace a través de la pared media del corazón, como se cree corrientemente, sino que por medio de un magno artificio la sangre sutil es impulsada hacia delante desde el ventrículo derecho por un largo circuito a través de los pulmones. Por ellos es elaborada, se convierte en roja y clara y es conducida desde la arteria pulmonar hasta la vena pulmonar. Después, en la vena pulmonar se mezcla con aire inspirado y a través de la expiración se purifica de los vapores fulginosos […]. Del mismo modo se envía desde los pulmones al corazón no solo aire, sino aire mezclado con sangre a través de la vena pulmonar. Por tanto, la mezcla tiene lugar en los pulmones. El color rojo le es dado a la sangre en los pulmones, y no en el corazón[7].
Aunque sus palabras pasaron desapercibidas en aquel momento, Servet disfruta del honor de ser el primer europeo en publicar la teoría de la doble circulación de la sangre, aunque tal y como hemos apuntado, en su momento no tuvo ninguna consecuencia práctica en absoluto. La fama real por el descubrimiento médico pertenece con más propiedad a su contemporáneo Realdo Colombo, médico nacido en Cremona y profesor en la universidad de Padua, cuyas investigaciones de anatomía allanaron el camino directamente para una demostración práctica realizada en el siglo XVII por el médico inglés William Harvey[8].
Servet estaba fascinado por la medicina, pero su objetivo principal era religioso: poner en letras de molde el sueño de una nueva y radical Reforma para la cual la obra de Lutero y Calvino solo serían preludios. Su atención a la cuestión de la sangre partió de la idea, muy común en su tiempo, de que el alma humana residía en la sangre, pues solo la sangre confería la vida. Pero su interés radicaba en el movimiento del alma más que en el movimiento de la sangre. Su idea básica en la Restauración era que el Jesucristo histórico fue solo un hombre, y no un Dios. Dios no podía ser tres personas, tal y como la doctrina ortodoxa de la Trinidad mantenía, sino solo una. Citaba tanto fuentes islámicas como judías en este punto, lo cual provocó acusaciones (ciertamente infundadas) de que era projudío o de origen judío. La salvación del alma, sostenía Servet, tenía que lograrse a través de Cristo, el hombre. La propuesta no era simplemente herética, sino que atacaba los fundamentos de la cristiandad clásica y todos los líderes religiosos lo consideraron como una blasfemia. En realidad, Servet rechazaba todos y cada uno de los principios de la cristiandad clásica, tal y como los defendían los católicos y los protestantes[9]. Toda la Iglesia, en su opinión, había caído en manos de Satanás tras el Concilio de Nicea del año 325 d. C. «Dos feroces plagas nos privaron de Jesucristo», escribió: «La influencia de Aristóteles, y la ignorancia de la lengua hebrea. Y por eso perdimos a Jesucristo[10]». Los inquisidores españoles, cuando fueron informados del contenido del libro, se tomaron la cuestión como una clara prueba de que el contacto de los españoles con los extranjeros podía resultar peligroso.
El libro también enfureció al líder de la Reforma en Ginebra, Juan Calvino. Se sospechaba que Michel de Villeneuve había sido el autor, y gracias a la información de un amigo de Calvino, fue arrestado por la Inquisición francesa en Vienne. El amigo de Calvino se ocupó de proporcionar a los inquisidores algunas cartas que Servet le había enviado a Calvino y que demostraban que Michel de Villeneuve y Servet eran la misma persona. Servet se las arregló para escapar de su prisión en el plazo de pocos días, escalando el muro del huerto de la prisión, y emprendió un viaje a través de Francia con la intención de llegar a Italia. Sin embargo, cometió el error de pasar cuatro meses después por Ginebra, donde en agosto de 1553 fue reconocido cuando acudió a los servicios religiosos en los que Calvino estaba dando un sermón. Fue inmediatamente arrestado.
¿Qué locura le empujó a tentar al destino? En un breve ensayo de hace un siglo, el médico español Gregorio Marañón sugería, basándose en deducciones intuitivas más que en claras pruebas clínicas, que Servet tenía un grave problema psicológico de origen sexual. Marañón argumentó que tenía un complejo de inferioridad provocado por la impotencia y que adquirió la forma de una «timidez agresiva». Con el fin de superar sus frustraciones, Servet deliberadamente se exponía a riesgos muy peligrosos[11].
Es una de las formas posibles de explicar la misteriosa conducta de Servet, pero no existe ninguna prueba al respecto y el argumento, por tanto, es muy poco sólido.
Fue juzgado por el consejo de la ciudad, que en aquel momento estaba dividido entre defensores y opositores de Calvino. Con el fin de solventar dudas, el consejo pidió informes a otros líderes de la Reforma en Suiza. Sus respuestas, recibidas a finales de octubre, condenaban unánimemente a Servet y exigían un severo castigo. El consejo, animado por el propio Calvino, condenó al acusado a ser ejecutado como hereje (por negar la doctrina de la Trinidad y de la divinidad de Jesucristo) en la hoguera. Las opiniones y teorías del reo no fueron tenidas en consideración por parte del consejo, que, sin excepción (sinecontroversia) votó a favor de la pena de muerte.
El acto tuvo lugar extramuros de Ginebra, en una zona llamada Champel, el día 27 de octubre de 1553. Fue una muerte lenta y dolorosa, pues los maderos de la hoguera estaban húmedos y tardaron algún tiempo en arder. Servet, que llevaba su libro de la Restauración atado a su cuerpo, gritó en su agonía: «¡Jesús, Hijo de Dios Eterno, ten piedad de mí!».
La ejecución desató una feroz controversia entre los intelectuales europeos, sobre si la disidencia religiosa (esto es, la herejía) era una ofensa que debía ser castigada con la pena de muerte. Debería apuntarse aquí que todos los líderes de la Reforma le dieron su aprobación a Calvino. Melanchthon, el pastor luterano, escribió a Calvino un año después de la ejecución de Servet:
La Iglesia te debe gratitud. Yo estoy completamente de acuerdo contigo. Tus magistrados han actuado correctamente condenando a un blasfemo a muerte, después de un juicio justo[12].
El debate, extrañamente, nunca logró penetrar las fronteras de España, donde había una disidencia muy poco activa y, por lo tanto, ninguna controversia[13]. La muerte de Servet le proporcionó una fama póstuma por razones que tenían muy poco que ver con él. Se resaltó el detalle menor de la circulación de la sangre, mientras que los asuntos que él consideraba verdaderamente importantes, sobre los fundamentos del cristianismo, se ignoraron por completo.
El perjuicio más grave que se ha infligido a la memoria de Servet ha sido el de aquellos que deseaban subrayar su heroísmo y, por tanto, distorsionaron el sentido de su vida y de sus ideas. Ha sido tratado como un mártir de la libertad de conciencia, cuando el hecho es que en ninguna parte de sus libros argumenta nada en ese sentido ni respecto a la libertad o los derechos de conciencia. En una carta a Calvino, Servet mantenía firmemente que la herejía obstinada «merece la muerte».
Ese crimen simplemente merece la muerte, tanto ante Dios como ante los hombres. Porque en otros crímenes donde el espíritu no tiene una implicación particular, y donde uno no puede señalar una pertinaz obstinación o una maldad monstruosa, podríamos al menos esperar corrección por medio de otros castigos que no fueran la muerte[14].
Entre estos otros castigos, él consideraba el más apropiado el destierro, la condición en la que él había pasado prácticamente toda su vida, un exilio perpetuo de su país, de su Iglesia, e incluso de sí mismo. Una y otra vez los escritores del siglo XX lo elogiaron —y todavía siguen elogiándolo— por su supuesta defensa de la libertad, cuando Servet, en realidad, se acercó al tema de la libertad de pensamiento desde una perspectiva bastante más compleja. Un reciente ensayo de un autor español asegura: «Servet concibió el concepto de libertad de conciencia y tolerancia antes que Locke, Hume y Voltaire», una afirmación totalmente carente de fundamento que su autor ni siquiera intenta demostrar, lo cual no es sorprendente, pues no se pueden encontrar textos sobre esa materia en ninguna parte de las obras de Servet. A pesar de la falta de pruebas, las obras completas de Servet se han publicado en España con el reclamo de que fue el primer defensor de la «libertad de conciencia[15]». Esos reclamos son tristes pruebas de que, siglos después de su muerte, Servet continúa siendo absolutamente incomprendido[16], especialmente por sus paisanos.
Servet no dejó ningún legado a favor de los derechos de conciencia. Ni fue el fundador de la creencia religiosa conocida como unitarismo, debería añadirse. La relación con el unitarismo, un movimiento que históricamente pertenece más a las ideas italianas y polacas[17], es más compleja de lo que parece a simple vista. Los unitaristas, a diferencia de los cristianos más tradicionales, creen que Cristo era un hombre, no Dios. Servet, ciertamente, puso en cuestión la divinidad de Jesús, pero sus ideas eran tan difusas que el profesor Jerome Friedman, recientemente, ha llegado a la conclusión de que sus opiniones eran «tan antitéticas respecto al unitarismo como a las opiniones de Lutero, Calvino y Roma». En sus escritos, Servet puso en cuestión todas las opiniones, porque estaba deseoso de encontrar aquellos aspectos ciertos que relacionaban y fundían las grandes religiones, a saber, el judaísmo, el islam y el cristianismo clásico. Es significativo que se remita con tantísima frecuencia a fuentes judías, de donde extrae muchas de sus ideas fundamentales. En realidad, su familiaridad con las fuentes islámicas y judías es lo que demuestra, más que cualquier otra cosa, sus raíces fundamentalmente españolas, puesto que pocos eruditos fuera de España estaban interesados en investigar esos temas.
Respecto a la teoría de Servet como defensor de la tolerancia, podríamos estar de acuerdo con el profesor Andrew Pettegree, que ha afirmado recientemente que «Servetus sigue siendo un héroe bastante improbable de la tolerancia religiosa[18]». Tal y como sugiere Pettegree, los textos de Servet «muestran poco respeto por las sensibilidades de aquellos a los que intentaba convertir. Incluso en Ginebra, fue su arrogante negativa a admitir la posibilidad de que estuviera equivocado lo que selló su destino». Su condena, a menudo agresiva, de los puntos de vista tanto católicos como protestantes, no solo sobre el tema de la Trinidad sino sobre muchas otras cuestiones también, muestran que Servet pertenecía a una facción de la Reforma que había superado con mucho la teología tradicional y se había internado en un territorio donde los acuerdos ya no eran posibles. En el planteamiento de Servet ya no había posibilidad de una coexistencia de ideas. En ninguna parte dejó escritos principios en defensa de la libertad religiosa, ni de los individuos ni de grupos. Su actitud, tal y como había demostrado a lo largo de toda su vida, fue de confrontación, todo lo contrario de la tolerancia. Fue una confrontación que amenazaba a los dirigentes de Ginebra, que decidieron —como la mayoría de los líderes cristianos, antes y después— que debía ponerse coto a la disidencia.
El autor citado más arriba asegura que «Servet es el primer pensador cristiano que al cabo de centenares de años proclama el principio fundamental del derecho a la libertad de conciencia[19]». Esta afirmación tan estrafalaria solo revela una profunda ignorancia de la historia de Europa. Servet nunca proclamó ningún «principio fundamental» ni identificó ningún «derecho» ni propuso en absoluto ninguna «libertad de conciencia». En cualquier caso, las ideas y circunstancias que abrieron el camino a la libertad de conciencia fueron visibles en Europa un cuarto de siglo antes de Servet. Algunos de los líderes del movimiento anabaptista de Alemania estaban escribiendo a favor de la libertad de conciencia ya en torno a la década de 1520, y el primer ataque significativo contra la persecución religiosa fue el que compuso el anabaptista Baltasar Hubmaier en 1524. Se podría señalar muchas zonas del territorio alemán donde se practicaba la tolerancia, aunque en otras muchas la ejecución de disidentes continuó siendo una práctica habitual durante muchos años[20]. Caspar Schwenckfeld, por ejemplo, un noble de Silesia, estaba escribiendo y abogando por la defensa de la libertad de conciencia muchos años antes que Servet. Schwenckfeld proponía que la verdadera iglesia estaba formada por todos los hombres buenos, de cualquier religión, y que nadie tenía ningún derecho a interferir en sus creencias. Incluso en vida de Servet se pueden encontrar personajes muy importantes que defendieron la libertad de credo. En 1531, más de dos décadas antes de la muerte de Servet, un grupo de ciudades alemanas se unieron y promulgaron un documento conocido como las Resoluciones de Memmingen, en las cuales se declaraba lo siguiente:
El gobierno cristiano no tiene derecho a imponer la fe con la espada y con otros métodos violentos y arrancar así el mal, que debiera combatirse solo a través de la poderosa Palabra de Dios; la persona confundida en la fe no debiera ser atropellada sin más, sino tolerada como persona inofensiva, con todo el amor cristiano[21].
A la luz de tantas y tan variopintas opiniones, no es sorprendente que hubiera muchos cristianos que condenaran la ejecución de Servet. Desde luego no compartían sus ideas, pero compartían la convicción de que matarlo no era la solución.
En este punto haríamos bien en insistir firmemente en que la idea de tolerancia no era nueva en el período de la Reforma, ni fue una creación de la Ilustración. Desde el principio de la historia cristiana, muchos líderes cristianos habían expresado firmemente su rechazo a la persecución religiosa y a la pena de muerte por razones de credo. Su primera razón, en los primeros siglos, evidentemente, era porque estaban viviendo en un mundo en el que los enemigos del cristianismo estaban intentando exterminar la nueva religión. Algunos teólogos cristianos, como Tertuliano, o San Juan Crisóstomo, o San Agustín, rechazaron el uso de la pena de muerte en cuestiones que afectaran a la conciencia. En el siglo XV, filósofos como Nicolás de Cusa —cuyos escritos se convirtieron en una fuente de inspiración para pensadores como Castellio y Socino— enfatizaron que la verdad no era absoluta[22]. Incluso cuando la Iglesia oficial se tornó más intolerante, hubo muchos autores, entre ellos principalmente Erasmo, en el siglo xvi, que se manifestaron contra el uso de la coerción. Durante la Reforma por todas partes pueden encontrarse ejemplos de personas que tenían serias dudas sobre el uso de la fuerza en estos casos. Entre ellos estaba Martín Lutero, que más tarde en su carrera se tornó bastante intolerante, al principio afirmaba que «haereticos comburi est contra voluntatem Spiritus» (quemar a los herejes es contrario al deseo de Dios).
La importancia de Servet para la cultura europea y para la idea de la libertad de conciencia procede de los textos del francés Sebastián Castellio, que utilizó la ejecución de Servet como un argumento para una defensa posterior (1554) del derecho a la disidencia individual[23]. Fue Castellio, más que Servet, el que se erigió como campeón de la libertad de conciencia[24]. En marzo de 1554 publicó un pequeño tratado titulado Sobre los herejes, y si deben ser castigados[25], con el que comienza el debate que ha continuado hasta nuestros días. En su libro, se basaba en citas de pensadores cristianos de todos los siglos que habían expresado su opinión contra la violencia. Incluso citaba a Lutero para apoyar su tesis, y consiguió encontrar textos de las obras de Calvino, en los cuales el reformista de Ginebra había expresado opiniones contrarias a las que luego sostuvo. En una obra posterior que no se publicó hasta medio siglo después de la cremación de Champel, Castellio concluía que «matar a un hombre no es defender una doctrina, solo es matar a un hombre. Cuando el pueblo de Ginebra mató a Servetus, no defendieron doctrina alguna: solo mataron a un hombre[26]».
Los escritos de Castellio plantearon un amplio debate entre los cristianos fuera de España sobre si era necesario matar a las personas que disentían de la opinión general. Ese debate, en el que no vamos a entrar aquí[27], tuvo un papel clave en el desarrollo de las modernas teorías sobre la libertad de conciencia. Como muchos otros españoles de su tiempo que abandonaron sus hogares y partieron al extranjero para seguir un destino más universal, Servet fue olvidado y despreciado en su tierra natal.
En todo caso, también puede recordarse que incluso en España ha habido otros españoles que protestaron contra el uso de medidas violentas contra los disidentes religiosos. Después de todo, España, con su enorme población de antiguos judíos y antiguos musulmanes, fue un caso claro de diversidad cultural, para cuyo control se creó específicamente la Inquisición. Y hubo muchos españoles que, años antes de Servet, se dieron cuenta de que el uso de la represión no siempre era recomendable[28]. En 1546, el confesor del emperador Carlos V regresó a su Zamora natal por razones de salud. Y escribió: «Oí muchas y variadas gentes, aunque orgullosos de ser fieles católicos, criticando las guerras religiosas del emperador como equivocadas e irreligiosas, y diciendo que no era cristiano ir a la guerra contra los herejes, a quienes se debía conquistar no con armas, sino con razones». En esa misma década, un predicador del emperador, Alonso Ruiz de Virués, publicó en Amberes su Philippicae disputationes viginti adversus Lutherana dogmata, en las cuales afirmaba «que [se] debe proceder suavemente contra los herejes, y tentar todos los medios antes de llegar al último exterminio. ¿Y cuáles son esos medios? Los de instruirlos y convencerlos con palabras y reflexiones sólidas».
La reputación de Servet sobrevivió intacta, pero sus doctrinas se perdieron en la confusión de ideas que resultaron de los grandes conflictos de la Reforma. Su reputación sobrevivió porque otra gente creyó, y aún creen, que un hombre no debería necesariamente ser castigado o ejecutado por sus ideas. Voltaire, el gran campeón de la tolerancia en el siglo XVIII, estaba escribiendo en 1759 una carta desde su mansión en Ferney, en una colina cercana desde donde veía la ciudad de Ginebra, cuando se detuvo y miró el lago. «Desde mis ventanas veo», escribió, «la ciudad en la que reinó Juan Calvino, y el lugar donde quemó a Servet por el bien de su alma[29]».
Con el paso del tiempo, sin embargo, algunos seguidores de Juan Calvino se arrepintieron de lo que había hecho su preboste religioso. En la actualidad hay un modesto monumento a Servet en Champel, el lugar en el que el español pereció entre las llamas. Fue erigido en el 350º aniversario de la ejecución, sufragado por algunos miembros de la Universidad de Ginebra y un grupo de calvinistas franceses. Situado en un cruce de las avenidas de La Roseraie y de Beauséjour, en el límite de la zona residencial de Champel, y no lejos del hospital, el Monumento a Servet apenas se menciona en las guías turísticas, y muy pocos ginebrinos son conscientes de su existencia. El monumento tiene una inscripción que dice:
Como respetuosos y agradecidos hijos de Calvino, nuestro gran Reformador, pero condenando el error que fue común en aquel siglo, y adhiriéndonos firmemente a la libertad de conciencia de acuerdo con la Reforma y el Evangelio, hemos erigido este monumento expiatorio el 27 de octubre de 1903.
Su apariencia modesta y vulgar puede contrastar con el grandioso e imponente grupo de estatuas, representando a los grandes reformistas de la ciudad de Ginebra y que se conoce como el Mur de la Reforme, que fue más adelante erigido con dinero público en el Parc des Bastions. El pequeño monumento a Servet levantó una gran controversia en la ciudad, y provocó varias acciones judiciales, porque los políticos de la ciudad consideraban que los promotores del monumento estaban insultando la memoria del gran líder ginebrino, Calvino. Toda la controversia, en realidad, acabó como una querella política entre tradicionalistas y anticlericales[30]. En la muerte, como en su corta y tormentosa vida, Servet fue víctima de los azares de la política y las ideologías.