6. La vida secreta de Antonio Pérez
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La vida secreta de Antonio Pérez
La bien conocida historia de Antonio López, su carrera, sus planes y su traición al rey, ha ocupado un lugar importante en los escritos populares que se les han procurado al público español; nunca han faltado detalles salaces sobre el que fuera secretario y ministro de Felipe II. Los escritores de ficción popular han fijado su atención en particular sobre la noble dama que más se vinculaba a Pérez, la princesa tuerta de Éboli. Abundan las novelas malas y las narraciones populares sobre el tema, aunque hay también dos excelentes y fundamentados ensayos sobre estas dos personalidades. Sobre la princesa hay un estudio definitivo de Gaspar Muro, Vida de la princesa de Éboli, publicado hace mucho tiempo en Madrid, en 1877, y todavía no superado. Sobre Pérez, ningún ensayo especializado ha superado todavía la biografía escrita en París por el médico e historiador aficionado Gregorio Marañón, durante su exilio de la España republicana, y que se publicó posteriormente en Madrid en dos volúmenes. Sin embargo, incluso Marañón solo prestó una atención de pasada a uno de los más vehementes anhelos de Pérez, el que expresó inequívocamente a un amigo, esto es, el deseo de «vivir y morir en Inglaterra». ¿Por qué Pérez, después de tantos trabajos, desearía vivir los años que le quedaran en Inglaterra?
Uno de los jóvenes más cultos del renacimiento español, Antonio Pérez (nacido en 1540), desde su entrada en la administración, en la década de 1560, se había convertido en una de las figuras destacadas de la corte. Moreno, esbelto y siempre impecablemente vestido, con su bigote y una pequeña barbilla de chivo, Pérez brillaba por su demostración de inteligencia y elegancia a un tiempo. Al principio el rey se mostró un tanto distante respecto a aquel joven al que consideraba «derramado[1]», pero pronto no tuvo más remedio que reconocer su eficiencia. Como secretario del rey, el principal cuidado de Antonio fue estar al tanto de los asuntos de Italia. Como amigo y colega del primer ministro del rey, el príncipe de Éboli, también le concernían los problemas relacionados con las revueltas de Flandes. Cuando Éboli murió, Pérez se convirtió en el representante más importante de las opiniones de Éboli en el seno de la administración, y también mantuvo un estrecho contacto con la viuda del príncipe, Ana de Mendoza, princesa de Éboli.
Durante el tiempo en que el medio hermano de Felipe II, don Juan de Austria, fue gobernador en Flandes, hubo en Madrid una considerable oposición a sus políticas. Las diferencias coincidían además con la agria rivalidad que se había entablado entre Antonio Pérez y Juan de Escobedo, secretario de don Juan. Escobedo era uno de los nobles cortesanos vinculados al grupo de Éboli. A principios de 1575 había sido designado por el rey como secretario de don Juan de Austria. Pronto se convirtió en un entusiasta defensor de los ambiciosos planes de don Juan, entre ellos, uno que se proponía como solución a los problemas en el norte de Europa: el casamiento del propio don Juan con María de Escocia, heredera del trono de Inglaterra.
Pérez, que mantenía una correspondencia privada con don Juan y Escobedo, no estaba muy contento con los planes de este último y los denunció vehementemente ante Felipe II. En enero de 1576 apremió al rey, «que mire y piense en el remedio», para poner coto a las ideas de don Juan. Felipe II, que nunca sintió excesivo entusiasmo por don Juan, pareció estar de acuerdo, pero recomendó paciencia. En esa coyuntura, Felipe II nombró a don Juan, que por entonces estaba sirviendo en los ejércitos de Italia, como sucesor de Luis de Requesens en Flandes. El príncipe, voluntarioso como era, se alegró del nombramiento, pero deseaba que el monarca también se interesara en sus propios planes de casamiento con la princesa escocesa. En junio de 1576, Juan de Austria envió a Escobedo a Madrid con una carta en la que esbozaba sus ideas. Felipe II insistió en ver a Escobedo inmediatamente. El rey no se sorprendió de las pretensiones de su medio hermano, y se disgustó ante el modo tan crudo en que Escobedo presentó las alegaciones de su señor. En las siguientes semanas se negó a ver a Escobedo y encontró excusas para no contestar siquiera sus cartas. En una carta confidencial a su secretario, el rey explicaba cuál era el problema: «Por algunas cosas de las que dice Escobedo, no dejo de temer que ha de haber algunas demandas terribles [por parte de don Juan] que sean malas de cumplir, como es querer mucho dinero, y mucha gente, y mucha libertad en las Instrucciones». Sobre las tres cuestiones, el rey insistió: «No se podrá ni deberá asentir[2]».
Después de llegar a Bruselas, don Juan se vio forzado a desempeñar un papel poco heroico y por tanto desagradable como pacificador. Pérez, el rey y otros ministros se enteraron de que el príncipe acariciaba la idea de un gran plan para invadir Inglaterra desde Flandes, y Felipe II no se oponía del todo a esta idea. Sin embargo, Pérez, intentó presentarle a Felipe II la idea de un príncipe belicoso, instigado por Escobedo, cuyos planes bélicos quebrarían el delicado estado financiero del reino. Pronto se hizo obvio en los Países Bajos que don Juan no iba a conseguir el apoyo material que precisaba. Envió a Escobedo de nuevo a España en julio de 1577 para que averiguar qué era lo que estaba pasando. El secretario descubrió que Pérez estaba conspirando no solo contra su señor, sino incluso contra el rey. Antes de que pudiera hacer nada al respecto, fue asesinado, en marzo de 1578, cuando pasaba por una oscura calle de Madrid. Los rumores inmediatamente señalaron a Pérez como el autor del crimen. El rey, de momento, no hizo nada respecto al incidente, salvo ordenar que se procediera a las indagaciones precisas.
No hay pruebas de que sean ciertas las acusaciones posteriores de Pérez, según las cuales él había actuado por instigación del rey. Ni hay prueba alguna de que el rey estuviera implicado, o de que animara a su secretario para que matara a Escobedo[3]. Felipe II, especialmente en aquellos cruciales años de confrontación política, estaba rodeado de hombres que defendían apasionadamente distintas políticas drásticas. Por otro lado, la inocencia del rey en el caso de Escobedo no puede demostrarse. Pero el argumento más convincente que podría descartar su implicación en el asesinato de Escobedo es que no iba a ganar nada con ello. Siempre dejó muy claro su rechazo al uso del asesinato como método de acción política. En 1578 intentó proteger a Pérez ante las constantes acusaciones contra el secretario. Pero lo hizo, o al menos eso dijo después, porque había sido lamentablemente engañado. Tal y como garabateó después en un despacho de la comisión que investigaba el caso en 1590, «todas las cosas que él [Pérez] dice dependen de las que me decía a mí, tan ajenas a la verdad, aunque tan falsamente me las hacía creer[4]».
Los archivos han sacado a la luz algunos otros secretos[5]. El asesinato de Escobedo tuvo lugar el lunes de Pascua, el 31 de marzo de 1578. Por varias fuentes[6] sabemos que inmediatamente después del asesinato el rey intentó proteger a Pérez. A lo largo de las semanas siguientes, uno de los secretarios del rey, Mateo Vázquez, le dejó caer al rey sus sospechas sobre Pérez, pero Felipe II por lo general ignoró sus comentarios. Es bastante razonable creer que lo hacía por un deseo de proteger a su secretario más que porque él estuviera personalmente implicado. El 12 de abril Vázquez envió al rey una nota en la que explícitamente se señalaba a Pérez. Inexplicablemente, el rey envió la nota a Pérez para ver su reacción. Pérez le devolvió al rey un esbozo con lo que debería ser su respuesta, y, de acuerdo con la misma, Felipe II se la envió escrita de su puño y letra a Vázquez. Actuando de este modo, el rey obviamente se convirtió en cómplice de un hombre sospechoso de asesinato.
Para entonces prácticamente todo el mundo sabía en Madrid que Antonio Pérez había organizado la muerte de Escobedo. Vázquez y Pérez se acusaban y atacaban mutuamente. El propio rey estaba interesado en averiguar algo más sobre lo que había ocurrido. Y ahí estaba, conspirando, la princesa de Éboli.
Ana de Mendoza y de la Cerda, hija única de Diego de Mendoza, conde de Melito, nació en 1540, el mismo año que Antonio Pérez. En 1553, con trece años, se casó con Ruy Gómez, que fue más tarde príncipe de Éboli, veinticuatro años mayor que ella. A causa de su poca edad, así como por la ausencia de su marido con Felipe II en el extranjero, el matrimonio no fue consumado hasta 1559. Joven, atractiva[7], enérgica y ambiciosa, la princesa de Éboli se abrió camino en la vida política y social de la corte. En 1561 se quedó embarazada, la primera vez de las muchas que se sucedieron (tuvo en total diez hijos). Cuando su marido, el príncipe de Éboli, murió en 1573, la princesa se recluyó durante tres años. Cuando volvió al mundo de nuevo, lo hizo para participar de nuevo muy activamente en la efervescente vida de la corte. Entre sus allegados estaba Antonio Pérez.
La historia de una relación entre Felipe II y la princesa no se ha demostrado y, además, es absurda[8]. La historia la difundió posteriormente el propio Pérez (con el fin de insinuar que el rey estaba acusándolo porque lo consideraba un rival en sus pretensiones para con la dama), y se difundió ampliamente en relatos y chismes por Francia e Italia; algunos nobles españoles que fueron amigos de Éboli también lo insinuaron[9]. Por el contrario, la relación de Ana de Mendoza con Pérez es cierta. Pero era una relación basada (tal y como veremos a partir de lo que se conoce de las preferencias sexuales de Pérez) en designios políticos, no en la pasión[10]. En una posterior investigación sobre el asesinato de Escobedo, un testigo aseguró que Pérez «comunicaba tantas horas y tan continuamente con la princesa, que [sospechaban] que el secretario decía muchas cosas secretas de su oficio». Cuando aumentaron las sospechas de la participación de la princesa de Éboli en el «asunto Escobedo», el presidente del Consejo Real, Antonio Mauriño Pazos, le comentó al rey que «tenemos sospecha de que [ella] es la levadura de todo esto[11]».
El rey siempre mantuvo las distancias con «la Éboli». Su actitud fue una recomendación de Vázquez, cuyas serias diferencias con Pérez tuvieron una influencia decisiva en los acontecimientos. Cuando Vázquez, en julio de 1578, hizo una observación crítica sobre la princesa, el rey comentó con severidad que «si de alguna persona se puede creer, es de esa señora, de quien me habréis visto siempre andar bien recatado, porque ha mucho que conozco sus cosas[12]».
El meollo de la cuestión, lo que formó la sustancia medular de las posteriores acusaciones legales contra Pérez, era que el secretario había abusado de su preeminencia y su posición en la Corte para difundir secretos de Estado. Cuando le dio la impresión de que Escobedo podría revelar aquella traición, Pérez lo había matado. En todas estas intrigas se estaban dilucidando elevados asuntos de Estado. Ello explica por qué el rey se interesó tanto en el caso, lo cual no ha dejado de fascinar a los historiadores. Hay indicios de que la princesa de Éboli, en los momentos más delicados de la lucha por la sucesión de Portugal, esperaba casar a una de sus hijas con el hijo del duque de Braganza[13]. Era una flagrante injerencia en la política portuguesa que también proporciona una explicación para la fecha del arresto de Pérez y Éboli en julio de 1579, de acuerdo con las órdenes del rey.
Inmediatamente después del asesinato de Escobedo, Felipe II ordenó una investigación secreta. Por aquellas mismas semanas, Felipe II estaba negándose a aceptar la culpabilidad de Pérez. Hacia finales de año, la información y los rumores lo obligaron a cambiar de actitud. En abril y mayo de 1579 todavía le aseguraba a su secretario su respaldo. «Yo no os faltaré», escribió[14]. A lo largo de los días siguientes, en el Alcázar de Madrid, el rey estuvo inmerso en arreglar los problemas surgidos de las actividades de Pérez y la princesa de Éboli[15]. Los acontecimientos llegaron a su clímax la noche del 28 de julio. Antonio Pérez, sin sospechar nada, había estado trabajando en unos documentos con el rey hasta las diez de la noche. «Vuestro particular», le comentó el rey a su secretario, «quedará despachado antes de que me parta[16]». Cuando Pérez regresó a su casa, a las once, fue detenido y permaneció allí bajo arresto domiciliario. Unos instantes después el capitán de la guardia real detuvo a la princesa y la condujo a prisión en el castillo de Pinto.
La capital se convirtió en un avispero de rumores tras estos arrestos, los cuales despertaron una satisfacción general entre el pueblo, al parecer[17]. Pero todos estos acontecimientos pronto quedaron relegados a un segundo plano por la crisis de la sucesión en Portugal (véase capítulo 8) y la invasión del país por fuerzas españolas. En 1580 Antonio Pérez nos cuenta en sus memorias: «Partió el rey para Portugal. Quedó Antonio Pérez en Madrid en su casa en aquella manera de prisión. En su oficio no se hizo ninguna novedad. En este estado estuvo hasta último del año de 1585[18]». Pero la investigación no se detuvo. Los funcionarios de Rodrigo Vázquez de Arce continuaron recopilando pruebas. El rey escribió al presidente Pazos desde Lisboa en noviembre de 1581, diciéndole que «si el negocio fuera de calidad que sufriera procederse en él por juicio público, desde el primer día se hubiera hecho[19]». En la primavera de 1582 Rodrigo Vázquez, en Lisboa, comienza a poner sobre la mesa la lista de cargos. En esta tesitura, el rey decidió separar los dos casos (el de Pérez y de la princesa de Éboli), y proceder de momento solo contra la princesa. A Pérez lo dejarían para más adelante.
La princesa, confinada desde su arresto en el castillo de Santorcaz, fue trasladada más tarde al palacio familiar de Pastrana. Su caso, pues no había implicación directa en asuntos de Estado, se resolvió simplemente con una resolución del rey en el consejo de noviembre de 1582. Quedó confinada en unas pocas estancias. Desesperada, y a veces enferma, la princesa pasó allí los últimos diez años de su vida. Una enfermedad mortal acabó con sus penurias en febrero de 1592.
Entretanto, Pérez vivía en Madrid libremente y sin impedimento ninguno. Los ministros y diplomáticos lo visitaban. En el verano de 1584, justo un año después del regreso de Felipe II de Lisboa, se presentaron cargos oficialmente contra el exsecretario. El gobierno fue muy lento en su actuación, por una razón muy poderosa. Pérez estaba en posesión de unos supuestos «treinta cofres» con documentos confidenciales del rey. Cuando parecía que Pérez estaba a punto de huir, fue arrestado, en enero de 1585. Intentó escapar, pero lo capturaron y lo encerraron en prisión. A lo largo de los siguientes cuatro años estuvo confinado en distintos lugares, a menudo con un sorprendente grado de libertad. Esta benevolencia concluyó en 1589. Él y su mujer aún se negaban a entregar muchos de los documentos que al parecer poseían. Cuando lo acusaron directamente del asesinato de Escobedo, y se le pidió que explicara la supuesta implicación del rey, Pérez mantuvo que él no sabía nada. Finalmente, en febrero de 1590, lo llevaron a la tortura. Los amigos de Pérez, entretanto, hicieron planes para sacarlo de allí. Con su ayuda, la noche del 19 de abril Pérez escapó de prisión y huyó directamente a su tierra natal, el Reino de Aragón.
Las leyes de Aragón, un reino autónomo con su propio sistema legal, proporcionaron a Pérez una completa protección contra el rey. El gobierno de Castilla no dudó en tomar las medidas pertinentes contra el fugitivo, y en julio de 1590 el secretario real, Rodrigo Vázquez, puso su firma en la sentencia de muerte decretada contra él. Esa sentencia, de todos modos, solo era válida en el Reino de Castilla. En Aragón, Pérez solicitó ser juzgado por el tribunal del justicia mayor de Aragón, que era independiente del control de la Corona. Por su propia seguridad lo alojaron en la prisión civil de Zaragoza. Desde allí comenzó una campaña para ganarse a Aragón para su causa. Varios miembros de la nobleza baja, encendidos de entusiasmo por las libertades de su país, se alinearon con él. El rey, mientras, dio pasos urgentes para perseguir a Pérez en Aragón. En aquellas mismas semanas andaba preocupado por los acontecimientos de Francia y una inestable frontera aragonesa era lo último que necesitaba en ese momento. También presionó a la Inquisición para que reclamara jurisdicción sobre Pérez en un cargo inventado de herejía. La Suprema de Madrid se puso en contacto con sus oficiales de Zaragoza, y estudiaron los posibles cargos que podrían elevarse contra Pérez.
Respecto a la situación en Zaragoza, Felipe II siguió una política de «esperar y ver». El 24 de mayo de 1591 los inquisidores de Zaragoza intentaron trasladar a Perez a su propia prisión en el palacio de la Aljafería. Semejante acción provocó serios disturbios en la ciudad. En los tumultos, el virrey, marqués de Almenara, recibió heridas que finalmente resultaron mortales. El rey estaba dormido en la cama en Aceca cuando el conde de Chinchón le llevó la noticia de la muerte. «¿Qué?», se dice que exclamó, mesándose la barba con la mano. «¿Muerto han al marqués?»[20]. Luego se vistió y comenzó a dictar cartas.
Tras las algaradas de mayo, los ministros estuvieron unánimemente de acuerdo en la necesidad de implementar medidas drásticas, incluida la ejecución de los nobles aragoneses implicados en los disturbios. Sin embargo, Felipe II no estaba de acuerdo y se negó a actuar. «A su tiempo se podrá ver lo que en esto más conbendrá, y lo mismo en todo lo demás. Y esto es porque no me parece que estamos aún en tiempo de poder resolber estas cosas[21]». Esta reacción es muy significativa, porque con demasiada frecuencia el rey Felipe II ha sido erróneamente acusado de albergar un deseo frenético de emplear la fuerza. Un erudito moderno habla en sus escritos de la «violenta impaciencia[22]» del rey, cuando en realidad la correspondencia del rey no revela ni violencia ni impaciencia en absoluto. Para que le ayudaran a considerar el asunto, el monarca convocó una Junta especial sobre Aragón en Madrid, a la que asistirían trece personas, que se iban a reunir bajo la presidencia del cardenal Quiroga. En la capital, la Junta que debatía el futuro de Aragón estuvo deliberando vehementemente, mientras algunos de sus miembros también criticaban al rey por su inacción.
Cuatro semanas más tarde el monarca aún no se había decidido, y prefería la cautela a la demostración de fuerza sobre Aragón que recomendaba la Junta. «No hay duda sino que si se puede asentar esto por buenos medios, será mejor que obligarse a la fuerza[23]». Aconsejado por su propia experiencia, el rey estaba decidido a no repetir los errores de Flandes: poner en acción medidas violentas cuando otras más amables podrían haber sido suficientes. También estaba muy preocupado por actuar dentro de la ley, y no fuera de ella. Afortunadamente, al menos todos sus ministros estaban de acuerdo en una cosa: la probable necesidad de enviar un ejército. Desde el 1 de septiembre se llevaron a cabo preparativos secretos para poner en marcha dicha posibilidad, y el rey, de su propia mano y con gran precisión, redactó los detalles del reclutamiento, los movimientos y la estrategia.
El 24 de septiembre la Inquisición intentó de nuevo sacar a Pérez de la Aljafería. En esta ocasión los disturbios en las calles de Zaragoza fueron incluso más graves, y el prisionero al final quedó en libertad. Pérez, acompañado de sus amigos, huyó de la ciudad y cogió el camino del norte. Finalmente consiguió llegar a Francia y luego a Inglaterra. Antes de seguir a Pérez en su exilio, deberíamos resumir brevemente el curso de los acontecimientos en España. Los acontecimientos del 24 de septiembre sembraron algunas dudas en Madrid respecto a la necesidad de actuar contra Aragón. Fue menos una algarada que una masacre. Los muertos ascendieron a veintitrés personas y muchos otros resultaron gravemente heridos[24]. Ahora, desde luego, el rey estaba nervioso, y tenía prisa por actuar. Se acantonaron dos ejércitos en las fronteras de Aragón. Una pequeña fuerza esperaba en el norte, en la frontera con Navarra. Más al sur, unos catorce mil soldados de infantería y mil quinientos de caballería se reunieron al mando de Alonso de Vargas, un anciano y achacoso veterano de la guerra de Flandes. Entretanto el rey consultó con expertos gobernadores de toda la Península. El virrey de Navarra, por ejemplo, fue consultado en octubre y se le pidió su opinión sobre la situación[25].
A finales de octubre los cuatro jueces del tribunal, presididos por el justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza, declararon que enviar un ejército contra Aragón era un contrafuero, que contravenía las leyes del reino. Aquello fue una declaración abierta contra el rey. El 11 de noviembre los ejércitos reales entraron en Aragón. El mismo día, Lanuza con sus aliados se prepararon para enfrentarse a los invasores. Los disidentes finalmente abandonaron la ciudad, pues no pudieron reunir suficientes fuerzas en Zaragoza ni consiguieron contar con la ayuda de ninguna otra ciudad del reino. Varios nobles que habían sido forzados a adoptar un papel de compromiso dadas las circunstancias, también abandonaron la ciudad y se dirigieron al norte, a la ciudad de Épila. Entre ellos estaba el justicia mayor, Juan de Lanuza; el conde de Aranda, Luis Jiménez de Urrea; y el duque de Villahermosa, Martín de Aragón. Vargas no encontró resistencia y entró pacíficamente en Zaragoza el 14 de noviembre. La ciudad estaba desierta, dice un testigo: «Una horrible cosa, porque vi más de mil y quinientas casas cerradas, puertas y ventanas, un grande retiramiento y pasmo en los ánimos de todos[26]».
Durante el mes siguiente, nada ocurrió. Los nobles y el justicia mayor fueron persuadidos para que regresaran a Zaragoza. Las instituciones se reunieron de nuevo y condenaron a los disidentes huidos. Vargas, buen amigo de muchos aragoneses, recomendó moderación. Propuso un perdón general, la confirmación de los fueros de Aragón, y el nombramiento de Aranda como virrey. Por el contrario, los ministros de la Junta de Madrid estuvieron unánimemente de acuerdo en que se deberían imponer castigos ejemplares. Solo diferían en el modo de llevarlos a cabo. Algunos pensaban que los fueros debían respetarse, otros sostenían que los fueros no fueran operativos en tales circunstancias. A finales de noviembre votaron por unanimidad la inmediata ejecución sin juicio al justicia y a Juan de Luna, así como a otros cabecillas de la rebelión que hubieran sido capturados. El 19 de diciembre, Aranda y Villahermosa fueron arrestados y despachados de inmediato, escoltados, a Castilla. Al día siguiente fue arrestado el justicia mayor.
La subsiguiente represión fue controlada minuciosamente por los órganos del gobierno de Madrid. Cada paso que se daba en este sentido estaba aconsejado y recomendado por las autoridades del Consejo de Aragón, dirigido por el conde de Chinchón. A mediados de diciembre la Junta reafirmó que «pueden ser castigados los delinquentes sin orden de juizio, ni citación de parte, ni proceso, ni guardar fuero[27]». El rey siguió este consejo a pies juntillas. Algunos en Madrid, en particular Chinchón, tenían sus propias razones para apoyar la línea dura de la represión. Aquella misma semana se despachó la orden para la ejecución sin juicio del justicia mayor, Juan de Lanuza. El rey redactó una orden precisa escrita de puño y letra[28].
Juan de Lanuza había sucedido en el puesto a su padre, fallecido solo dos días antes de los acontecimientos del 24 de septiembre. Tenía veintidós años, y no contaba con la experiencia o la autoridad para controlar a sus propios jueces o sujetar a los disidentes con la habilidad de su padre. Su conformidad con la declaración de un contrafuero había proporcionado el fundamento legal para aquella rebelión. El 20 de diciembre, justo después de su arresto, se dispuso a cenar tranquilamente. Al poco fue llevado ante un grupo de autoridades entre las que se encontraba el gobernador de Aragón, Ramón Cerdán, un veterano de Flandes. Se le leyó la sentencia que había dictado el rey. Quedó conmocionado, pero se le dijo que se compusiera, puesto que solo le quedaban doce horas de vida. A las diez de la mañana del día siguiente fue decapitado en la plaza del mercado de la ciudad, bajo las ventanas de su residencia[29]. Las calles fueron ocupadas por las tropas y las ventanas se cerraron; pocos consiguieron ser testigos de la ejecución. A mediodía, bajo una lluvia pertinaz, fue enterrado con todos los honores.
Felipe II se preocupó de conseguir una pacificación general sin tardanza. Se publicó un perdón general en enero de 1592. El edicto se acompañó de una lista de más de 150 personas que quedarían al margen de dicho perdón. Algunos de ellos, como el cabecilla rebelde Juan de Luna, estaban ya bajo custodia. Luna y sus cómplices fueron juzgados, torturados y ejecutados el 19 de octubre. También se invitó a la Inquisición a intervenir en el drama. El resultado fue un espectacular auto de fe que tuvo lugar en Zaragoza en octubre de aquel año: ochenta y ocho acusados participaron en la ceremonia. El nombre de Pérez salió a relucir entre los acusados, con el cargo de homosexualidad. Muchos de los otros fueron acusados de participar en las algaradas contra la Inquisición. Una ceremonia posterior, en la que se juzgó a más participantes en los disturbios, se celebró justo un año después.
Pérez, mientras tanto, ya se encontraba lejos. Huyó por las montañas a la vecina provincia protestante del Béarn (Navarra francesa), donde asentó sus cuarteles, en Pau, como centro de operaciones para dirigir contra el rey Felipe II todos los ataques que pudiera y de todos los modos posibles. Navarra era una elección perfecta, porque su rey, el protestante Enrique de Navarra, era en aquellos años el principal candidato a convertirse en el siguiente rey de Francia, y aún se mantenía vigente una declaración de guerra entre Navarra y España. Como el rey Enrique estaba enredado en guerras con Francia, dejó el gobierno de Navarra en manos de su hermana menor, Catalina, que estaba deseando favorecer y ayudar a Pérez. Puso una pequeña fuerza de doscientos hombres a disposición de los españoles rebeldes[30]; al final estos reunieron alrededor de dos mil hombres que llevaron a cabo ataques contra las ciudades fronterizas españolas. Pero todos los ataques fracasaron por falta de destreza militar. Entonces Pérez le pidió a su secretario y primo Gil de Mesa que entrara en contacto con los ingleses, para ver si estaban dispuestos a llevar a cabo una invasión de España, pero los ingleses, juiciosamente, pusieron demasiados reparos y se excusaron. Entretanto, Pérez publicó en Pau en 1591 un pequeño volumen en el que prometía explicar su situación. Lo tituló Relaciones, y se imprimió dos veces en esa ciudad francesa, y luego fue reelaborado en diferentes ediciones y lenguas, durante su posterior exilio en Londres y Francia.
El problema entre Felipe II y su exsecretario ya no era solo una cuestión personal, sino un problema internacional. Juan Velázquez, el agente de Felipe II en la frontera de Fuenterrabía, informó al rey de que Pérez estaba intentando organizar no solo una invasión desde Francia, sino también otra desde Portugal, que estaba en contacto con Inglaterra, un enemigo que no podía ignorarse desde el fracaso de la Armada Invencible tres años antes. El rey hizo algunos movimientos para intentar secuestrar a Pérez, pero no llegaron a parte alguna, y muy pronto se cansó de emplear tanto dinero en una persona que parecía no merecer la pena. De todos modos, la Inquisición siguió adelante con sus planes. Con Pérez ausente, en la primavera de 1592 la Inquisición de Zaragoza redactó una lista de cargos acusándolo de rebelión, herejía, blasfemia y homosexualidad. Aunque se trataba de un intento desesperado y ficticio de inventar un caso contra él, tal y como claramente puede apreciarse, en los cargos podría haber una parte de verdad. Este fue el comienzo de un complejo combate entre el exsecretario y el rey, que dio pie a acusaciones, réplicas y una larga y duradera retahíla de leyendas. Pérez, por ejemplo, casi inmediatamente comenzó a difundir la especie de que él había caído en desgracia por la rivalidad del rey por el amor de la princesa de Éboli. Era un cotilleo de tal calibre que, como todos los cotilleos, captó inmediatamente la atención de la gente y aún continúa siendo quizá la mentira más conocida de toda la historia de Antonio Pérez. Como otras informaciones que difundió en los círculos políticos de Inglaterra, la historia pretendía colocar en un segundo plano cualquier mención del asesinato que había ocasionado su arresto.
El fracaso de todos sus esfuerzos en Pau convenció a Pérez de que debía ir a Inglaterra si quería llevar a cabo una acción decidida. Su primera carta directa a la reina Isabel I de Inglaterra está fechada en abril de 1592, en Pau. No es que despreciara la relación con Francia, porque viajó a Francia para visitar a Enrique de Navarra en Saumur en febrero de 1593 y más tarde en Chartres, en abril. Su llegada a Inglaterra en abril de 1593, con una carta de recomendación de Enrique de Navarra, que estaba interesado en una alianza con los ingleses frente a España, dio principio a una nueva y sorprendente fase en su carrera. Tal y como escribió, ya estaba «senex, et prae timore persecutionis examinis et exanguis[31]». En Inglaterra llegó a ser miembro de la camarilla que revoloteaba en torno al conde de Essex y amigo del filósofo Francis Bacon. De este modo se garantizaba la relación con amigos influyentes y la posibilidad de acceder a la corte de la reina. Su estancia en Inglaterra solo duró dos años, hasta agosto de 1595. Es posible que el clima de Inglaterra no le sentara bien, pues continuamente caía enfermo. Durante las primeras semanas de su estancia en la isla, siguió sufriendo la persecución de Felipe II, de quien se decía que estaba implicado en la conspiración de un cierto doctor López para asesinar a Pérez. López fue arrestado y ejecutado, no por nada que guardara relación con Pérez, sin embargo, sino por una conspiración que al parecer tenía como objetivo la mismísima reina Isabel, según se dijo.
Durante su estancia en Inglaterra, Pérez redactó largos y complejos memorandos proponiendo diversas políticas contra España, que luego enviaba a la reina y a su canciller, lord Burghley. Pérez no hablaba ni una palabra de inglés, pero tuvo la suerte de poder comunicarse en la lengua universal del momento, el latín. Tenía un conocimiento excepcional del latín, mejor que la mayoría de sus compatriotas, y lo escribía con fluidez y con una impresionante elegancia[32]. En todo caso, como la mayoría de los españoles en esa época, carecía de conocimientos de lenguas extranjeras y solo sabía un poco de italiano. Era un idioma que tenía algún predicamento en Inglaterra: sus entrevistas con la reina Isabel se realizaban normalmente en italiano[33]. Afortunadamente muchos nobles ingleses hablaban español, y pudo conversar con algunos de los consejeros privados, de los cuales aproximadamente un tercio hablaban la lengua del Imperio. En Inglaterra llegó a ser un miembro notable del grupo de nobles vinculados al conde de Essex y a la Casa de Essex en Westminster, y trabajó en su secretaría, que acogía a algunos nobles así como a ciertos humanistas de Oxford.
Pérez hizo su primera aparición pública en la corte el 3 de mayo de 1593, y fue invitado a muchos acontecimientos sociales. Posteriormente viajó por toda Inglaterra y fue recibido en muchas casas de postín. Había conseguido pasar de contrabando parte de su dinero de España, pero principalmente tuvo que vivir de las donaciones de la reina y del conde de Essex. El exiliado le propuso a la reina Isabel nada menos que una alianza global de Europa, en la que participarían Francia e Inglaterra, así como las fuerzas musulmanas de oriente y del sur, para derribar la monarquía de Felipe II. La reina estaba muy lejos de compartir sueños tan enloquecidos, lo cual propició un acercamiento de Pérez a la corte francesa, que enojó mucho a Isabel I.
Si Pérez pensaba que iba a ser recibido con los brazos abiertos por los ingleses, estaba muy equivocado. Había muchas razones para que la corte sintiera cierta hostilidad hacia él, y ninguna de ellas era porque fuese español. Curiosamente, los ingleses siempre han sido en alguna medida prohispánicos (sus enemigos tradicionales siempre fueron los franceses), y solo el episodio de la Armada Invencible en 1588 sirvió para excitar los primeros sentimientos antiespañoles. «Pérez no había sospechado que se toparía con una oposición tan fuerte en Inglaterra», sentencia un experto en la vida de Antonio Pérez durante esos años, «pero había fundamentos para que existiera contra él una oposición política, religiosa, moral y personal[34]».
Políticamente, la posición de Pérez era muy inestable, en parte porque alguno de los consejeros de la reina desconfiaba de sus razones así como de la fiabilidad de algunas de sus informaciones. Él realmente tenía muy poco que ofrecer a los ingleses en lo relativo a información útil sobre la defensa de España. Es más, en todas las cortes había partidos y camarillas, y Pérez muy claramente pertenecía al grupo del conde de Essex, lo cual significaba que los nobles que no simpatizaban con Essex no necesariamente desearían darle su apoyo. La oposición religiosa surgió porque Pérez claramente se identificaba con el catolicismo español, y por su amistad con Francia; en ambos aspectos los ingleses, que tenían simpatías hacia el calvinismo, no tenían razón alguna para confiar en él.
A menudo se ha creído que la reina estaba entre quienes no simpatizaban mucho con Pérez, pero esto no parece ser cierto. Para evitar posibles conflictos con el gobierno de España, la reina se negó a recibirlo en una visita oficial en la corte, pero entre 1593 y 1595 tuvo varios encuentros con él en privado (hablando habitualmente en italiano, aunque ella tenía un buen dominio del español), y recibió informes escritos de su puño y letra. Ella solía referirse irónicamente a él, incluso en su presencia, como «el traidor español». Contamos con el propio testimonio de Pérez en este caso. En una carta fechada en París, en 1608, Pérez explica por qué la reina utilizaba la palabra «traidor».
Un día en presencia de Antonio Pérez mismo dixo la Reyna a algunos Señores que le veyan assentado con ella: «Myllordes, no os maravilléis que yo haga tanta honrra a ese traydor de Español: porque yo tengo mucha obligación al señor Gonzalo Pérez su padre (assí lo dixo, yo lo oy) del tiempo de mis prisiones, quando Felipe 2.º y la Reyna María Reynava».
En otra referencia, Pérez añade:
Término de traydor de que usava aquella Señora con Antonio Pérez, por fabor casi siempre, díjolo así porque algunas vezes quería quedar sola con Antonio Pérez y dezía a la dama que quedava a vista suya: «¡Salíos, miladis, que no me matará este español!»[35].
Su segunda estancia en Inglaterra duró desde abril a mayo de 1596, y fue entonces cuando salieron a la luz las inquinas que despertaba su presencia en la corte de Isabel I. Pérez no hizo nada para predisponer a sus conocidos contra él, y de hecho por esas fechas estaba pensando seriamente en retirarse y vivir tranquilamente en Inglaterra. En todo caso, por aquella época no fue capaz de contar con el firme apoyo de la reina. La reina nunca compartió las opiniones antiespañolas del conde de Essex y sus amigos (entre los que se encontraban Sir Walter Ralegh y el propio Pérez), y estaba en desacuerdo con sus críticas sobre los poderes constitucionales del rey de España, puesto que ella se encontraba entre los monarcas que creían en el derecho divino de los reyes. Por extensión, pues, desaprobaba los planes de algunos antiespañoles, que proponían ciertas intervenciones militares en el continente o incluso conspiraciones para asesinar a Felipe II, que podrían considerarse como inducidas por ella o podrían implicarla de algún modo.
Su alejamiento de Pérez también pudo haberse debido simplemente a cuestiones personales, dada la preferencia sexual de Pérez por los hombres. «Su desapego político con Pérez coincidió con el conocimiento de que este había estado liado con algunos adolescentes ingleses[36]». El motivo más poderoso para la hostilidad contra Pérez en la corte tuvo alguna relación, al parecer, con estas razones de moralidad sexual. Las acusaciones que la Inquisición de Zaragoza elevó contra él puede que no fueran simples mentiras —con toda probabilidad—; al contrario, puede que hubiera algún fundamento en el rumor, y si hubo un rumor, entonces no podemos desestimar completamente la cuestión. Es significativo que ese tema volviera a surgir para amargarle la vida a Pérez en Inglaterra. Así pues, podemos concluir que las cuestiones de naturaleza sexual, tales como la reputación de Pérez en la corte por sus relaciones sexuales con muchachos jóvenes, bien pudieron haber servido para disgustar a la reina Isabel.
Uno de los aspectos más fascinantes de este tema es la relación con Francis Bacon, que más tarde se convertiría en uno de los intelectuales y políticos más distinguidos de Inglaterra. Francis y Anthony Bacon eran sobrinos de lord Burghley, y seguían con fervor al conde de Essex como a su estrella polar. Bacon y Pérez trabajaron estrechamente como secretarios del conde de Essex, y fueron, de acuerdo con los memoriales de la corte, «compañeros de coche y cama». Desde luego eran amigos íntimos, aunque obviamente no se han encontrado pruebas de su relación sexual. En su biografía, Gregorio Marañón sugería que Pérez era bisexual, y que había adquirido el gusto por los hombres durante su primera educación en Italia. De todos modos, todas estas ideas, aunque sean ciertas, no están documentadas. Un estudioso contemporáneo sugirió que Pérez había perdido el favor de la reina hacia 1596 en parte por su afición a la sodomía, pero, nuevamente, tampoco hay pruebas de ello. No hay ninguna prueba directa de que Pérez fuera homosexual, salvo por las insinuaciones que se hicieron en la época, especialmente en Inglaterra, que fueron muy persistentes. Un especialista ha sugerido recientemente que Pérez tenía un complejo carácter emocional, y que veía a las mujeres como enemigos[37], al menos en la última etapa de su vida. Estas interpretaciones de la personalidad de Pérez suelen descansar sobre pruebas muy débiles, aunque ello, en sí mismo, no las convierte en teorías incorrectas. En el mismo sentido, las imputaciones sobre la personalidad de Francis Bacon pueden carecer de pruebas definitivas, pero no pueden desestimarse por completo[38].
Al final, ni sus muchos meses en Inglaterra, ni su acceso a importantes figuras del gobierno, incluida la reina, consiguieron que las abundantes propuestas de Pérez llegaran a buen fin. Su señor, el conde de Essex, llevó a cabo una expedición militar para ocupar el puerto de Cádiz en 1596, pero Pérez no tomó parte en su planificación y, de hecho, no estaba a favor de la misma, puesto que su propia amistad con los franceses le aconsejaba una invasión de España más segura por tierra firme, y no un ataque marítimo como el que pretendía el conde de Essex[39]. Por esa época Pérez estaba empezando a sufrir, por razones que desconocemos, la indiferencia y el posible disfavor del conde. Las relaciones entre ambos se deterioraron poco a poco, aunque Pérez no había hecho nada para merecer ese desdén. Su posición respecto a la reina Isabel comenzó a ser extremadamente inestable cuando el prepotente Essex intentó una rebelión contra la reina, pero fue arrestado en noviembre de 1599 y ejecutado como traidor en 1601. Las circunstancias conspiraron para que a Pérez le resultara imposible conseguir su deseo, abiertamente expresado, de «vivir y morir en Inglaterra», un país que, según aseguraba, admiraba incluso aunque no hablara su lengua. En 1596 inequívocamente expresó su «infinito deseo de haber vivido y muerto en Inglaterra[40]».
En 1604 se trasladó de mala gana a Francia, donde desde la década de 1590 había disfrutado de un estatus oficial como miembro del consejo del rey personalmente designado por este, e intentó sin mucho éxito granjearse el favor de la corte. En todas partes las circunstancias habían cambiado. Sobre todo, Francia en esos momentos estaba en paz con España, gracias a los tratados de paz de 1598. Así pues era inútil esperar que Francia le proporcionara apoyo militar para su querella personal con un rey muerto, Felipe II, que había fallecido en 1598. Pérez nunca regresó a su España natal y murió en una relativa oscuridad en París, en la casa de un amigo italiano, un banquero, donde se quejaba de frío («estas nieves de Francia») y de su «abatimiento, porque estoy solo». Su amigo se ocupó de que lo enterraran en un monasterio benedictino cercano, en la iglesia de una congregación de celestinos.
La influencia ideológica de Pérez se mantuvo en el tiempo, porque en sus escritos durante el exilio presentó una visión del gobierno de Felipe II y de la Inquisición que tuvo un efecto muy persistente y forjó el modo en que los europeos concebirían a España. Dio la casualidad de que los franceses, los holandeses y los ingleses eran enemigos acérrimos de la política española, y el testimonio de un hombre que había ocupado altos cargos en España proporcionó argumentos convincentes que favorecían las opiniones preexistentes en estos países. Pérez, con su educación y su cultura, resultó ser un soberbio propagandista. Redactó escritos y cartas incesante y obsesivamente, día tras día, en español, en italiano y en latín, dirigidas a diferentes personalidades, a quienes esperaba alistar en su campaña contra el rey. «La pluma fue el último recurso en su lucha por la supervivencia y un desahogo para sus angustias». Durante los años de exilio cargó por todas partes con los documentos de Estado con los que había huido y que, según él, justificaban su actitud contra Felipe II.
Redactó un buen ejemplo de propaganda exitosa, sus Relaciones, que publicó en Pau en 1591 y en Londres en 1594. Algunos años después salieron a la luz otras ediciones en París, y hubo traducciones a otras lenguas. Frecuentemente reimpreso, el panfleto fue leído ávidamente por todos aquellos que deseaban encontrar allí variopintos secretos de Estado. Algunos ejemplares pasaron de contrabando a España, donde también fue leído con fruición. El pequeño librito llegó a desempeñar un importante papel a la hora de crear entre los europeos una imagen de la tiranía española y de un rey que era «el tirano» por antonomasia. Entre otros logros de Pérez, consiguió presentar ante los ingleses y los franceses un paisaje completamente falso de los acontecimientos acaecidos en Aragón, pues, según él, aquello fue una lucha por los derechos ciudadanos frente a la tiranía, cuando en realidad no hubo ninguna represión de los privilegios de Aragón y, desde luego, no se dio ninguna revuelta popular. También aprovechó la ocasión para insistir en el descrédito de la Inquisición. Las Relaciones, en resumen, contribuyeron poderosamente a crear una imagen de una España que no merecía, según él, ningún papel en el escenario de la Europa civilizada.