2. El Dorado y la ruina de España

2

El Dorado y la ruina de España

Cuando los primeros españoles, tras los pasos de Cristóbal Colón, descubrieron las potenciales riquezas del Nuevo Mundo, no tuvieron ninguna duda de que se harían inmensamente ricos. El oro que Martín Alonso Pinzón y sus hombres de la Pinta encontraron durante el primer viaje se convirtió en una obsesión para todos los viajeros posteriores. En su Diario, Colón parece perfectamente consciente de las posibilidades que ofrecían aquellas nuevas tierras. Entre todas esas posibilidades, tal y como veremos, la más significativa era la probabilidad de encontrar oro. Pero todas aquellas riquezas no sirvieron más que para empobrecer España, tal y como lamentaron muchos españoles más tarde. ¿Cómo era posible? ¿Cómo es posible que las riquezas acarreen miserias y pobreza? Esta es una cuestión que condicionó buena parte de la historia de España, y en este capítulo lo abordaremos brevemente.

La búsqueda de oro fue el primer y gran motivo de la exploración y asentamiento en el Nuevo Mundo. Colón, Cortés, Pizarro, y todos los aventureros que los siguieron, situaron la búsqueda de oro a la cabeza de sus prioridades. La región del Caribe, donde Colón había visto a algunos nativos comer en platos de oro, era la zona donde principalmente deberían buscarlo; al principio, el metal precioso se lavaba en los cursos de agua que bajaban de las montañas. En las dos primeras décadas del siglo XVI los españoles recogieron, probablemente, más de catorce mil kilos de oro en la región caribeña[1]. La noticia del descubrimiento de oro en Perú forzó nuevas exploraciones, descubrimientos y la apertura de nuevas explotaciones. La mayor parte del metal se enviaba a España, donde la cantidad y la calidad del oro provocaban asombro. En 1534, en Sevilla, un funcionario del tesoro imperial escribió: «Es tanto el oro que cada día viene de las Indias y especialmente de este Perú, que es cosa de no creer; pienso que si de esa manera dura diez años, no más, este tráfago de oro, que esta ciudad será la más rica del mundo[2]». Los efectos se notaron muy pronto en el tesoro real de Castilla. «He holgado mucho», comentaba Carlos V en 1536 desde Italia, en un momento en que la guerra con Francia era inminente, «de haver llegado a tan buen tiempo el oro que ha venido del Perú y de las otras partes, porque será buena ayuda para lo que es menester, pues se havrán de ello hasta 800 000 ducados[3]». A partir de la década de 1540 comenzaron a descubrirse las primeras minas de plata del continente americano, entre las que destacaban Zacatecas y Guanajuato, en México, y Potosí, en Perú. No obstante, su producción fue escasa hasta que, a mediados de siglo, se generalizó el uso del mercurio en el proceso de depuración del metal.

¿Pero es cierto que los primeros pioneros del Nuevo Mundo consiguieron beneficiarse de todas aquellas inmensas y accesibles riquezas que tenían a su disposición? Unos pocos se hicieron más ricos de lo que jamás habían imaginado, y otros —como algunos de los hermanos de Pizarro— consiguieron regresar a España con las riquezas que habían adquirido. Se construyeron casas fabulosas y alcanzaron un éxito social que inmediatamente los condujo a un estatus nobiliario. Pero muchos otros, quizá la mayoría, no fueron tan afortunados. Tras la caída de la gran ciudad de Tenochtitlán, según escribe el conquistador Bernal Díaz, «nos sentimos muy decepcionados al ver que había muy poco oro y que nos tocarían unas partes muy pequeñas». Se pelearon entre ellos y la mayoría prosiguió la búsqueda de tesoros en otros lugares. «Como veíamos que en los pueblos de la redonda de México no tenían oro ni minas ni algodón», añadió más adelante, «a esta causa la teníamos por tierra pobre y nos fuimos a otras provincias a poblar, y todos fuimos muy engañados». La mayor parte de los hombres que participaron en la caída de Tenochtitlán acabaron sus días en la miseria[4]. Esta es una perspectiva que con frecuencia se olvida cuando consideramos las circunstancias de la aventura española en el Nuevo Mundo.

Pero si no había metales preciosos, ¿en qué consistía la riqueza del Nuevo Mundo? La escasez de oro era en sí misma un acicate para intentar buscar más. En su Crónica, el cronista indio de Perú, Guaman Poma, comentaba amargamente los motivos que habían impulsado a Colón y a sus hombres:

No quisieron descansar ningún día en los puertos. Cada día no se hazía nada, sino todo era pensar en oro y plata y riquezas de las Yndias del Pirú. Estavan como un hombre desesperado, tonto, loco, perdidos el juycio con la codicia del oro y plata.

Pero había también muchas otras fuentes de riqueza, y muchas leyendas y exageraciones para seguir estimulando la imaginación de los conquistadores. Las leyendas, como han demostrado los historiadores, estimulan a los aventureros que no necesariamente creen que sean reales, pero les basta que sean posibles. Durante el Renacimiento, una de las leyendas más conocidas de Europa era un relato clásico sobre el Vellocino de Oro, objetivo de las búsquedas y viajes de Jasón y los Argonautas. ¿Y qué eran los aventureros españoles, sino argonautas? Tal y como han demostrado muchos profesores de historia y literatura, el océano desconocido y las tierras que había al otro lado siempre mantuvieron viva la esperanza de unas riquezas increíbles y fabulosas.

Muchos nativos simplemente se dedicaron crear historias ficticias para mantener entretenidos a los españoles. Los españoles, aturdidos por las continuas sorpresas que se iban encontrando en su camino, simplemente estaban deseando creérselas. De las muchas leyendas que estimularon el ansia de oro y las riquezas fáciles, quizá ninguna fue tan duradera como la de El Dorado[5], que hablaba de un territorio y una tribu que vivía en la región de la actual Venezuela. «El Dorado y el Vellocino de Oro tenían la misma función; tenían objetivos parecidos y provocaron búsquedas similares[6]».

Tras preguntar a los nativos e hilando los relatos que les contaban, los españoles no tardaron en elaborar un corpus de narraciones —que sin duda pueden calificarse de mitos— sobre la posible ubicación del oro. El hallazgo de oro en una parte de Tierra Firme motivó que, en 1514, la zona fuera rebautizada como «Castilla de Oro», y a partir de la década de 1530 los españoles aseguraron que habían encontrado oro en las necrópolis de la zona del Sinú, situada en el interior, cerca de Cartagena de Indias. El mito de El Dorado comenzó a propagarse por estas fechas, en las tierras asociadas con los pueblos chibchas. Cuando Quesada era gobernador de Santa Marta, oyó por primera vez la historia de El Dorado y de las ceremonias en el lago sagrado de Guatavita. La laguna Guatavita, de origen volcánico y con un diámetro de ciento veinticinco metros, se encuentra situada a más de tres mil metros de altitud sobre el nivel del mar, en medio de un grupo de montañas que recorren el noreste de Bogotá, la capital de la actual Colombia. Poco después, Benalcázar, que venía de Perú, encontró cerca de Quito a un indio que le habló de «un cierto rey que iba desnudo sobre una balsa para hacer ofrendas, cubierto de la cabeza a los pies con polvo de oro, brillando como un rayo de sol[7]». De acuerdo con la leyenda, tal y como se nos ha transmitido, el oro y las joyas utilizadas en la ceremonia iniciática del rey se arrojaban luego a las profundidades del lago. A partir de entonces, la búsqueda de ese lugar mítico donde el oro era tan abundante que podía utilizarse para decorar el cuerpo de un rey se convirtió en parte de la mitología de la exploración y la conquista. Cincuenta años después, un hermano de Santa Teresa de Ávila escribió desde Quito que estaba a punto de organizar una expedición para buscar «El Dorado, en demanda de quien tantas veces se han perdido mil capitanes y gentes[8]». (Debería anotarse aquí que un investigador colombiano ha sugerido recientemente que ese lago no era el lugar real en el que se celebraban ceremonias con oro, pero su teoría, como otras, tiene que demostrarse con más solvencia).

Las leyendas inevitablemente atrajeron a muchos de los primeros colonizadores, aunque ninguno de ellos descubrió nada relevante. Cuando Gonzalo Pizarro llegó a la región, envió a Orellana con cincuenta hombres a buscar el tesoro, una misión que concluyó con el famoso viaje de Orellana por el Amazonas. En la narración de sus descubrimientos, Orellana anotó que había encontrado a indios que aseguraban la existencia de fabulosas cantidades de oro. Sin embargo, una y otra vez los españoles regresaban a la fuente original de la leyenda de El Dorado, el lago Guatavita, con el fin de encontrar lo que pudiera esconderse allí. A mediados del siglo XVI se intentó drenar las aguas del lago, pero el primer esfuerzo serio para escudriñar el lago de Guatavita, en busca de las toneladas de oro y joyas que supuestamente descansaban en su lecho, se produjo en 1572; el impulsor fue un comerciante de Bogotá, Antonio de Sepúlveda, que consiguió un permiso para llevar a cabo un drenado de las aguas. El proyecto se abandonó cuando las galerías se hundieron sobre los mineros. Aquello no acabó allí. De vez en cuando, a lo largo de los siglos siguientes y hasta nuestros días, se han preparado proyectos de distintos tipos con la idea de localizar el tesoro. Incluso hoy, al parecer, algunos optimistas impenitentes van a excavar en lo que antaño fue la superficie del lago, en busca del tesoro o, al menos, en busca de algunas piezas valiosas.

La consecuencia de un interés tan persistente por la búsqueda de oro, que los aventureros descubrían desde luego de un modo u otro, fue que España parecía destinada a ser el país más rico de Europa, si no del mundo. Por encima y aparte de ciertos españoles concretos, la gran beneficiada iba a ser España, para envidia del resto de Europa. Los aventureros regresaban, trayendo con ellos el tesoro que habían conseguido acaparar. Al menos había dos beneficiados obvios, fáciles de imaginar.

En primer lugar, la Corona de Castilla, que ejerció desde el primer instante su derecho a recibir un porcentaje de las riquezas descubiertas, y todos los conquistadores se esforzaron en respetar ese derecho, con el fin de atraerse el favor de la corona. Hasta 1530 casi todo el metal precioso que llegaba a España era oro, extraído principalmente en las islas caribeñas. Posteriormente la mayor parte fue plata, tras la explotación de las ricas minas de plata de Bolivia (Potosí, 1545) y México (Zacatecas, 1548, y Guanajuato). Gracias a los tesoros americanos el gobierno tuvo la posibilidad de pagar las enormes deudas que había contraído, y así pudo financiar sus campañas militares. La conquista de Túnez que llevó a cabo Carlos V en 1535, por ejemplo, fue posible porque el emperador había recibido parte del dinero del rescate que el inca Atahualpa pagó a Francisco Pizarro pocos meses antes.

En segundo lugar, los metales preciosos que fluían hacia España contribuyeron a impulsar determinados sectores de la economía. Los primeros años, tras la conquista, conformaron literalmente una edad de oro, pues la importación de lingotes de oro y plata estimuló la industria de la construcción y las artes decorativas. Los colonos que regresaban de América construían nuevas e impresionantes residencias para asombrar a sus vecinos y celebrar sus nuevos estatus. En Sevilla el comercio creció y los comerciantes, incluidos muchos extranjeros, invirtieron sus ganancias en edificios y arte. El dinero se convirtió en parte habitual de las transacciones diarias, un componente clave de la actividad social[9]. Un siglo después Lope de Vega admitía que:

Es el oro, señor, la quinta esencia

del poder de la Tierra.

Sin embargo, los comentaristas muy pronto se dieron cuenta de que la rápida entrada de riquezas acarreaba algunas consecuencias desfavorables. Incluso antes de que Felipe II comenzara a reinar en España, algunos pensadores perspicaces comenzaron a analizar el cómo y el porqué de lo que estaba desbaratando tan buenas perspectivas. Sorprendentemente, había aspectos negativos en ese torrente de oro y plata que llegaba de América. Existía preocupación por el rápido aumento de los precios, que los ciudadanos no acababan de comprender y del que, por lo general, culpaban a los especuladores. En 1553, un mercader de Sevilla le escribía a un amigo que estaba en América y le comentaba lo siguiente[10]:

Ni se te ocurra venir a Castilla ahora, porque toda España es tan cara y son los precios tan altos que la gente necesita grandes cantidades de oro para poder sobrevivir. Las privaciones y las necesidades por doquier, hasta el punto de no tener apenas con qué comer, son tales que ciertamente ha de verse para creerse.

«Hace treinta años», escribió Tomás del Mercado en 1568, «mil maravedís era algo, hoy no es nada». En 1581 el constructor italiano Antonelli, contratado por Felipe II, aseguraba que en España «los precios de las cosas han subido tanto que los nobles, y los hidalgos, y el vulgo y la clerecía no pueden vivir de sus rentas». La entrada de plata americana incrementó la demanda y provocó una subida de precios. La evolución de los precios tuvo un efecto corrosivo, debilitando aquellos sectores de la sociedad con ingresos convencionales, pero benefició a aquellos capaces de adaptarse y aprovecharse de la nueva situación. Los escritores fueron conscientes de los problemas sociales que se estaban produciendo y comenzaron a culpar al dinero por ampliar el abismo que separaba a ricos y pobres, y el innegable incremento de la pobreza entre la población urbana.

Tal vez el aspecto más alarmante de todos fue la lenta desaparición de las riquezas que se suponía estaban llegando desde América. Cuando subieron los precios, la gente buscó dinero con el que hacer frente a los pagos, pero no había dinero disponible. ¿Dónde había ido? Se miraba con recelo la actividad de los comerciantes extranjeros, a quienes se culpaba de sacar la plata y el oro del país a cambio de artículos importados. «Los extranjeros que traen mercancía a estos reinos deben dar una garantía de que se llevarán mercancía y no dinero», exigió un airado miembro de las Cortes castellanas en 1548. «Estos reinos vienen a ser Indias de extranjeros», clamó otro durante la misma sesión. Entre tanto, los lingotes de oro y plata seguían fluyendo como un río hacia España. Buena parte desaparecía en los canales de comercio ilegal, oculto entre otras mercaderías; Soranzo, el embajador veneciano, aseguraba en 1556 que de este modo habían entrado en Francia anualmente, desde España, más de cinco millones y medio de coronas de oro. El asunto volvió a retomarse a nivel político de nuevo en 1558, en un memorándum presentado a Felipe II por un administrador real llamado Luis Ortiz. Este argumentaba que precisamente debido a la gran cantidad de oro y plata que estaba llegando a España, los manufactureros extranjeros conseguían implantar sus bienes en el país con la idea de llevarse la plata. Los altísimos niveles de los precios les proporcionaban enormes beneficios y, a la vez, impedían que la industria local resultara competitiva.

Al mismo tiempo, una idea recurrente se iba incrustando en la mentalidad de los españoles, y esta no era otra que la de que los extranjeros estaban desangrando al país. Creían —y la creencia caló inmediatamente en los historiadores— que los extranjeros no solo estaban saqueando la plata en España, sino la mayor parte del tesoro que había estado llegando desde América. Como sucede habitualmente, la creencia estaba basada en un hecho cierto, pero la situación podía interpretarse desde distintos puntos de vista. Observemos de cerca estas dos cuestiones.

¿Se le estaba robando a España realmente su riqueza? Hay abundantísimas pruebas documentales que apoyan esta teoría. La plata de América desaparecía, en general, por medios bastante legales, como pago por bienes que se importaban desde España, pero otras grandes cantidades se exportaban ilegalmente desde la Península. En opinión de muchos españoles, la cantidad de oro que se exportaba era demasiada. De 1515 a 1551 las Cortes de Castilla solicitaron en doce ocasiones una prohibición de exportar los tesoros americanos. En realidad, era el Estado el que enviaba al extranjero las cantidades más notables, dado que las utilizaba para pagar los compromisos en política exterior, principalmente militares. Apenas cuarenta años después del descubrimiento, en la década de 1530, Carlos V ya se ocupó de transportar una enorme cantidad de oro y plata desde España a Amberes para pagar material neerlandés y para pagar los créditos a los banqueros extranjeros. «Todos los millones que vienen de nuestras Indias se los llevan los extranjeros a sus ciudades», escribió Tomás de Mercado en 1571. Estas quejas se repitieron a lo largo de todo el período de supremacía imperial de España.

Las riquezas de América eran un arma de doble filo, como pronto pudo advertirse. A finales del siglo XVI, un comentador castellano, Martín González de Cellorigo, concluyó que el país «de su gran riqueza ha sacado suma pobreza». Era una conclusión atinada. La actividad económica de Sevilla ciertamente contribuyó a regenerar muchos sectores de la economía a mediados del siglo XVI, y continuó estimulando durante muchos años después otros sectores, como el portuario y los astilleros. Pero la incapacidad de un país subdesarrollado como España para proporcionar a América suficientes bienes manufacturados tuvo una consecuencia inevitable: que ese vacío lo llenaron inmediatamente los comerciantes extranjeros y sus delegaciones residentes en Sevilla, donde la colonia de extranjeros no tardó en dominar la vida social y cultural de la ciudad. El éxito de Sevilla se ha considerado por tanto como un símbolo de la dependencia de la economía española de los productores extranjeros. Desde la década de 1580 los comentaristas de Castilla comenzaron a denunciar los fallos del sistema, que efectivamente operaban a favor de las economías extranjeras. Las estadísticas del período muestran claramente que Sevilla ya no era realmente un puerto español: la mayoría de los bienes que llegaban a la ciudad eran extranjeros, y la mayoría de lo que llegaba de América iba a parar a manos extranjeras.

La tradicional extrañeza de Castilla respecto al mar significó que buena parte del comercio marítimo fuera copado por gentes no castellanas (sobre todo, por vascos en el norte de la Península) y por extranjeros (ingleses, holandeses y franceses), que continuaron dominando el transporte comercial durante toda la primera parte de la historia moderna de España, con unas consecuencias francamente negativas para la autonomía económica española. En 1503 el embajador veneciano, comentando la influencia de los comerciantes genoveses en el país, declaraba que «una tercera parte de Génova está en España», con lo que daba a entender que los banqueros genoveses habían invertido una importantísima parte de su dinero en el comercio español. A principios del siglo XVII —las cifras disponibles no dejan lugar a dudas en este punto— el grueso del comercio marítimo en los puertos españoles era extranjero, y había importantes centros comerciales, como Alicante —que era el puerto más importante de España en el Mediterráneo—, donde el transporte naval correspondía a los barcos extranjeros casi en un cien por cien.

Una de las explicaciones que se ofrece a menudo sobre la desaparición del oro y la plata de América es que la gran época de importaciones de metales preciosos fue solo en el siglo XVI, cuando los extranjeros estaban en posesión de la mayor parte del comercio de la Península. Después de mediados del siglo XVII —es lo que se afirma con frecuencia— el flujo de metales preciosos desde América menguó notablemente. Las investigaciones llevadas a cabo por el historiador americano Earl J. Hamilton hace sesenta años demuestran que hubo picos de importación de 35 millones de pesos de oro desde América en el quinquenio de 1591 a 1595, reduciéndose drásticamente a solo tres millones en el período de 1656 a 1660. Dado que el historiador no ofrece cifras posteriores a esa fecha, debe suponerse que el volumen de plata importada siguió decreciendo. Esta conclusión, tal y como comentaremos más adelante, es completamente falsa. Desafortunadamente aún se siguen publicando libros que no se molestan en analizar o estudiar las estadísticas reales que explicarían lo que ocurrió[11]. En las décadas finales del siglo XVII, en realidad, los tesoros importados por quinquenios superaban habitualmente los cuarenta millones de pesos, y hubo períodos excepcionales de importación de oro y plata para la corona española en los primeros años del siglo XVIII (véase capítulo 12). España estaba recibiendo más dinero que nunca de América. Entonces, ¿adónde iba a parar?

De ningún modo fue una cuestión de robo o contrabando. Si daba la impresión de que las riquezas de El Dorado americano permanecían muy poco tiempo en la Península Ibérica, ello se debía a que se estaban utilizando. Las riquezas se enviaban inmediatamente fuera del país con el fin de comprar productos del exterior, o para pagar deudas que se tenían con banqueros asentados en países extranjeros. Si consideramos la situación desde un punto de vista moderno, y el modelo económico se llevara a cabo en el mundo actual, aquel sería un proceso perfectamente normal que no necesariamente tendría que haber acarreado consecuencias negativas. Sin embargo, los comentaristas castellanos de aquel tiempo parecían convencidos —erróneamente— de que la riqueza consistía en acumular moneda en vez de gastarla. Lógicamente, culparon a los extranjeros de robarles sus riquezas, las riquezas americanas, que creían que solo les pertenecerían a ellos y, sobre todo, que permanecerían en España.

La otra cara del problema era la acusación de que los extranjeros estaban robando literalmente los tesoros de América en la misma América. Tradicionalmente se ha culpado a los piratas del Caribe de la pérdida del tesoro español, y la leyenda se sigue perpetuando en las películas de Hollywood, más interesadas en satisfacer a un público juvenil que en ajustarse a los hechos históricos. Los ataques de los piratas, y el hundimiento de barcos con cargamentos de oro y plata son los aspectos que más atraen el interés del público. Todo ello forma parte de los argumentos de los libros que han contribuido a fomentar una idea equivocada de los hechos reales[12]. La realidad es que un altísimo porcentaje del oro y la plata extraída de las minas americanas simplemente no se envió a España. A menudo ni siquiera llegaba a España porque se gastaba en América, o se utilizaba allí, en transacciones comerciales. Tomemos simplemente un caso, de un despacho oficial redactado por el Consejo de Indias en el año 1682: «Parece que el caudal que viajó a Panamá de Lima y Quito quedó reducido, después de pagar su coste, a 1 837 106 pesos, y que de ellos se consumieron en Panamá 1 494 194 pesos, con que importó el resto del thesoro que se remitió a estos reynos 342 911[13]». En otras palabras, el porcentaje del gobierno alcanzaba casi los dos millones de pesos, pero casi todo se gastó en Panamá y muy poco llegó finalmente a España.

¿Robaron los piratas el oro de las Indias? ¿Fue la piratería en América el factor que arruinó principalmente las esperanzas hispanas de beneficiarse de la explotación de El Dorado americano? Antes de abordar la cuestión, es de vital importancia determinar lo que entendemos por «piratería».

Tan pronto como los españoles comenzaron a asentarse en el Caribe, otros barcos europeos aparecieron en la zona. Hay constancia de la presencia de comerciantes franceses en las costas de Brasil muy pronto, ya en 1503. A ojos de los españoles todos aquellos navíos eran piratas ilegales y debían ser tratados como tales. En otras palabras, los funcionarios españoles llamaban «piratas» a todos los barcos extranjeros que no les pedían permiso. Otros europeos, naturalmente, no reconocieron los derechos desorbitados que se atribuían a sí mismos los españoles sobre los territorios del Nuevo Mundo, y pensaban que ellos tenían el mismo derecho para comerciar en la zona. «¿Dónde está la cláusula en el testamento de Adán que diga que medio mundo le corresponde a España?», preguntó en cierta ocasión Francisco I, rey de Francia. Era obvio que ninguna nación podía tomarse en serio las demandas territoriales españolas. Hernán Cortés reclamó para España toda la superficie terrestre del Nuevo Mundo porque dio la casualidad de que pisó un metro cuadrado de su línea costera. Del mismo modo, Núñez de Balboa reclamó para España todo el Océano Pacífico porque dio la casualidad de que se adentró durante un minuto en sus aguas.

Probablemente ningún país podría haber aceptado unas exigencias tan absurdas. Los comerciantes europeos, en consecuencia, siempre contaron con el apoyo de sus gobiernos, que consideraban que sus actos no eran piratería sino una competencia comercial legítima, la expresión de la rivalidad entre estados europeos por el control del comercio marítimo y territorial. Los comerciantes europeos inevitablemente discrepaban entre sí sobre los derechos de cada cual a comerciar, de modo que no era extraño que consideraran «piratas» a quienes solo eran rivales. La mezcla de comercio y beligerancia en el mar siempre había existido en otras partes del mundo, incluidos el Mediterráneo y el Pacífico. En el Caribe, esa situación representaba una grave amenaza para la seguridad del naciente imperio español.

Las autoridades aplicaban el término «pirata» a todos los barcos extranjeros ilegales, pero, así aplicada, la palabra carece de cualquier sentido. Es muy probable que alrededor del 90 por ciento de todo el comercio y el negocio en el Nuevo Mundo se llevara a cabo sin la aprobación de España y sin pagar impuestos a ningún gobierno, y por tanto, desde el punto de vista español, se consideraría «piratería». Por supuesto, había muchos tipos de comerciantes, y la palabra «pirata» no puede aplicarse a todos ellos. Algunos eran corsarios (poseían una licencia o patente de corso expedida por sus propios gobiernos, pero no de España), otros eran intrusos (o contrabandistas, a menudo apoyados o sustentados por gobiernos europeos), y en el siglo XVII algunos ya tenían bases habituales en aguas americanas y eran bien conocidos como filibusteros o bucaneros, una categoría bastante parecida a la de «piratas». Lo que diferenciaba a los piratas criminales dedicados solo al robo y los comerciantes ilegales a los que únicamente les preocupaba el provecho económico era algo más que una palabra, pero las autoridades españolas no apreciaban demasiadas diferencias entre unos y otros. El nivel de actividad de los extranjeros en los primeros años solía coincidir con las situaciones bélicas en Europa: los franceses fueron particularmente activos en la primera mitad del siglo, de 1500 a 1559; los ingleses, durante las últimas décadas del siglo XVI; y los holandeses desde 1570 hasta el tratado de paz de 1648. La reacción inglesa a la Armada Invencible de 1588 fue particularmente virulenta: más de doscientos navíos ingleses realizaron incursiones de castigo contra España y la América española entre los años 1589 y 1591[14].

El problema se intensificó en la época de las guerras de religión en Europa después de 1560. Los europeos cuyas principales razones eran evidentemente el comercio o la colonización comenzaron a citar razones ideológicas para justificar sus actos. John Hawkins, el famoso comerciante inglés, siempre se ocupó de señalar sus motivaciones religiosas para justificar sus actividades. El gobierno español adoptó la misma táctica y les colgó el cartel de herejes a todos los comerciantes extranjeros que operaban en las zonas que ellos reclamaba como propias. Aunque, desde luego, la piratería no era un fenómeno novedoso, después de 1560 adquirió tonos especialmente conflictivos, porque los intereses de los países y de las religiones exageraban su importancia. Las otras potencias europeas no tardaron en darse cuenta de la incapacidad de España para controlar adecuadamente sus mares imperiales, y no tuvieron escrúpulos en extender las guerras europeas a aguas coloniales. Los meses más agitados para la actividad naval en el Atlántico y, por extensión, en el Caribe, eran de marzo a julio y de agosto a noviembre, períodos que habitualmente quedan fuera de las estaciones tormentosas y ofrecían una seguridad razonable a los barcos mercantes; como contrapartida, el buen tiempo también permitía actuar a los predadores. Por razones de seguridad, pero sobre todo para controlar el comercio ilegal, el gobierno español limitó oficialmente el comercio a algunos puertos concretos a ambos lados del Atlántico, normalmente Sevilla en España y una serie de puertos en el Caribe.

En 1536, un navío francés llevó a cabo el primer ataque pirata contra españoles registrado en el Caribe, en el norte de la costa de Panamá[15]. En 1544 los franceses llegaron a hacerse con el control de la ciudad de Cartagena de Indias. Y en la década de 1550 el capitán francés más famoso en el Caribe era François Le Clerc, conocido como Patapalo o Pata de palo, que en 1554 ocupó durante un mes la ciudad de Santiago de Cuba y la abandonó dejándola en ruinas. Otro fue el pirata hugonote Sores, que conquistó La Habana el año siguiente, la destruyó y masacró a sus prisioneros. Un residente en La Española escribía en 1552 que «demás de los trabajos que aquí tenemos, hay otro mayor, que es tener tan por vecinos a los franceses, que cada día nos roban cuanto tenemos, que habrá seis meses que nos tomaron la tierra y nos quemaron el pueblo, después de haberlo robado y anduvimos más de un mes por los montes con hartas hambres y enfermedad[16]». Y un funcionario de Santo Domingo envió un despacho en 1555 en el que decía: «No queda en toda la costa desta isla pueblo que no esté robado de franceses[17]». Desde estas fechas fue aumentando enormemente el avispero de navíos no autorizados en el Atlántico y en el Caribe, cuyas actividades estaban menos destinadas a la «piratería» que al aprovechamiento del comercio no autorizado por los españoles. El ejemplo más obvio es el de John Hawkins, cuyos primeros viajes desde Inglaterra en 1562 y 1564 fueron una extensión de la actividad de su padre como tratante de esclavos.

Los españoles consideraban a Hawkins como a un pirata, aunque sus actividades se destinaban más al comercio «ilegal» que a la piratería. En 1568, durante su cuarto y último viaje esclavista, que fue respaldado también por la reina de Inglaterra, fue atacado en el puerto de San Juan de Ulúa por la flota de un virrey que había llegado recientemente, y apenas si pudo escapar hacia Inglaterra, después de perder las tres cuartas partes de sus hombres y tres de sus seis navíos. El incidente desató una incesante campaña de venganza contra los españoles. En el período de 1570 a 1577 hubo alrededor de trece expediciones inglesas al Caribe, ilegales y deliberadamente piratas[18].

El enemigo más importante y temido fue Francis Drake, cuyas campañas contra España comenzaron en 1570. Drake se hizo a la mar a finales de 1577 desde Plymouth con seis navíos, entre ellos el que él mismo capitaneaba, el Pelican. Contaba con el pleno y absoluto respaldo y la financiación de la Corte y de algunos inversores. Para cuando llegó al Estrecho de Magallanes su flota se había reducido a tres barcos, y había renombrado a su nave como Golden Hind. En la primera semana de septiembre de 1578 se adentró en el Pacífico y comenzó a ascender lentamente por la costa. A principios de 1579 se enteró de que un cargamento importante de plata procedente de Potosí estaba siendo trasladado por mar hacia Panamá, logró alcanzar al barco español en marzo, justo al norte del ecuador, y abordó el navío, apropiándose de su cargamento de 450 000 pesos sin que se le ofreciera ninguna resistencia. La total impunidad con la que saqueó y esquilmó todos los puertos importantes desde Chile hacia el norte fue asombrosa. Para cuando llegó a la costa de Nicaragua su barco iba tan cargado con el botín que habría sido una locura intentar echarse a la mar y cruzar los océanos sin someter el barco a algunas mejoras. Después de las reparaciones, se lanzó a cruzar el Pacífico, a través de las islas de Oceanía y rodeando luego el Cabo de Buena Esperanza hasta llegar a Plymouth, adonde llegó en septiembre de 1580. Fue el primer navegante inglés que completó la circunnavegación del globo, después de un periplo de dos años y diez meses en el mar[19].

El ataque de Drake contra el barco cargado de oro del Perú en 1579 fue el primero de ese tipo, y parece que fue el motivo por el que en 1581 en Madrid se decidió construir una flota de defensa. Habitualmente este tipo de decisiones se demoraban años hasta que se hacían realidad, pero por fortuna para España el Pacífico estaba lejísimos de Europa y muy pocos navíos fueron capaces de repetir las hazañas de Drake. Sus ataques de 1585 contra Santo Domingo y otros lugares del Caribe de ningún modo fueron actos de «piratería», sino sangrientas campañas de guerra, respaldadas en esta ocasión por una flota financiada por la reina de Inglaterra.

Solo los ingleses llevaron a cabo alrededor de unas doscientas expediciones con patente de corso durante los años de conflicto bélico entre 1585 y 1603[20]. Los corsarios se dispersaron por todo el Caribe, robando y saqueando prácticamente a placer, pero cuidándose bien de no infligir daños que pudieran perjudicar sus propios intereses comerciales. Sin embargo, al parecer, estas actividades no interrumpieron de manera especialmente importante la extracción y exportación de plata desde América.

Los conflictos en Europa también animaron a actuar con más frecuencia a las flotas francesas y holandesas en América. Estos últimos llegaron al Nuevo mundo principalmente con la intención de explotar las grandes salinas naturales del extremo occidental de la península de Araya, en Venezuela, entre la Isla Margarita y Cumaná. Las autoridades locales no contaban ni con barcos ni hombres para detenerlos. El gobernador de Cumaná registró que entre 1600 y 1605 alrededor de un centenar de barcos holandeses al año se habían internado tranquilamente en las salinas y habían cargado sus bodegas gratis[21]. En noviembre de 1605 se llevó a cabo una expedición de castigo contra ellos, y veinte barcos salineros holandeses fueron hundidos. Años después los holandeses procedieron a asentarse en colonias tierra adentro, donde formaron los núcleos de la colonia de ultramar de la Guyana.

Las actividades «ilícitas» de los barcos extranjeros no se restringían al Caribe, sino a todas las costas americanas del Atlántico y del Pacífico, las cuales eran infinitas y por tanto, absolutamente vulnerables. Entre 1575 y 1742 al menos se llevaron a cabo veinticinco ataques en la costa del Pacífico a cargo de diferentes países[22]. Aunque el Pacífico estaba relativamente lejano, en términos de accesibilidad, no era menos suculento que la vertiente atlántica para los corsarios y saqueadores, pues la plata de Potosí normalmente se transportaba por tierra hasta Arica, y desde allí, por mar, hasta Callao, desde donde partía con una escolta naval hasta el istmo de Panamá. Los administradores españoles en el Caribe se quejaban de las actividades comerciales de los extranjeros y reclamaban para sí el derecho de dirigir las colonias. Era solo una parte de la verdad, y posiblemente no la parte más importante. Los asentamientos españoles en América estaban compuestos por gentes que participaban y se aprovechaban del contrabando. Los comerciantes extranjeros y los contrabandistas contribuyeron a crear en el Caribe un sistema regular de comercio, dado que las restricciones del sistema oficial de hecho condenaban a las colonias al hundimiento económico[23]. Como en otros rincones de su vasto imperio, España no contaba con los medios para regular adecuadamente el comercio de los territorios que decía poseer. Si no hubiera sido por los comerciantes «ilegales», las provisiones y el mantenimiento de muchísimos puestos dirigidos por españoles se habrían hundido.

Por tanto, deberíamos eliminar la «piratería» como una de las razones principales del fracaso de España en el aprovechamiento de las riquezas del Nuevo Mundo. El volumen de riquezas expoliadas por los piratas fue mínimo, comparado con las inmensas riquezas disponibles en todos los ámbitos de la economía en el Nuevo Mundo. ¿O fueron solo los piratas los responsables de las riquezas que desaparecieron bajo las aguas?

Es más que probable —aunque solo un estudio pormenorizado de los datos podría confirmar esta suposición— que la mayor parte de la plata se perdiera más por culpa del mal tiempo que por la piratería. Los vientos y las marejadas enviaron una incalculable cantidad de metales preciosos al fondo del océano. Había, lógicamente, tres puntos principales en los que los barcos corrían el riesgo de hundirse: en el punto de partida, saliendo del Caribe (lo cual normalmente tenía lugar en la costa norte de Cuba), en el mismo océano y, finalmente, en la desembocadura del Guadalquivir donde estaba situado el puerto de entrada obligatoria en España: Sevilla. La búsqueda de naufragios importantes ha proporcionado una gran cantidad de información —y, por supuesto, tesoros— cuyas referencias pueden encontrarse fácilmente en internet[24]. Los naufragios más famosos identificados son los de los navíos que se hundieron al poco de salir de Cuba, abatidos por furiosos huracanes. Sus restos yacen cerca de la costa de Florida, que se ha convertido en el paraíso de los cazatesoros americanos. Por contraste, la inmensa mayoría de los navíos que se hundieron en las costas españolas nunca se han identificado ni explorado adecuadamente. (El caso más famoso se tratará en el capítulo 12 de este libro).

Quizá el naufragio más conocido es el del galeón Atocha, que se hundió en el año 1622 al oeste de Key West, Florida. El galeón de mando (almiranta) de la flota de aquel año salió de La Habana muy tarde y tuvo que enfrentarse a un huracán. Ocho de los veintiocho barcos de la flota se perdieron, y los restos del naufragio los dispersó otro huracán que golpeó exactamente el mismo lugar un mes después. La carga del Atocha no volvió a ver la luz hasta 1971, cuando el ahora famoso cazatesoros Mel Fisher y sus buzos encontraron las primeras monedas; luego recobraron una buena parte del tesoro en 1985 y así fue como se liberó el cargamento de monedas de oro y plata, y lingotes, más grande que el mercado hubiera visto jamás, junto con muchos objetos de gran valor y piedras preciosas. A aquella misma flota del Atocha que hundió el huracán de 1622 pertenecía el Santa Margarita, que se hundió en un arrecife, a la vista del Atocha, y fue encontrado en 1626 por rescatadores españoles, que recuperaron aproximadamente la mitad de su tesoro. La otra mitad la encontraron Mel Fisher y sus colegas en 1980. En la actualidad, el Mel Fisher Maritime Museum de Key West es probablemente el museo más importante del mundo dedicado exclusivamente a los tesoros recuperados en los océanos.

Uno de los naufragios españoles más significativos de todos los tiempos fue el de la Concepción, que se hundió en 1641 en la costa noreste de La Española (hoy Haití), con un cargamento de muchas toneladas de oro y plata. La almiranta de una flota de veintiún barcos estaba ya en muy mal estado cuando el grupo que se dirigía a Europa fue sorprendido por una tormenta en septiembre; algunas semanas después, otra tormenta hundió el navío. Ninguno de los supervivientes pudo señalar con precisión el lugar exacto del naufragio, así que el tesoro durmió en los fondos marinos hasta que un cazatesoros de Nueva Inglaterra, William Phipps, lo encontró en 1687, y se llevó a su país toneladas de plata y algunas de oro. Otro cazatesoros americano volvió a encontrar de nuevo la Concepción en 1978.

Y así, en resumidas cuentas, continuó la historia, naufragio tras naufragio. El desastre de toda una flota en el año 1715, cerca de la costa oriental de Florida, fue probablemente el mayor de todos cuantos les ocurrieron a los grupos de navíos cargados con oro, en términos de pérdidas de vidas humana y dinero. La recuperación moderna de esta flota comenzó en los primeros años sesenta del siglo XX y continúa hasta el día de hoy, y, para el mercado numismático, ha sido la fuente más importante de la historia en cuanto a monedas de oro se refiere. El 30 de julio de 1715 la flota se topó de lleno con un huracán que arrastró a los barcos hacia la costa. Algunos de los buques se hundieron en aguas profundas, otros encallaron en bajíos. Los españoles llevaron a cabo operaciones de rescate durante algunos años, con la ayuda de los indios, y recobraron una buena parte de aquel inmenso tesoro, pero el resto permaneció en el fondo del océano hasta nuestros días. Las expediciones modernas en busca del tesoro de la flota de 1715 comenzaron a finales de los años cincuenta del siglo pasado, cuando un residente local encontró un real de a ocho de plata, después de un huracán, y decidió indagar en la posibilidad de que pudiera haber más. Los buscadores contaron con la ayuda de Mel Fisher como subcontratista. Al final encontraron joyas de oro, porcelana china, cubertería de plata, lingotes de oro y plata, y al menos diez mil monedas de oro, así como más de cien mil monedas de plata. Muchos de los pecios de 1715 aún no han sido localizados, pero de tanto en tanto algunos excursionistas tienen la suerte de encontrar en las playas de Florida alguna moneda de oro que hoy vale una fortuna.

La información sobre otros naufragios es abundante, pero habitualmente imprecisa[25]. Un cazador de tesoros español, Luis Valero de Bernabé, ha asegurado que «en nuestras aguas hay tres mil barcos hundidos», una afirmación que bien puede ser cierta, aunque solo una parte podría relacionarse con la llamada Carrera de Indias. En cualquier caso, los españoles han mostrado poco interés en este asunto y el gobierno habitualmente impide que los extranjeros busquen los pecios. Así que los tesoros permanecen ahí, como parte de una leyenda que sigue sin aclararse y que contribuye a crear más confusión respecto a nuestra comprensión de las riquezas de América.

¿Qué conclusiones podemos extraer tras este breve y muy resumido análisis?

El tesoro americano, a medida que fue haciéndose más y más accesible, contribuyó a la riqueza de España y financió sus empresas imperiales. Cada nuevo cargamento de oro que llegaba a España se consideraba una feliz contribución a la riqueza del país. Sin embargo, aquello tuvo también sus contrapartidas. En primer lugar, una gran parte de la riqueza americana no llegó jamás a manos del gobierno español, bien porque se gastaba en América, o porque lo escamoteaban los comerciantes de otras naciones, o porque desaparecía en el contrabando o porque se perdía en el mar. En realidad los piratas desempeñaron un papel insignificante en este panorama. En segundo término, cuando dichos tesoros llegaban a España, no propiciaban las favorables consecuencias que muchos suponían, puesto que con frecuencia agravaron la inflación o salían del país debido a los movimientos comerciales.

A pesar de todo, el gobierno español utilizó razonablemente la plata americana, y es injusto acusarlo de despilfarrar los recursos. Se trató de utilizar las riquezas de América con inteligencia, con el fin de contribuir a la supervivencia del Imperio. El Imperio español era una aventura internacional en la que estaban involucrados muchos pueblos, y fue el primer ejemplo de una economía «globalizada», en la que se dependía del apoyo de muchos pueblos y naciones.

Esta globalización tuvo dos características principales. En primer lugar, España, a través de su desembolso en defensa y comercio, proporcionaba los fondos que sostenían la economía de la mitad del globo. La Península Ibérica contaba con pocos recursos propios, tanto en hombres como en materias primas. De modo que el Imperio utilizó su plata americana para adquirir bienes y contratar los servicios de especialistas extranjeros. En segundo lugar, cuando la hostilidad política de países concretos amenazó la estabilidad del imperio, otros países extranjeros, por interés, fueron los primeros en solidarizarse en defensa de España. Simplemente no podían permitirse perder su parte en una empresa que contribuía a su propio bienestar y que en alguna medida ellos mismos controlaban. La plata continuaba haciendo girar las ruedas del Imperio y el vastísimo mercado americano permanecía abierto a todos los mercaderes del mundo.

La financiación de la guerra era un asunto internacional que siempre operaba en detrimento de los países beligerantes, pero España no tenía otra opción. Consideremos, por ejemplo, el curiosísimo caso de cómo el gobierno español entregaba oficialmente las riquezas de El Dorado a los rebeldes contra quienes estuvieron luchando durante ochenta años, es decir, los holandeses.

Al enviar grandes cargamentos de oro y plata a los Países Bajos, España estaba de hecho ayudando a los rebeldes holandeses, que aprovecharon el empuje de su sistema comercial. «Gracias al comercio con España que los rebeldes han tenido durante los últimos veintidós años», sentenciaba un despacho enviado a Felipe III en 1607, «los holandeses han recibido en sus ciudades y sus provincias unas cantidades de plata y oro a cambio de queso, trigo, mantequilla, pescado, carne, cerveza y otros productos del Báltico, y de ese modo han obtenido unos tesoros mucho mayores de los que podrían haber conseguido con sus barcos de pesca y su comercio[26]». Este comercio increíble pero inevitable entre los holandeses y los españoles continuó a lo largo de todos los años de la guerra, y se incrementó durante los doce años de tregua entre 1609 y 1621.

Había tres rutas principales por las que fluía el oro hacia Flandes. En primer lugar, había una ruta comercial directa con Sevilla y Cádiz, dirigida por agentes flamencos que residían en España, o a través de terceros que disfrazaban o encubrían la relación con los rebeldes de Flandes. A lo largo de los últimos años del siglo XVII llegaban de América grandes cantidades de oro y plata que estaban destinadas a los banqueros de Ámsterdam. El embajador inglés informaba en 1662 que al menos un tercio del tesoro que llegó en los barcos de aquel año fue a parar a manos holandesas, y la proporción continuó siendo prácticamente la misma con cada flota que llegaba[27]. En segundo término, había banqueros y comerciantes —principalmente genoveses entre 1577 y 1627, y portugueses entre 1627 y 1647— cuyo intercambio comercial con España se pagó con grandes cantidades de oro que inmediatamente entraban en el mercado holandés, con el que dichos banqueros también comerciaban[28]. Por ejemplo, un mercader inglés que se encontraba en Livorno en 1666 informó que una gran parte de la plata americana que se enviaba a Génova y Livorno, en realidad, era propiedad de los agentes holandeses en esas ciudades[29]. La política de embargo comercial a Flandes que se puso en marcha a partir de 1621 no redujo apreciablemente el flujo de oro y plata hacia manos rebeldes. Finalmente, estaban las importaciones directas de metales preciosos que las autoridades españolas en Flandes utilizaban para pagar los costes de la ocupación. Se ha calculado que «entre 1566 y 1654 el tesoro militar español en Flandes recibió un mínimo de 218 millones de ducados de Castilla[30]», de lo cual una buena parte acabó en manos de los holandeses rebeldes. Estas tres rutas se aprovecharon del sistema internacional de comercio, de modo que en cierto sentido España necesitaba de la existencia del mercado holandés con el fin de realizar sus transacciones financieras, una situación que ha sido correctamente descrita como de «dependencia económica mutua[31]». Incluso en España se reconocía que el país iba irremediablemente a remolque de sus enemigos de Flandes por dos necesidades imperiosas: las materias primas para la construcción de barcos, y el trigo para el consumo interno de España[32].

Podemos ampliar la visión de esta increíble situación observando los casos de otras naciones, como Francia. Durante un extenso período de tiempo, los franceses controlaron la mayor parte del comercio exterior español. En el siglo XVII proporcionaban un tercio de todas las importaciones de Andalucía, casi el 40 por ciento de las importaciones que llegaban a Valencia y prácticamente todas las importaciones del Reino de Aragón. Entre ingleses y franceses controlaban el comercio exterior del principal puerto del Mediterráneo, Alicante. En todo caso, no hay sitio aquí para una exposición pormenorizada y será suficiente con dejar sentado que los holandeses, teóricamente enemigos de España, estaban recibiendo enormes cantidades de oro y plata americana que el propio gobierno de España les suministraba generosamente.

Y mientras tanto, las riquezas del Nuevo Mundo seguían llegando a raudales. En la mejor época, con España en la cima de su poder, las importaciones de oro y plata asombraron al mundo. Veamos algunas cifras de nuevo. El flujo se incrementó notablemente desde mediados del siglo XVI. Entre 1503 y 1600, de acuerdo con las estimaciones de importaciones oficiales realizadas por Earl J. Hamilton, llegaron a España procedentes de América 153 500 kilos de oro y 7,4 millones de kilos de plata. En torno a dos tercios del oro y solo el ocho por ciento de la plata había llegado antes de 1560, pero fue suficiente para conmocionar la economía de Castilla, cuyos precios se doblaron en la primera mitad del siglo. Las cifras no están completas, porque no incluyen la gran cantidad de metales preciosos que entraron en el país ilegalmente. Este fue solo el principio de una inundación de dinero. Y así continuó el flujo de oro y plata, durante mucho más tiempo del que creemos. Es un error común, repetido aún por algunos autores, sugerir que las riquezas de las minas comenzaron a agotarse aproximadamente cien años después de que comenzara su explotación. Bien al contrario, aquellas importaciones se multiplicaron, hasta un grado que los historiadores apenas han imaginado antes de que se realizaran las nuevas investigaciones de los años ochenta[33]. El imperio aparentemente en declive estaba recibiendo una cantidad de riquezas sin precedentes, y las minas americanas seguían aumentando su producción. En Potosí, en Bolivia, en Parral y Zacatecas, al norte de Nueva España, se incrementó la extracción. En la década de 1590, un período en el que habitualmente se cree que se envió más plata, las importaciones de metales preciosos en Sevilla alcanzaron una media de siete millones de pesos anuales. Entre 1670 y 1700, por el contrario, las medias se elevaron hasta alcanzar aproximadamente los ocho millones anuales.

Los tesoros de El Dorado cruzaron el Atlántico hacia España, pero apenas entraban en España. La razón, como ya se ha apuntado, era que la plata tenía que utilizarse para pagar las compras que se hacían en otros países. El cónsul francés en Cádiz constató cómo en marzo de 1670 el 50 por ciento de la plata que había llegado a bordo de una flota recién llegada de Nueva España se había vuelto a embarcar en navíos extranjeros con rumbo a Génova, Francia, Londres, Hamburgo y Ámsterdam. Otro cónsul francés, en 1682, informaba que los galeones que llegaron de Panamá ese año, transportando veintiún millones de pesos en plata, transfirieron dos tercios de su cargamento a naves que partieron hacia Francia, Inglaterra, las Provincias Unidas y Génova. Otro cónsul francés advirtió en 1691 que el 95 por ciento de los bienes que se llevaron para comerciar a América aquel año no eran españoles. En este mismo sentido, el grueso de la plata que llegaba a Europa realmente pertenecía a extranjeros. Era dinero que les pertenecía no solo por el comercio directo con la Península, sino también porque eran los pagos que el gobierno español les debía por los costes militares a lo largo de todo el imperio.

«¿De qué sirve el traer tantos millones de mercaderías y plata y oro la flota y galeones con tanta costa y riesgos, si viene en permuta y trueco de hacienda de Francia y de Génova?», protestaba un autor en la década de 1650[34]. Esta indignación estaba injustificada. Hasta el final de la dinastía de los Habsburgo, los españoles se obstinaron en no reconocer que tenían que compartir su riqueza para que fuera productiva. Desde los días del emperador Carlos V, si no antes, España había sido capaz de explotar sus limitados recursos precisamente porque participaba en una red global de comercio que le proporcionaba los servicios esenciales —crédito, reclutamiento, comunicaciones, barcos, armamento—, lo cual permitió al Imperio seguir funcionando. La plata tenía que operar fuera del país, o de lo contrario habría resultado totalmente inútil.

Lo que comenzó como un sueño de riquezas ilimitadas, al final, acabó en desilusión. Muchos imperios han seguido este mismo camino, y España no fue una excepción. Podemos resumir esta historia preguntándonos dónde residía la riqueza de España y su Imperio. ¿Dónde estaba la riqueza? ¿Quién la controlaba? Las respuestas que obtendremos no son en absoluto las que muchos esperarían. Hay una creencia generalizada de que España controlaba un vasto y rico Imperio; un Imperio que otras naciones estaban intentando atacar y arruinar por todos los medios. La creencia se basa en una visión optimista y errónea de lo que España controlaba realmente. En realidad, ya desde el reino de Felipe II, y muchos años antes del gran desastre de la Armada, el Imperio, y la propia España, se habían convertido en una empresa multinacional en la que los españoles solo desempeñaban un pequeño papel, y la mayor parte de la riqueza de España estaba en manos de italianos, flamencos, franceses e ingleses. No había nada intrínsecamente malo en esto. Los intereses imperiales de España estaban dispersos por todo el globo, y el país, con su pequeña población, sus recursos limitados y una capacidad militar y naval escasa, nunca habría sido capaz de dominar todos los sectores comerciales.

Las riquezas del Nuevo Mundo, si hubieran estado en algún momento bajo control español, podrían haber convertido a España en una nación poderosa. Pero los españoles nunca aprovecharon sus oportunidades, nunca prepararon a sus élites para participar en los objetivos del Imperio, nunca llegó a ser una gran potencia naval y nunca logró reclutar un ejército significativo. En consecuencia, fracasaron a la hora de alcanzar los logros que la riqueza americana podría haber favorecido. Inevitablemente, ha sido difícil que muchos españoles hayan comprendido esta deprimente visión de cómo terminó el camino hacia El Dorado, puesto que durante siglos se les ha atiborrado y aturdido con mitos acerca del poder y la riqueza imperial. La verdad es que la riqueza fue siempre muy frágil, y desapareció a través de más canales de los que los manuales de historia están dispuestos a admitir.