11. El rey hechizado que no lo fue
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El rey hechizado que no lo fue
Hay pocas historias más curiosas en la Historia de la monarquía española que la del rey que se supone que había sido hechizado. En realidad, el misterio es descubrir por qué alguien pudo concederle alguna importancia a semejante historia, y nosotros tenemos buenas razones para sospechar que hubo razones políticas para el nacimiento y la persistencia de la leyenda. La historia tiene como protagonista al último rey de la dinastía de los Habsburgo que gobernó España. Su nacimiento, su salud, su vida y su proceder se narran habitualmente en términos de sucesiones de desgracias que sufrió desde el momento en que vino a este mundo, así que nosotros debemos seguir ese mismo camino. Carlos II de Habsburgo, nacido en 1661 de la reina Mariana de Austria, fue el último hijo del rey Felipe IV, que había tenido la desgracia de perder a su adorado heredero anterior, Baltasar Carlos. La secuencia de muertes infantiles en la familia real se atribuye generalmente a la permanente endogamia de la dinastía, cuyas nocivas consecuencias se manifestaron en la débil capacidad reproductiva de la familia. Además de la endogamia, suele ponerse énfasis en la supuesta locura de la reina Juana, hija de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, en el siglo XV, y las deficiencias mentales y físicas que pasaron por razón de sangre a los siguientes reyes. Los matrimonios entre familiares muy cercanos incrementan el riesgo de abortos, mortinatos y malformaciones congénitas. Además, entre hijos de padres que son parientes se da un incremento de riesgo de muerte al alcanzar la madurez.
Los hechos referidos a la herencia de desórdenes físicos y mentales no pueden negarse, pues las investigaciones médicas confirman esos extremos. La cuestión es determinar hasta qué punto esos defectos hereditarios desempeñaron un papel en la historia del último rey Habsburgo de España[1]. El análisis de la endogamia en las tres generaciones antecesoras de Carlos II arroja datos impresionantes. El bisabuelo de Carlos, Felipe II se casó con su sobrina Anna de Austria, hija del emperador Maximiliano II, casado con la hermana de Felipe II, María. El abuelo de Carlos II e hijo de Felipe II y Anna de Austria fue Felipe III, casado con su prima Margarita de Austria, hija del emperador Carlos III de Austria. El padre de Carlos II fue Felipe IV, casado con su sobrina Mariana de Austria, hija del emperador Fernando III, a su vez casado con su prima María Ana, hermana de Felipe IV. Carlos II de España (1661-1700) fue descendiente, por tanto, de tres generaciones de abuelos y abuelas con siete matrimonios consanguíneos virtualmente incestuosos, con coeficientes altísimos de endogamia.
Carlos II nació el 6 de noviembre de 1661, justo cinco días después de la muerte de su hermano Felipe Próspero. Era diminuto y enfermizo, y su madre, las nodrizas y toda la corte se esforzaron en cuidarlo y ocultar los defectos que ya eran plenamente visibles en su cuerpo. La Gaceta de Madrid anunció que el infante era robusto y precioso, y que tenía una cabeza proporcionada, pero los diplomáticos no parecían muy convencidos. Al final, cuando el embajador francés consiguió echarle un vistazo al vástago real, envió un despacho menos favorable a Luis XIV, para quien el asunto era de la mayor importancia, dado que la ausencia de un heredero sano en España inevitablemente generaría problemas en la estabilidad política de Europa. Felipe IV murió en 1665 y su hijo le sucedió, pero los observadores no eran muy optimistas respecto a sus posibilidades de supervivencia. El embajador francés envió informes a Versalles, diciendo:
Parece extremadamente débil, con esas mejillas pálidas y la boca muy abierta, un síntoma, de acuerdo con la opinión unánime de los doctores, de alguna anomalía gástrica, y aunque dicen que camina por sí solo y que las correas con que la menina lo ayuda y lo guía sirven únicamente para que no se caiga si se tropieza, a mí me parece dudoso, puesto que lo he visto coger la mano de su aya para sujetarse cuando le quitan las correas. Sea como fuere, los doctores no le auguran una larga vida, y parece que esto se da por seguro en todos los pronósticos aquí.
Un estudio médico reciente apunta que el rey estaba evidentemente inválido desde su nacimiento, y su salud nunca mejoró lo suficiente como para que pudiera llevar una vida normal[2]. Su infancia fue extraordinariamente complicada: a los tres años de edad los huesos del cráneo todavía no se le habían cerrado y el niño no se podía sostener por sí mismo, no pudo caminar hasta los seis años de edad e incluso cuando cumplió los nueve lo hacía con dificultad. Hasta los cuatro años su dieta fue exclusivamente leche materna, y lo alimentaban catorce nodrizas que al final tenían que cambiarse constantemente porque el niño les mordía los pezones. Como fue proclamado rey a esa edad, y resultaba bastante indecoroso, su madre ordenó que se suspendiera la lactancia. Tenía constantes infecciones bronquiales y dentales, y padeció el sarampión y la varicela a los seis años, la rubeola a los diez y la viruela a los once, y frecuentes ataques de diarrea como resultado del prognatismo familiar, que le obligaba a mantener unas costumbres alimenticias lastimosas, de su glotonería y de las prescripciones médicas de aquella época. Sufrió ataques epilépticos que se hicieron más severos hacia el final de su vida. A los nueve años de edad hablaba con dificultad y no sabía ni leer ni escribir[3].
Ascendió al trono en 1665, pero por culpa de su minoría de edad el gobierno quedó en manos de su madre, en calidad de regente, y de un consejo regente. Algunas diferencias de opinión entre esas personas abonaron el terreno para la confusa política de los primeros años del reino. El joven rey continuó estando crónicamente enfermo a lo largo de toda su vida, y fue completamente incapaz de engendrar un heredero (más adelante comentaremos los problemas sexuales y otras deficiencias del monarca). A medida que crecía, los diplomáticos pudieron comprobar que no había muchas esperanzas de mejora en el aspecto físico. Cuando cumplió los veinticinco años, el nuncio papal redactó el siguiente despacho:
El rey es más bien bajo que alto, no mal formado, feo de rostro; tiene el cuello largo, la cara larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior, típico de los Austrias; ojos no muy grandes, de color azul turquesa y cutis fino y delicado. El cabello es rubio y largo, y lo lleva peinado para atrás, de modo que las orejas quedan al descubierto. No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, una mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia.
En vista de la incapacidad del joven rey, la sucesión al trono se convirtió en un asunto que ocupó a toda la diplomacia europea y a los políticos durante los siguientes cuarenta años, pero este aspecto queda fuera de nuestros objetivos en este capítulo. ¿Podría casarse el joven Carlos? ¿Podría ser padre y engendrar un heredero? Estas preguntas eran cuestiones vitales, en un mundo en el que la sucesión hereditaria era la clave de las decisiones políticas. La decisión final descansaba en la voluntad de la viuda de Felipe IV, Mariana, que se aferró ferozmente a las riendas del poder como reina regente durante la minoría de edad de su hijo. Hasta 1680, el personaje más relevante en la política de la época fue un hombre a quien Felipe IV, en su testamento, había excluido deliberadamente del gobierno. Se trataba de don Juan José, un hijo ilegítimo que Felipe IV había tenido con la actriz María Calderón. Don Juan José disfrutó de su estatus como príncipe real, era Gran Prior de la Orden de San Juan en Castilla, y había servido sobresalientemente en Flandes, en Italia, en Cataluña y contra los rebeldes portugueses. Hombre de grandes dotes personales y cultura, y uno de los principales generales del país, don Juan José aspiraba a ostentar un poder que a su juicio estaba siendo ejercitado del modo más incompetente por parte de la regente y sus seguidores. Durante los primeros trece años del reinado, la vida política se centró en la lucha de poder entre él y la reina. La confrontación entre los nobles continuó a lo largo de todo el reinado, y esta es quizá la razón que explica los acontecimientos de la década de 1690, cuando comenzó a circular la historia del hechizo del rey.
Entretanto, la cuestión principal era si Carlos II podría engendrar un heredero. Una vez que el rey llegó a la mayoría de edad, todas las preocupaciones se centraron en su matrimonio. La primera esposa que se le escogió fue María Luisa de Orleans, una sobrina de Luis XIV de Francia. La angustia de la futura esposa fue espantosa, y solo empeoró cuando el embajador francés, el marqués de Villars, escribió a la corte: «El rey católico es tan feo que da miedo, y parece como que está enfermo». En 1679, cuando el rey tenía dieciocho años y María Luisa diecisiete, se celebró la boda en Quintanapalla (Burgos), adonde había viajado el rey, encantado de encontrarse con su futura novia. La nueva reina aceptó su papel humildemente. En cierta ocasión confesó a una dama de honor que el rey sufría eyaculación precoz y que esto había impedido que se consumara el matrimonio. Cuando el embajador francés lo supo, sobornó a una lavandera de palacio para que le entregara la ropa interior del rey y la ropa blanca de la reina, con el fin de examinar las eyaculaciones del rey. Se recurrió a todas las fórmulas, divinas y humanas, para conseguir el deseado embarazo. Aquello generó frecuentes problemas intestinales en la reina y durante los últimos años de su vida se temió que estuviera siendo envenenada.
El martes 8 de febrero de 1689, María Luisa, acompañada de algunas de sus damas, salió a montar a caballo. Mientras se ejercitaba, perdió el equilibrio en la silla y, según algunos informes, cayó al suelo. La reina prohibió a sus damas mencionar el accidente. Dos días después, a las cinco de la mañana, se levantó con dolor de estómago, náuseas, diarrea y una sensación de ahogo. Tras muchos sufrimientos y mucha medicación, murió cuatro días después del accidente. Se han propuesto distintas opiniones respecto a la causa de su muerte, pero una opinión reciente sugiere que fue una apendicitis con peritonitis.
La repentina muerte de María Luisa renovó las angustias sobre la sucesión al trono, y a lo largo de los seis meses siguientes se acordó un matrimonio con Mariana de Neoburgo, hija de la numerosísima familia del elector alemán del Palatinado (era la duodécima de veintitrés hermanos). Se casó con Carlos II el 14 de mayo de 1690, en Valladolid. Sin embargo, tampoco de este matrimonio nacieron hijos. Los alemanes efectivamente dominaron la corte desde 1691 hasta 1968: sus principales consejeros eran el secretario de Mariana (Heinrich Wiser), su dama de honor (la condesa de Berlepsch) y dos españoles (el conde de Baños y don Juan de Angulo). El poder ejecutivo en cualquier caso permaneció en manos de los nobles y grandes de España, la mayor parte de los cuales eran hostiles a los alemanes; el resultado y consecuencia de estos enfrentamientos fue que la política permaneció sometida a un estado de constante confusión, con la corte y los consejos enfrentados en frecuentes conflictos políticos. Las querellas entre las dos damas alemanas de la corte (la reina Mariana de Neoburgo y la antigua regente Mariana de Austria) solo contribuían a promover más confusión.
Como Carlos II fue incapaz de engendrar un hijo ni con María Luisa ni con Mariana, el inminente final de la línea masculina de la dinastía de los Habsburgo en España obligó a buscar urgentemente al siguiente rey. Francia creía que tenía muy buenos fundamentos en favor de los derechos dinásticos de la hija de Felipe IV, María Teresa, que se había casado con Luis XIV en 1660. Pero las capitulaciones de ese matrimonio y el posterior testamento de Felipe IV habían dejado bien claro que María Teresa y su descendencia quedaban excluidas de la sucesión, pero Luis XIV insistió en sus exigencias, y en España tuvo sus seguidores. La influyente posición de Mariana de Neoburgo alimentó ciertas esperanzas de una sucesión proalemana, activamente animada e impulsada en Madrid por el embajador imperial, Ferdinand Harrach, tras su llegada a la capital en 1697. Sin embargo, bajo el liderazgo del arzobispo de Toledo, el cardenal Portocarrero, fue formándose un grupo profrancés que apreciaba más ventajas en tener a la poderosa Francia como aliado que en tenerla como enemigo. Portocarrero siempre se opuso a la presencia de los alemanes en la corte y, desde 1698, cuando el embajador francés Harcourt llegó a España, se comprometió firmemente con la causa francesa.
Los problemas de salud de Carlos II y su incapacidad para engendrar un heredero alarmaron a sus consejeros. Desde la década de 1670 al menos uno de los confesores del rey, el dominicano fray Tomás Carbonel, había sido de la opinión de que Carlos era víctima de artes de brujería. ¿Qué otra cosa, si no, podía explicar los persistentes problemas del rey y su incapacidad para tener un heredero? Tanto los médicos como los diplomáticos habían concluido, durante el matrimonio con María Luisa, que la reina no tenía ningún impedimento y que el rey era capaz de tener erecciones. Entonces, ¿por qué la ausencia de un heredero persistía durante el matrimonio con Mariana de Neoburgo? Mientras todos estos debates continuaban hasta la última década del siglo, la salud del rey comenzaba a deteriorarse rápidamente.
Los diplomáticos se entregaron con fruición a enviar detallados despachos e informes a sus respectivos gobiernos. Stanhope, el ministro inglés en Madrid, escribió al duque de Shrewsbury en septiembre de 1696: «En esta enfermedad cortáronle el pelo, aunque el declive de la naturaleza ya casi lo había hecho antes, y tiene calvo todo el cráneo. Tiene un estómago voraz, y se traga entero todo lo que come, porque su mandíbula inferior está tan salida que las dos hileras de dientes no coinciden, así que las mollejas, los hígados o el pollo se los traga enteros, y como su débil estómago no es capaz de digerirlo, lo vomita también todo entero». ¿Era toda esta situación resultado de la brujería? ¿Era su presunta incapacidad para tener una erección o para engendrar un heredero el resultado de un maleficio que le habían echado? El cardenal Portocarrero y el inquisidor general Rocaberti creían en la brujería, y después de convencer al rey de que estaba hechizado, lo animaron a someterse a un exorcismo de acuerdo con la fórmula eclesiástica. Carlos II aceptó, y fue exorcizado por su confesor, el dominico fray Froilán Díaz, en marzo de 1698. Regresaremos posteriormente a este episodio.
La extrema decrepitud del rey —aunque era un hombre joven— había dado lugar algunos años atrás a ciertos rumores entre el pueblo, según los cuales el monarca estaba hechizado, y las sugerencias se habían convertido en objeto de consideración por parte del inquisidor general de la época, que dejó por escrito que él no pudo encontrar pruebas para actuar al respecto. En la época de la primera enfermedad grave del rey, en 1697, el propio Carlos II ordenó llamar al nuevo inquisidor general, Rocaberti. Le confesó su convicción de que su enfermedad no era natural, sino el resultado de algún maleficio, y le pidió que llevara a cabo una exhaustiva investigación. El inquisidor general se mostró de acuerdo, pero le dijo al rey que no consideraba que se pudiera llegar a una conclusión a menos que el rey pudiera señalar a alguna persona de quien sospechara o de quien tuviera alguna prueba de haberle lanzado un maleficio. Y así quedaron las cosas, hasta que unas semanas más tarde el padre Froilán se convirtió en confesor del monarca.
Para 1698 poca gente tenía esperanza alguna de que el rey pudiera recobrarse. En marzo de 1698 el embajador francés, el marqués de Harcourt, escribió al rey Luis XIV: «Está tan débil que no puede salir de la cama más que una o dos horas». Y añadía: «Siempre hay que ayudarlo, cuando sale o entra en su carruaje», «tiene tan hinchados los pies, las piernas, la barriga, la cara, y a veces incluso la lengua, que no puede ni hablar». Sin duda había observadores en Madrid que creían que la enfermedad del rey no era natural, y que podría estar causada por artes de magia negra. Cuando el ministro inglés Stanhope, aquel mismo año, escribió una carta desde Madrid a su hijo, que estaba en Londres, también mencionó el asunto de la magia.
Anda la Corte en gran conmoción: los grandes y nobles como perros y gatos, turcos y moros. El rey está languideciendo, tan débil y tan agotados sus espíritus vitales que solo hay esperanzas de que se mantenga con vida durante unas pocas semanas. La opinión general es por doquier que habrá sucesión francesa, pues la aversión a la reina ha conseguido poner en su contra a todos los paisanos, y si el rey francés se aviene a que uno de sus nietos más jóvenes sea rey de España, no encontrará oposición ni de la grandeza ni de la villanía común. El rey no está en condiciones de dar audiencias, pues habla poco y sin mucho conocimiento. Imagina que todos los demonios están ocupados tentándolo[4].
El «demonio» evidentemente estaba perturbando el cerebro del rey. Por aquellas mismas semanas, Stanhope escribió a un ministro del gobierno inglés.
El rey está tan débil que a duras penas puede llevarse la mano a la boca para alimentarse, y tan extremadamente melancólico que ni sus bufones, enanos ni marionetas, todos los cuales muestran sus jerigonzas delante de él, consiguen que deje de imaginar que todo lo que se dice o hace no son más que tentaciones del demonio, y nunca se siente a salvo sin su confesor y dos frailes a su lado, y a quienes obliga a dormir en su cámara todas las noches[5].
Los acontecimientos que tuvieron lugar a continuación son la clave del drama del llamado «hechizo» del rey, aunque una descripción más exacta debería centrar la atención en el principal personaje involucrado, esto es, Froilán Díaz. La historia de los acontecimientos la puso por escrito un miembro de la Inquisición de aquellos años. Su informe, titulado «Proceso criminal fulminado contra el Rmo. P. M. Fray Froylan Díaz, de la sagrada religión de los predicadores, Confesor del Rey N. S. D. Carlos II», está disponible en varias copias manuscritas[6], y fue publicado por vez primera en Madrid en 1787. De este documento se deduce claramente que lo que estaba sucediendo en la corte no constituía simplemente un caso de brujería, ni siquiera una conspiración de un grupo de eclesiásticos, sino algo mucho más importante, una lucha entre grupos rivales de la Corte: podemos identificarlos a grandes rasgos como los «simpatizantes de una sucesión francesa» contra los «amigos progermánicos de la Reina».
El exorcismo que Froilán Díaz le hizo al rey en la primavera de 1698 levantó muchos comentarios. Además, Froilán supo que otro monje, fray Antonio Álvarez Argüelles, también estaba por aquellos días exorcizando a una monja en Asturias, con el fin de liberarla de sus demonios. La supuesta presencia del demonio en una monja proporcionó los argumentos que permitirían actuar luego en la corte. ¿Y si se le preguntaba al demonio de la monja sobre la situación del rey? Fray Froilán y el inquisidor general le ordenaron al exorcista que le exigiera al demonio asturiano que declarara si Carlos II estaba hechizado o no. Si el demonio de la monja contestaba en sentido afirmativo, debía revelar después la naturaleza de dicha brujería, y si era permanente, y si había sido causada por algo que el rey hubiera comido o bebido, o si se había hechizado por algo que hubiera visto u otros objetos; y, finalmente, el demonio debía declarar si había algún medio natural para prevenir sus efectos. El confesor añadió otras cuestiones más por su cuenta, y le pidió al exorcista que efectuara el interrogatorio tan pronto como le fuera posible.
Argüelles, bastante inteligentemente, se negó a plantearle ninguna cuestión al demonio de la monja, a menos que tuviera permiso por escrito del inquisidor general. Debe tenerse en cuenta que el propio obispo de Argüelles, el obispo de Oviedo, no estaba muy convencido de la necesidad de organizar un exorcismo real, y así se lo dijo claramente en una carta a Rocaberti:
Siempre he estado persuadido a que en el rey no hay más hechizo que un descaecimiento del corazón y una entrega excesiva de voluntad a la reina, y en el ínterin que el confesor no trabaje no se hallará otro remedio. Hay gravísima necesidad de oraciones, y que forme el rey juicio práctico de lo mucho que va fundado en mentiras[7].
El inquisidor general ignoró esta opinión y en junio de 1698 escribió a Argüelles ordenándole escribir los nombres del rey y la reina en una cuartilla de papel; luego debía colocarse el papel en el pecho, invocar al demonio, y preguntarle si las personas cuyos nombres estaban escritos en ese papel estaban sufriendo de brujería. Froilán le envió la carta junto a otra muy larga escrita por él mismo a su viejo amigo Argüelles con un complejo cifrado para mantener el secreto en posteriores comunicaciones. Argüelles contestó, sin expresar ninguna sorpresa ante la petición, puesto que el demonio ya le había dicho previamente que estaba reservado para grandes asuntos y que recibiría una orden de un superior.
Luego, envió el resultado de su primera consulta. Dijo que había puesto las manos de la monja poseída sobre un altar, y por el poder de sus ensalmos le había ordenado al demonio que respondiera a lo que se le preguntaba. El demonio no se mostró reacio en absoluto, sino que «juró por Dios Todopoderoso que era verdad que el rey había sido hechizado mediante un bebedizo ponzoñoso», «et hoc ad destruendam materiam generationis in Rege et eum incapacem ponendum ad regnum administrandum». Dijo que la poción se le había administrado a la luz de la luna cuando el rey tenía catorce años. Luego, el vicario, como experto, daba algún consejo por su cuenta. Decía que al rey debería dársele de beber un cuartillo de aceite, y cuando esto se hiciera, en ayunas, después debería llevarse a cabo una ceremonia de exorcismo. Carlos II no debería comer nada luego, durante un tiempo, y todo lo que comiera o bebiera debería bendecirse primero.
Fray Froilán Díaz se mostró muy alarmado ante esta información, y redobló sus esfuerzos para encontrar algún medio de deshacer el hechizo que se le había lanzado al rey cuando tenía catorce años. Presionó a Argüelles para que le hiciera más preguntas al demonio. Después de una buena cantidad de mutuas recriminaciones, el vicario aceptó, y en septiembre de 1698 le escribió que había hecho jurar al demonio sobre el sagrado sacramento, y que había declarado que el hechizo se le había administrado al rey en una taza de chocolate en abril de 1673. «Pregunté», escribió el exorcista, «de qué materias se había compuesto el encantamiento, y dijo que tres partes de hombre muerto…». ¿Qué partes? «Sesos para anularle la voluntad, intestinos para arruinarle la salud, y riñones para esquilmarle la virilidad». «¿Y fue un hombre o una mujer quien le administró el hechizo?». «Una mujer. Y ya ha sido juzgada». «¿Por qué lo hizo?». «Para poder reinar». «¿Cuándo?». «En la época de don Juan José de Austria, a quien ella mató con un encantamiento semejante, aunque más fuerte». La insinuación era que la mujer, evidentemente, era Mariana, la reina madre, y que también había asesinado a don Juan José.
Eso significaba que había un largo lapso de tiempo, un cuarto de siglo para ser precisos, entre el supuesto maleficio de 1673 y las condiciones en las que se encontraba el rey veinticinco años después. El grupo de personas que estaban trabajando con y a través de Fray Froilán Díaz continuaron presionando al demonio para que diera más respuestas, y escribieron al vicario ordenándole que preguntara al demonio si se habían producido posteriores hechizos en el curso del último cuarto de siglo. El espacio de tiempo era tan amplio que parecía imposible que las lamentables condiciones del rey se debieran al encantamiento original. ¿Se había hecho algo desde entonces? «Sí», dijo el complaciente demonio, «en 1694, solo hace cuatro años, el día 24 de septiembre, un encantamiento semejante se le dio en la comida y no dejó rastro alguno», y esto lo juró el demonio por Dios y la Santísima Trinidad. Aquellas respuestas no eran aún suficientes para el inquisidor, el confesor y sus colegas, y continuaron presionando para obtener nombres. Al final el demonio dio algunas indicaciones, pero la referencia a los lugares donde vivían resultó tan vaga como inútil. En noviembre de 1698 Argüelles informó a sus colegas en la corte que había estado conjurando al demonio toda una tarde infructuosamente, y que al final el demonio se había hartado de él y había estallado de furia, diciéndole: «¡Vete! ¡No me molestes!».
El confesor y sus amigos aconsejaron al rey un pequeño viaje, por su salud, y, asombrosamente, pareció mejorar. Stanhope, que seguía obteniendo algunas informaciones, atribuyó el cambio no a los exorcismos que se estaban llevando a cabo sobre Carlos II, sino al hecho de que el rey ahora, por primera vez, bebía un poquito de vino. «Lo que creo que le ha sentado mejor es que últimamente bebe dos o tres vasos de vino puro en cada comida, mientras que no había tomado nada antes en toda su vida, sino agua hervida con un poco de vainilla».
Por aquella época, a comienzos del año 1699, el vicario Argüelles consideró que merecía salir ya de la recóndita y lejana Asturias y que su trabajo se aprovecharía mejor en Madrid. Así que informó a sus colegas de que el demonio había declarado que toda la verdad solo sería divulgada en la iglesia de la Virgen de Atocha, en Madrid, y que como él, vicario, había sido el que había empezado el caso, él sería el encargado de ponerle fin. Sin embargo, las otras partes del proceso consideraron que aquello era poco recomendable, y la correspondencia con Argüelles se cortó de raíz.
Entretanto, los simpatizantes de la reina en la corte inevitablemente se habían percatado de los extraños tejemanejes entre el confesor y el demonio. Aceptaron que se le practicaran algunos exorcismos al rey, porque las leyes de la Iglesia permitían que se llevaran a cabo tales medidas, pero tenían muy serias dudas respecto al contacto directo con el demonio a través de medios que no aparecían en ninguna guía o manual. La reina exigió que se actuara de inmediato, pero sus amigos le aconsejaron prudencia. En todo caso, fray Froilán Díaz ganó aún más credibilidad gracias al testimonio de un famoso exorcista llamado Mauro Tenda, que había sido llamado en secreto para que viniera a España.
De acuerdo con la información del embajador imperial en Madrid, el conde de Harrach, Tenda era «un saboyano de unos cincuenta años, natural de Niza, que ha residido mucho tiempo en Turín, donde no ejercía otro ministerio que este de exorcista. Contó que, exorcizando tres años atrás a una endemoniada, el diablo oculto en ella le aconsejó que fuese a España, donde tendría mucho que hacer para librar al rey de España del demonio de que estaba poseído[8]». Mauro Tenda llegó a Madrid en junio de 1699, pero fue recibido con hostilidad por el clero español de la corte que ya creía que tenía la situación bajo control. Para colmo de males, el exorcista Mauro Tenda era también capuchino, esto es, de la misma orden religiosa que el confesor de la reina, mientras que los clérigos que estaban al mando de los exorcismos eran todos dominicos. En todo caso, el deterioro de la salud del rey alarmaba a los dominicos, y no tardaron en aceptar cualquier ayuda que el capuchino pudiera ofrecer.
Ante la aparición de un nuevo fraile, la primera reacción del rey fue de inquietud. Aceptó la receta de fray Tenda para una cura, que consistía en «confesar y comulgar» cada dos días, y recibirle a él, a fray Mauro Tenda, el tercero. Sin embargo, el temor del rey era tal que se negó a ver a Tenda hasta dos semanas más tarde. Esta vez todo el mundo se quedó más tranquilo, incluido el demonio, que al oír los exorcismos de fray Tenda obedientemente abandonó el cuerpo del rey. Fray Tenda llegó a la conclusión de que Carlos II no estaba realmente poseído, sino que más bien era víctima de un hechizo. ¿De dónde procedía el hechizo? Al final, el rey reconoció que poseía una pequeña bolsita que desde hacía muchos años guardaba todas las noches bajo la almohada. La reina abrió la bolsa delante de los frailes, y se descubrió que contenía «todas las cosas que se suelen emplear en los hechizos, como son cáscaras de huevo, uñas de los pies, cabellos y otras por el estilo[9]». Fray Mauro estaba muy satisfecho de haber llegado a la raíz del asunto, y posteriormente declaró que «hacía ya cuatro semanas que el demonio no mortificaba al rey», y pronosticó que «muy en breve le podría ordenar que le dejase en paz para siempre». Declaró que su trabajo había concluido, pero le dejó al rey una receta final: «Hacer tres señales de la cruz seguidas sobre la cabeza o la parte del cuerpo que le duela, apenas comience a sentir el dolor, y ordenando al demonio en nombre del Todopoderoso que se vaya de allí».
En septiembre de 1699 una loca en un estado de frenético delirio se presentó en palacio y pidió audiencia. Se le negó, y comenzó a gritar y a patalear de un modo que atrajo la atención del rey, que dijo a sus sirvientes que la dejaran pasar. Irrumpió violentamente con un crucifijo en la mano, maldiciendo y blasfemando contra el pobre rey tembloroso, hasta que pudieron llevársela de allí. La siguieron, y se descubrió que vivía con otras dos locas, a quienes el rey ordenó que el monje alemán exorcizara. Fray Froilán estuvo presente, dictando las preguntas que el exorcista tenía que consultarle al demonio. Desafortunadamente para el confesor, las preguntas que hizo fueron bastante tendenciosas, claramente dirigidas a implicar a la reina en las misteriosas dolencias del rey. Por ejemplo, «¿quién fue la que causó el mal del rey?». El demonio dijo que fue una hermosa mujer. «¿Fue la reina?», se le preguntó después. Se les plantearon otras preguntas semejantes a las mujeres poseídas; las respuestas fueron bastante confusas, pero se hicieron abundantes referencia a la reina y sus ministros.
En esa coyuntura, murió Rocaberti, y, tras un breve lapso en el puesto de otro prelado, le sucedió en 1699 el obispo de Segovia, Baltasar de Mendoza, que era del partido progermano de la reina. Mendoza le hizo entender al rey que todo lo que había estado sucediendo durante los distintos exorcismos de los meses previos se debía al celo imprudente de su confesor, y que fray Froilán debía ser despedido. En realidad la reina estaba intentando hacerse con todo el control de la Corte y sus políticas. Primero, fue arrestado fray Mauro, juzgado rápidamente por la Inquisición, considerado culpable, como era de esperar, y «desterrado perpetuamente de estos reynos». Luego, un monje de Atocha, que había sido enviado por el provincial del Santo Oficio para investigar los extraños tejemanejes de Argüelles en Asturias, contó la historia de las invocaciones al demonio. Aquello ya era prueba suficiente para acabar con fray Froilán, y fue arrestado. Él se negó a contestar ninguna pregunta, porque todo lo que había hecho había sido por orden del propio rey y, como confesor real, su boca estaba sellada. Fue inmediatamente relevado de sus cargos en la corte, y el inquisidor general solicitó al rey que le retiraran todos sus privilegios y que fuera castigado. El rey siguió su consejo y nombró a fray Froilán obispo de Ávila para apartarlo de la Corte, pero el nuevo inquisidor general, no contento con esto, fue más allá y lo persiguió por haber utilizado a los demonios para descubrir cosas ocultas.
En abril de 1700 se le ordenó a fray Froilán Díaz que se presentara ante la Inquisición, a instancias de la reina alemana y de su amigo el inquisidor general Mendoza. En vez de cumplir con el mandado, huyó a Roma, donde buscó asilo en un convento dominico y solicitó el favor del papa. La reina nombró a un confesor sustituto. El inquisidor Mendoza, que podía manipular al confesor del rey, le indujo a persuadir al rey de que la huida de fray Froilán era una ofensa contra los derechos de la Corona, y obtuvo una carta del monarca dirigida al duque de Uceda, embajador en Roma, ordenando apresar a la persona de Froilán Díaz, y enviarlo escoltado a Cartagena. Así se hizo, y luego el inquisidor general envió a fray Froilán a la prisión de la Inquisición en Murcia, y ordenó a los inquisidores de la ciudad que comenzaran el juicio. Se nombraron como «calificadores» a nueve de los teólogos más ilustrados de la diócesis, que unánimemente dieron la misma respuesta que los del Consejo Supremo, que declararon que no había razón para el arresto.
Entonces, el inquisidor general consiguió que fray Froilán Díaz fuera trasladado a Madrid y después, ordenó al fiscal de la Inquisición que lo acusara de herejía, por haber dicho que el contacto con el demonio estaba permitido si el propósito era averiguar el modo de curar una enfermedad. El juicio de fray Froilán en la Inquisición comenzó a finales de junio de 1700. El inquisidor Mendoza contó con el apoyo de un tal Nicolás Torres-Padmota, un dominico del Santo Oficio que a la sazón estaba deseoso de ver la ruina de fray Froilán. Este hombre le entregó a Mendoza las cartas que fray Froilán había recibido de Asturias y que se habían encontrado entre sus papeles. El inquisidor Mendoza interrogó a los testigos, y después de cotejar sus declaraciones con los contenidos de las cartas, se las entregó a cinco calificadores que eran partidarios suyos, y nombró a dos de ellos —que eran íntimos amigos suyos— presidente y secretario. Sin embargo, los cinco expertos declararon unánimemente que del juicio no se habían derivado hechos o proposiciones que merecieran censura teológica: «Eran del sentir y parecer que no había censura teológica ni calidad de oficio contra los hechos y dichos de la persona en el auto».
El informe de la junta se trasladó al pleno de la Suprema del 23 de junio: todos los miembros del consejo, salvo el inquisidor Mendoza únicamente, votaron por la absolución de Díaz. El inquisidor general intentó que su voto prevaleciera, pero el consejo en pleno votó que el asunto estaba concluido, «fenecido». Mendoza, entonces, intentó ordenar el arresto de fray Froilán por su única y santa voluntad, pero el resto del consejo le formó un escándalo a primeros de julio de 1700 y unánimemente decidieron no apoyarlo en su persecución. El inquisidor general se negó a aceptar el resultado de las votaciones y ordenó el arresto de otros miembros de la Suprema hasta que aceptaran y votaran a favor del arresto de fray Froilán. Al mismo tiempo, ordenó al tribunal de Murcia que volvieran a juzgar al fraile. Los inquisidores lo hicieron, y lo absolvieron en enero de 1701. Entonces, el inquisidor Mendoza ordenó una revisión del juicio y mantuvo a fray Froilán en prisión.
Para entonces ya todo el mundo estaba en contra de las actuaciones del inquisidor general. En toda esta serie de acontecimientos, como podemos ver, había una importante carga política y ningún acto significativo de brujería. Carlos II murió en noviembre de 1700, y le sucedió como rey el francés duque de Anjou, con el nombre de Felipe V. La turbamulta política y la ausencia del nuevo rey durante varios meses en Italia, retrasaron las resoluciones del caso de fray Froilán Díaz. Al final el asunto se sometió al tribunal superior del país, el Consejo de Castilla, el 24 de diciembre de 1703. El Consejo decidió que el arresto del fraile era contrario a las leyes civiles, y también a las del Santo Oficio.
Cuando Felipe V descubrió que Mendoza se oponía políticamente a la dinastía de los Borbones, lo confinó en su sede de Segovia: una decisión que lógicamente contó con un amplio respaldo. El inquisidor entonces cometió el error de pedir amparo a Roma, un acto sin precedentes en toda la historia de la Inquisición española. La Corona inmediatamente dio los pasos necesarios para impedir cualquier injerencia del papado. Felipe V cesó al inquisidor general, rehabilitó al anterior Consejo y autorizó la absolución de fray Froilán en nombre del rey. Tras cinco años de duro confinamiento, los funcionarios descubrieron que el dominico casi estaba ciego en el monasterio de Atocha, y lo sacaron en triunfo para restaurarlo en el obispado de Ávila. En vano el papa protestó y en vano se enfureció el gran inquisidor. En 1704, fray Froilán fue rehabilitado y readmitido como miembro de la Suprema. El gran inquisidor general Mendoza fue cesado en marzo de 1705.
¿Pero hubo realmente algún indicio o prueba de que el rey estuviera sometido a un «hechizo»? En realidad, no hubo nada de eso, aunque a veces el pobre rey pudo haber creído realmente que los demonios estaban acechándolo e iban a por él. Lo que nadie podía dudar es que estaba continuamente y gravemente enfermo, y que era impotente, y que el único problema era la ignorancia de sus médicos. Parece ser que, en realidad, el rey estaba más enfermo del cuerpo que de la cabeza. Un estudio reciente sugiere que su impotencia era el resultado de no ser completamente varón, y que su muerte temprana fue consecuencia de una infección urinaria. La dificultad de engendrar un heredero, dice este estudio, era porque «presentaba un estado intersexual con genitales ambiguos. Su fenotipo físico inclina más hacia un hermafroditismo verdadero y sobre todo un varón. Monorreno congénito muy posiblemente, su muerte se debió a una insuficiencia renal crónica producida por una glomerulopatía o una nefropatía intersticial a consecuencia de una litiasis renal, más infecciones del tracto urinario recidivantes[10]».
Todo el asunto de los hechizos no fue más que una tormenta en un vaso de agua, y no tardó en caer en el olvido. Los historiadores españoles que escribieron en los primeros años de la dinastía de los borbones prácticamente pasaron de largo ante aquel particular[11]. Un fraile, Nicolás de Jesús Belando, ni siquiera lo menciona, y solo merece un apunte de pasada en los Comentarios del marqués de San Felipe. Hasta 1787 no se publicó una edición del principal documento del caso, el Proceso de Froilán Díaz. Y solo en el siglo XIX los historiadores comenzaron a difundir la historia y a embellecerla con detalles imaginarios. Fue el clásico Historia (Madrid, 1855-1859) de Manuel Lafuente el que por primera vez presentó el caso a la atención del curioso público, e incluso él restó importancia al describir el asunto como «una intriga asquerosa de la diplomacia francesa[12]». El aparentemente largo e intrincado asunto, que adquirió relevancia como consecuencia de la preocupación por la incapacidad del rey para engendrar un heredero, nunca fue un particular en el que estuvieran implicadas las artes de la brujería, y es obviamente absurdo continuar hablando de un rey «hechizado» cuando ese no es el quid de la cuestión.