3. El misterioso Judío Errante

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El misterioso Judío Errante

En un momento poco preciso de la Edad Media comenzó a circular en la Europa occidental una historia sobre un hombre extraño, de procedencia indefinida, que estaba condenado a vagar por la faz de la Tierra, siglo tras siglo, para purgar sus pecados. No había información fiable sobre sus fechorías o dónde las había cometido, o por qué estaba condenado a vivir durante tanto tiempo como penitencia. Hasta el siglo XVII no hubo una información fidedigna que lo identificara como un judío condenado a expiar las ofensas que había infligido a Jesucristo. Extrañísimamente, el país que más contacto había tenido con los judíos, es decir, España, no conocía en absoluto la historia de este pintoresco personaje, que no parecía haber tenido ninguna influencia en las leyendas populares o en la literatura peninsular. En este capítulo abordaremos algunos aspectos de la presencia judía en España y comentaremos la mítica figura del Judío Errante.

De todos los países de la Europa occidental, España fue el que tuvo una relación más estrecha con el pueblo judío. Los judíos habían estado en la Península desde el siglo III, al menos. En la España medieval constituían la comunidad judía más grande del mundo (aun cuando había también notables comunidades judías en la Europa oriental). De todos modos, en comparación con los cristianos y los musulmanes, los judíos españoles eran pocos. En el siglo XIII, antes de que su número decreciera notablemente debido a las persecuciones y las expulsiones, los judíos muy probablemente constituían casi el dos por ciento de la población española, rondando tal vez las cien mil personas[1]. El contacto habitual con los judíos, que los historiadores llaman «convivencia» o «coexistencia», fue característico del período medieval. Dicha coexistencia permitía ciertos niveles de comprensión y respeto entre cristianos, judíos y musulmanes, pero eso no significa necesariamente que se apreciaran unos a otros. La coexistencia permitía que gentes de credos diferentes compartieran ciertos objetivos comunes del día a día, una situación que puede encontrarse en la actualidad a lo largo de todo el Mediterráneo, pero eso de ningún modo significaba que no hubiera discriminaciones o tensiones.

La rivalidad política y los celos económicos contribuyeron a que ese equilibrio saltara por los aires. Desde el siglo XIII en adelante la legislación antijudía fue una práctica común en toda Europa. Obviamente la situación de los judíos empeoró en Occidente. La Iglesia comenzó a adoptar una actitud más agresiva tanto hacia sus propios herejes como hacia las minorías no cristianas. En 1290 Inglaterra expulsó a todos sus judíos, y en 1306 Francia siguió su ejemplo. A mediados del siglo XIV las guerras civiles de Castilla dieron lugar a distintos abusos contra la comunidad judía en algunas ciudades. En junio de 1391, durante un caluroso verano que las tensiones económicas aún empeoraron más, muchedumbres urbanas se sublevaron, y dirigieron toda su furia contra las clases privilegiadas y contra los judíos[2]. En Sevilla, cientos de judíos fueron asesinados y el barrio judío (aljama) fue destruido. En cuestión de días, durante julio y agosto, la furia se extendió por toda la Península. Aquellos que no fueron asesinados fueron obligados a aceptar el bautismo.

El término que se aplicó a los judíos que se habían convertido del judaísmo o del islamismo al cristianismo fue «converso», o «cristiano nuevo». Sus descendientes también serían considerados como conversos. Dada la naturaleza forzosa de las conversiones masivas de 1391, era obvio que muchos de ellos jamás serían verdaderos cristianos. Esta fue una de las razones fundamentales de la inminente fundación de la Inquisición española. En esos momentos, la mayoría de los españoles de origen judío se convirtieron en conversos, y solo una pequeña proporción permaneció como judía. Las aljamas se hundieron dramáticamente tras las masacres de 1391, y de hecho en algunas ciudades ya no volvió a haber aljamas nunca más. En Barcelona, la call (calle) medieval judía fue abolida en 1424 porque se consideró «innecesaria». En Toledo, en torno a 1492, la antigua aljama probablemente no contaba con más de cuarenta casas. Parece ser que a finales del siglo XV los judíos ya no conformaban una significativa clase media[3]. En la Corona de Aragón, hacia 1492, solo quedaba una cuarta parte de los judíos que había habido un siglo antes[4]. Las ricas aljamas de Barcelona, Valencia y Mallorca, las ciudades más grandes de estos reinos, habían desaparecido por completo; en otras ciudades más pequeñas también desaparecieron o quedaron reducidas a unas cifras insignificantes. La famosa comunidad de Girona era, con solo veinticuatro contribuyentes, una mera sombra de lo que había sido antaño[5]. En los reinos de Castilla se daba una mezcla de supervivencia y acoso. Sevilla contaba con alrededor de quinientas familias judías antes de los disturbios; medio siglo después solo quedaban cincuenta. Para cuando Isabel de Castilla ascendió al trono, los judíos de Castilla totalizaban menos de ochenta mil almas. La situación de los judíos, sin ser intrínsecamente mala, se vio desafortunadamente perjudicada por la sospecha —alentada por la clerecía cristiana— de que muchos de los conversos no eran auténticamente cristianos y que en secreto estaban practicando su fe hebrea. La ambigüedad religiosa de los judíos se convirtió en un asunto de crucial importancia. ¿Los conversos eran judíos? El tema se abordó seriamente incluso entre los propios judíos después de las conversiones masivas de 1391. Aquellos que seguían conservando su fe judía necesitaban saber cómo coexistir con los conversos. En el siglo XV, mucho antes de la gran expulsión, los rabinos del norte de África fueron consultados al respecto con inusitada frecuencia. Sus opiniones, o responsa, fueron inequívocas. Los conversos no se han de considerar como conversos forzados (anusim), sino como verdaderos conversos voluntarios (meshumadin[6]). Había numerosísimas pruebas que respaldaban estas opiniones. En muchas partes de España los conversos seguían viviendo en alguna medida como judíos, pero con la ventaja de disfrutar de los derechos que les correspondían como cristianos. En Mallorca, un rabino anotó que las autoridades «son muy benévolas con los conversos y les permiten hacer lo que quieren[7]». Allí los conversos eran en realidad judíos practicantes, o así se les consideraba desde el punto de vista cristiano. Al disfrutar de la tolerancia oficial, se decían cristianos. Y fue su cristianismo voluntario lo que los señaló a ojos de la comunidad judía como renegados: meshumadim.

El aluvión de conversiones que hubo en toda España a lo largo del siglo XV no hizo más que intensificar la controversia. Los judíos acomodados que se convertían por conveniencia no tardaban en ser, naturalmente, cristianos acomodados. En una filípica antijudía publicada en la década de 1480, titulada Alborayco[8], el autor describe a los conversos como personas que no practicaban ni el judaísmo ni el cristianismo. Y como no eran ni una cosa ni otra, en algunos lugares fueron conocidos como alboraycos, por el animal fantástico y legendario de Mahoma, que no era ni caballo ni mula (al-buraq). Los escritores antisemitas de la época de la Inquisición fueron, por su parte, unánimes a la hora de afirmar que los conversos eran judíos emboscados y que debían ser purgados sin piedad.

El rey y la reina de Castilla y Aragón llegaron al total convencimiento de que la separación de los judíos respecto a los cristianos era el método más efectivo para hacer frente a la situación, y en 1480 pusieron en marcha una institución cuyo único asunto eran los judaizantes: la Inquisición. Desde la década de 1460, como hemos advertido, algunos líderes de la Iglesia habían comenzado a abogar por la separación de judíos y cristianos. Esta política, cuando fue adoptada por la Inquisición, adoptó la forma de una expulsión parcial de los judíos, con el fin de minimizar el contacto de los cristianos con los conversos. A finales de 1482 se ordenó una expulsión parcial de los judíos de Andalucía[9]. Ninguna de estas medidas se consideraron suficientes, y finalmente, en 1492 se decretó una expulsión general de judíos, pero no de conversos.

El 31 de marzo, estando los monarcas en Granada, promulgaron el edicto de expulsión, dando a los judíos tanto de Castilla como de Aragón un plazo hasta el 31 de julio para aceptar el bautismo o abandonar el país. Los judíos españoles obviamente estaban al tanto de las expulsiones que recientemente se habían llevado a cabo en los países vecinos. En Provenza, que pronto iba a formar parte de Francia, estaba creciendo un movimiento antijudío y no tardaron en producirse las expulsiones; en los ducados italianos de Parma y Milán los judíos fueron expulsados en 1488 y en 1490[10]. En cualquier caso, el decreto español —tal y como ellos entendieron muy bien— no era exclusivamente un decreto de expulsión. El edicto no pretendía solo expulsar a un pueblo, sino eliminar una religión[11]. Aunque el texto oficial no lo menciona, el edicto ofrecía a los judíos una elección implícita entre conversión o emigración. Conscientes de que se les ofrecía una posibilidad (la conversión) de permanecer en Castilla y Aragón, muchos de ellos abrazaron esta opción. «En aquellos días terribles», escribió un cronista judío, «miles y decenas de miles de judíos se convirtieron[12]». Entre aquellos que se convirtieron y aquellos que, después de tener que dejar el país, regresaron, el número total de los que abandonaron España para siempre fue relativamente pequeño, posiblemente no más de cuarenta mil.

Desde ese momento en adelante, los judíos, como tales, no desempeñaron ningún papel en la vida pública de los reinos de España. Pero deberíamos recordar que la Inquisición española se estableció en todas las ciudades de España varios años antes de la decisión final de expulsar a los judíos. En aquellos doce terribles años (1480-1492), los conversos y los judíos sufrieron del mismo modo la creciente ola de antisemitismo. Mientras estos últimos estaban siendo acosados y amenazados con la expulsión en las diócesis de Aragón y Andalucía, los primeros estaban siendo purgados y se expulsaba a aquellos que aún conservaban vestigios de su judaísmo ancestral. Muchos conversos huyeron al extranjero por el acoso de las autoridades, aunque no necesariamente tuvieran intención de abandonar la fe católica. El exilio fue la opción primera entre los perseguidos de los primeros años. En los dos primeros años de las actividades de la Inquisición en Ciudad Real, cincuenta y dos personas fueron quemadas vivas, pero otras 220 fueron condenadas a muerte en ausencia. En el auto de fe de Barcelona, el 10 de junio de 1491, tres personas fueron quemadas vivas, pero 139 fueron juzgadas en ausencia. En Mallorca el mismo proceso se repitió cuando tuvo lugar el auto del 11 de mayo de 1493, donde se quemaron solo tres personas, pero fueron quemadas cuarenta y siete en efigie, como fugitivos ausentes[13].

Cuando pensamos en las gentes de origen judío que huyeron de España en 1492, por tanto, deberíamos también añadir los muchos miles de conversos que también se convirtieron en perseguidos y aumentaron el número de los expatriados. Juntos, judíos y conversos formaban una de las comunidades más grandes de gentes «errantes» de Europa. Por desgracia se sabe muy poco de sus andanzas. Sabemos que una amplísima mayoría se trasladó a países vecinos, principalmente a Portugal e Italia, donde la religión judía estaba permitida. Se asentaron en estos lugares y se las arreglaron para vivir allí durante algunos años, hasta que nuevas persecuciones les obligaron a trasladarse de nuevo. Tras Portugal, la zona que recibió más exiliados fue Italia, donde muchos principados y el mismísimo papado los aceptaron. El destino preferido fue Nápoles, que pronto se convertiría en parte del Imperio español y con la población judía más grande en Italia, muchos de ellos de origen español. En la generación posterior a la expulsión, en efecto, Italia se convirtió en el gran centro de la judería española, y las principales familias judeoespañolas se asentaron allí. Otros, no muchos, se arriesgaron a cruzar el Estrecho para dirigirse a los territorios norteafricanos de Fez, donde no recibieron precisamente una cálida bienvenida. Con el tiempo, formaron parte de la comunidad judía del norte de África, dispersa por las distintas ciudades de la costa. Estaban a salvo del hostigamiento español o portugués, y desarrollaron su compleja cultura al tiempo que conservaron, durante siglos, pequeños restos de sus raíces españolas en la lengua, en las costumbres, en la comida o en la música.

Su destino no siempre fue terrible. Algunos finalmente decidieron viajar al Nuevo Mundo, pero la poca información disponible sobre ellos al otro lado del Atlántico con demasiada frecuencia se ha idealizado. Todos los llamados «judíos» en la América de los primeros tiempos eran cristianos, no judíos, y todos eran de origen portugués más que de origen español[14]. No existen pruebas documentales de la emigración de judíos españoles hacia el Nuevo Mundo, o de la supervivencia de prácticas judaizantes entre un número significativo de gentes en América, ni a lo largo del tiempo[15]. El final de la judería ibérica representó la clausura de un capítulo de la Historia de España, pero también propició una época de prosperidad para los judíos en la Europa occidental, cuando los de España se fueron a otras partes del continente y contribuyeron con sus conocimientos y habilidades al desarrollo de la civilización. La expulsión en realidad contribuyó a subrayar hasta qué punto muchos judíos, y sobre todo, sus intelectuales, habían sido durante mucho tiempo exiliados internos en Sefarad y hasta qué punto se vieron favorecidos precisamente por el exilio, el cual, lejos de ser un castigo, se convirtió en una vía que les abría posibilidades de liberación, libertad de expresión y confrontación de ideas.

La sorprendente característica de esta historia de persecución —buena parte de la cual data de fechas posteriores a las expulsiones de 1492— es que la presencia-ausencia de los judíos continuó siendo visible en muchas zonas de España, donde las calles y zonas enteras de muchas ciudades certificaban un pasado judío, y muchos españoles continuaron durante siglos albergando fuertes sentimientos antisemitas, aunque un siglo después de las expulsiones ya no se difundían leyendas significativas sobre los judíos. La leyenda del Judío Errante, de un modo extrañísimo, adquirió forma exclusivamente fuera de la Península Ibérica, aunque España hubiera sido el país que había generado el mayor número de «judíos errantes».

Existen diferentes versiones de cómo este extraño Judío Errante fue condenado a semejante destino, pero la más común es la siguiente.

De acuerdo con una antigua leyenda cristiana que adopta distintas formas, cuando Jesús iba cargando con la cruz por las calles de Jerusalén hacia su lugar de ejecución, uno de los judíos que estaba a la vera del camino y que estaba siendo testigo de la escena, le empujó y le dijo: «¡Sigue! ¡Continúa!», después de lo cual Jesús lo miró y le replicó: «Yo seguiré, pero tú esperarás hasta que regrese». Desde entonces aquel judío se había visto condenado a vagar por la tierra en expiación de su acto, y se decía que lo habían visto distintas personas en distintas épocas y lugares.

Al principio ese misterioso personaje no fue siempre identificado como judío. Había otras leyendas medievales en Europa que tenían alguna cosa en común con el tema de un hombre «errante» condenado a vagar eternamente por sus fechorías, y no tardaron en adquirir forma otros mitos similares, como el de la historia del «Holandés errante» (que en absoluto tenía que ver con el judaísmo[16]). Pero la primera versión detallada del hombre sin descanso como judío apareció en el norte de Alemania. Un escritor anónimo publicó en 1602, en Leiden, en los Países Bajos, un panfleto de cuatro hojas con una historia corta, que apareció simultáneamente en Sajonia y en Danzig, en la que se describía la peregrinación del Judío Errante. El panfleto de 1602 relata que el obispo de Schleswig, recientemente nombrado, siendo joven, se había encontrado en Hamburgo, en 1542, a un hombre llamado Ahasuerus, que declaró que él era el desdichado judío condenado. El panfleto continuaba informando sobre otros avistamientos del judío, incluido un incidente en Madrid, en 1575, cuando dos diplomáticos alemanes lo vieron. Esta mención concreta es extraordinariamente interesante, porque no aparece en ningún texto español —que es lo que uno esperaría de un suceso acaecido en España—, sino solamente en uno alemán. Esta exótica historia provocó cierto interés, especialmente en tierras alemanas, y el panfleto fue reimpreso en muchas ocasiones, y traducido a varias lenguas. Aunque aparentemente era una historia inocua, animó un sentimiento hacia los judíos que era fundamentalmente antisemita, porque señalaba al pueblo judío como el responsable concreto de la Pasión de Cristo, e identificaba a un judío como la persona que tenía que penar por sus fechorías. La aparición de aquel panfleto fue el comienzo de una larga historia y reacciones encadenadas por toda Europa. Durante los tres siglos siguientes y hasta nuestros días, han seguido publicándose noticias sobre avistamientos del misterioso vagabundo; entre los casos más recientes se encuentran el de Newcastle, Inglaterra, en 1790 y otro en Utah en 1868. En la Francia del siglo XIX Eugène Sue escribió su novela Le juif errant (El judío errante, 1844), y el artista Gustave Doré pintó una celebrada serie de grabados con el mismo tema (1856).

La leyenda nunca llegó a España, donde los judíos parecían estar excluidos como tema literario. Es altamente improbable que ello se debiera a la censura, y debemos consignarlo simplemente como un fenómeno cultural, una especie de resistencia a admitir que los judíos habían sido parte integrante de la sociedad española. Es una actitud que con alguna justificación podríamos denominar «antisemita». La gente hablaba de los judíos, como sabemos por la correspondencia de la época, pero no permitía la aparición de judíos o conversos en su literatura. Una referencia casual —alrededor de cien años después de las grandes expulsiones— se da en la Galatea (1583) de Cervantes, pero los judíos están curiosamente ausentes en el Quijote. En la Galatea, el nombre de «Juan de espera en Dios» se aplicaba a la misteriosa figura de un vagabundo, que no se identificaba específicamente con un judío, sino con un simple vagabundo, el cual portaba el estigma evidente de estar condenado a esperar la segunda venida de Cristo. La única referencia firme a esta persona, por su nombre, es en una pieza dramática de 1669 debida a Antonio de la Huerta[17]. Muy curiosamente, en ningún momento la leyenda del hombre errante fue relacionada con la historia real de la expulsión de los judíos del Mediterráneo, y España permanece sorprendentemente ausente de la lista de países por los que pasó el Judío Errante en la mitología popular.

Puede que un puñado de españoles ilustrados conocieran la leyenda. En la carta XXV de las Cartas eruditas, el sabio monje benedictino Feijóo, a mediados del siglo XVIII, estudió y desacreditó la historia. Su testimonio es especialmente relevante, porque él había dado con el cuento solo leyendo literatura europea, no española. La ausencia de cualquier atención sustancial o relevante hacia los judíos, tanto en el folklore como en la literatura, confirma que efectivamente fueron eliminados de la memoria y la conciencia de los españoles. Veamos un fragmento del comentario de Feijóo. El monje ilustrado atribuía la primera mención de la leyenda a un escritor inglés del siglo XIII llamado Matthew Paris, y posteriormente a un francés y a otros escritores del siglo XVII. De acuerdo con sus relatos, dice Feijóo:

Estas son todas las noticias que puede adquirir del Judío Errante. Por las cuales tiene Vmd. que este hombre el año de 1229 pareció en Inglaterra: el año de 1547 en Hamburgo; el de 1575 en Madrid; el de 1599 en Viena de Austria; el de 1610 en Lubek; el de 1634 en Moscovia; el de 1643 en París; el de 1672 en Astracán; y pocos años después en Londres.

En todo caso, Feijóo era escéptico respecto a todos estos sucesos. «¿Podremos dar alguna fe a estas noticias? Juzgo que ninguna». Y explicaba después:

¿Mas cuál sería el origen de esta fábula, supuesto que lo sea? Nunca en inquirir el origen de las fábulas me fatigaré mucho, porque ordinariamente es un trabajo inútil; ya porque aunque le tengan en algún suceso verdadero, que la ficción, o mala inteligencia han desfigurado, ese suceso no ha llegado a nuestra noticia; ya porque frecuentísimamente las fábulas no tienen más principio que la inventiva de un embustero, a quien se antojó fabricarlas.

Y concluye:

Vmd. aténgase en todo caso a lo dicho arriba, que no es menester buscar en la Historia el origen de infinitas fábulas. La imaginación del hombre tiene una tan prodigiosa actividad para tales producciones que es capaz de criar el todo de la mentira del nada de la verdad.

La ausencia de la leyenda del Judío Errante del folklore español y la eliminación de los judíos de la memoria nacional son hechos que tienen una enorme importancia y relevancia en el modo en que los españoles abordaron la cuestión judía en la historia posterior.

La negación del pasado judío permaneció vigente en toda la Península entre los españoles hasta bien entrado el siglo XX. El legado cultural era prácticamente intangible, pues no existían grandes edificios que sostuvieran la memoria de los judíos, solo ruinas. Un ejemplo puede servir para ilustrar todos los demás. En el siglo XIV los judíos de Toledo, que ya tenían distintos lugares de oración, construyeron una nueva y elegante sinagoga, una de las joyas arquitectónicas de España, integrando en sus formas fuertes influencias del arte mudéjar (esto es, islámico). Cuando la comunidad desapareció en 1492 la sinagoga fue entregada a la orden militar de los caballeros de Calatrava, y la gran sala del edificio se convirtió en una iglesia dedicada a Nuestra Señora del Tránsito, en cuyo suelo fueron enterrados los miembros más prominentes de la orden. En el siglo XVIII la orden ya estaba en declive. La iglesia cayó en desuso, solo atendida por un eremita. Años después fue utilizada durante un tiempo como cuartel militar. No fue hasta el siglo XX cuando los restos de la sinagoga de El Tránsito fueron restaurados y se transformaron en el curioso y modesto museo que es hoy.

Los judíos se consideraron como una parte indeseable de la historia del país. Cuando el inglés George Barrow recorrió España entre 1835 y 1840 con la intención de difundir la Biblia entre la gente que no solo vivía en la oscuridad del catolicismo sino en las agonías de una brutal guerra civil, apenas sí se encontró con algo más que fantasmas de la presencia judía, fragmentos de la memoria popular que apenas podrían describirse como reliquias de su paso por España. Sus memorias de esos años, que publicó en 1842 con el título de The Bible in Spain (La Biblia en España), se convirtieron en un clásico. El principal contacto de Borrow fue con los gitanos, cuya lengua aprendió a hablar, pero los «judíos» también aparecen frecuentemente en sus páginas, siempre como figuras clandestinas huyendo constantemente de la España oficialmente católica. En ese período, hay que admitirlo, ya no quedaba mucho de la herencia judía en España. Incluso en la actualidad hay pocas cosas que el turista pueda identificar como restos judíos. La ciudad de Toledo ofrece la posibilidad de visitar el Museo Sefardí, la cercana iglesia de Santa María la Blanca (una antigua sinagoga) y el antiguo barrio judío. La sinagoga de Maimónides puede visitarse en Córdoba, y también se han recuperado otras sinagogas antiguas en ciudades como Ávila, Cáceres, Estella o Sevilla, aunque la mayoría se han estado utilizando desde hace siglos como iglesias. Las calles a las que los judíos estaban limitados en el medievo, sobre todo en Sevilla y Girona, han sido meticulosamente restauradas para conferirles un atractivo turístico. A pesar de todo, poco queda del ambiente cotidiano en el que los judíos solían vivir.

La ausencia de judíos a lo largo de casi cuatro siglos ha propiciado la aparición de mitos muy imaginativos respecto a lo que ocurrió y no ocurrió en 1492. Aún podemos encontrar esos mitos en la prensa actual. Desde el siglo XVII en adelante, varias figuras públicas de tendencia liberal intentaron explicar el estado de subdesarrollo del país sugiriendo que en 1492 las fuerzas del fanatismo habían expulsado del país a cientos de miles de los ciudadanos más ricos y más inteligentes de España. La tesis consistía en suponer que España había sido un lugar floreciente durante la Edad Media pero que se había hundido a partir de 1492, y el regreso de los judíos contribuiría a la recuperación de la economía. Fue un mito que los autores judíos también se ocuparon de cultivar cuidadosamente. Esta fue la leyenda de la «decadencia de España» a la que se aferraron ideólogos, políticos e historiadores, durante siglos y por una amplísima variedad de motivos. Había otro corolario para esta historia. Dado que se suponía que los judíos eran ricos y astutos, una vez en el exilio fueron acusados de utilizar su dinero para conspirar contra los intereses del país que los había expulsado. Era una actitud calculada para alentar el antisemitismo en un país que irónicamente ya no tenía judíos. Desde el siglo XVI en adelante, los voceros públicos culparon abierta e insistentemente a los nefandos judíos de la Reforma protestante, de la revuelta de Flandes, del resurgir del ateísmo, de la pérdida de las posesiones imperiales de ultramar, de las rebeliones de Portugal, del ascenso del anticlericalismo, y de la expansión del comunismo. Un importante historiador liberal, Claudio Sánchez-Albornoz, en un extenso estudio en dos volúmenes titulado España, un enigma histórico (1956) negó tajantemente que los judíos hubiesen hecho ninguna aportación al mundo hispánico, que pasaron su tiempo en España «chupando sus riquezas y aumentando la miseria colectiva. Importa no olvidarlo para comprender la Historia española». Es un tema, el de los aspectos negativos de la presencia judía en el país, que merecería muchas páginas de explicación y refutación, pero eso nos apartaría mucho del objetivo de estos breves comentarios.

Entretanto, había al menos una característica positiva de los judíos que atraía una atención favorable. La expansión de la leyenda sobre su especialísimo talento para las finanzas tuvo afortunadamente algunas consecuencias favorables para los judíos peninsulares. En la Edad Media los prestamistas judíos habían sido útiles a los mandatarios tanto musulmanes como cristianos, con consecuencias favorables para su comunidad. En la década de 1630, el valido de Felipe IV, el conde-duque de Olivares utilizó ampliamente los servicios de los prestamistas portugueses de origen judío. La principal ventaja de estos «nuevos cristianos» era que mantenían lazos comerciales y económicos con otros miembros de sus familias en distintos países, y por tanto era fácil transferir dinero a otras ciudades europeas donde la Corona tenía que realizar pagos. Por tanto, el país que los había dispersado podía utilizar y aprovechar el carácter internacional de la dispersión judía. La estrategia funcionó de hecho muy bien. Un jesuita de Madrid incluso apuntó que el gobierno estaba planeando permitir que los judíos regresaran al país, y el chambelán del rey confirmó que había planes para permitir un barrio judío en la capital. La idea continuó recibiendo apoyos. En la década de 1690 un diplomático castellano, Manuel de Lira, que estaba trabajando en Flandes y que tenía buenas relaciones con los judíos españoles en Ámsterdam, favoreció la idea de que se permitiera a los judíos regresar a España. Un ministro del gobierno hizo una propuesta similar al rey Carlos IV en 1797, pero al final todo quedó en nada.

En realidad, los lazos de unión con la comunidad de judíos hispanos nunca se rompieron por completo, y se les podía encontrar residiendo en territorios españoles, con permiso oficial, mucho después del decreto de 1492. Por ejemplo, fueron oficialmente tolerados en Nápoles hasta las primeras décadas del siglo XVI, en Milán hasta finales de ese siglo y en la colonia norteafricana de Orán hasta finales del siglo XVII. Algunos también regresaron (sobre todo desde Marruecos) para vivir en la Península cuando la ciudad de Gibraltar se convirtió en territorio británico tras los acuerdos del Tratado de Utrecht en 1713. El tratado expresamente prohibía a los británicos recibir o tolerar en el territorio cualquier tipo de presencia de las dos minorías condenadas en la época imperial de España, los judíos y los musulmanes. Sin embargo, el gobierno británico no tenía ninguna intención de discriminar creencias, y recibió de buen grado a inmigrantes de todas las religiones, tanto en Gibraltar como en Menorca, los dos territorios españoles que en ese momento controlaban los ingleses. Un siglo después, una buena parte de la población de Gibraltar era judía, y desde entonces los judíos han desempeñado un papel importante en la vida de La Roca.

La mayoría de los españoles jamás habían visto un judío, ni sabían qué aspecto tenían. Cuando el ejército español conquistó la ciudad norteafricana de Tetuán en 1860, el general liberal O’Donnell informó a sus superiores de cómo los judíos de la ciudad habían salido a recibir a sus hombres, «a quienes recibieron como libertadores, saludándolos en español, con gritos de bienvenida, y: “¡Larga vida a la reina de España!”». Fue un momento histórico, pero también una situación desconcertante, porque los españoles no estaban muy seguros de cómo debían actuar. Un corresponsal de prensa que presenció la conquista de Tetuán estaba fascinado por haber visto un judío por primera vez en su vida: «La raza judía es exactamente como la había pensado e imaginado, y tal y como aparece en las descripciones que hemos leído en Shakespeare y otros poetas[18]».

A lo largo del siglo XIX algunos judíos habían visitado España y habían vivido aquí sin mayores problemas, a pesar de estar oficialmente prohibido. Las Cortes, en 1855, sancionaron su presencia votando que ningún español o extranjero podía ser perseguido por razones de creencias religiosas. Esto afectaba únicamente a las creencias privadas. En 1868 el Gobierno del general Prim dio un paso más, derogando el decreto de expulsión de 1492 y permitiendo el regreso de los judíos, así como de los protestantes. La prohibición del ejercicio público de otras religiones fue finalmente abolida por el artículo 21 de la Constitución de 1869, que establecía la libertad de credo en España por vez primera. Como fueron muy pocos los judíos que aprovecharon la nueva y tolerante legislación de 1869 (en 1877 había menos de cuatrocientos judíos en España), el Gobierno de 1881 se ofreció a aceptar y recibir a los judíos expulsados de Rusia, para que regresaran a «lo que fue su hogar primero», ingenuamente ignorantes de que los judíos de Rusia no eran sefardíes[19]. A partir de este momento no hubo obstáculos importantes que impidieran que los judíos que lo deseaban pudieran venir a España. Pocos lo hicieron, puesto que España no tenía mucho que ofrecerles. El gobierno de Madrid dio un paso extraordinariamente raro en 1924, promulgando un decreto que ampliaba la ciudadanía española a las «personas de origen español» (entiéndase, sefardíes) del Mediterráneo, pero ese decreto fue repudiado con indignación por otros países, que eran conscientes de las razones por las que lo hacía España.

En contraste con la mirada projudía de algunos españoles, sin embargo, la actitud predominante en toda la sociedad española continuó siendo de hostilidad hacia el pasado semítico, real o imaginado. El ejemplo más notable fue la profunda discriminación racial que se practicó en la isla de Mallorca contra los llamados chuetas, una minoría que había sido perseguida por los nativos de la isla (y por la Inquisición) y que vivieron en un estado de verdadera marginalidad hasta el siglo XX. En consecuencia, la cultura española ha conservado, hasta nuestros días, un aire antisemita inusualmente virulento. A principios del siglo XX se filtraron en España nuevas formas de antisemitismo, principalmente como una reacción al caso Dreyfus en Francia. Cuando los movimientos políticos conservadores comenzaron a desarrollarse, adoptaron el vocabulario del antisemitismo, y las fuerzas que respaldaron la rebelión de Franco en 1936 no tenían duda ninguna de que los judíos (junto con los comunistas y los francmasones) estaban conspirando contra España. «Nuestra lucha no es una guerra civil española», proclamaba el famoso predicador-general Queipo de Llano, «¡sino una guerra de la civilización occidental contra el mundo judío!». Aunque muchos judíos sirvieron en las Brigadas Internacionales que lucharon con la República y contra Franco en la Guerra Civil, los grupos de izquierdas durante los años de la contienda estaban igualmente comprometidos con el antisemitismo, en parte porque esa era la línea dictada por el dictador soviético Stalin, ocupado en aquel momento en eliminar a todos los colegas e intelectuales judíos. En todo caso, Franco se separó sorprendentemente de esas actitudes cuando se mostró de acuerdo en aceptar en España, a partir de 1940, un enorme número de refugiados procedentes de la Alemania nazi y su política de exterminio racial. Parece que, durante la segunda mitad de la Segunda Guerra Mundial, España actuó para salvar a 11 535 judíos, muchos de ellos refugiados que a duras penas habían conseguido llegar hasta la frontera española[20].

El regreso de las familias sefarditas a su hogar ancestral fue numéricamente insignificante, y tuvo muy poco impacto en la opinión pública. Las supuestas diferencias entre los comportamientos derechistas e izquierdistas, sin embargo, quedaban difuminadas cuando se trataba de un tema en el que todos los líderes de España estuvieron en consonancia a lo largo de buena parte del siglo: su hostilidad hacia el Estado de Israel. Tras la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Franco, que siempre había mantenido estrechos lazos con Alemania, pero nunca tan fuertes como para aliarse con ella militarmente, quedó aislado por los países democráticos que habían ganado en la lucha contra Hitler. Cuando Franco intentó salir del aislacionismo ofreciéndose reconocer el nuevo Estado de Israel, fue desairado por el país hebreo, cuyos líderes eran muy conscientes de los lazos que unían al general con el país que había sido responsable del Holocausto. Desde ese momento, tanto la derecha como la izquierda de España estuvieron unidas en su hostilidad ideológica contra Israel. Poco importa que en 1952 el delegado israelí en las Naciones Unidas, Moshe Tov, apoyara la adopción del español como una de las lenguas oficiales de la ONU, debido tanto a la importancia de Latinoamérica como también al «cariño y a la identificación con España». En 1955, Israel, intentando contrarrestar la hostilidad de la Unión Soviética y la izquierda socialista, decidió buscar apoyos en España, pero Franco acababa de conseguir una alianza firme con Estados Unidos, y ya no necesitaba un aliado que sus propias bases rechazaban. No fue hasta 1986, once largos años tras la restauración de la democracia en España, cuando el Gobierno socialista dio de mala gana un paso en la misma línea que el resto del mundo no árabe y reconoció que Israel existía. Costó mucho tiempo que los españoles, tradicionalmente proárabes, aceptaran la realidad de la existencia de los judíos. El cambio de actitud se produjo en parte por la necesidad de captar el dinero americano con el fin de restaurar los monumentos completamente dilapidados asociados a la España judía.

Al mismo tiempo comenzó a cultivarse el mito —diseñado para limpiar la imagen cultural frente al resto del mundo— de España como hogar feliz de tres religiones, en el que lógicamente se incluía la religión judía. Esta leyenda de una llamada «convivencia» fue cultivada por instituciones sociales y políticas que pensaban que podrían obtener algún beneficio de ella. Los siglos de exilio se olvidaron, pero el objetivo de la comprensión de la herencia judía en la Península aún debe cumplirse, porque las actitudes antisemitas no han menguado. Una reciente encuesta de opinión (2005) elaborada en doce países europeos mostraba que el nivel más alto de hostilidad hacia los judíos se encontraba en España[21]. En un reciente Gobierno socialista en España, se destinaron millones de euros a promocionar la idea de la Alianza de Civilizaciones, que ha sido ampliamente reconocida como una organización antisemita. Al parecer, lo mejor que puede hacer el Judío Errante es seguir vagando, preferiblemente lejos de España.