Un favor personal

 

 

 

Daniel acudió al elegante y carísimo restaurante en el que su jefe había concertado la cita con él. No le gustaban las comidas de trabajo, pues los temas relativos a éste prefería tratarlos sobre el terreno, es decir, en su despacho. El poco tiempo libre del que disponía era vital para él y mezclar la vida personal y la profesional nunca le agradaba. A pesar de que el cargo que ostentaba le exigía una dedicación de casi veinticuatro horas al día, le parecía obsceno ocuparse también del trabajo en esos momentos en los que dejaba de ser el doctor Smith para ser simplemente Daniel. Da igual que fuera una comida, o salir a por el periódico, o tener una cita, en esos escasos momentos el centro, su personal y sus pacientes salían automáticamente de su cabeza.

— Gracias por venir —el hombre extendió su mano para estrechar la de Daniel—, sé lo mucho que te cuestan estas cosas…

— No tiene importancia George —devolvió el apretón y ocupó su silla—. Cuando el amo pide los esclavos obedecemos…

— ¿En serio vas a obedecerme? —preguntó con suspicacia.

— Por supuesto… que no —las risas de los hombres ocuparon el saloncito privado en el que se hallaban—. Si no fuera por los quebraderos de cabeza que te doy correrías el riesgo de relajarte y volverte un viejo gordo y satisfecho.

— Mi úlcera te lo agradecería inmensamente —frotó con la mano su amplísima barriga.

— No cuentes con ello —dijo arrogantemente cuando el camarero les sirvió el vino—, deja de comer como un cerdo y beber como un condenado en sitios como este y no tendrás que lamentarte por tus digestiones.

Ambos levantaron su copa y brindaron mientras les servían las ensaladas. Hablaron de cosas banales mientras el camarero se ocupaba de sus platos y continuaron haciéndolo hasta que por fin quedaron solos.

— ¿Vas a contarme ya qué es lo que pasa con esa chica? —Daniel lanzó la pregunta sin contemplaciones, no le gustaba andarse por las ramas ni perder su tiempo.

— Directo al grano —su jefe le clavó la mirada— ¿Qué te hace pensar que estamos aquí por ella?

— Vamos George, que nos conocemos —Daniel levantó una ceja—, si fuera una paciente más no me sacarías de la cama a las tantas de la madrugada demandando un “favor personal”. Tú eres más de los de “casos especiales” o “porque yo lo digo” ni tampoco me invitarías a comer en un restaurante tan caro y privado como este.

— No se te escapa una… —asintió con la cabeza.

— He tenido buen maestro —levantó de nuevo su copa brindando por él— ahora no reniegues de tu particular creación, doctor “Frankenstein”.

— Nunca reniego de mis creaciones. Eres igual de testarudo, odioso y maniático que yo, cuando era joven.

— Vas a hacer que me ruborice con tanto halago —la ironía de sus palabras volvió a hacerlos reír—.  Venga viejo, empieza a desembuchar que no tengo todo el día.

Entre bocado y bocado George le contó a Daniel lo dura que era la vida en los despachos de las grandes instituciones. Consistía básicamente más en aburrido politiqueo y dedicarse a lamer los culos adecuados, que en lo que a ambos les había apasionado desde el comienzo de sus respectivas carreras, el trabajo de campo. Echaba de menos el trato con los pacientes, poder ayudar a las personas y enseñarles el camino para encauzar sus vidas. Secretamente envidiaba la juventud y la fuerza que ahora atesoraba su aprendiz más aventajado y en cuyas manos había dejado el trabajo de toda su vida. Su centro de atención especializada. La perorata del viejo empezó a cansar a Daniel.

— ¿He dicho ya que no tengo todo el día? —dijo molesto mirando su reloj.

— Me reafirmo en lo de odioso —el camarero entró a servir los segundos platos y George le lanzó una mirada de advertencia—. Un poco de paciencia, Daniel.

El camarero les atendió en riguroso silencio retirando los restos de ensalada, les sirvió unos platos repletos de jugosa carne y llenó sus copas con abundante vino dejando las botellas al alcance de las manos de Daniel. Ya no volvería a molestar hasta los postres, lo que les daba un margen de tiempo bastante amplio para hablar sin ser interrumpidos. Salió cerrando las puertas muy sigilosamente.

— Ésto que te voy a contar sobra decir que debe quedar estrictamente entre nosotros, nadie del centro debe saber nada y te aseguro que no me temblará la mano a la hora de cortar las cabezas que sean necesarias si esto sale a la luz, incluida la tuya.

— Alto secreto, lo pillo —George le miró duramente. Daniel se ofendió por su falta de humor—. Joder, George ¿ahora necesitas que te lo prometa sobre la tumba de mis padres? —la expresión del viejo se relajó—. Que son muchos años juntos, me conoces perfectamente.

— De acuerdo —lanzó un suspiro—. Verás, Elisabeth Dawson es la hija de alguien muy importante dentro del ministerio de sanidad. Sé que odias la política y no te aburriré con los detalles, pero digamos que este señor necesita “limpiar” su imagen ante un importante y esperado nombramiento que está a punto de recibir. Digamos que la moral distraída de su hija está perpetuamente interponiéndose en sus proyectos. La reputación de la chica pende sobre su cabeza amenazando con arruinar toda su carrera.

— Desde luego tiene un expediente que es imposible de obviar, y sinceramente me extraña que no esté ya entre rejas en lugar de en una de mis habitaciones.

— Su padre es una persona muy influyente, íntimo amigo del comisario jefe y tocando los botones adecuados ha conseguido mantener el expediente apartado de los ojos de los curiosos. Limpiar ese expediente no sería problema si la chica no fuera tan condenadamente reincidente, pero es imposible controlarla.

— No sé qué tiene de especial su caso, ya hemos trabajado con chicas así en muchas ocasiones y los resultados siempre han sido altamente satisfactorios.

— No me vale un altamente satisfactorio Daniel, necesito un éxito rotundo e irrevocable.

— Y ahora viene cuando me dices qué es exactamente lo que quieres de mí…

— Te necesito al cien por cien con esa chica, Daniel. Al cien por cien. Deja en manos de los otros terapeutas los casos que tengas y dedícale todos tus esfuerzos.

— Eso no puedo hacerlo y lo sabes —negó molesto por la petición de su mentor—, son mis casos y no puedo cederlos así a la ligera. Te dije que me haría cargo de la dirección del centro con la condición de que nadie me dijera como hacer mi trabajo, George. Ésto no ha cambiado.

— No te estoy diciendo cómo hacer tu trabajo —intentó aplacar el consabido mal carácter de su amigo—, de hecho, sabes que he dado la cara por ti y por tus excéntricas terapias en más de una ocasión, delante de los del ministerio. Lo único que te pido es que te concentres en esa niña, que la saques de todo en lo que está metida y que daña la buena carrera de su padre. En resumen, que la conviertas en una persona.

— Dios, no puedo creer lo que acabas de decir…

— ¿Qué coño he dicho? —los ojos de George miraban con asombro a Daniel.

— Ya es una persona, George —Daniel entornó su mirada y no contuvo su lengua— no puedo creer que se te haya olvidado tan rápido lo que somos… lo que eres. Y lo que esas chicas son, por mucho que sus puñeteros e intachables padres se empeñen en meterlas bajo la alfombra como si fueran mierda.

— Daniel… —el viejo intentó calmar los ánimos— tranquilo ¿vale? no exageres.

— Tranquilo y un cuerno, George —sus puños golpearon la mesa haciendo que las copas tintinearan— ¿Te recuerdo la cantidad de veces que esos perfectos e importantes padres han sido los causantes de los males de sus hijas? ¿La cantidad de maltratos y abusos a los que las tenían sometidas?

— Este no es el caso Daniel…

— ¿Te has olvidado de Johannah, George? ¿También te has olvidado de ella?

— No, no la he olvidado —la mirada del viejo no pudo mantener la de su mejor alumno. El recuerdo de la chica le golpeó con dureza.

— Bien, porque no me importaría tener que recordarte la cantidad de veces que el intachable de su padre se la follaba con apenas catorce años, ni la cantidad de veces que se la llevó a abortar a la otra punta del mundo porque el muy cabrón no se corría si usaba preservativo con ella, ni la cantidad de veces que su mamaíta explicaba su mal comportamiento alegando un inexistente y absurdo deseo de reclamar más atenciones por parte de su ocupado y adorado papá.

— ¡¡Basta Daniel!! —ahora fue George quien golpeó la mesa—, es suficiente.

— Nunca será suficiente, George. Nunca, que te quede claro —tiró la servilleta encima de la mesa y se levantó de la silla—. Ya cometí una vez la estupidez de pensar que todas son iguales y Johannah nos demostró, a ti y a mí, que eso no es así. Así que no me digas cómo “convertir” a chicas como Elisabeth en personas, cuando son sus padres los que deberían ponerse al alcance de mis manos.

— Vamos a calmarnos Daniel ¿de acuerdo? Calma, siéntate por favor. Disfrutemos de la comida.

— No tengo hambre —volvió a sentarse pero apartando su plato.

— Te repito que este caso no es como el de Johannah.

— Pues a mí me parece malditamente similar.

— No lo es. Conozco a la familia desde hace muchos años y sé que no es de esos. Vale que sea un padre autoritario y le gusten las cosas bien hechas, pero no es un violador.

— ¿Pondrías la mano en el fuego por él?

— La pondría, si —le miró sincera y duramente—. Y créeme cuando te digo que si tuviera la más mínima o insignificante duda, yo mismo le retorcería el pescuezo con mis propias manos.

Ambos permanecieron un largo minuto en silencio, mirándose y sopesando sus alternativas. George sabía que sobraba decir nada más y que la conversación había finalizado, pero esperó pacientemente a que Daniel tomara una decisión que no le quedaba más remedio que aceptar.

— Estaré pendiente de ella —resopló—, no te prometo que vaya a dedicarle todo mi tiempo, George, pero le daré prioridad a su caso.

— Te lo agradezco, sabes que eres el único al que puedo confiarle un caso como este, sé que no me decepcionarás.

— No quiero presiones, ya te aviso. Ni llamadas para ver cómo va, ni que reclamen informes anticipados de su avance, ni nada por el estilo.

— De acuerdo, nada de presiones.

— No quiero que sus padres aparezcan por allí si yo no requiero su presencia.

— No los verás.

— Tampoco te quiero a ti por allí revoloteando para sacarme información ni que interfieras en mis métodos.

— No lo haré.

— Y después de ésto me tomaré unas merecidas y larguísimas vacaciones.

— Las tendrás, cuenta con ello.

— Eso espero —miró su reloj y volvió a levantarse de la silla—. Gracias por la comida.

— ¿No te quedas a los postres?

— Tengo trabajo que hacer —se acercó para ofrecer su mano a su maestro— ha sido un placer haberte visto, George.

— Mira que lo dudo —estrechó fuertemente su mano y le sonrió agradecido— creo que el placer ha sido todo mío.

Flor de agua
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