LXXVII

Cómo recuperar una herencia

En aquellos momentos Schmucke estaba comprando unas flores, que llevó casi jubiloso, junto con unos pasteles, a los hijos de Topinard.

¡Traico unos recalos…! —dijo con una sonrisa.

Aquella sonrisa era la primera que acudía a sus labios desde hacía tres meses, y quien la hubiera visto, se hubiese estremecido.

—Bero gon eine gondición…

—Es usted demasiado bueno, señor Schmucke —dijo la madre.

—Gue la niña me pese y se bonga las flores en el belo, y se haca unas drenzas, gomo las niñas alemanas…

—Olga, hija mía, haz todo lo que te diga el señor —dijo la acomodadora, adoptando un aire de severidad.

No riña a mi alemanida… —exclamó Schmucke, que veía a su querida Alemania en aquella niña.

—Todo el jaleo se carga sobre tres empleados —dijo Topinard entrando.

¡Ah, amico mío! —dijo el alemán—. Denca tosciendos vrancos bara bagarlo dodo… Diene ustet eine mujer muy puena… ¿fertat gue se gasará con ella? Yo le toy mil esgudos… La niña dendrá eine tote te mil esgudos gue ustet bondrá a su nombre. Y ustet ya no será mozo; será el gajero tel deadro…

—¿En la plaza de Baudrand?

—Sí.

—¿Quién se lo ha dicho?

—El señor Cautissart.

—¡Oh, es como para volverse loco de alegría! ¿Has oído, Rosalie? ¡Lo que van a rabiar en el teatro! Pero… ¡esto no es posible! —añadió.

—Nuestro bienhechor no puede alojarse en una buhardilla…

¡Pah! ¡Bor unos bocos tías gue me guedan te fida —dijo Schmucke—, ya esdá bien! ¡Atiós!, ¡me foy al cemenderio… a fer gué han hecho te Bons… y a engargar flores bara su dumba!

La señora Camusot de Marville estaba muy alarmada. En casa de esta dama, Fraisier celebraba una reunión con Godeschal y Berthier. El notario Berthier y el procurador Godeschal consideraban que el testamento hecho por dos notarios, en presencia de dos testigos, era inatacable, a causa de la precisión con que lo había redactado Léopold Hannequin. Según el honrado Godeschal, Schmucke, aun en el caso de que su actual consejero lograra engañarlo, terminaría por saber la verdad, aunque sólo fuera por uno de estos abogados que, para destacar, recurren a actos de generosidad desinteresada. Los dos letrados se despidieron, pues, de la presidenta, recomendándole que desconfiara de Fraisier, sobre quien, naturalmente, se habían informado. En aquellos momentos, Fraisier, a su regreso de la ceremonia de sellar el piso, redactaba una citación judicial en el despacho del presidente, en el que la señora de Marville le había hecho entrar, a ruegos de los dos letrados que veían el asunto demasiado sucio para que se metiera en él un presidente, y que habían querido dar su opinión a la señora de Marville sin que Fraisier les oyera.

—Señora presidenta… ¿dónde están aquellos caballeros? —preguntó el antiguo procurador de Mantes.

—Se han ido… diciéndome que renunciara al asunto —respondió la señora de Marville.

—¡Renunciar! —con un acento de rabia contenida—. Escuche esto, señora presidenta…

Y leyó el siguiente documento:

«A petición de… etc. (Paso por alto toda la hojarasca.)

»Considerando que ha sido depositado en manos del señor presidente del tribunal de primera instancia un testamento redactado por maîtres Léopold Hannequin y Alexandre Crottat, notarios de París, acompañados de dos testigos, los señores Brunner y Schwab, extranjeros domiciliados en París, testamento por el cual el difunto señor Pons dispuso de su fortuna en perjuicio del demandante, su heredero natural y legal, en beneficio del señor Schmucke, de nacionalidad alemana;

»Considerando que el demandante se compromete a demostrar que el testamento es la consecuencia de una odiosa maquinación y el resultado de maniobras reprobadas por la ley; que se probará por personas eminentes que la intención del testador era dejar su fortuna a la señorita Cécile, hija del arriba citado señor de Marville; y que el testamento, cuya anulación solicita el demandante, ha sido arrancado abusando de la debilidad del testador, cuando se hallaba en plena demencia;

»Considerando que el señor Schmucke, para poder ser heredero universal, tuvo secuestrado al testador, impidiendo que su familia se acercara hasta el lecho de muerte, y que, una vez obtenido este resultado, se ha entregado a notorios actos de ingratitud que han escandalizado a toda la casa y a las gentes de la vecindad, que, casualmente, fueron testigos de ello, por haberse reunido para tributar un último homenaje al portero de la casa en la que ha muerto el testador;

»Considerando que hechos aún más graves, cuyas pruebas está reuniendo el demandante en estos momentos, serán debidamente explicados ante los señores jueces del tribunal;

»Yo, el escribano abajo firmante, etc., etc., emplazo al señor Schmucke, etc., a comparecer ante los señores jueces que componen la primera cámara del tribunal, para demostrar que el testamento redactado por maîtres Hannequin y Crottat, siendo el resultado de una coacción evidente, debe ser considerado como nulo y sin ningún efecto; ítem, recuso la calidad y capacidad de heredero universal que pudiera asumir el señor Schmucke, oponiéndose el demandante por su solicitud, datada de hoy, y presentada al señor presidente, a que se dicte el auto de posesión requerido por el susodicho señor Schmucke, dejándole copia de la presente, cuyo coste es de…». Etcétera.

—Conozco a nuestro hombre, señora presidenta, y sé que cuando lea todos estos piropos va a transigir. Consultará con Tabareau. Y Tabareau le dirá que acepte nuestra oferta. ¿Está usted dispuesta a dar mil escudos de renta vitalicia?

—Desde luego, ya quisiera estar pagando el primer plazo.

—Lo hará antes de tres días… La citación le sorprenderá en el primer aturdimiento de su dolor, porque el infeliz hecha mucho de menos a Pons. Ha tomado su muerte muy en serio.

—En caso necesario ¿podría retirarse la citación? —preguntó la presidenta.

—Desde luego, siempre se puede invalidar por renuncia.

—De acuerdo pues, siga adelante —dijo la señora Camusot—. ¡Siempre adelante! La recompensa de tantos esfuerzos vale la pena. Ya he arreglado lo de la dimisión de Vitel, pero tendrá que pagar sesenta mil francos a Vitel, de lo obtenido de la herencia Pons… De modo que, ya ve que hay que triunfar…

—¿Tiene usted su dimisión?

—Sí; el señor Vitel tiene toda la confianza en el señor de Marville…

—Señora presidenta, le he ahorrado sesenta mil francos que yo había previsto que deberíamos dar a aquella innoble portera, la señora Cibot. Pero insisto en tener el estanco para la señora Sauvage y el nombramiento de mi amigo Poulain para la plaza vacante de médico en jefe de los Quinze-Ving.

—Esto era lo convenido, todo está arreglado.

—Bien, entonces no hay más que hablar… Todo el mundo está de su parte en este asunto, hasta Gaudissart, el director del teatro; ayer fui a verle y me prometió que pararía los pies al mozo que podría estropear nuestros planes.

—¡Ah, sí, ya me lo imagino! El señor Gaudissart es un hombre muy fiel a los Popinot.

Fraissier se fue. Desgraciadamente no se encontró con Gaudissart, y la fatal citación siguió su curso.

Todas las personas codiciosas comprenderán, como las honradas execrarán, el júbilo de la presidenta, a quien, al cabo de veinte minutos de haberse ido Fraisier, Gaudissart vino a informar de su conversación con el pobre Schmucke. La presidenta lo aprobó todo y agradeció infinitamente al director del teatro que disipara sus escrúpulos con unos comentarios que encontró muy adecuados.

—Señora presidenta —dijo Gaudissart—, mientras venía, iba pensando que este pobre diablo no sabría qué hacer de su fortuna. ¡Es un hombre de una sencillez de patriarca! ¡Es todo ingenuidad, es un alemán, como para conservarlo y ponerlo en una hornacina como a un Niño Jesús de cera! O sea que, en mi opinión, ya se siente un poco molesto con sus dos mil quinientos francos de renta, y que usted le empuja a la disipación…

—Es propio de un corazón muy noble —dijo la presidenta— pensar en enriquecer al hombre que ha llorado a nuestro primo. Yo lo que lamento es la insignificante rencilla que motivó el enfado entre el señor Pons y yo; si hubiera vuelto a visitamos, todo se le habría perdonado. ¡Si usted supiera cómo mi marido le ha echado de menos! El señor de Marville no se consuela de no haberse enterado de su muerte, porque para él los deberes familiares son sagrados, hubiera asistido al entierro, hubiese ido a la iglesia… y yo misma también hubiese ido a la misa…

—Bien, señora mía —dijo Gaudissart—. Tenga usted a bien hacer preparar el documento; a las cuatro yo le traeré al alemán… Le ruego que me recomiende a la benevolencia de su encantadora hija, la vizcondesa Popinot; que ella recuerde a mi ilustre amigo, su excelente padre, este gran estadista, hasta qué punto soy fiel a todos los suyos y que siga otorgándome su precioso favor. Debo la vida a su tío, el juez, y a él le debo mi fortuna. Desearía que usted y su hija me tuvieran en la alta consideración que se concede a las personas poderosas y bien situadas. Quiero dejar el teatro y convertirme en un hombre serio.

—¡Caballero, usted ya lo es ahora! —dijo la presidenta.

—¡Es usted adorable! —replicó Gaudissart, besando la seca mano de la señora de Marville.

El primo Pons
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