XXIV

Castillos en el aire

Aquella misma tarde, en casa de su suegro, con quien la presidenta de Marville quiso consultar el asunto, encontró a la familia Popinot. Deseosa de satisfacer una pequeña venganza, tan natural en el corazón de las madres, cuando no han conseguido capturar a un hijo de familia, la señora de Marville dio a entender que Cécile iba a hacer una boda inmejorable. «¿Y con quién se casa Cécile?», fue la pregunta que brotó de todos los labios. Y entonces, sin creer traicionar sus secretos, la presidenta dejó escapar tantas medias palabras, hizo tantas confidencias al oído, por otra parte confirmadas por la señora Berthier, que he aquí lo que al día siguiente se decía en el Empíreo burgués que Pons frecuentaba con fines gastronómicos:

«Cécile de Marville se casa con un joven alemán que se ha hecho banquero por motivos de caridad, porque tiene una fortuna de cuatro millones; es un héroe de novela, un verdadero Werther, de muy buen corazón y con un gran atractivo, que, después de haber cometido muchas locuras, se ha enamorado locamente de Cécile; el enamoramiento fue instantáneo, y debe ser algo muy profundo desde el momento en que Cécile tenía por rivales a todas las madonnas de los cuadros de Pons, etcétera.»

Dos días más tarde una serie de personas fueron a cumplimentar a la presidenta, con el único objeto de saber si existía el diente de oro[95], y la presidenta bordó el tema de un modo admirable que las madres deberían tener en cuenta, como antaño se consultaba El Perfecto Secretario:

—Una boda —decía a la señora Chiffreville— sólo se puede dar por hecha cuando se sale de la alcaldía y de la iglesia, y nosotros estamos aún en las entrevistas; de modo que cuento con su amistad para que no hablen de nuestras esperanzas…

—No sabe usted la suerte que ha tenido, señora presidenta; hoy en día es tan difícil concertar una boda…

—¡Qué quiere usted! Ha sido la casualidad; muchas veces las bodas se hacen así.

—¿De modo que por fin casan a Cécile? —decía la señora Cardot.

—Sí —respondió la presidenta, comprendiendo la malicia del «por fin»—. Nosotros hemos sido muy exigentes, y éste ha sido el motivo de que se retrasara la boda. Pero ahora lo hemos encontrado todo: fortuna, amabilidad, buen carácter y un hombre muy atractivo. Por otra parte, mi querida hijita, bien se merecía una cosa así. El señor Brunner es un joven encantador, lleno de distinción; es aficionado al lujo, conoce la vida, está loco por Cécile, la ama sinceramente; y, a pesar de sus tres o cuatro millones, Cécile le acepta… Nosotros no teníamos tantas pretensiones, pero… estas ventajas nunca están de más… Más que su fortuna, es el amor que ha inspirado mi hija, lo que nos ha decidido a dar el consentimiento —decía la presidenta a la señora Lebas—. El señor Brunner tiene tanta prisa que desea que la boda se celebre dentro del plazo más breve que exigen las leyes.

—¿Es extranjero…?

—Sí, pero confieso que estoy muy contenta. No, no es un yerno, es un hijo el que voy a tener. El señor Brunner es de una delicadeza verdaderamente cautivadora. No puede ni imaginarse el interés que ha tenido en casarse bajo el régimen dotal… Es una gran tranquilidad para las familias. Adquirirá pastos por valor de un millón doscientos mil francos, y estas tierras un día se unirán a las de Marville.

Al día siguiente hubo otras variaciones sobre el mismo tema. El señor Brunner era un gran señor, y lo demostraba en todos sus actos; no daba importancia al dinero; y si el señor de Marville pudiera conseguirle la gran carta de naturaleza[96] (el ministerio bien le debía un favor como éste), su yerno sería par de Francia. La fortuna del señor Brunner era incalculable, tenía los mejores caballos y los mejores carruajes de todo París, etc.

El placer con que los Camusot anunciaban sus esperanzas, revelaba ya, bien a las claras, hasta qué punto este triunfo había sido inesperado.

Inmediatamente después de la entrevista celebrada en casa del primo Pons, el señor de Marville, siguiendo los consejos de su mujer, logró que el ministro de Justicia, su primer presidente y el procurador general, aceptasen la invitación para comer en su casa el día de la presentación del fénix de los yernos. Los tres grandes personajes aceptaron, a pesar de que la fecha era muy próxima, comprendiendo el papel que les atribuía el padre de familia, y acudiendo gustosamente en su ayuda. En Francia se suele estar a punto de ayudar a las madres de familia que pescan un yerno rico. El conde y la condesa Popinot se prestaron también a completar la fastuosidad de aquella jornada, a pesar de que la invitación les pareció de muy mal gusto. En total eran once personas. El abuelo de Cécile, el viejo Camusot y su mujer, no podían faltar en esta reunión, destinada, por la posición de los invitados, a comprometer definitivamente al señor Brunner, anunciado, como ya se ha visto, como uno de los capitalistas más ricos de Alemania, un hombre de gusto (se había enamorado de la hijita), el futuro rival de los Nucingen, de los Keller, de los Tillet, etcétera[97].

—Es nuestro día de recibir —dijo con estudiada sencillez la presidenta al que ella ya consideraba como su yerno, mientras iba nombrándole los invitados—, todos son íntimos. Primero el padre de mi marido, que, como usted ya sabe, está a punto de ser elegido par de Francia; luego el señor conde y la señora condesa Popinot, cuyo hijo no era suficientemente rico para Cécile, sin que por ello hayamos dejado de ser muy buenos amigos; nuestro ministro de Justicia, nuestro primer presidente, nuestro procurador general, en fin, nuestros amigos… Sólo que tendremos que cenar un poco tarde, a causa de la Cámara, donde nunca terminan la sesión antes de las seis…

Brunner miró a Pons significativamente, y Pons se frotó las manos como un hombre que dice: «¡Éstos son nuestros amigos, mis amigos…!».

La presidenta, como mujer muy hábil que era, tuvo que llevar aparte a su primo para decirle alguna cosa en privado, a fin de dejar a Cécile un momento a solas con su Werther. Cécile charló por los codos, y se las ingenió para que Frédéric descubriese un diccionario alemán, una gramática alemana y un Goethe, que ella había escondido.

—¡Ah! ¿Aprende usted el alemán? —dijo Brunner, sonrojándose.

Las francesas son únicas para inventar esta clase de trampas.

—¡Oh! —dijo ella—. ¡Qué malo es usted! Caballero, no me parece nada bien eso de curiosear mis secretos. Quiero leer a Goethe en original —añadió—; hace dos años que estoy estudiando alemán.

—Entonces es que la gramática es muy difícil de comprender, porque sólo hay diez páginas abiertas —observó ingenuamente Brunner.

Cécile, confusa, se volvió para ocultar su rubor. Un alemán es incapaz de resistir esta clase de pruebas, y el joven cogió la mano de Cécile, hizo que se volviera hacia él, y la contempló como miran los novios en las novelas de Augusto Lafontaine, de púdica memoria.

—¡Es usted adorable! —dijo.

Cécile hizo un mohín de coquetería que significaba: «¡Y usted! ¿Quién podría dejar de amarle?».

—¡Mamá, eso marcha! —dijo al oído de su madre que volvía con Pons.

El aspecto de una familia durante una velada como aquélla no es para describirlo. Todo el mundo se alegraba de ver a una madre atrapando un buen partido para su hija. Llovían las felicitaciones, expresadas con frases de doble sentido y retruécanos, sobre Brunner, que fingía no comprender nada, sobre Cécile, que lo comprendía todo, y sobre el presidente, que casi solicitaba estos parabienes. Pons sintió que toda la sangre se le acumulaba en las orejas y creyó ver encendidas todas las candilejas del escenario de su teatro, cuando Cécile le dijo con voz baja, y de la más ingeniosa de las maneras, que su padre tenía la intención de asignarle una renta vitalicia de mil doscientos francos, a lo cual el anciano artista se negó en redondo, objetando que Brunner le había revelado que poseía una gran fortuna en antigüedades.

El ministro, el primer presidente, el procurador general, los Popinot, todas las personas atareadas, se fueron. Pronto no quedaron más que el viejo señor Camusot, y Cardot, el antiguo notario, a quien hacía compañía su nieto Berthier. El pobre Pons, al verse en familia, agradeció, no poco desmañadamente, al presidente y a la presidenta la proposición que Cécile acababa de hacerle. Los hombres de corazón son así, se dejan llevar por el primer impulso. Brunner, que vio en aquella renta ofrecida de aquel modo, como una especie de recompensa, hizo como una especie de examen de conciencia israelita, y adoptó una actitud que denotaba las gélidas reflexiones de una persona calculadora.

—Mi colección, o lo que valga, siempre pertenecerá a su familia, tanto si cierto un trato con nuestro amigo Brunner como si me la quedo —decía Pons, ante el asombro de la familia, que se enteraba entonces que poseía objetos de tanto valor.

A Brunner no le pasó inadvertido el momentáneo impulso de todos aquellos ignorantes en favor de un hombre que, de una situación considerada como de indigencia, pasaba a la de poseer una fortuna, como no había dejado de observar los mimos y halagos del padre y de la madre por su Cécile, el ídolo de la casa, y entonces se complació en provocar la sorpresa y las exclamaciones de aquellos dignos burgueses.

—Yo dije a la señorita que los cuadros del señor Pons valían esta suma para mí; pero dado el precio a que se adquieren los objetos de arte únicos, nadie puede prever el valor que alcanzaría esta colección en una subasta pública. Los sesenta cuadros llegarían al millón, yo he visto varios de cincuenta mil.

—¡Quién no desearía ser su heredero! —dijo el antiguo notario a Pons.

—Pero es que mi heredera es mi prima Cécile —dijo el pobre hombre, insistiendo en el parentesco.

Entre los allí reunidos se produjo un movimiento de admiración por el anciano músico.

—Pues será una heredera muy rica —dijo riendo Cardot, que ya se iba.

Quedaban, pues, Camusot padre, el presidente, la presidenta, Cécile, Brunner, Berthier y Pons, ya que se suponía que iba a hacerse la petición oficial de mano de Cécile. En efecto cuando estas personas quedaron solas, Brunner empezó por una pregunta que pareció de buen augurio a los padres.

—He creído entender —dijo Brunner dirigiéndose a la presidenta—, que la señorita era hija única.

—Desde luego —respondió ella con orgullo.

—No tendrá usted dificultades con nadie —añadió el pobre Pons, para decidir a Brunner a formular la petición.

Brunner quedó pensativo, y un silencio fatal provocó la más extraña de las frialdades. Parecía como si la presidenta hubiese confesado que su hijita era epiléptica. El presidente, juzgando que su hija no debía hallarse presente, le hizo una señal que Cécile comprendió, y salió inmediatamente de la estancia. Brunner siguió mudo. Todos se miraban. La situación se hacía embarazosa. El viejo Camusot, hombre de experiencia, llevó al alemán a la habitación de la presidenta, con el pretexto de enseñarle el abanico hallado por Pons, adivinando que había surgido algún obstáculo, y con un gesto pidió a su hijo, a su nuera y a Pons que le dejaran a solas con el pretendiente.

—¡Ésta es la maravilla! —dijo el viejo sedero enseñándole el abanico.

—Vale cinco mil francos —respondió Brunner, después de haberlo examinado.

—Caballero —dijo el futuro par de Francia—, ¿no había venido usted para pedir la mano de mi nieta?

—Sí —dijo Brunner—, y le ruego que me crea cuando le digo que ninguna unión sería más honrosa para mí. Nunca podré encontrar una joven más bella, más amable, que reúna tantas perfecciones como la señorita Cécile; pero…

—Veamos, basta de peros —dijo Camusot padre—, o, mejor dicho, sepamos en qué consisten estos peros…

—Caballero —siguió Brunner, muy serio—, me alegro mucho de que ni unos ni otros nos hayamos comprometido todavía, ya que la calidad de hija única, tan valiosa para todo el mundo, excepto para mí, circunstancia que créame que ignoraba, constituye un obstáculo insuperable…

—Pero, caballero —dijo el anciano, estupefacto—, ¿cómo es posible que de una inmensa ventaja haga usted un inconveniente? Su proceder es totalmente inaudito, y yo tendría un gran interés en conocer sus razones.

—Señor mío —siguió diciendo el alemán con flema—, hoy he venido a esta casa para pedir al señor presidente la mano de su hija. Mi intención era asegurar el porvenir de la señorita Cécile ofreciéndole todo lo que ella hubiese querido aceptar de mi fortuna; pero una hija única es una niña a la que la indulgencia de sus padres ha acostumbrado a hacer siempre su santa voluntad, y que nunca ha conocido la menor negativa. En este caso ha ocurrido lo que en tantas otras familias en las que he podido advertir el culto que se tributaba a esta especie de divinidades; no sólo la nieta de usted es el ídolo de la casa, sino que además la señora presidenta es la que lleva los… ¡ya sabe usted el qué! Caballero, yo he visto el hogar de mi padre convertirse en un infierno por esta causa. Mi madrastra, origen de todas mis desgracias, hija única, adorada, la más encantadora de las prometidas, se convirtió en la encarnación del diablo. No dudo que la señorita Cécile sea una excepción de esta regla; pero yo ya no soy joven, tengo cuarenta años, y la diferencia de nuestras edades lleva consigo una serie de problemas que no me permitirían hacer feliz a una joven acostumbrada a ver hacer a la señora presidenta su santa voluntad, y a quien la señora presidenta escucha como a un oráculo. ¿Con qué derecho podría exigir yo que la señorita Cécile cambiara de ideas y de costumbres? En lugar de un padre y de una madre que complacen sus menores caprichos, se encontraría con el egoísmo de un cuarentón. Obro, pues, con toda honradez y me retiro. Por otra parte, si consideran necesario dar explicaciones al hecho de que sólo les haya visitado una vez, deseo que toda la responsabilidad me sea atribuida…

—Si sus razones son éstas —dijo el futuro par Francia—, aunque singulares, son plausibles…

—Caballero, no ponga usted en duda mi sinceridad —replicó vivamente Brunner, interrumpiéndole—. Si conoce usted alguna muchacha pobre, perteneciente a una familia cargada de hijos, pero que haya recibido una buena educación, sin fortuna, como tantas hay en Francia, y cuyo carácter ofrezca garantías, me caso con ella.

Durante el silencio que siguió a esta declaración, Frédéric Brunner dejó solo al abuelo de Cécile, volvió a saludar cortésmente al presidente y a la presidenta, y se retiró. Comentario viviente de la despedida de su Werther, Cécile apareció pálida como una moribunda; lo había oído todo oculta en el guardarropa de su madre.

—¡Rechazada…! —dijo al oído de su madre.

—¿Y por qué? —preguntó la presidenta a su confuso suegro.

—Ha dado el curioso pretexto de que las hijas únicas son niñas mimadas —respondió el anciano—. Y no se equivoca del todo —añadió aprovechando la ocasión para zaherir a su nuera, que hacía veinte años que le estaba fastidiando.

—¡Esto costará la vida a mi hija! ¡Usted la habrá matado! —dijo la presidenta a Pons, sosteniendo a su hija, quien consideró de buen efecto abandonarse en los brazos de su madre.

El presidente y su mujer arrastraron a Cécile hasta un sillón, en donde acabó de desmayarse del todo. El abuelo llamó a los criados.

El primo Pons
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
intro.xhtml
cronos.xhtml
biblos.xhtml
haciendoelprimo.xhtml
chapitre0001.xhtml
chapitre0002.xhtml
chapitre0003.xhtml
chapitre0004.xhtml
chapitre0005.xhtml
chapitre0006.xhtml
chapitre0007.xhtml
chapitre0008.xhtml
chapitre0009.xhtml
chapitre0010.xhtml
chapitre0011.xhtml
chapitre0012.xhtml
chapitre0013.xhtml
chapitre0014.xhtml
chapitre0015.xhtml
chapitre0016.xhtml
chapitre0017.xhtml
chapitre0018.xhtml
chapitre0019.xhtml
chapitre0020.xhtml
chapitre0021.xhtml
chapitre0022.xhtml
chapitre0023.xhtml
chapitre0024.xhtml
chapitre0025.xhtml
chapitre0026.xhtml
chapitre0027.xhtml
chapitre0028.xhtml
chapitre0029.xhtml
chapitre0030.xhtml
chapitre0031.xhtml
chapitre0032.xhtml
chapitre0033.xhtml
chapitre0034.xhtml
chapitre0035.xhtml
chapitre0036.xhtml
chapitre0037.xhtml
chapitre0038.xhtml
chapitre0039.xhtml
chapitre0040.xhtml
chapitre0041.xhtml
chapitre0042.xhtml
chapitre0043.xhtml
chapitre0044.xhtml
chapitre0045.xhtml
chapitre0046.xhtml
chapitre0047.xhtml
chapitre0048.xhtml
chapitre0049.xhtml
chapitre0050.xhtml
chapitre0051.xhtml
chapitre0052.xhtml
chapitre0053.xhtml
chapitre0054.xhtml
chapitre0055.xhtml
chapitre0056.xhtml
chapitre0057.xhtml
chapitre0058.xhtml
chapitre0059.xhtml
chapitre0060.xhtml
chapitre0061.xhtml
chapitre0062.xhtml
chapitre0063.xhtml
chapitre0064.xhtml
chapitre0065.xhtml
chapitre0066.xhtml
chapitre0067.xhtml
chapitre0068.xhtml
chapitre0069.xhtml
chapitre0070.xhtml
chapitre0071.xhtml
chapitre0072.xhtml
chapitre0073.xhtml
chapitre0074.xhtml
chapitre0075.xhtml
chapitre0076.xhtml
chapitre0077.xhtml
conclusion.xhtml
notas01.xhtml
notas02.xhtml
notas03.xhtml
notas04.xhtml