XXXVI

Chismes y política de las viejas porteras

Asustada por la predicción del gran juego de la señora Fontaine, la Cibot se había prometido a sí misma lograr, por medios suaves, por una maldad puramente moral, que se la incluyera en el testamento de su señor. Como había ignorado durante diez años el valor del museo Pons, la Cibot veía en su haber diez años de fidelidad, de honradez, de desinterés, y ahora se proponía hacer valer estos grandes servicios. Desde el día en que, con una frase tintineante de oro, Rémonencq había hecho nacer en el corazón de aquella mujer una serpiente que había estado contenida en su cascarón durante veinticinco años, el deseo de ser rica, aquel ser había alimentado la serpiente de todas las malas semillas que alfombran el fondo de los corazones, y va a verse cómo ejecutaba los consejos que le susurraba la serpiente.

—¿Qué? ¿Ha bebido mucho nuestro querubín? ¿Se encuentra mejor? —preguntó a Schmucke.

No muy pien, mi guerida señora Cipod, no muy pien —respondió el alemán, enjugándose una lágrima.

—¡Bah! Usté también es de los que se asustan en seguida, ¿eh? Tampoco hay para ponerse así… Aunque Cibot se estuviera muriendo, no estaría yo tan ambatida como usté… ¡Vamos, vamos! Nuestro querubín es de buena costitución. Además, ya sabe usté, parece que ha llevado una vida muy ordenada, y no sabe usté los años que llegan a vivir las personas ansí… Claro que está muy enfermo, pero con lo que yo le cuido, va a salir de ésta. Ande, no se preocupe, vaya a sus cosas, que yo voy a hacerle compañía y ya le haré beber sus buenos vasos de agua de cebada.

Si no vuera bor ustet, yo me moriría de inguiedut… —dijo Schmucke, apretando entre sus manos con un gesto de confianza la mano de su buena asistenta.

La Cibot entró en el cuarto de Pons secándose los ojos.

—¿Qué le ocurre, señora Cibot? —dijo Pons.

—El señor Schmucke, que destroza el corazón oírle; le está llorando como si ya estuviese usté muerto —dijo—. Aunque no esté usté bien, entodavia no está como para que se le llore, vaya; ¡pero me hace tanto efecto! ¡Dios mío, qué boba soy de querer ansí a los demás, y de quererles más a ustedes que a Cibot! Porque, al fin y al cabo, ustedes no me son nada, ni parientes ni nada; y yo ya no sé lo que me hago, cuando se trata de ustedes, palabra de honor; me dejaría cortar la mano, la izquierda, se entiende, ¿eh?, a cambio de verle correr por ahí, y comer y sacarles gangas a los anticuarios, como de constumbre… ¡Si yo hubiese tenido un hijo… pues creo que le hubiera querido como le quiero a usté, ea! Ande, sea bueno, ¿eh?, bébase todo el vaso. Pero ¿quiere usté beber de una vez, hombre de Dios? El doctor Poulain ha dicho: «Si no quiere que le lleven al Père-Lachaise[131], el señor Pons tiene que beber cada día tantas cargas de agua como vende un auvernés…»[132]. O sea que a beber se ha dicho…

—Pero si ya bebo, señora Cibot, si bebo tanto que ya tengo ranas en el estómago…

—Eso es bueno —dijo la portera cogiendo el vaso vacío—. Así se pondrá usté bien en seguida. El señor Poulain tenía un enfermo como usté, y como no le cuidaba nadie y sus hijos le abandonaron, se murió de esta enfermedad, por culpa de no beber… O sea que ya ve que es cuestión de beber mucho… que al otro lo enterraron hace dos meses… Ya sabe usté que si usté se muere se lleva detrás a la tumba al probre del señor Schmucke ¡Huy, si es igualito que un niño! ¡Y cómo le quiere a usté, si es un cacho de pan blanco! Yo le digo que no hay ninguna mujer que quiera tanto a un hombre. No come ni bebe, y hace quince días que está tan delgado como usté, que ya es decir, porque usté sí que estaba con la piel y los huesos… Y yo también le quiero mucho, ¿eh?, pero, mire, no me da por ahí, yo no pierdo el apetito, al contrario; de tanto subir y bajar escaleras, se me cansan las piernas de un modo que por la noche, caigo en la cama como un tronco. Y no es que por ustedes deje abandonado a mi pobre Cibot, que la señorita Rémonencq le hace la comida y le arregla la casa, pero él me regaña porque dice que todo está mal hecho. Pero entonces yo le digo que hay que sancrificarse por los demás, y que usté está demasiado enfermo para que yo le deje con una mujer que le cuide… ¡Menuda yo para dejar que venga una mujer ahora, después de haberles llevado la casa durante diez años! ¡Y que no piden nada, ésas! Que comen como diez, y le piden su vino y su azúcar, y su braserillo y todo lo que quiera… Y además, que si los enfermos no les ponen en el testamento, les roban… Meta en la casa a una mujer así, y mañana ya va a echar de menos un cuadro o cualquier ojeto de los suyos…

—¡Oh, señora Cibot! —exclamó Pons, fuera de sí—. ¡No se vaya usted! ¡Que no me toquen nada!

—¡Que para eso estoy yo! —dijo la Cibot—. Que mientras me queden fuerzas, aquí me tiene… estése tranquilo… El señor Poulain, que a lo mejor ya le ha echado un ojo a su tesoro, quería que viniera una mujer de ésas a cuidarle… Pero yo le he hecho dar marcha atrás; y le he dicho: «El señor sólo me quiere a mí, y está acontumbrado a mí, como yo lo estoy a él». Y él se ha callado. ¡Menudas ésas, unas ladronas todas! Yo no las puedo ver. Va usté a ver lo intrigantes que son. Había un señor ya viejo… Fíjese que ha sido el señor Poulain que me ha contado eso, ¿eh?… Pues era una tal señora Sabatier, una mujer de treinta y seis años, que había vendido mulas en el Palacio… ya sabe usté aquella galería de las tiendas, que han denmolido en el Palacio…[133]

Pons hizo un gesto afirmativo.

—Pues bueno, esta mujer, tuvo mala suerte la probre con su marido, que bebía como una esponja, y que se murió de una imbustión espontánea; pero, todo hay que decirlo, aún era de buen ver, aunque poco provecho sacó de eso, aunque, según me han dicho, tuvo varios amiguitos abogados… Bueno, pues al verse en la miseria, se dedicó a cuidar enfermos, y se fue a vivir a la calle Barre-du-Bec. Y entonces tuvo que cuidar a un señor viejo que, con perdón sea dicho, tenía una enfermedad de las vías nurinarias, y que le hacían sondas, como a un pozo nartesiano, y que necesitaba tantos cuidados que ella dormía en un catre de tijera, en la habitación de este señor. ¿Verdad que son increíbles cosas así? Y usté me dirá: Los hombres no respetan nada, van a lo suyo, son egoístas… En fin, la cosa es que, hablando con él, ya sabe usté, ella estaba todo el tiempo allí, le distraía, le contaba historias, le hacía charlas, como ahora estamos charlando los dos, vaya… Bueno, pues ella se entera de que sus sobrinos, porque el enfermo tenía unos sobrinos, eran unos mostruos que le daban muchos disgustos, y, el colmo de los colmos, que su enfermedad venía de sus sobrinos. Pues, ¿sabe usté lo que pasó? Pues que salvó a ese señor y se casó con él, y tienen un niño que es una gloria, y la señora Bordevin, la carnicera de la calle Chalot, que es parienta de esta señora, ha sido la madrina… ¡Eso sí que es suerte!, ¿eh? Yo ya estoy casada; pero no tengo hijos, y puedo decirlo con la cara muy alta, la culpa es de Cibot, que me quiere demasiado; porque, si yo quisiera… Bueno, mejor es dejarlo… ¡Qué habría sido de nosotros con familia, yo y mi Cibot, que no tenemos ni un céntimo después de treinta años de ser honrados…! Pero lo que me consuela es pensar que nunca hemos quitado un céntimo a nadie; no tenemos ni así que no lo hayamos ganado. Mire, es una sumposición, que se puede decir porque dentro de seis semanas usté volverá a estar tan campante, paseando por el bulevar; pongamos que me pone usté en su testamento… pues yo le digo que no tendría sosiego hasta que no encontrara a sus herederos para devolvérselo… ya ve usté el miedo que tengo a lo que no aquirido con el sudor de mi frente. Usté me dirá: «Pero, señora Cibot, no se atormente usté ansí; se lo tiene bien ganado, que ha cuidado a estos señores como si fueran hijos suyos, y que les ha ahorrado mil francos por año…». Porque, en mi lugar, ya sabe usté que hay muchas cocineras que ya tendrían diez mil francos en el calcetín… «Es justo que este buen señor le deje una pequeña renta vintalicia…», vamos a suponer que podrían decirme. Pues bien, no, yo soy desinteresada… No puedo comprender que haya mujeres que hagan el bien por interés… Esto ya no es hacer el bien, ¿verdá? Yo no voy a la iglesia, porque no tengo tiempo; pero mi conciencia me dice lo que tengo que hacer… ¡Pero no se mueva usté tanto, hombre! ¡Y no se rasque! ¡Señor, qué amarillo se ha puesto! Está tan amarillo que casi parece moreno… ¡Qué cosas!, ¿eh? En veinte días uno se pone como un limón… ¡La honradez es el tesoro de los pobres! ¡Alguna cosa teníamos que poseer! Y, se lo digo con la mano en el corazón, si usté se pusiera en las últimas, vamos a suponer, yo sería la primera en decirle que tiene que dar todo lo suyo al señor Schmucke. Éste es su deber, porque él es toda la familia que usté tiene. Y le quiere como un perro quiere a su amo.

—¡Sí, es verdad! —dijo Pons—. En toda mi vida, él ha sido el único que me ha querido…

El primo Pons
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