XIV

Un vivo ejemplo de la fábula de los dos pichones[62]

En el momento en que Pons volvía maquinalmente a su casa, la señora Cibot terminaba de preparar la cena de Schmucke. Esta cena consistía en un cierto guiso cuyo olor se esparcía por todo el patio. Se trataba de unos pedazos de buey hervido, que había comprado en una tienda en la que revendían desechos de carne, guisado con manteca y unas cebollas cortadas en rajas muy finas, hasta que la carne y las cebollas absorbieran la manteca, de modo que este manjar porteril ofreciera el aspecto de una fritura. Este plato, amorosamente preparado para Cibot y Schmucke, entre quienes debía repartirlo la señora Cibot, acompañado de una botella de cerveza y de un pedazo de queso, bastaba al viejo profesor de música alemán. Y téngase por seguro que ni el rey Salomón, en toda su gloria, cenaba mejor que Schmucke. Ya fuera este plato de buey hervido guisado con cebolla, ya fueran sobras de pollo con sofrito, o bien buey guisado con perejil, y pescado, con una salsa inventada por la señora Cibot, y con la que una madre se hubiera comido a su hijo sin darse cuenta, ya fuese algo de caza mayor, según la cantidad y la calidad de lo que los restaurantes del bulevar revendían a la tienda de la calle Boucherat, tal era el menú ordinario de Schmucke, que siempre se conformaba sin chistar, con todo lo que le servía la puena señora Cipod. Y, de día en día, la buena señora Cibot, había ido reduciendo este menú, hasta poder prepararlo por la suma de un franco.

—Voy a ver lo que le ha oncurrido a este pobre hombre —dijo la señora Cibot a su marido—; como ya está lista la conmida del señor Schmucke…

La señora Cibot cubrió la fuente de barro con un plato de porcelana común; y, a pesar de su edad, llegó al piso de los dos amigos en el momento en que Schmucke abría a Pons.

¿Gué de ha basado, mi puen amico? —dijo el alemán, asustado ante la agitación que denotaba la fisonomía de Pons.

—Ya te lo contaré todo; pero vengo a comer contigo…

¿Gomer, gomer? —exclamó Schmucke, alborozado—. Bero, será imbosiple… —añadió acordándose de las costumbres gastrolátricas de su amigo.

Entonces el anciano alemán advirtió la presencia de la señora Cibot, que estaba escuchando con todos los derechos de las buenas asistentas. Poseído por una de estas inspiraciones que sólo pueden brillar en el corazón de un verdadero amigo, se dirigió inmediatamente hacia la portera, y los dos salieron al rellano.

—Señora Cipod, al pueno de Bons le custan los puenos blatos; vaya al «Catran Pleu», bida eine puena gomida: anchoas, magarones… En vin, eine gomida ticna te Lúgulo…

—¿Y eso qué es? —preguntó la señora Cibot.

Ferá —replicó Schmucke—, quiero tecir, ternera, ein puen bescado, eine potella te fino te Purteos, y dodo lo mejor gue haya; gomo groquetas, arroz y docino ahumato. ¡Bague ustet! No tiga nata, yo le taré dodo el tinero mañana bor la mañana…

Schmucke volvió a entrar en el piso con aire satisfecho y frotándose las manos; pero su rostro fue recuperando gradualmente una expresión de asombro a medida que oía la historia de las desdichas que en tan poco tiempo se habían abatido sobre el corazón de su amigo. Schmucke trató de consolar a Pons describiéndole el mundo desde su punto de vista. París era una tempestad perpetua, los hombres y las mujeres se veían arrastrados por un furioso movimiento de vals, y era inútil pedir algo a la gente, porque sólo se fija en las apariencias, y no en lo te tendro, dijo. Volvió a contar por centésima vez que, de año en año, las tres únicas alumnas que él había querido, y que a su vez le habían mostrado cariño, por las que él daría la vida, y de las que incluso recibía una pequeña pensión de novecientos francos, a la que cana una de ellas contribuía con una parte proporcional de unos trescientos francos, de año en año, se habían olvidado tanto de ir a verle, y se veían arrastradas con tanta violencia por la corriente de la vida parisiense, que hacía tres años que no habían podido recibirle, cuando iba a su casa. (¡Claro que Schmucke se presentaba en casa de estas grandes damas a las diez de la mañana!) Y, en fin, que los trimestres de su renta se los pagaban los mismos notarios.

Y, no greas —siguió diciendo—, dienen el gorazón te oro. En vin, son mis begueñas sandas Cecilias, unas tamas engandatoras, la señora te Bordentuère, la señora te Fantenesse y la señora te Dilet. Yo sólo las feo en los Gampos Elíseos, guando ellas no me fen… y me guieren mucho, y si vuese ir a gomer a su gasa, esdarian muy gondendas. Botría ir a fifir gon ellas vuera te París; bero yo brefiero mucho más fifir gon ni amico Bons, borque le veo guando guiero, y dodos los tías.

Pons cogió la mano de Schmucke, la puso entre las suyas, y la apretó con un movimiento en el que expresaba todo lo que sentía su alma, y los dos permanecieron así durante varios minutos, como unos enamorados que vuelven a verse después de una larga ausencia.

Gome aguí dodos los tías… —siguió Schmucke, que en su interior bendecía la dureza de la presidenta—. ¡Mira! Iremos jundos a gombrar andicuetades, y el tiablo nunga asomará los güernos por nuesdra gasa…

Para comprender todo el significado de esta frase heroica —¡Iremos jundos a gombrar andicuetades!— hay que confesar que Schmucke era de una ignorancia crasa en estas cuestiones. Eran precisos todos los desvelos de su amigo para que no rompiese nada en el salón y el despacho abandonados a Pons para servirle de museo. Schmucke, que pertenecía a la música de cuerpo entero, compositor nato, contemplaba todas aquellas chucherías de su amigo como un pez, que hubiese recibido una invitación, contemplaría una exposición de flores en el Luxemburgo. Respetaba aquellas maravillas a causa del respeto que manifestaba Pons cuando les quitaba el polvo. Él respondía: ¡Si, sí! ¡Gué ponito es!, a las frases de admiración de su amigo, como una madre responde con frases sin importancia a los gestos de un niño que aún no sabe hablar. Desde que los dos amigos vivían juntos, Schmucke había visto a Pons cambiar siete veces de reloj de pared, siempre trocando uno inferior por otro más bello. Pons poseía entonces un magnífico reloj de Boulle, un reloj de ébano con incrustaciones de bronce y adornado con esculturas, que correspondía al primer estilo de Boulle[63]: Boulle ha tenido dos estilos, como Rafael tuvo tres. En el primero armonizaba el cobre con el ébano; y, en el segundo, contra sus convicciones, sacrificaba a la concha; hizo verdaderos prodigios para vencer a sus competidores, que inventaron la marquetería en concha. A pesar de las eruditas demostraciones de Pons, Schmucke no advertía la menor diferencia entre el magnífico reloj de la primera época de Boulle y los otros diez. Pero, pensando en lo feliz que era Pons, Schmucke tenía más cuidado con todas aquellas paradijas que su propio amigo. No hay, pues, que extrañarse de que la sublime frase de Schmucke tuviese el poder de calmar la desesperación de Pons, pues el Iremos jundos a nombrar andicuetades del alemán quería decir: «Si te quedas a comer conmigo, pondré dinero en la colección».

—Los señores están servidos —vino a decir la señora Cibot con un aplomo asombroso.

Ya puede imaginarse cuál sería la sorpresa de Pons al ver y al saborear la comida que debía a la amistad de Schmucke. Esta dase de sensaciones, tan raras en la vida, no tienen su origen en el continuo desinterés con el que dos hombres se dicen perpetuamente el uno al otro: «En mí tienes otro yo» (pues también a esto se acostumbra uno); no, la causa hay que buscarla en la comparación de estas muestras de felicidad de la vida íntima, con la barbarie de la vida social. Es la sociedad la que, incesantemente, está uniendo a dos amigos o a dos amantes, cuando dos almas generosas se unen por el amor o por la amistad. Y así era cómo Pons se enjugaba dos lagrimones, mientras Schmucke, por su parte, se veía obligado a secarse los húmedos ojos. No se dijeron nada, pero no dejaron de hacerse pequeños movimientos con la cabeza, cuya balsámica expresión amortiguó los dolores de la arenilla introducida por la presidenta en el corazón de Pons. Schmucke se frotaba las manos hasta levantarse la epidermis, porque había concebido una de estas iniciativas que no asombran a un alemán más que cuando surgen rápidamente en su cerebro congelado por el respeto que se debe a los príncipes soberanos.

Mi puen Bons… —dijo Schmucke.

—Ya sé lo que quieres decir, quisieras que comiéramos juntos todos los días…

Guisiera ser rigo bara hacerde fifir dodos los tías así —respondió melancólicamente el buen alemán.

La señora Cibot, a quien Pons daba de vez en cuando entradas para los espectáculos del bulevar, lo cual en su corazón le situaba a la misma altura que su pensionista Schmucke, hizo entonces la siguiente proposición:

—Miren ustedes —dijo—, por tres francos (el vino aparte) puedo prepararles todos los días, para los dos, una conmida como para chuparse los dedos.

La fertat es gue —respondió Schmucke— gomo mejor gon lo gue me ta la señora Cipot gue los gue gomen en la mesa tel rey

Concibiendo grandes esperanzas, el respetuoso alemán llegaba incluso a imitar a los irrespetuosos periódicos populares que calumniaban el módico presupuesto de la mesa real.

—¿De veras? —dijo Pons—. Pues bien, ¡mañana lo probaré!

Al oír esta promesa, Schmucke dio un salto de un extremo a otro de la mesa, llevándose por delante el mantel, las fuentes y las botellas, y dio a Pons un abrazo sólo comparable al de un gas, cuando se une con otro gas por el que siente afinidad.

¡Gué veliz soy! —exclamó.

—El señor comerá todos los días aquí —dijo orgullosamente la señora Cibot, también emocionada.

Sin saber a qué acontecimiento se debía la realización de su sueño, la excelente señora Cibot bajó a su portería y entró en ella como Josefa entra en escena en Guillermo Tell[64]. Dejó sobre la mesa las fuentes y los platos y exclamó:

—Cibot, corre a buscar dos tacitas de café al Turc, y dile al mozo que son para mí[65].

Luego se sentó apoyando las manos sobre sus fuertes rodillas, y contemplando a través de la ventana la pared de la casa de enfrente, murmuró:

—Esta tarde iré a consultar a la señora Fontaine…

El primo Pons
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