LXI

Profunda decepción

Schmucke, abrumado por el dolor, sintiendo como si el corazón le fuese a estallar, apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y pareció quedarse desvanecido.

Sí, de oico… Bero gomo si esduvieras muy lejos te mí… Dengo la impresión te huntirme en la dumba gondigo… —dijo el alemán, vencido por el dolor.

Se acercó a Pons, tomó una de sus manos, la apretó entre las suyas, y dijo mentalmente una fervorosa oración.

—¿Qué murmuras en alemán?

He bedido a Tios gue se nos lleve fundos… —respondió simplemente, una vez terminada su plegaria.

Pons se incorporó penosamente, ya que sentía en el hígado grandes dolores. Pudo inclinarse hacia Schmucke y le besó en la frente, explayando su alma como una bendición sobre aquel ser comparable al cordero que reposa a los pies de Dios.

—Escúchame, mi buen Schmucke, hay que obedecer a los moribundos…

—De esgucho…

—Tu habitación comunica con la mía por la puertecita de tu alcoba, que da a este cuarto de al lado.

—Sí, bero esdá lleno de guadros…

—Ve ahora mismo a apartarlos, sin hacer demasiado ruido…

—Pueno…

—Sácalo todo para que se pueda pasar fácilmente por este cuarto; luego, dejas entornada tu puerta. Cuando venga la Cibot a reemplazarte (esta madrugada es capaz de llegar una hora antes), tú te vas a dormir como siempre, y dices que te encuentras muy cansado. Procura poner cara de mucho sueño… Cuando ella se siente en el sillón, pasa al cuarto de al lado, y quédate observándolo todo desde detrás de la vidriera (tendrás que apartar un poco la cortina de muselina); fíjate bien en lo que haga… ¿Comprendes?

—Sí, gomprendo… Dú grees gue va a guemar el desdamento…

—No sé lo que va a hacer, pero estoy seguro de que, después de esto, ya no volverás a tenerla por un ángel. Ahora tócame algo, por favor, alégrame con alguna de tus improvisaciones… Esto te distraerá, te olvidarás de tus ideas negras, y me llenarás con tus poemas esta triste noche…

Schmucke se sentó al piano. Al cabo de unos instantes, la inspiración musical, estimulada por el dolor y la excitación que le causaba, se apoderó del buen alemán, como solía suceder, transportándole más allá de este mundo. Supo hallar temas sublimes sobre los que bordó caprichos ejecutados ya con el dolor y la perfección rafaelesca de Chopin, ya con el brío y la grandiosidad dantesca de Liszt, las dos visiones musicales que se parecen más a la de Paganini. La ejecución, al llegar a este grado de perfección, en apariencia pone al ejecutante a la altura del poeta, que es al compositor lo que el actor es al autor, un divino traductor de cosas divinas. Pero aquella noche en la que Schmucke hizo oír a Pons anticipadamente las armonías del Paraíso, aquella inefable música que hace caer sus instrumentos de las manos de Santa Cecilia, el alemán fue a un tiempo Beethoven y Paganini, el creador y el intérprete… Incansable como el ruiseñor, sublime como el cielo bajo el que canta, variado, frondoso como el bosque en el que hace resonar sus trinos, se superó a sí mismo y sumió al viejo músico que le escuchaba en el éxtasis que ha pintado Rafael y que puede verse en Bolonia[196]. Aquella poesía fue interrumpida por el tintineo chillón de una campanilla. La criada de los inquilinos del primer piso venía a rogar a Schmucke, de parte de sus amos, que pusiera fin a aquel escándalo. La señora, el señor y la señorita Chapoulot se habían despertado, no podían volver a dormirse y hacían notar que la jornada era lo suficientemente larga como para permitir ensayar la música del teatro, y que en una casa del Marais no se debía aporrear el piano durante la noche… Eran cerca de las tres de la madrugada. A las tres y media, de acuerdo con las previsiones de Pons, quien parecía haber oído la conversación de Fraisier y de la Cibot, apareció la portera. El enfermo dirigió a Schmucke una mirada de inteligencia que significaba: «¿Verdad que no me he equivocado?», y adoptó la posición de un hombre que duerme profundamente.

La Cibot estaba tan persuadida de la absoluta inocencia de Schmucke —éste es uno de los grandes medios y el motivo del éxito de todos los ardides de los niños— que fue incapaz de sospechar que estaba fingiendo cuando vio que se le acercaba para decirle con un aire a un tiempo doliente y excitado:

—Ha basado muy mada noche… No ha barado de moferse… He denido gue docar el biano bara gue se galmara, hasda gue los fecinos tel brimer biso han brodesdado… Es derrible, borque se dradaba de la fida te mi amico… Esdoy dan gansado de haber docado doda la noche, gue me gaigo te sueño…

—Mi pobre Cibot también está muy mal… Si pasa otro día como el de hoy, no creo que le queden tuerzas ya… ¡Qué le vamos a hacer! ¡Que sea lo que Dios quiera!

Diene usded dan puen gorazón, gue si se muere su marito, famos a fifir dodos jundos… —dijo el astuto Schmucke.

Cuando las personas ingenuas y sencillas se ponen a disimular, son capaces de engañar a cualquiera, son igual que niños, cuyas mentiras tienen la misma perfección que muestran los salvajes en sus ardides.

—Entonces, hijo mío, lo mejor que puede hacer es irse a dormir —dijo la Cibot—; tiene los ojos saltones y encarnados. Mire, lo único que podría consolarme de perder a Cibot, es pensar que acabaría mis días al lado de un hombre tan bueno como usté. No se preocupe, ya me encargaré yo de decirle cuatro frescas a la señora Chapoulot… ¿Desde cuándo una mercera retirada va a venir con estas exigencias…?

Schmucke se trasladó a su puesto de observación, que había dispuesto de antemano.

La Cibot había dejado entornada la puerta del piso, y Fraisier, después de entrar, la cerró suavemente, una vez Schmucke se hubo encerrado en su cuarto. El abogado se había provisto de una vela encendida y de un alambre de latón muy fino para poder desellar el testamento. La Cibot no tuvo ninguna dificultad en sacar el pañuelo con que se había atado la llave del secreter, y que se hallaba debajo de la almohada de Pons, ya que el enfermo había dejado exprofeso que el pañuelo pasara por debajo del travesaño, y se prestaba a la maniobra de la Cibot manteniéndose de cara a la calle y en una posición que le dejaba plena libertad para apoderarse del pañuelo. La Cibot se dirigió inmediatamente hacia el secreter, lo abrió intentando hacer el menor ruido posible, encontró el resorte del escondrijo y corrió, con el testamento en la mano, hacia el salón. Esta circunstancia dejó muy intrigado a Pons. En cuanto a Schmucke, temblaba de pies a cabeza como si hubiese cometido un crimen.

—Vuelva a su lado —dijo Fraisier cogiendo el testamento que le tendía la Cibot—; si se despierta es preciso que la encuentre allí.

Tras romper los lacres con una habilidad que demostraba que no era la primera vez que lo hacía, Fraisier quedó sumido en un profundo asombro al leer aquel curioso documento:

ÉSTE ES MI TESTAMENTO

Hoy, quince de abril de mil ochocientos cuarenta y cinco, hallándome en plena posesión de mis facultades mentales, como este testamento, redactado de acuerdo con el señor Trognon, notario, lo demostrará; sintiendo que debo morir dentro de muy poco de la enfermedad que me aqueja desde los primeros días del pasado mes de febrero, queriendo disponer de mis bienes, he decidido dictar mis últimas voluntades, que son las siguientes:

Siempre me han consternado los inconvenientes que perjudican a las obras maestras de la pintura y que a menudo conducen a su destrucción. He lamentado que los lienzos más bellos se vean condenados a viajar constantemente de un país a otro, sin poder nunca permanecer de un modo estable en un lugar al que pudieran acudir los admiradores de estas obras de arte para contemplarlas. Siempre he pensado que las páginas verdaderamente inmortales de los maestros más famosos deberían ser propiedad nacional, y exhibirse incesantemente a los ojos de los pueblos como la luz, la gran obra de arte de Dios, sirve a todos sus hijos.

Como yo he dedicado toda mi vida a reunir y seleccionar algunos cuadros que son gloriosas obras de los más grandes maestros, cuadros en los que no se ha hecho el menor retoque ni modificación, pienso con dolor en la posibilidad de que estos lienzos, que han sido la felicidad de mi vida, puedan venderse en una subasta pública; terminar unos en Inglaterra, otros en Rusia, dispersos como lo estaban antes de que yo los reuniese; he decidido pues sustraerlos a este triste destino, a ellos y a los magníficos marcos que los encuadran, todos ellos salidos de los talleres de los artesanos más hábiles.

Así pues, por estos motivos, dono y lego al Rey, para que se incorporen al Museo del Louvre, los cuadros de que consta mi colección, con la condición, en caso de que se acepte el legado, de pasar a mi amigo Wilhem Schmucke una renta vitalicia de dos mil cuatrocientos francos.

Si el Rey, como usufructuario del Museo, no acepta este legado con la condición que lleva aneja, los mencionados cuadros pasarán a formar parte del legado que hago en favor de mi amigo Schmucke consistente en todos los bienes que poseo, con la condición de entregar la Cabeza de mono de Goya[197] a mi primo el presidente Camusot; el cuadro de Flores de Abraham Mignon, en el que figuran unos tulipanes, al notario señor Trognon, a quien nombro albacea testamentario, y de pasar doscientos francos de renta a la señora Cibot, quien se ocupa de mi casa desde hace diez años.

Finalmente, mi amigo Schmucke dará el Descendimiento de la Cruz de Rubens, esbozo de su célebre cuadro de Amberes, a mi parroquia, para decoración de una capilla, agradeciendo así las bondades del señor vicario Duplanty, a quien debo poder morir como cristiano y católico. Etc.

—¡Es la ruina! —se dijo Fraisier—. ¡La ruina de todas mis esperanzas! ¡Ah, empiezo a creer que la presidenta tenía razón cuando me hablaba de la malicia del viejo!

—¿Qué hay? —vino a preguntar la Cibot.

—Su señor es un monstruo, lo deja todo al Museo del Estado; y contra el Estado no se puede pleitear… No hay modo de impugnar este testamento… ¡Nos han robado, arruinado, despojado, asesinado!

—¿Me deja algo?

—Doscientos francos de renta vitalicia…

—¡Pues sí que está generoso! De todos modos, está dando las boqueadas…

—Vaya con él —dijo Fraisier—; volveré a meter el testamento dentro del sobre.

El primo Pons
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