XVI
Un tipo alemán
A comienzos del cuarto mes, hacia fines de enero de 1845, el joven flautista, que se llamaba Wilhem, como casi todos los alemanes, y Schwab, para distinguirse de todos los Wilhem, lo cual sin embargo no permitía distinguirle de todos los Schwab, juzgó necesario comentar con Schmucke el estado del director de orquesta, que tanto preocupaba en el teatro. Aquel día había un estreno en el que intervenían los instrumentos que tocaba el anciano músico alemán.
—El pobre hombre está decaído, algo no le funciona bien por dentro, tiene la mirada triste, y el movimiento de los brazos es más débil —dijo Wilhem Schwab, señalando a Pons, que subía a su estrado con aire fúnebre.
—Eso basa siembre a los sesenda años —respondió Schmucke.
Schmucke, igual que la madre de las Crónicas de la Canonjía, que, para poder disfrutar de su hijo veinticuatro horas más, le hace fusilar[70], era capaz de sacrificar a Pons al placer de verle comer con él todos los días.
—En el teatro todo el mundo está preocupado por él, y, como dice la señorita Héloïse Brisetout, nuestra primera bailarina, ya casi no hace ruido al sonarse.
El anciano músico parecía tocar el cuerno cuando se sonaba, tal era el estruendo que producía en el pañuelo su larga nariz. Este estruendo era causa de uno de los más constantes reproches de la presidenta al primo Pons.
—Yo haría gualguier gosa bor tistraerle —dijo Schmucke—, la trisdeza es más vuerde gue él.
—El señor Pons —dijo Wilhem Schwab— me parece un ser tan superior a los pobres diablos que somos nosotros, que no me atrevía a invitarle a mi boda. Me caso…
—¿Gomo? —preguntó Schmucke.
—¡Oh! Pues… ¡como es debido! —respondió Wilhem, que creyó ver en la extraña pregunta de Schmucke una burla, de la que aquel perfecto cristiano era incapaz.
—¡Vamos, señores, a sus puestos! —dijo Pons, contemplando el pequeño ejército de su orquesta, después de haber oído la campanilla del director.
Ejecutaron la obertura de La novia del Diablo[71], una obra de gran espectáculo que alcanzó doscientas representaciones. En el primer entreacto, Wilhem y Schmucke se encontraron solos en el desierto foso de la orquesta. La atmósfera de la sala llegaba a unos treinta y dos grados Réaumur[72].
—Güéndeme su hisdoria —dijo Schmucke a Wilhem.
—Mire… ¿ve usted aquel joven del palco proscenio? ¿No le reconoce?
—En apsoludo.
—¡Ah! Porque lleva guantes blancos, y brilla con todo el esplendor de la opulencia; pero es mi amigo Fritz Brunner, de Francfort del Main…
—¿Aguel gue venía a fer las obras teste la orguesta, al lato de ustet?
—El mismo. ¿Verdad que resulta difícil creer una metamorfosis como ésta?
Este héroe de la historia prometida era uno de estos alemanes cuya expresión contiene a la vez la sombría burla del Mefistófeles de Goethe, y la bonhomía de las novelas de Augusto Lafontaine[73], de pacífica memoria; la astucia y la ingenuidad, la severidad de un banquero, y el estudiado desaliño de un miembro del Jockey-Club[74]; pero, sobre todo, el hastío que pone la pistola en la mano de Werther, mucho más hastiado de la vida por causa de los príncipes alemanes que por la de Carlota. Era verdaderamente un tipo característico de Alemania; mucho cálculo y mucha candidez, necedad y valor, una sabiduría que produce hastío, una experiencia que la menor puerilidad convierte en inútil; abuso de la cerveza y del tabaco; pero, dando realce a todas estas antítesis, una chispa diabólica en unos hermosos ojos azules y cansados. Vestido con la elegancia de un banquero, Fritz Brunner ofrecía a las miradas de toda la sala una cabeza calva de un color ticianesco, a cada lado de la cual se enroscaban unos rizos intensamente rubios que el libertinaje y la miseria le habían dejado para que el día de su recuperación financiera pudiera permitirse el lujo de pagar a un peluquero. Su rostro, antaño bello y atractivo como el de Jesucristo de los pintores, había adquirido unas tonalidades terrosas que unos bigotes rojos y una barba de color leonado convertían en algo casi siniestro. El azul puro de sus ojos se había enturbiado en su lucha contra las penalidades. Y, en fin, las mil prostituciones de París habían sombreado los párpados y el contorno de los ojos, en los que en otro tiempo una madre había contemplado con éxtasis una divina réplica de lo suyos. Este filósofo prematuro, este joven viejo, era la obra de una madrastra.
Aquí comienza la curiosa historia de un hijo pródigo de Francfort del Main, el hecho más extraordinario y más peregrino que haya ocurrido jamás en esta apacible pero importante ciudad.