XLV

Un interior poco recomendable

La escalera, que recibía la luz de un pequeño patio, a través de ventanas correderas, anunciaba que, excepto el propietario y el señor Fraisier, los demás inquilinos ejercían oficios manuales. Los fangosos peldaños tenían como las enseñas de cada oficio, mostrando a la mirada recortes de cobre, botones rotos, restos de gasa o de espartería. Los aprendices de los últimos pisos habían dibujado en las paredes caricaturas obscenas. La última frase de la portera había despertado la curiosidad de la señora Cibot, acabando de decidirla a consultar al amigo del doctor Poulain, pero reservando la decisión de confiarle su caso hasta después de haberle conocido, según fueran sus impresiones.

—A veces me pregunto cómo es posible que la señora Sauvage aguante todavía en su casa —dijo a guisa de comentario la portera, que seguía a la señora Cibot—. La acompaño —añadió— porque tengo que subir la leche y el periódico al dueño.

Al llegar al segundo piso, después del entresuelo, la Cibot se encontró ante una puerta que no podía tener peor aspecto. La pintura, de un rojo desvaído, se hallaba revestida, en una zona de unos veinte centímetros, de esa capa negruzca que se forma con el contacto de las manos al cabo de cierto tiempo, y que los arquitectos han intentado combatir en los pisos elegantes, aplicando placas de vidrio en la parte superior e inferior de las cerraduras. La rejilla de esta puerta, obturada por escorias parecidas a las que se inventan en los restaurantes para envejecer botellas adultas, sólo servía para hacer merecer a la puerta el sobrenombre de puerta de prisión, y además armonizaba con sus herrerías en forma de trébol, sus enormes goznes, y las gruesas cabezas de sus clavos. Todo aquello no podía haber sido ideado más que por un avaro o por un libelista reñido con el mundo entero. El vertedero, que daba salida a las aguas residuales, aportaba su parte proporcional de hediondez a la escalera, cuyo techo ofrecía por todas partes una especie de arabescos dibujados con el humo de las velas, ¡y qué arabescos! El cordón de la puerta, al extremo del cual pendía una mugrienta pera, hizo sonar una campanilla, cuyo sordo tintineo evidenciaba una resquebrajadura en el metal. Cada objeto era un rasgo más que se sumaba a la armonía de conjunto de aquel repugnante cuadro. La Cibot oyó un ruido de pasos pesados y la respiración asmática de una mujer corpulenta, y la señora Sauvage se mostró. Era una de estas viejas intuidas por Adrien Brauwer en sus Brujas camino del aquelarre[155], una mujer de cinco pies y seis pulgadas[156], de rostro soldadesco, y mucho más barbudo que el de la Cibot, de una gordura enfermiza, que llevaba un espantoso vestido de ruán barato[157], la cabeza cubierta con un pañuelo de madrás[158], además de haberse hecho unas torcidas con los impresos que recibía gratuitamente su amo, y llevando en las orejas una especie de ruedas de coche de oro. Este cancerbero hembra llevaba en la mano un cazo de hojalata, abollado, cuya leche vertida añadía un olor más a la escalera, que apenas se notaba, a pesar de su acritud nauseabunda.

—¿Qué desea la siñora? —preguntó la señora Sauvage.

Y, con aire amenazador, dirigió a la Cibot, a la que sin duda encontraba demasiado bien vestida, una mirada asesina, que lo parecía más dado que sus ojos estaban siempre inyectados en sangre.

—Vengo a ver al señor Fraisier de parte de su amigo el doctor Poulain.

—Entre usted, siñora —respondió la Sauvage con una inesperada amabilidad que demostraba que ya le habían prevenido de esta visita matinal.

Y después de hacer una reverencia de teatro, la hombruna criada del señor Fraisier abrió bruscamente la puerta del despacho que daba a la calle, y en la que se hallaba el antiguo procurador de Mantes. El despacho era absolutamente igual a esos modestos estudios de escribano de tercer orden en que los clasificadores son de madera ennegrecida, los archivos tan viejos que llevan barba, al estilo de los eclesiásticos, en que los cordones rojos cuelgan de un modo lamentable, en que los cartapacios sufren la acometida de los ratones, y en que el suelo está gris de polvo y el techo amarillento de humo. El espejo de la chimenea estaba enturbiado; sobre los caballetes de hierro colado se apoyaba un leño barato; el reloj de pared, de marquetería moderna, valía sesenta francos, y había sido comprado en cualquier subasta pública, y los candelabros que lo escoltaban eran de cinc, aunque afectaban con mucha torpeza formas rococó, y la pintura, agrietada por varios sitios, dejaba ver el metal. El señor Fraisier, un hombrecillo reseco y de aspecto enfermizo, con la cara enrojecida, cuyos granos delataban una sangre muy viciada, pero que además se rascaba continuamente el brazo derecho, y cuya peluca, muy echada hacia atrás, dejaba ver un cráneo color ladrillo y una expresión siniestra, se levantó del sillón de rejilla en el que se sentaba sobre un redondel de tafilete verde. Adoptó un aire agradable y una voz aflautada para decir, tendiendo una silla:

—Es la señora Cibot, ¿verdad?

—Sí, señor —respondió la portera que perdió su habitual aplomo.

La señora Cibot quedó asustada por esta voz que recordaba el sonido de la campanilla y por la mirada aún más verde que los ojos verdosos de su futuro consejero. El despacho estaba tan de acuerdo con Fraisier, que el aire que se respiraba parecía pestilencial. La señora Cibot comprendió entonces por qué la señora Florimond no había querido convertirse en la señora Fraisier.

—Mi querida señora, Poulain me ha hablado de usted —dijo el hombre de leyes con esta voz de falsete que suele llamarse vocecilla, pero que seguía siendo agria como un vino del país.

El abogado intentó arroparse tapándose las huesudas rodillas, cubiertas de un muletón extraordinariamente raído, con los dos faldones de una vieja bata de calicó estampado, cuya guata se tomaba la libertad de asomar por varios descosidos, pero el peso de esta guata arrastraba a los faldones y dejaba al descubierto un jubón de franela ya negruzca. Después de haberse apretado, con un cierto aire impertinente, los cordones de esta bata refractaria a delinear su talle de avispa, Fraisier reunió de un golpe de tenacillas dos tizones que se evitaban hacía rato como dos hermanos enemigos. Luego, súbitamente, se le ocurrió una idea y se levantó:

—¡Señora Sauvage! —gritó.

—¿Sí?

—No estoy para nadie.

—Ya lo sé, hombre, ya lo sé —respondió aquel marimacho con voz de trueno.

—Había sido mi nodriza —dijo el hombre de leyes con aire confuso a la Cibot.

—Debía tener leche de coco —replicó la antigua heroína del Mercado[159].

Fraisier rió el juego de palabras y echó el cerrojo para que la criada no viniese a interrumpir las confidencias de la Cibot.

—Bueno, señora, explíqueme su caso —dijo sentándose e intentando de nuevo volver a arroparse en su bata—. Una persona que me ha sido recomendada por el único amigo que tengo en el mundo, puede contar conmigo… lo que se dice en todo y por todo…

La señora Cibot habló durante media hora sin que el abogado se permitiese la menor interrupción; tenía el aire curioso de un soldado bisoño oyendo hablar a un veterano. Este silencio y la sumisión de Fraisier, la atención que parecía prestar a esta catarata verbal, de la que ya se ha dado algunas muestras en las escenas entre la Cibot y el pobre Pons, hicieron abandonar a la portera algunas de sus prevenciones que acababan de inspirarle tantos detalles innobles.

El primo Pons
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