LXV
La muerte tal como es
Mientras el padre Duplanty decidía al moribundo a tomar por veladora a la señora Cantinet, Fraisier había llamado a su casa a la sillera, y la sometía a su corruptora conversación, y a las tretas de su habilidad de leguleyo, a las que era difícil resistir. Y así fue cómo la señora Cantinet, mujer flaca y amarillenta de dientes grandes, labios fríos, embrutecida por la desgracia, como muchas mujeres del pueblo, y que había llegado a ver la felicidad en los más insignificantes beneficios diarios, no tardó en acceder a tomar como asistenta a la señora Sauvage. La criada de Fraisier ya había recibido órdenes. Había prometido tejer como una tela de hilos de hierro en torno a los dos músicos, y velar por ellos como la araña vela por la mosca que tiene prisionera. La señora Sauvage debía recibir, como premio a sus esfuerzos, un estanco: de este modo Fraisier se desembarazaba de su supuesta nodriza, y ponía junto a la señora Cantinet a un espía y a un gendarme en la persona de la Sauvage. Como el piso de los dos amigos se componía además de un cuarto de servicio y de una pequeña cocina, la Sauvage podía dormir en un catre y cocinar para Schmucke. Cuando las dos mujeres, convocadas por el doctor Poulain, se presentaron en la casa, Pons acababa de exhalar el último suspiro, sin que Schmucke se diera cuenta. El alemán conservaba aún entre sus manos la mano de su amigo, de la que el calor huía progresivamente, e hizo una señal a la señora Cantinet para que no hablara; pero la soldadesca señora Sauvage le sorprendió de tal modo por su aspecto, que no pudo reprimir un movimiento de susto, a lo cual aquella mujer hombruna ya estaba acostumbrada.
—La señora —dijo la señora Cantinet— ha sido recomendada por el padre Duplanty, que responde de ella; ha sido cocinera en casa de un obispo, y es la honradez personificada; ella se encargará de cocinar.
—Oigan, ya pueden hablar en voz alta —exclamó la corpulenta y asmática Sauvage—, el pobre señor ha muerto… Acaba de dar el alma.
Schmucke lanzó un grito penetrante, sintió la mano de Pons helada que se ponía rígida, y permaneció con los ojos fijos en los de Pons, cuya expresión le hubiera vuelto loco a no ser por la señora Sauvage, quien, sin duda acostumbrada a aquella clase de trances, fue hacia la cama con un espejo en la mano, lo puso ante la boca del muerto, y al ver que no quedaba empañado por la respiración, separó rápidamente la mano de Schmucke de la mano del muerto.
—Es mejor que la deje, luego no podría sacarla; usted no sabe cómo se endurecen los huesos. Los muertos se enfrían pero que muy aprisa. Si no se arregla a un muerto mientras está tibio, luego hay que romperle los miembros…
Fue, pues, aquella terrible mujer quien cerró los ojos al pobre músico que acababa de expirar; luego, con esta destreza de las veladoras, oficio que había ejercido durante diez años, desnudó a Pons, extendió el cuerpo sobre la cama, juntó las manos a cada lado del cuerpo, y le cubrió la cara con el cobertor, exactamente igual que un empleado hace un paquete en una tienda.
—Necesito una sábana para amortajarlo: ¿dónde puedo cogerla…? —preguntó a Schmucke, a quien aquel espectáculo había dejado aterrorizado.
Después de haber visto a la religión procediendo con un respeto tan profundo por la criatura humana, destinada a una nueva vida en el Cielo, aquella especie de empaquetamiento en la que su amigo era tratado como una cosa, le produjo un dolor capaz de paralizar todo su pensamiento.
—Haca lo gue guiera… —repuso maquinalmente Schmucke.
Aquel ser inocente veía morir a un hombre por primera vez, y aquel hombre era Pons, su único amigo, el único ser humano que le había comprendido y querido…
—Voy a preguntar a la señora Cibot dónde están las sábanas —dijo la Sauvage.
—Necesitaremos un catre para que duerma esta señora —dijo la señora Cantinet a Schmucke.
Schmucke hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y rompió a llorar; la señora Cantinet dejó tranquilo al desdichado; pero al cabo de una hora volvió para decirle:
—Tendría que darnos dinero para ir a comprar.
Schmucke dirigió a la señora Cantinet una mira da capaz de desarmar los odios más feroces; señaló el rostro lívido, demacrado y afilado del muerto, como la mejor respuesta a todo.
—¡Gójanlo dodo, y téjeme llorar y rezar! —dijo arrodillándose.
La señora Sauvage había ido a anunciar la muerte de Pons a Fraisier, quien tomó inmediatamente un cabriolé para dirigirse a casa de la presidenta y pedirle, para el día siguiente, la procuración que le daba derecho a representar a los herederos.
—Señor Schmucke —dijo a éste la señora Cantinet, una hora después de su última pregunta—, he ido a ver a la señora Cibot, que es la que conoce mejor la casa, para que me dijera dónde estaban las cosas; pero como acaba de morirse el señor Cibot, me ha soltado un chaparrón de despropósitos… ¡Escúcheme usted, al menos…!
Schmucke miró a aquella mujer, incapaz de sospechar lo cruel que era en aquellos momentos; porque la gente del pueblo está acostumbrada a sufrir pasivamente los mayores dolores morales.
—Necesitamos ropa blanca para una mortaja, dinero para un catre, para que pueda dormir esta señora; también para comprar batería de cocina, fuentes, platos, vasos, porque va a venir un cura a pasar la noche, y esta señora no encuentra absolutamente nada en la cocina.
—Pero escúcheme —insistió la Sauvage—, yo necesito leña, carbón para preparar la cena, y no veo nada… Claro que esto no es de extrañar, porque creo que la Cibot se lo subía todo…
—Ya ve usted —dijo la señora Cantinet señalando a Schmucke, abrazado a los pies del muerto, en un estado de insensibilidad completa—, usted no quería creerme, pero no contesta a nada.
—Bueno, amiga mía —dijo la Sauvage—, voy a enseñarle qué es lo que se hace en estos casos.
La Sauvage abarcó el cuarto con una mirada semejante a la de los ladrones que tienen que adivinar los escondites donde debe hallarse el dinero. Se dirigió derechamente hacia la cómoda de Pons, abrió el primer cajón, vio la bolsa en la que Schmucke había guardado el resto del dinero procedente de la venta de los cuadros, y se la enseñó a Schmucke, quien hizo una señal de consentimiento maquinal.
—¡Aquí está el dinero! —dijo la Sauvage a la señora Cantinet—. Voy a contarlo, y cogeré lo necesario para comprar lo que haga falta… vino, comida, velas… en fin, todo, porque aquí no hay nada… Búsqueme en la cómoda una sábana para amortajar el cadáver. Ya me habían dicho que este pobre señor era muy pobre de espíritu, pero yo creo que es algo peor. Es como un recién nacido, habrá que meterle la comida en la boca…
Schmucke miraba a las dos mujeres y todo lo que hacían, exactamente igual que las habría mirado un loco.
Deshecho por el dolor, inmerso en un estado casi cataléptico, no cesaba de contemplar fascinado el rostro de Pons, cuyos rasgos se afinaban como consecuencia del reposo absoluto de la muerte. Esperaba morir y todo le era indiferente. Aunque un incendio hubiera devorado la habitación, no se hubiese movido.
—Aquí hay mil doscientos cincuenta y seis francos… —le dijo la Sauvage.
Schmucke se encogió de hombros. Cuando la Sauvage se dispuso a amortajar a Pons, y midió la sábana sobre el cadáver, a fin de cortar la mortaja y coserla, se entabló una horrible lucha entre ella y el pobre alemán. Schmucke parecía un perro que muerde a todos los que quieren tocar el cadáver de su amo. La Sauvage perdió la paciencia, cogió al alemán, le obligó a sentarse en un sillón y le forzó a permanecer quieto gracias a su fuerza hercúlea.
—Adelante, amiga mía, cosa al difunto dentro de la mortaja —dijo a la señora Cantinet.
Una vez terminada la operación, la Sauvage volvió a dejar a Schmucke en su lugar, al pie de la cama, y le dijo:
—¿No lo comprende usted? Había que vestirle de muerto…
Schmucke se echó a llorar; las dos mujeres le dejaron y fueron a tomar posesión de la cocina, que al poco rato llenaron, entre las dos, de todo lo necesario para la vida.