XXI

Lo que cuesta una mujer

Mientras iban de la calle de Normandía a la calle de Richelieu, Pons obtuvo del distraído Schmucke los detalles de aquella nueva versión de la historia del hijo pródigo en cuyo beneficio la Muerte había matado al rico hotelero[85]. Pons, que acababa de reconciliarse con sus parientes más próximos, sentía entonces el deseo de casar a Fritz Brunner con Cécile de Marville. El azar quiso que el notario de los hermanos Graff fuera precisamente el yerno y sucesor de Cardot, antiguo oficial de la notaría, en cuya casa Pons comía a menudo.

—¡Ah! ¿Es usted, señor Berthier? —dijo el anciano músico tendiendo la mano a su ex anfitrión.

—¿Y por qué ya no nos hace usted el honor de venir a comer a nuestra casa? —preguntó el notario—. Mi esposa está preocupada por usted. Le hemos visto en la primera representación de La Novia del Diablo y nuestra inquietud se ha convertido en curiosidad.

—Los viejos son susceptibles —respondió el pobre hombre—, no pueden evitar el ir atrasados de un siglo… pero ¿qué se le va a hacer? Ya es bastante representar un siglo; no pueden pertenecer también al que les ve morir.

—Sí —dijo el notario maliciosamente—, no puede vivirse en dos siglos a la vez.

—¡A propósito! —exclamó el pobre hombre, llevando al joven notario a un rincón—, ¿por qué no casa usted a mi prima Cécile de Marville…?

—¿Por qué? —interrumpió el notario—. En este siglo en el que el lujo ha invadido hasta las viviendas de los porteros, los jóvenes lo piensan mucho antes de unir su suerte a la hija de un presidente del tribunal real de París, cuando sólo se le dan cien mil francos de dote. Aún no se conoce la mujer que no cueste a su marido tres mil francos por año, en la situación en la que se encontrará el marido de la señorita de Marville. De modo que los intereses de una dote como ésta apenas bastan para los gastos de tocador de una futura esposa. Un joven soltero que disponga de quince a veinte mil francos de renta, vive en un buen entresuelo, la sociedad no le exige ninguna ostentación, puede limitarse a tener un solo criado, dedica todos sus ingresos a sus placeres, y del único lujo del que no puede prescindir se encarga su sastre. Adulado por todas las madres previsoras, es uno de los reyes del gran mundo parisiense. Por el contrario, una mujer exige una casa bien puesta, si va al teatro necesita un coche para ella, y si de soltera sólo precisaba una butaca, ahora se ve obligada a pagar un palco; en una palabra, que ella se convierte en toda la representación de la fortuna que antes, el joven soltero, representaba él solo. Suponga que el matrimonio tiene treinta mil francos de renta: en una sociedad como la, nuestra, el joven rico se convierte en un pobre diablo que lo piensa mucho antes de decirle a un cochero que le lleve a Chantilly. Suponga que tienen hijos… y entonces sí que la situación se hace apurada. Como el señor y la señora de Marville apenas han cumplido los cincuenta años, las esperanzas de heredar tienen un plazo de quince o veinte años; y no hay ningún joven que quiera esperar tanto tiempo; y estos cálculos gangrenan de tal modo el corazón de los calaveras que bailan la polca en el baile Mabille con las loretas, que todos los jóvenes solteros estudian las dos caras de este problema sin que necesiten que nosotros se lo expliquemos. En confianza, la señorita de Marville no roba el corazón a sus pretendientes, hasta el punto de hacerles perder la cabeza, y todos ellos se entregan a este tipo de reflexiones antimatrimoniales. Para un joven que, en pleno uso de su razón y disponiendo de veinte mil francos de renta, esboce in petto un plan matrimonial para satisfacer sus ambiciones, la señorita de Marville ofrece pocos atractivos…

—Pero ¿por qué? —preguntó estupefacto el músico.

—Verá —respondió el notario—, hoy en día, mi querido Pons, todos estos jóvenes, incluso los que son tan feos como nosotros dos, tienen la insolencia de aspirar a una dote de seiscientos mil francos, a muchachas de muy buena familia, muy bellas, muy listas, muy bien educadas, sin tacha, perfectas…

—¿De modo que a mi prima le será difícil casarse?

—Seguirá soltera hasta que sus padres no se decidan a darle Marville como dote, y si lo hubieran hecho así, a estas horas ya sería la vizcondesa Popinot… Bueno, ya está aquí el señor Brunner, vamos a leer el acta de la fundación de la casa Brunner y el contrato de matrimonio.

Una vez hechas las presentaciones, y después de los cumplidos de rigor, Pons, a petición de los padres, firmó el contrato, oyó la lectura de las actas, y alrededor de las cinco y media pasaron al comedor. La comida constituyó uno de esos suntuosos ágapes que dan los negociantes cuando conceden una tregua a los negocios, y que por otra parte demostraba las buenas relaciones que tenía Graff, el dueño del hotel del Rhin, con los mejores proveedores de París. Ni Pons ni Schmucke habían asistido jamás a un banquete semejante. Había platos como para enajenar la mente[86]… Unos tallarines sabrosísimos, unos eperlanos con una fritura incomparable, un corégano[87] de Ginebra con auténtica salsa ginebrina, y unas natillas para acompañar el pudding, como para dejar boquiabierto al famoso doctor que, según se dice, lo inventó en Londres. Se levantaron de la mesa a las diez de la noche. Lo que se había bebido de vino del Rin y de vinos franceses sorprendería a los dandis, pues nadie puede figurarse la cantidad de alcohol que los alemanes pueden llegar a absorber sin que se altere su calma y su tranquilidad. Para comprenderlo es preciso comer en Alemania y ver cómo las botellas se suceden unas a otras como una ola sucede a otra ola en una bella playa del Mediterráneo, y desaparecen como si los alemanes tuviesen el poder absorbente de la esponja o de la arena; pero armoniosamente, sin el alboroto de los franceses; la conversación sigue siendo tan discreta como las improvisaciones de un usurero, las caras enrojecen como las de los novios pintados en los frescos de Cornelius o de Schnor[88], es decir, imperceptiblemente, y los recuerdos se exhalan y se difunden como el humo de las pipas, con lentitud.

Hacia las diez y media, Pons y Schmucke se encontraron sentados en un banco del jardín, y en medio de ellos el ex flautista, sin acabar de comprender quién les había obligado a explicar cómo eran, cuáles eran sus opiniones y cuáles sus desdichas. En medio de aquel batiburrillo de confidencias, Wilhem expresó su deseo de casar a Fritz, haciéndolo con energía, con una especie de vinosa elocuencia.

—A ver qué le parece este programa para su amigo Brunner —le interrumpió Pons, hablando al oído de Wilhem—: una joven encantadora, de muy buen carácter, veinticuatro años, perteneciente a una familia distinguidísima, el padre ocupa uno de los cargos más elevados de la magistratura, tiene cien mil francos de dote, y esperanzas de una herencia de un millón.

—¡Espere! —replicó Schwab—. ¡Ahora mismo voy a decírselo a Fritz!

Y los dos músicos vieron a Brunner y a su amigo dando vueltas por el jardín, pasando una y otra vez por delante de ellos, el uno escuchando alternativamente al otro. Pons, que se sentía la cabeza un poco pesada, y que sin estar totalmente borracho, notaba tanta ligereza en las ideas como pesadez en su envoltorio, observaba a Fritz Brunner a través de esta nube diáfana que produce el vino, y se empeñó en ver en aquella fisonomía una aspiración hacia la felicidad familiar. Schwab no tardó en presentar el señor Pons a su amigo, su socio, quien agradeció mucho al anciano el interés que se tomaba. Se entabló una conversación en la que Schmucke y Pons, los dos solterones, exaltaron el matrimonio, permitiéndose, sin ver en ello ninguna malicia, el juego de palabras de que «era el fin del hombre». Cuando sirvieron los helados, el té, el ponche y los pasteles en la futura vivienda de los futuros esposos, la hilaridad llegó al colmo entre aquellos dignos negociantes, casi todos bebidos, al enterarse de que el comanditario del banco iba a imitar a su socio.

Schmucke y Pons, a las dos de la madrugada, al regresar a su casa por los bulevares, iban filosofando hasta el absurdo, sobre el orden musical de las cosas de este bajo mundo.

El primo Pons
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