LIX
Los ardides de un testador
Cuando Schmucke volvió junto a su amigo Pons, le dijo que Cibot estaba agonizando, y que Rémonencq había ido a buscar al notario señor Trognon. A Pons le llamó la atención este nombre que la Cibot le repetía tan a menudo en sus interminables discursos, en los que le recomendaba este notario como la honradez personificada. Y entonces el enfermo, cuya desconfianza se había hecho total desde aquella mañana, tuvo una idea luminosa que completó el plan que había concebido para burlar a la Cibot y mostrarla tal cual era al crédulo Schmucke.
—Schmucke —dijo cogiendo la mano del pobre alemán que estaba como alelado por tantas novedades y tantos acontecimientos— en la casa debe haber una gran confusión; si el portero está muriéndose, durante unos momentos seremos más o menos libres, quiero decir sin espías, porque nos espían, puedes estar seguro. Sal a la calle, toma un cabriolé, ve al teatro, dile a la señorita Héloïse, nuestra primera bailarina, que quiero verla antes de morir, y que venga a las diez y media cuando termine su actuación. Luego, irás a ver a tus dos amigos Schwab y Brunner, y les pedirás por favor que vengan mañana a las nueve de la mañana y que finjan que sólo vienen a interesarse por mi salud como si pasaran cerca de aquí y se les hubiera ocurrido la idea de venir a verme…
He aquí el plan forjado por el viejo artista al sentirse morir. Pons quería hacer rico a Schmucke instituyéndole su heredero universal; y, para evitar que fuera víctima de cualquier añagaza, se proponía dictar su testamento a un notario en presencia de testigos, a fin de que no se supusiera que había perdido el juicio y para privar a los Camusot de todo pretexto de impugnar su última voluntad. El nombre de Trognon le hizo sospechar alguna maquinación, creyó adivinar algún vicio de forma proyectado de antemano, alguna infidelidad premeditada por la Cibot y decidió servirse de aquel Trognon para que le dictara un testamento ológrafo que él sellaría y guardaría en el cajón de su cómoda. Contaba, con hacer que Schmucke, a quien haría ocultar en el saloncito contiguo a su alcoba, viese a la Cibot apoderándose de este testamento, rompiendo los sellos, leyéndolo y volviendo a sellarlo. A la mañana siguiente, a las nueve, anularía el testamento ológrafo con un testamento ante notario totalmente en regla e indiscutible. Cuando la Cibot le trató de loco y de visionario, él reconoció el odio, la venganza y la avidez de la presidenta; porque el enfermo que guardaba cama desde hacía dos meses, durante sus insomnios, durante sus largas horas de soledad había pasado como por un tamiz todos los hechos de su vida.
Los escultores antiguos y modernos a menudo colocan a ambos lados de la tumba a unos genios que sostienen antorchas encendidas. Estos resplandores iluminan para los moribundos el cuadro de sus faltas, de sus errores, iluminándoles también los caminos de la muerte. La escultura plasma de este modo una idea muy profunda, formula un hecho humano. La agonía tiene su lucidez. A menudo vemos cómo simples muchachas, adolescentes aún, muestran en estos casos una penetración de centenarias, se hacen como profetas, juzgan a su familia, no se dejan engañar por ninguna comedia. Es la poesía de la muerte. Pero, cosa singular y digna de notarse, se muere de dos maneras distintas. Esta poesía de la profecía, esta penetrante visión, ya sea para el futuro ya para el pasado, sólo corresponde a los moribundos en los que solamente la carne es afectada por el mal, que perecen por la destrucción de los órganos de la vida carnal. Así, los que mueren, como Luis XIV, de gangrena; los tuberculosos, los enfermos que mueren, como Pons, de la fiebre, como la señora de Mortsauf del estómago, o como los soldados de las heridas que les sorprenden en plena vida, éstos gozan de esta sublime lucidez y tienen muertes asombrosas, admirables; mientras que los que mueren de enfermedades, por así decirlo «inteligenciales», cuyo mal está en el cerebro, en el sistema nervioso que sirve de intermediario al cuerpo para proveer de combustible al pensamiento, éstos mueren del todo. En su caso, el espíritu y el cuerpo se pierden al mismo tiempo. Los unos, almas sin cuerpos, son como una encarnación de los espectros bíblicos; los otros son cadáveres. Aquel hombre virgen, aquel Catón de refinado paladar, aquel justo casi sin pecado, penetró tardíamente en las bolsas de hiel que componían el corazón de la presidenta. Comprendió el mundo cuando estaba ya a punto de abandonarlo. Y así era como, desde hacía unas horas, había tomado alegremente su decisión, como un artista despreocupado para el que cualquier cosa sirve de pretexto para la sátira y la burla. Los últimos vínculos que le unían a la vida, las cadenas de la admiración, los fuertes nudos que ligaban al experto a las obras de arte, se habían roto aquella mañana. Al verse robado por la Cibot, Pons había dicho adiós cristianamente a las pompas y a las vanidades del arte, a su colección, a su amistad con los creadores de tantas cosas bellas, y, a la manera de sus antepasados, sólo quería pensar en la muerte, considerándola como ellos como una de las grandes fiestas del cristiano. En su afecto por Schmucke, Pons intentaba protegerle desde el fondo de su tumba. Esta idea paternal fue el motivo de su elección de la primera bailarina, con objeto de contar con una ayuda contra las perfidias que le rodeaban, y que sin duda no perdonarían a su heredero universal.
Héloïse Brisetout era una de estas naturalezas que siguen siendo auténticas en una posición falsa, capaces de todas las burlas posibles contra los adoradores que pagaban, una cortesana de la escuela de las Jenny Cadine y de las Josépha[188]; pero buena camarada y sin temer ningún poder humano, a fuerza de verlos todos débiles, acostumbrada como estaba a enfrentarse con los agentes de policía en un baile tan poco campestre como el de Mabille y en el carnaval[189].
—Si ha hecho dar mi puesto a su protegido Garangeot, aún se creerá más obligada a ayudarme —se dijo Pons.
Schmucke pudo salir sin que nadie se fijara en él, gracias a la confusión que reinaba en la portería, y volvió con la máxima rapidez, para no dejar solo a Pons durante demasiado tiempo.
El señor Trognon llegó para el testamento al mismo tiempo que Schmucke. Aunque Cibot estaba muriéndose, su mujer acompañó al notario, le introdujo en la alcoba y se retiró dejando solos a Schmucke, al señor Trognon y a Pons. Pero, provista de un espejito primorosamente trabajado, se apostó junto a la puerta que dejó entreabierta. De este modo podía no sólo oír, sino también ver todo lo que se decía y ocurría en aquel momento decisivo para ella.
—Señor notario —dijo Pons—, desgraciadamente estoy en plena posesión de mis facultades mentales, ya que siento que voy a morir; y, sin duda por voluntad, de Dios, conozco todos los sufrimientos de la muerte… Le presento al Señor Schmucke…
El notario saludó a Schmucke.
—Es el único amigo que tengo en el mundo —dijo Pons—, y quiero instituirle mi heredero universal; dígame cómo debe redactarse el testamento para que mi amigo, que es alemán y no sabe nada de nuestras leyes, pueda entrar en posesión de mi herencia sin que nadie pueda disputársela.
—Todo es susceptible de provocar pleitos y disputas —dijo el notario—, es el inconveniente de la justicia humana. Pero, en materia de testamentos, los hay que no pueden ser impugnados…
—¿Cuáles…? —preguntó Pons.
—Los testamentos hechos ante notario, en presencia de testigos qué certifican que el testador está en plena posesión de sus facultades mentales, y si el testador no tiene ni esposa, ni hijos, ni padre, ni hermano…
—No tengo nada de todo esto, todo mi afecto lo tengo puesto en mi querido amigo Schmucke, aquí presente…
Schmucke lloraba.
—Entonces, si usted sólo tiene parientes colaterales lejanos, la ley le deja disponer libremente de sus bienes muebles e inmuebles, siempre que no los legue en condiciones reprobadas por la moral, ya que ya habrá usted oído hablar de testamentos impugnados a causa de la extravagancia del testador; o sea que, en su situación, un testamento ante notario no puede ser impugnado. En efecto, la identidad de la persona no puede ser negada, el notario ha constatado que está en su sano juicio, y la firma no puede dar lugar a ninguna discusión… Sin embargo, un testamento ológrafo, en debida forma y claro, prácticamente es tan seguro como el otro.
—Por razones que yo conozco, me decido a escribir bajo su dictado un testamento ológrafo, y a confiarlo a mi amigo aquí presente… ¿Puede hacerse?
—Desde luego que sí —dijo el notario—. ¿Quiere usted escribir? Voy a dictarle…
—Schmucke, dame el escritorio de Boulle. Dícteme en voz baja; porque —añadió— alguien puede estar escuchándonos.
—Antes que nada, dígame cuáles son sus intenciones —dijo el notario.
Al cabo de diez minutos, la Cibot, a la que Pons veía por un espejo, vio sellar el testamento, una vez el notario lo hubo examinado mientras Schmucke encendía una vela; luego Pons lo entregó a Schmucke diciéndole que lo guardara en un escondrijo que había en su secreter. El testador pidió la llave del secreter, la ató a una punta de su pañuelo y puso el pañuelo bajo la almohada. El notario, a quien por cortesía se había nombrado albacea, y a quien Pons legaba un cuadro de considerable valor, uno de los obsequios que la ley permite hacer a un notario, salió de la alcoba y encontró en el salón a la señora Cibot.
—¿Cómo ha ido, señor Trognon? ¿Se ha acordado de mí el señor Pons?
—Mi estimada señora, ¿no esperará usted que un notario traicione los secretos que le han confiado? —respondió el señor Trognon—. Todo lo que puedo decirle es que habrá muchas ambiciones que quedarán frustradas y muchas esperanzas que serán en vano. El señor Pons ha hecho un hermoso testamento, muy bien orientado, un testamento patriótico que yo apruebo enteramente.
Puede imaginarse el grado de curiosidad a que llegó la Cibot, estimulada por tales palabras. Bajo a la portería y pasó la noche junto a Cibot, prometiéndose que se haría reemplazar por la señorita Rémonencq y que, de dos a tres de la madrugada, iría a leer el testamento.