22

CALÍOPE

PICA soltó un grito ahogado mientras Anguila se ponía en pie, lista para lanzar su encantamiento más poderoso.

Un misterioso bulto negro había caído dentro de su refugio, envuelto en espesas telarañas. Arácnida silbó, corrió por la pared y chilló, encolerizada, contra la espada que asomaba de aquella madeja pegajosa y que había cortado su tela, la tela más resistente que había tejido nunca…

Mientras las arañas rodeaban la enigmática forma oscura tirada en el suelo, el acero de la espada relumbró con reflejos verdes. Una sospecha atravesó la mente de Spica, que se adelantó a Anguila y gritó:

—¡Parad, por favor, parad!

Las arañas se detuvieron. La criatura del suelo se movió despacio, entre gemidos. Dos ojos que a Spica le resultaban familiares se alzaron hacia ella y, luego, brazos y piernas fueron surgiendo de aquel enredo de telarañas.

Finalmente, el ovillo se deshizo y aparecieron dos criaturas distintas: una joven y… un elfo. A Spica le dio un vuelco el corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas y, con voz incrédula, preguntó:

—¿Eres tú, Sombrío?

Sus manos arrancaron el último velo de telarañas de los ojos del elfo, que, asustado y sorprendido, la miró. Una sonrisa asombrada asomó a sus labios y Spica no pudo evitar echarle los brazos al cuello, temblando de la cabeza a los pies.

—¡Sabía que vendrías! ¡Lo sabía!

Sombrío hundió la cara en el hombro de ella y la estrechó en un fuerte abrazo mientras sentía en el pecho una inmensa alegría que ya no podía contener.

—Temía que hubieras muerto, que te hubiese ocurrido algo terrible —murmuró, sin dejar de abrazarla.

Una silueta salió de las sombras y se acercó silenciosa a los dos jóvenes.

—Así pues, éste debe de ser el elfo del que hablabas, la criatura capaz de derrotar a Brujaxa. La criatura elegida y enviada aquí por Floridiana en persona —dijo una voz inquieta, llena de sarcasmo.

Spica se apartó de Sombrío y se enjugó las lágrimas.

—Sí —contestó simplemente.

—¡Qué decepción! ¡El héroe asustado por mis arañitas! —susurró la desconocida.

—Eh, pero si… ¡yo conozco esa voz! —exclamó entonces Pavesa, que hasta aquel momento había asistido al acontecimiento un poco apartada—. Eres Anguila, ¿verdad?

Sólo entonces, Spica recordó dónde había visto ya aquellos ojos: en la figura de una oca y se dio cuenta de que la pequeña silueta cubierta de telarañas era la de alguien perteneciente al pueblo de los enanos grises.

Era Pavesa.

¡Por fin la chica había recobrado su aspecto!

Después, la figura susurrante envuelta en mantos oscuros avanzó a la débil luz que provenía de la lámpara de la sala de abajo, con la cara siempre tapada por la capucha, e hizo un breve asentimiento con la cabeza.

—Pavesa… —La saludó.

La enana gris dio unos pasos hacia su amiga de otros tiempos, pero algo en la actitud y en el tono distante con que ésta había pronunciado su nombre la frenó: Anguila permanecía inmóvil, con las ropas hechas jirones y los labios apretados e inexpresivos, la única parte de su rostro que Pavesa podía ver y que la hacían parecer fría y lejana.

Anguila tendió la mano hacia la araña que poco antes el elfo había intentado matar con su espada; Arácnida trepó a sus largos dedos mientras la marea negra y erizada bajo ella desaparecía en las sombras con un repiqueteo imperceptible de mil patas.

Sombrío agarró a Veneno con más fuerza y Anguila sonrió bajo la capucha oscura.

—Empuña tu espada si quieres, joven guerrero, pero debes saber que no soy en absoluto la amenaza que debes afrontar. Yo no soy Brujaxa.

Él miró a Spica, que ella asintió lentamente.

—Anguila es quien me ha liberado de la reclusión en que me tenía Brujaxa —dijo, y luego añadió—: Podemos fiarnos de ella.

Pero, en el fondo, no estaba tan segura de eso y la estrella de su frente permaneció apagada.

—Muy bien, mago, ¡volvemos a encontramos! —dijo Brujaxa entre dientes, observando el campo de batalla desde la Sala de las Pesadillas, en la torre más alta del castillo—. Tu ejército ilusorio sólo era una trampa… De hecho, me habría decepcionado que no lo fuera —dijo entre risas—. ¿Crees que has destruido el Ejército Oscuro? Pues bien, ésos no eran más que estúpidos e inútiles siervos. Sólo has aniquilado las primeras líneas, tengo millones de soldados más dispuestos a verter su sangre por mí. A mis órdenes está incluso el general supremo de los caballeros de la rosa, ¿sabes? Mañana por la mañana, mi querido y viejo mago, estarás atrapado y yo me reiré de tu fin… Y me vengaré de todas las veces que, con ayuda de Floridiana, me has vencido. ¿Cuánto tiempo resistirás el asedio entre las desnudas montañas? ¿Cuánto tiempo podrás proteger a los rebeldes con tu magia? ¿Cuánta energía malgastarás por criaturas inútiles, débiles y consumidas por el cansancio y la hambre? Tu fuerza no es infinita, ¿cómo puedes pensar en enfrentarte a mí?

Se rió y se volvió para mirar el cetro, que estaba posado sobre un pedestal en el centro de la estancia.

Notaba su fuerza, el palpitar oscuro que emanaba de cada una de las partículas de metal y la hacía estremecer de felicidad. Poseerlo le confería un poder inigualable; empuñarlo le permitiría aplastar aquella estúpida revuelta como si nada, pero desperdiciaría demasiada energía y no valía la pena por unos esclavos rebeldes. Quería preservarlo para el reto final contra Floridiana en persona: emplearía toda la potencia del anillo de luz engarzado en el cetro para penetrar en el Reino de las Hadas y acabar con él de una vez por todas. Y por fin tendría en un puño el Reino de la Fantasía al completo, todos los pueblos se doblegarían a su voluntad. Para aplacar aquella revuelta, en cambio, le bastaría con su ejército de orcos, hombres lobo y nefandos guiados por Altomar. Tenía una confianza total en su general.

¡El momento de la victoria estaba tan cerca!

Y ella quería saborearlo. Sólo había un pequeño detalle que la molestaba y se infiltraba como una duda mínima pero persistente en su mente… ¡Calíope y sus bobas visiones! La adivina había visto una estrella brillar en la frente de una elfa insignificante y una espada de esmeralda. ¿Eso podía vencerla? Pues, no iba a permitirlo.

La joven elfa que se había librado del hilo negro y había escapado a su control, debía de estar aún en el castillo y ella había ordenado a las brujas de la corte que la encontraran.

Calíope, la primera de todas, se había puesto a buscarla. Aquella bruja conocía cada recoveco del castillo casi mejor que ella. En cuanto a la espada, ninguna arma podría nunca entrar entre aquellos muros sin su permiso. Y mucho menos derrotar su Poder Oscuro. En cualquier caso, ella poseía el cetro, y su cetro estaba bien protegido.

Hicieron falta unas horas para que, en el refugio de Anguila, encima de la Escribanía, Spica, Sombrío y Pavesa se contasen lo que les había ocurrido desde que se habían separado.

El chico le entregó el arco encantado a su amiga, que se sorprendió mucho al verlo, luego le contó lo preocupados que estaban su hermano y Robinia por ella y, sobre todo, le reconoció su gran mérito al lograr con sus relatos que los prisioneros hubieran sido capaces de huir después de haberse sacudido el terror y la angustia que emanaban del cetro oscuro. Después, le contó su vuelo a lomos del dragón hasta el Reino de las Brujas y que había llegado a tiempo para participar en la primera batalla, en la que habían sido liberados los esclavos gracias a los poderosos rayos de Colamocha.

Spica, por su parte, le refirió lo que le había sucedido desde que la habían llevado al castillo: las ilusiones a las que había sido proyectada, las pesadillas, lo que Brujaxa quería de ella y de los escribas que tenía encerrados en la Escribanía y el hilo invisible del que la había librado Anguila.

Por último, llegó el tumo de Pavesa de narrar su viaje con Stellarius hasta reunirse con los demás en las montañas.

Sombrío y Pavesa descubrieron así que las sospechas de Corazón Tenaz eran ciertas: un caballero de la rosa, el general supremo Altomar, al que se le había confiado el anillo de luz, había traicionado a sus compañeros, a las hadas y a todo el Reino de la Fantasía por ambición y sed de poder. Y ahora estaba a las órdenes de Brujaxa.

—El caballero estaba en lo cierto —murmuró Pavesa.

—¿Mandará ese general las tropas de Brujaxa que combaten contra los nuestros? —preguntó Spica, preocupada por su hermano, sus amigos y Stellarius.

Anguila se rió y Arácnida, desde su hombro, chilló.

—El general nunca entra en combate con las primeras filas, él espera la lucha final… Vuestros amigos lo han hecho muy bien por el momento, pero no tienen ninguna posibilidad. ¡Ni siquiera con un dragón azul! El general Altomar esperará a verlo y luego atacará con sus escuadrones voladores. ¿Qué puede hacer un dragón azul contra decenas de dragones negros?

—Tú no has visto a Colamocha; es fuerte, valiente y mucho más grande que cualquier dragón negro —objetó Sombrío mientras, fuera, recomenzaban los terribles sonidos de la batalla.

Spica dio un respingo. Así pues, ¡Sombrío había llegado hasta allí cabalgando en aquel enorme y feroz dragón que habían visto en el Reino de los Orcos! ¿Cómo había conseguido domarlo?

El chico se volvió hacia ella e, intuyendo sus pensamientos, le sonrió.

—Sí —le dijo—, es él. Ese dragón es el último elemento de la profecía de Enebro: el Arco, la Oca, el Dragón y la Espada… ¿Te acuerdas?

Spica asintió, mientras los ojos se le llenaban de esperanza.

Sombrío no pudo dejar de pensar en Corazón Tenaz y en su ansia por enfrentarse al traidor.

—Estoy seguro de que el caballero derrotará al general Altomar. Porque no combate para él, sino para proteger el Reino de la Fantasía, a Floridiana y a todos los inocentes que, como él, han experimentado la prisión y el Mal que viene de este reino. En cambio, su enemigo combate sólo para sí mismo.

Su amiga le sonrió y le apretó la mano. Parecía cansada, estaba considerablemente más delgada y tenía moratones y arañazos en el cuello causados por el hilo invisible de Brujaxa, pero el fuego de sus ojos seguía siendo el mismo y ahora ardía con más fuerza y esperanza que nunca.

—¿Y tú? —dijo Pavesa—. Nosotros te hemos contado todo lo que nos ha pasado. Ahora, háblanos de ti, Anguila. Creía que no volvería a verte, que, igual que Melenita y Punzada, habías sido pasto a las tarántulas de los Hondos Fosos. ¿Qué te ocurrió?

La elfa pareció retraerse al fondo del amasijo de harapos bajo los que se ocultaba.

—Creías bien. Me arrojaron a los Pozos de las Brujas o, si lo prefieres, a los Hondos Fosos. Un lugar profundo y oscuro, pero no tengo que describíroslos, porque los habéis atravesado para llegar aquí, ¿verdad? —Pavesa asintió y su compañera de otros tiempos siguió contando—. Conseguí evitar el terrible veneno de las tarántulas y los escorpiones de aquellos abismos refugiándome en un saliente. Pero jamás habría salido viva sin ayuda, ¿verdad, tesoro? —preguntó, acariciando a Arácnida.

La araña emitió un silbido y Anguila se rió.

—Brujaxa tiene a su servicio murciélagos rojos, tarántulas, escorpiones, cucarachas, pero bajo el castillo hay un gigantesco nido de arañas, una especie enemiga de las tarántulas, de las que yo no sabía nada. Pocos días después de que me arrojaran a los Pozos de las Brujas, cuando ya estaba a punto de rendirme, cansada de defenderme del aguijón de los escorpiones negros y de las patas de las tarántulas, algo cayó de arriba y rodó por el suelo. Acabó entre los escorpiones y, por un momento, pensé que eso era bueno, porque comerían otra cosa en vez de a mí. Luego, sin embargo, oí chillidos aterrorizados y vi que se trataba de una pequeña araña, Arácnida. No podía trepar por las paredes húmedas y resbaladizas, y gasté mis últimas fuerzas en un encantamiento para salvarla. Ni siquiera sé por qué lo hice, quizá me empujó la parte buena que aún había en mí… Fuera como fuese, aquello me salvó la vida. Cuando sus hermanas vinieron después a buscarla, también me ayudaron a mí. Dejaron caer grandes hilos de su tela más resistente y así nos pusieron a salvo. No pensé más en ti. Pavesa, porque nada me importaba ya. Desde entonces, Arácnida y yo somos inseparables. Cuando, después, Brujaxa envió sus tropas a los sótanos del castillo y las arañas fueron expulsadas y masacradas, fui yo quien guié a las supervivientes a este lugar y aquí montamos nuestra casa. Desde entonces, Arácnida y sus hermanas son mis ojos y mis oídos. Me protegen de los murciélagos de la Reina Negra, que hemos convertido en nuestra comida favorita. Brujaxa no se da cuenta de si falta alguno… y les he hecho un encantamiento a las telarañas para que formen un escudo mágico capaz de ocultar nuestra presencia. Éste es el lugar más secreto del castillo —concluyó con orgullo.

En ese instante, un débil soplido atravesó las telarañas y Arácnida se sobresaltó.

Sombrío agarró a Spica y a Pavesa y las arrastró consigo a la sombra de las columnas, a su espalda. Los tres se hundieron en una delgada capa de telarañas plateadas, y minúsculas patas negras les corrieron por los hombros. El chico se estremeció, Spica cerró los ojos y Pavesa tuvo que reprimir un grito de terror.

Una risa atravesó las telarañas y cayó sobre ellos como una garra afilada. Luego, una voz ronca dijo:

—¿El lugar más secreto del castillo? Un cuento realmente conmovedor, mi pequeña y boba Anguila, pero lo que una vez te salvó no te salvará ahora. Sí, lo reconozco, estábamos seguras de haberte eliminado, pero me sorprende que hayas pensado en serio que podías esconderte entre los muros de la fortaleza… Eso demuestra que, más allá de tu talento, yo tenía razón: eras, sobre todo, una pequeña presuntuosa. ¡Solamente he tenido que buscar a la joven elfa a la que ayudaste a escapar, para encontraros a ella y a ti!

Anguila se levantó despacio para desafiar a quien se había atrevido a entrar en su refugio después de años de olvido. Vio ante ella a una vieja bruja con su abundante pelo blanco alborotado, arrugada en su largo vestido oscuro.

—Calíope —se limitó a decir. La bruja dio unos pasos, cojeando, y la mueca de su cara se convirtió en una máscara cruel.

—Me complace que te acuerdes de mí —dijo con voz sibilante.

—Y a mí tenerte aquí por fin.

—¿De veras? —replicó sarcástica la adivina.

—Hace mucho tiempo que quiero hablar contigo. Preguntarte por qué convenciste a Brujaxa para que me matara; sólo las grandes brujas son arrojadas a los Pozos y tú lo sabes. Por tanto, ¿por qué arrojarme a mí, por qué eliminarme de ese modo?

—Eras peligrosa porque eras ambiciosa, y eso podía suponer una grave amenaza para su trono. En el pasado, ya había sucedido que a una joven bruja, capacitada y ambiciosa, le fuera perdonada la vida por la soberana reinante y que luego esa joven la matara. Brujaxa así lo hizo con su maestra y no quería que le estuviera reservado el mismo trato por parte de nadie. Por tu parte, por ejemplo. Tenía que eliminarte enseguida.

—Tu historia es conmovedora, sobre todo tratándose de una bruja que sabe muy bien que perdería todo su poder si la reina fuera destronada.

—¡Eso se llama fidelidad! Y por fidelidad quiero que ella permanezca en el trono para siempre. Eso quiere decir que tendré que deshacerme de ti ahora, de una vez por todas, y también de la joven narradora y de esas arañas que infestan el castillo.

Arácnida emitió un chillido amenazador.

—Bien, y ¿cómo piensas hacerlo? —preguntó Anguila, con tanta calma que Pavesa se estremeció.

Oía a las arañas desperdigarse por la pared. No para huir, sino para atacar. Aunque estuviese aterrorizada, permaneció inmóvil, preparándose para lo peor.

—¿Cómo? ¡Así! —contestó Calíope con una risa aterradora, y alargó los brazos delante de ella.

Torbellinos de llamas surgieron de la punta de sus dedos y relámpagos llameantes se propagaron alrededor. Las telarañas más cercanas ardieron como algodón a causa de las chispas que las alcanzaron.

Pavesa extendió las manos con un grito y, como mejor pudo, se protegió a sí misma, a Sombrío y Spica del repentino incendio con uno de sus encantamientos. El agua inundó toda la estancia y la primera llamarada se apagó ruidosamente, entre humo; todas las demás se extinguieron a continuación. Spica, mientras tanto, había empuñado el arco y cargado una flecha. En el tiempo de un suspiro: la flecha, negra y rígida, afilada como una cuchilla, alcanzó a Calíope en un hombro.

La bruja gritó y cayó hacia atrás.

Esta vez, fue Anguila la que rió y su risa estridente les heló a todos la sangre en las venas.

—Esperaba algo mejor, vieja Calíope. No podrías matar a mis arañas porque yo las he embrujado para resistir tus hechizos de fuego. Olvidas que he sabido en qué hechicerías eres buena… Pero ¿ni siquiera eres capaz de desviar una flecha? Bueno, tú sabes mejor que yo lo que suele sucederles a las brujas que no son capaces de defenderse de otras brujas, ¿verdad? —susurró.

Calíope soltó un grito de rabia.

—No puedes hacerlo, Brujaxa te matará, pequeña imprudente.

Ella…

Pero Anguila no dejó que terminara la frase: a un gesto suyo, Arácnida emitió su silbido de guerra y una marea de arañas negras se abatió sobre la vieja bruja, sepultándola.

Calíope intentó apartarlas, pero eran demasiadas y ella estaba herida.

Aterrorizada, retrocedió hacia el balcón que se asomaba a la Escribanía, pero de repente, bajo el peso de su cuerpo una parte de la balaustrada cedió y le faltó el suelo bajo los pies. Con un terrible grito, la adivina se precipitó hacia atrás. Sin embargo, su caída en el vacío se detuvo en el aire.

Millones de resistentes hilos se tendieron sobre ella y, en una danza macabra, las aranas siguieron su trabajo.

Como una mosca atrapada en una telaraña, Calíope se encontró flotando en el aire, encima de la Escribanía, aprisionada en un capullo inmune a su brujería. Gritó de rabia y miedo, pero pronto esos gritos también cesaron, ahogados por el grueso capullo que crecía a ojos vistas.

Sombrío, Pavesa y Spica no quisieron mirar el terrorífico espectáculo.

—¿Y ahora qué hacemos? Tu refugio ya no es seguro —dijo Pavesa—. Brujaxa buscará a Calíope y cuando no la encuentre…

Anguila se volvió hacia ellos y sonrió bajo su capucha.

—No os preocupéis, muchachos. Ya no es momento de esconderse. Ha llegado la hora en la que debemos actuar.

—Tienes razón.

—Estamos aquí para luchar. ¿Tú puedes conducimos a la sala del cetro? —le preguntó entonces Sombrío.

Anguila asintió con la cabeza, posó a Arácnida en una de las columnas y le dijo:

—Ve abriendo la marcha, querida mía. Tendremos que ser silenciosos como el viento e invisibles como fantasmas, como siempre. Hoy es nuestro día. ¡O vencemos nosotros o vence Brujaxa!

Arácnida chilló, exultante.