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EN LOS POZOS DE LAS BRUJAS

UANDO se encontraron frente a una enorme puerta negra, Pavesa no tuvo dudas: de allí provenía la corriente de poder oscuro que flotaba en todas partes por aquellos corredores olvidados. Miró a su compañero de viaje y se dio cuenta de que también Sombrío notaba aquella presencia siniestra.

Después de haber superado los fangos vivientes, habían tenido que subir unos altos escalones de piedra y luego habían vuelto a bajar, hasta encontrarse ante aquella entrada, exhaustos y preocupados.

Ambos sabían que al otro lado de aquella pared se abría el castillo, y que el extraño poder que percibían era el antiguo hechizo de protección hecho sobre aquella entrada. Ambos sabían también que al otro lado los aguardaban los Pozos de las Brujas.

Desde que era reina, Brujaxa había arrojado a muchas brujas a aquellas grietas oscuras y espantosas. Pavesa recordó que ésa había sido la suerte que habían corrido sus compañeras nacidas en el año de la Estrella Caída. La suerte que tarde o temprano habría corrido ella si no hubiese huido. Y ahora, por ironías del destino, atravesaría aquel lugar por voluntad propia. Ese pensamiento la hizo estremecer.

Sombrío se preguntó qué hora seria. Allí abajo, en aquellos corredores oscuros y húmedos, habían perdido la noción del tiempo. En ese momento, oyeron unos golpes sordos y el estruendo de una explosión; debía de haber transcurrido el día que les había dado Stellarius y probablemente sus amigos habían iniciado el ataque. Pensó en Régulus, Robinia, Stellarius, el caballero y Colamocha. Le habría gustado estar con ellos, estar seguro de que lo habían conseguido, fuera lo que fuese lo que hubiera pasado, pero en aquella aventura no había nada seguro.

El pensamiento de que, al otro lado de la roca que tenían delante, Brujaxa y Spica estaban tan cerca, lo sacudió y le provocó un escalofrío de rabia y de miedo.

Como si intuyera sus pensamientos, Pavesa le dijo:

—El poder de las brujas se alimenta del miedo, el dolor y la rabia… Cuanto más miedo y dolor producen, más fuertes se vuelven. Por eso el cetro, con todo el terror ciego que provoca, hace a Brujaxa tan fuerte.

Sombrío pasó la mano por la puerta como para apreciar el efecto que aquel contacto tenía en él. La estrella de su frente despidió un resplandor más intenso, casi doloroso.

—La primera vez que te vi —prosiguió Pavesa con un hondo suspiro— estaba en este castillo, entre estos muros. Me equivoqué en un hechizo y tuve una especie de visión. Vi a un elfo que luchaba contra un caballero sin corazón y conseguía matarlo. Aquel elfo eras tú. Entonces comprendí que todavía existían criaturas fuertes, fuertes por dentro, capaces de resistirse incluso a Brujaxa. Luego te conocí en persona y vi que no estabas solo. Contigo estaban Régulus, Robinia y Spica, y también ellos tenían un corazón valeroso.

Él se le acercó y le puso la mano en el hombro.

—Ahora estamos juntos y eso nos hace fuertes a ambos.

Ella asintió.

—Tienes mucha razón. No estamos solos. Estamos todos juntos. Aunque lejos, incluso así…

Desde un punto indeterminado de la oscuridad que los rodeaba, les llegó un debilísimo sonido que cesó enseguida, antes de que ninguno de los dos pudiera saber de qué se trataba. Se miraron pensando lo mismo: alguien o, peor aún, algo los estaba observando.

—¡Vamos! —susurró Sombrío.

Pavesa apoyó los dedos en la puerta. Le bastó con un simple pensamiento para que, entre una llovizna de chispas violeta, un umbral de piedra lisa, impregnada de humedad y moho, se abriera ante ellos.

Aunque ya la había visto hacer encantamientos, Sombrío se quedó admirado por el poder de la muchacha, y pensó cómo habría podido enfrentarse al castillo, a las brujas y a sus trampas sin ella. Sí, su secreto, su fuerza era estar juntos. Colaborar todos para un mismo fin: acabar con el poder del Mal. Nadie podía llevar a cabo una misión así en solitario.

Armándose de mucho valor, dio un paso adelante. Pronto los envolvió la oscuridad, tan pesada como un manto y tan gélida como la nieve.

Habían llegado a los Pozos de las Brujas. Sombrío esperaba encontrar túneles negros y largos como los que habían atravesado, pero se vio caminando por una enorme cueva subterránea que parecía ilimitada, donde la pequeña luz creada por Pavesa no conseguía iluminar gran cosa. Gotas de agua caían sobre la piedra y sus ecos atravesaban la oscuridad.

Tenían que avanzar con extremo cuidado: profundos abismos se abrían de repente bajo sus pies y, al mirar al fondo de algunos, vieron huesos blanquecinos y percibieron débiles movimientos. Pavesa intensificó su magia y la luz encantada iluminó húmedas paredes lisas que caían en vertical y en cuya base pequeñas formas negras salían huyendo de la claridad. Eran miles de oscuras tarántulas y escorpiones mortíferos muy parecidos al escorpión gigante al que Sombrío se había enfrentado en el lejano Reino de los Bosques, cuando su espada se había empapado del letal veneno.

Quien cayera en aquellos hoyos no tendría ninguna esperanza. Pavesa sintió náuseas al pensar que sus antiguas compañeras habían padecido la horrible suerte de ser devoradas vivas por los escorpiones y las arañas de la Reina Negra.

Reanudaron la marcha en silencio. El viento, al pasar por las cavidades de la roca, emitía silbidos semejantes a gemidos y los dos amigos tuvieron que hacer acopio de todo su valor para afrontar aquellas espesas tinieblas. Cada paso les parecía que producía un eco aterrador en aquel lugar sepultado en las profundidades de la tierra. Por fortuna, la luz mágica de Pavesa les señalaba el camino y los ayudaba a no pisar en falso.

Después de bordear una serie de pilares formados por grandes piedras negras irregulares, que supusieron que eran los cimientos del castillo, se encontraron en una nueva gruta donde las tuberías vertían el agua de las Fuentes Rabiosas en un río subterráneo.

Durante un largo trecho, aquella agua gorgoteante, que discurría un centenar de metros por debajo de ellos, fue su compañera de travesía.

Luego, de repente, los dos viajeros tuvieron que pararse: el espacio parecía terminar frente a una pared lisa y sin huecos.

Sombrío miró alrededor, preocupado.

—Por aquí a la fuerza tiene que haber algún pasaje —murmuró, palpando la pared oscura—. ¿Habrá algún hechizo que lo oculte?

Pavesa se concentró, pero no logró percibir nada. Sombrío volvió atrás, acercándose a uno de los imponentes pilares que sostenían el castillo.

De lo alto parecían provenir luces. Si pudiese trepar, tal vez…

—Me parece que ahí arriba hay algo —dijo Sombrío.

Pavesa elevó su pequeña luz cuanto pudo a lo largo de la columna. Pero la débil claridad de la esfera no mostraba suficientes agarraderos para trepar. Parecía como si las rocas bajo el castillo estuvieran hechas adrede para que no se pudieran escalar.

—Nunca lo conseguiremos. A no ser que…

Sombrío se volvió hacia ella.

—¿A no ser qué?

Pavesa hurgó en su mochila y cogió un saquito. Lo abrió y sacó una semilla oscura y reluciente.

—¿Es una de las semillas que te ha dado Stellarius? ¿Qué quieres hacer con ella? —preguntó el chico.

Ella sonrió.

—Es hiedra negra, la recogimos mientras rodeábamos el Pantano Negro y Stellarius la hechizó. Puede crecer donde sea y en poco tiempo.

—¿Donde sea? —preguntó él.

—Sí, incluso en la piedra desnuda. Basta con un pequeño encantamiento para darle vida.

Colocó la semilla en el suelo y, concentrándose para convocar todo el poder que poseía, pronunció unas palabras en voz baja. El aire pareció agitarse, Sombrío sintió temblar y sacudirse el suelo bajo sus pies y, cuando Pavesa se echó atrás, vio una minúscula planta surgir de la semilla. Finas raíces se hundieron en la roca como si ésta fuera de mantequilla y largos tallos se encaramaron por la lisa pared, aferrándose a ella como otras tantas manos. En pocos minutos se había formado una especie de escalera natural. La chica la contempló satisfecha y él le dirigió una mirada de reconocimiento.

—Ya sólo tenemos que subir —dijo la joven.

—Ve tú primero, eres más ligera, yo te seguiré.

Pavesa se colocó la mochila a la espalda y empezó a subir por aquella escala de hiedra negra. Subió y subió hasta que los brazos le dolieron, pero no se detuvo. Sin embargo, llegó un momento en que las fuerzas la abandonaron y le pareció que, a su alrededor, todo ondulaba, todo giraba. Sin saber cómo, se vio colgando de una de las ramas negras, suspendida en el vacío, mientras Sombrío la sujetaba desde abajo: volvió a agarrarse trabajosamente a su asidero, pero el saquito de semillas que llevaba en el bolsillo se cayó, esparciendo su contenido por todas partes, sobre las piedras, pero también más abajo, en el agua. Por suerte, las semillas oscuras sólo germinarían si se les daba vida mágicamente, de otro modo, ellos dos habrían corrido el riesgo de quedar atrapados en una auténtica selva de hiedra negra.

Pavesa se reprochó su propia debilidad y volvió a subir, prestando atención a cada paso. Cuando llegó arriba, no pudo contener una exclamación de sorpresa.

Alarmado, Sombrío aceleró su subida y, una vez se asomó al borde de la pared rocosa, lo comprendió.

Frente a ellos tenían la noria más imponente que habían visto en su vida. Enormes contenedores fijados a las paletas de una gigantesca rueda de hierro y madera recogían el agua del rio subterráneo y la transportaban hacia arriba, cada vez más arriba, hasta verterla en otros conductos que la llevaban al interior del castillo, probablemente a las habitaciones de las brujas, las cocinas y los oscuros laboratorios.

Ratas gigantescas corrían en el interior de un sistema de ruedas dentadas que transmitían el movimiento a la rueda mayor. El enorme ingenio rugía y chirriaba.

Sombrío y Pavesa habían salido a una plataforma de mantenimiento de la noria y ante ellos, sentado a una mesa con un farol encendido, se hallaba un nefando armado. Afortunadamente, parecía dormir profundamente, pero el menor sonido habría podido despertarlo.

Detrás de ellos, una pequeña puerta daba acceso a una escalera. Pavesa hizo desaparecer rápidamente la luz encantada que los había ayudado hasta aquel momento y siguió a Sombrío.

Con la mano en la empuñadura de Veneno, el chico echó un vistazo al otro lado de la puerta. No había nadie. Se volvió para hacerle una señal a Pavesa, que se acercó.

—Una escalera que sube —murmuró esperanzada—. ¡Tenemos que ir por aquí!

Sombrío asintió, desenvainó la espada, precavido, y se adelantó. Pero cuando puso el pie en el primer escalón, se oyó un crujido agudo como si se tratara de un quejido y el nefando adormilado levantó la cabeza; iba ya a dar la voz de alarma cuando algo le cayó encima desde arriba.

Negras patas peludas se movieron rápidamente y formas borrosas se lanzaron contra la puerta, hacia Pavesa y Sombrío, que gritó:

—¡De prisa, por aquí!

Subieron la escalera corriendo mientras miles de patas de araña los seguían, repiqueteando como relojes que marcaran una desesperada cuenta atrás. Subieron cada vez más, rompiendo muchísimas telarañas del grosor de sábanas y polvorientas como viejas cortinas. Siguieron corriendo sin aliento hasta que se encontraron en un antro muy oscuro, cuyas únicas salidas estaban vigiladas por arañas negras y rojas, y cerradas por gigantescas telarañas.

Sombrío se interpuso entre Pavesa y los bichos, haciendo refulgir a Veneno en un intento desesperado por salvarse.

Pero las arañas eran demasiadas: cubrían las paredes como un manto negro y efervescente.

Pavesa gritó. Él movió rápidamente a Veneno y una araña roja cayó al suelo.

Retrocedieron un paso, pero chocaron con la pared. No tenían escapatoria. De repente, Sombrío levantó los ojos y lo que vio en el techo lo inundó de un terror ciego. Al oír su grito ahogado, Pavesa siguió su mirada: encima de ellos, había miles y miles de pequeñas arañas que se movían frenéticamente tejiendo enormes telarañas.

Luego, de pronto, como una capa oscura, esas redes cayeron sobre ellos y los envolvieron. Sombrío y Pavesa se desplomaron al suelo.

Y la oscuridad se los tragó.