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ENFRENTAMIENTOS EN EL CIELO
ESOPLANDO, Fósforo se adelantó volando para curiosear entre lo que había quedado de los cuerpos de los dragones. El combate en el cielo debía de haber sido terrible. El aliento de fuego de ambos animales había carbonizado tejidos y cartílagos, respetando solamente los enormes huesos y algunos jirones de alas deshechas que, al precipitarse contra el suelo desde gran altura, se habían fragmentado aún más.
Pavesa se sintió flaquear entre aquellos inmensos esqueletos: eran mucho más grandes que ella y necesitó un buen rato para inspeccionarlo todo.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Stellarius.
Ella asintió y, a la vez, le tendió cuatro escamas de dragón negro.
—¡Bien! Por lo que parece, la suerte está de nuestro lado —exclamó él—. ¡Mira!
Le mostró una hoja de pergamino.
—¿Qué es? Parece un mapa.
—Lo es, mi joven amiga, lo es. Lo he encontrado en el campo de orcos que acaba de ser destruido. Indica la posición de todos los campamentos de las tropas enemigas desplegadas en el territorio de Brujaxa. Así podremos, por fin, llegar hasta Sombrío sin dificultades y…
—¡¿Sombrío?! —Casi gritó Pavesa, con los ojos como platos. Incluso, Fósforo al oír el nombre de su amigo, gorjeó mirando a su alrededor.
Stellarius asintió.
—¿No la has visto?
—¿Ver qué?
—La marca de allí abajo.
Ella miró el campamento de los orcos. Un gran surco lo había abrasado todo y ennegrecido la tierra, como si fuera el rastro de un rayo; aquello era lo que había aniquilado a los orcos.
Pero Sombrío no estaba allí.
—No lo entiendo —dijo torpemente, volviéndose de nuevo hacia Stellarius.
—Regresemos al escondite y preparémonos, tenemos que partir enseguida.
—Yo… no entiendo nada, Stellarius. ¿No deberíamos descansar y luego…?
—Ya descansaremos más tarde. Ahora tenemos otro motivo más para ir de prisa hacia las Montanas Muertas. Creo que Sombrío se ha ido allí; es el único sitio donde puede aterrizar sin tener que luchar ni esconderse.
—¿Y tú cómo sabes que está aquí? —le preguntó Pavesa, corriendo para seguir el paso del mago.
Stellarius sonrió.
—Solamente hay un dragón capaz de destruir de una sola vez a dos dragones negros y todo un campamento. Y sólo un dragón muy especial habría podido dejar esa marca en el suelo.
Pavesa se detuvo. Dudó y luego se quedó sin aliento, sorprendida por no haberlo pensado antes.
—¿Colamocha? ¿Quieres decir que ese dragón…?
—Bueno, diría que hay muchas probabilidades de que Sombrío convenciera a esa bestia para que se dejase montar. Después de todo, es un joven valiente. Y ésa era su única esperanza de llegar aquí a tiempo.
—Pero… ¿no podría ser de otro dragón azul? —preguntó ella.
—Los dragones azules se extinguieron —le contestó Stellarius—. Excepto ese Colamocha que Sombrío liberó en el Reino de los Orcos.
Con una sonrisa esperanzada en los labios, la joven enana asintió.
—¿Cuándo partimos?
—Enseguida, Pavesa, enseguida partiremos —contestó Stellarius.
Y se pusieron manos a la obra.
El rayo se abatió sobre el dragón negro que se había arrimado a ellos y lo proyectó hacia atrás. Pero llegaban más: en el horizonte se avistaban claramente sus figuras, con las brujas a lomos de sus horribles criaturas voladoras. Pronto estuvieron rodeados.
Colamocha notaba que el joven elfo que lo montaba estaba ahora muy débil, igual que antes había percibido sus intenciones cuando la estrella de su frente había brillado. Había sido aquella estrella la que lo había conducido hasta allí, volando, después de los años que había pasado prisionero en el circulo de piedra del Reino de los Orcos.
El chico se llamaba Audaz, decía la estrella, pero prefería que lo llamaran Sombrío; le gustaba el sonido de esa palabra, aunque Colamocha no entendía por qué. Sombrío… es decir, ¿lleno de sombras? ¿Por qué razón querría que lo llamaran así? Él se llamaba Colamocha porque tenía la cola cortada. Su nombre describía su aspecto, visible para todos, tan visible como la audacia que se veía en aquel joven. Sin embargo, él prefería un nombre que describía cómo se sentía por dentro…
Aquel elfo era realmente raro. Quería seguir volando aunque estaba extenuado.
Y él le había hecho caso. Porque no ordenaba como los orcos, sino que pedía las cosas.
Sombrío se apretó al dorso del dragón, sentía que le faltaba el aliento a causa del esfuerzo y el cansancio. Colamocha soltó un gruñido amenazador y fulminó después a otro enemigo.
Aferrándose desesperadamente a la silla, el chico trató de mirar hacia el castillo de la Reina Negra, tan cercano, oscuro y tétrico como un inmenso y amenazador gigante de piedra. Habría querido llegar a escondidas, pero no había sido posible. Así que se había jugado el todo por el todo: había hecho que su llegada y la de Colamocha fuera espectacular para aprovechar el elemento sorpresa.
Guió al dragón hacia otros campamentos emplazados alrededor del castillo y los rayos danzaron por debajo de ellos. Luego, de pronto, advirtió una corriente mágica que le rozaba los hombros; algunas brujas habían empezado a lanzar al aire hechizos cuyo objetivo era él.
—¡Arriba, arriba! ¡Vuela más alto! —gritó, mientras veía a unas brujas acercarse peligrosamente sobre sus bestias voladoras.
Colamocha batió sus grandes alas con un movimiento elegante y remontó más allá de las nubes, dejando a las brujas atrás. En ese preciso instante, Sombrío sintió que le faltaba el aire y notó que sus manos se aflojaban. Intentó hacer un último esfuerzo, pero las fuerzas lo abandonaron. Confió en haber dado tiempo suficiente a los esclavos que había visto en las jaulas para que pudiesen escapar. Esperó también que entre los fugitivos estuvieran sus amigos. Que estuviese Spica. Luego, la nada lo envolvió.
Stellarius golpeó el suelo con el bastón y exclamó con mucha rabia:
—Pero ¿qué está haciendo?
Pavesa, enmudecida, miraba el espectáculo de llamaradas y rayos que iluminaba la noche. Habían localizado en el mapa un viejo camino que rodeaba el Pantano Negro por el oeste y que pasaba a través de las Tierras Desoladas, aquella meseta desabrida y yerma, para adentrarse luego entre los montes. Precisamente en ese momento estaban bordeando las aguas malignas del pantano.
—Le deben de haber dado —dijo Pavesa.
—¡Nunca tendría que haberse aventurado solo tan cerca del castillo! ¡Nunca! Venga, movámonos. ¡Unos kilómetros más y habremos llegado!
Pavesa se volvió y, de pronto, vio al dragón azul, más grande que todos los demás, salir disparado hacia arriba y desaparecer entre las nubes, seguido de un enjambre de saetas púrpura.
Luego, con un suspiro que era de esperanza y preocupación al mismo tiempo, la joven reanudó la marcha junto a Stellarius.