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UNA PRESENCIA ANTIGUA

L castillo de Brujaxa era una visión aterradora.

Densos vapores se elevaban de sus negras torres, caballeros sin corazón montaban guardia en el Salón del Trono, siniestros mensajeros llegaban a todas horas con novedades de los reinos conquistados y, entre las altas bóvedas, vivían agazapados los malignos crepusculares, que lo vigilaban todo con sus cuatro ojos con el fin de informar de cualquier cosa a su señora. Nubes de alas rojas surcaban a veces el cielo en dirección a todos los rincones del Reino de la Fantasía, en busca de noticias. Algunas brujas eran enviadas a lomos de sus criaturas voladoras, que proferían gritos espeluznantes, para rastrear el territorio.

Los habitantes del castillo tenían que someterse a reglas férreas y órdenes precisas, cumplir con los tumos de guardia y preparar pociones. Sin embargo, pese a ese terrorífico rigor, algo escapaba al mecanismo aparentemente perfecto implantado por Brujaxa. A veces se oían pasitos aquí y allá por los corredores, bisbíseos confusos recorrían los muros oscuros y fríos, y ojos de color coral espiaban a escondidas a la Reina Negra. Y durante la noche, algo salía arrastrándose para alimentarse de lo que Brujaxa desechaba, deslizándose por los laboratorios desiertos, robando con la cautela de quien siente pavor a ser descubierto.

Una presencia desconocida para todos los residentes de la fortaleza, una presencia que nadie jamás habría imaginado.

Esa presencia, después de haber visto en la bola de cristal de Calíope las nítidas imágenes de la llegada del dragón azul y su misterioso jinete, sabía bien que el destino de la Reina Negra estaba a punto de cumplirse. La criatura que se escondía en los oscuros recovecos del castillo esperaba el momento con ansia. Llevaba largo tiempo aguardando para apoderarse de lo que debería haber sido suyo desde hacía mucho. Brujaxa la había engañado una vez y ella no iba a consentir que volviera a hacerlo. El Reino de las Brujas pronto sería liberado de su dominadora; la hermosa Brujaxa de cabello escarlata caería junto con su reino. Y de sus cenizas surgiría otro, más majestuoso, más poderoso: un reino ante el que todos se inclinarían. Todos.

Pero para que ese reino naciera había que tener paciencia. Y no delatarse. Actuar en las sombras. Era preciso que otros destruyeran a la Reina Negra. Y el momento se acercaba. Hora tras hora.

Por fin.

Brujaxa dio nuevas órdenes a sus fíeles murciélagos rojos y los vio marcharse volando por la ventana. El último de los caballeros de la rosa estaba allí, en su reino, en su tierra. Pero ella no le tenía miedo: disponía de centenares de dragones negros escondidos en los campos de adiestramiento del este, listos para surcar los cielos a una orden suya, y tenía bandadas de crepusculares preparados para desangrar a quien fuera. Y de nada le valdría la espada de la que había oído hablar, la espada capaz de matar a caballeros sin corazón, puesto que era una, una sola, mientras que ella poseía ejércitos enteros que se movían a una orden suya.

Ahora, casi todo el Reino de la Fantasía estaba bajo su yugo. Sus tropas confiaban en conquistar los últimos reductos que aún resistían para luego destruir de una vez por todas el Reino de las Hadas, donde estaba Floridiana. Nadie podría enfrentarse a ella esa vez. Lo había previsto todo y aquel caballero no era más que un piojo en el dorso de un dragón, y como tal sería barrido.

Además, Brujaxa contaba con un combatiente despiadado.

—Bien, mi fiel general —le murmuró al guerrero de armadura color sangre que estaba arrodillado a su espalda—, ya falta poco. Las tropas están casi listas…, ¿y tú? ¿Estás preparado para cruzar tu espada con la de tu viejo compañero de armas?

—Sólo deseo borrar toda huella de los antiguos caballeros de la rosa, ya lo sabéis, mi reina. Por vos he renunciado a lo que era y os seguiré hasta el fin del mundo.

Ella se volvió y rió, maliciosamente.

—Tu fidelidad me halaga. Estoy orgullosísima de haberte elegido, mi general. Y ahora ve y haz lo que te he dicho. Estoy convencida que nuestra alianza ha producido muchos resultados maravillosos y pronto lo dominaremos todo sin oposición…

El hombre se puso en pie y asintió. Sus pesados pasos cruzaron el Salón del Trono y se perdieron en los pasillos del castillo.

A su paso, la figura de largas trenzas sentada en un rincón de la gran sala, a la sombra de una columna, se sobresaltó. La pluma embrujada se detuvo bruscamente, esperando que reanudara su relato, pero la joven narradora estaba muy cansada y hablaba en voz baja, con una lentitud exasperante. Brujaxa pasó por delante y la miró altiva.

—Eres más débil de lo que imaginaba, pequeña elfa. Muy pronto, tu querido reino no será más que un dulce recuerdo en tus historias. Ahora duerme, y que tus pesadillas sean más horribles de lo que nunca has imaginado. —Y dicho esto, Brujaxa tiró ligeramente de la cuerdecita invisible que ceñía el delicado cuello de la prisionera y la pequeña figura se desmoronó como una marioneta sin vida.

La reina de las brujas se marchó con pasos rápidos y sonoros, con su largo vestido bordado, y el Salón del Trono quedó desierto.

Sumidos en el silencio de la noche, los fríos muros del castillo se cerraban en torno a sus moradores como una tumba negra y hostil. Pero no todos dormían.

Unos pasitos sinuosos resonaron débilmente en el Salón del Trono y una figura oscura, envuelta en capas y más capas de telas raídas, se inclinó sobre la joven elfa sentada en un rincón. El reflejo de las antorchas de las paredes iluminaba el rostro triste y pálido de Spica.

La criatura misteriosa alargó las manos hacia la prisionera y aferró el hilo invisible que le ceñía el cuello. Lo aflojó con dedos hábiles y rápidos y vio cómo la chica volvía a respirar con normalidad. Su cara, sin embargo, seguía contraída en una mueca de dolor.

Sabía que Calíope la temía, que aquella criatura aparentemente indefensa representaba un peligro para ella y para Brujaxa. Eso bastaba para que le fuese útil. La había oído contar historias incesantemente, una detrás de otra, pero durante el sueño, por la noche, la chica murmuraba nombres que no tenían nada que ver con aquellos relatos: Sombrío, Régulus, Robinia… y Stellarius. Así pues, el mago enemigo de Brujaxa, aquel que con ayuda de las hadas la había puesto en dificultades más de una vez, todavía estaba vivo. Y tal vez aquella criatura supiera dónde.

Con su ayuda, podría derrotar a la Reina Negra definitivamente y luego… Pero era pronto para pensarlo, demasiado pronto.

La figura harapienta recuperó la sonrisa que antes esbozaban sus labios. Había que actuar con precaución, incluso con aquella elfa. Brujaxa no debía darse cuenta de que el hilo negro que atenazaba el cuello de la prisionera había sido aflojado y, con él, el dominio sobre su voluntad. Habría de tener paciencia.

Escondida en las sombras, vertió sobre los labios de la joven unas gotas de un líquido negro como la noche. Bajo los párpados, las pupilas de Spica se movieron y de pronto, cayó del banco al suelo. Gimió mientras trataba de levantarse, pero un susurro decidido le exigió:

—Te ordeno silencio, pequeña elfa, o no podré hacer nada por ti.

Un violento escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Abrió los ojos despacio y se percató de que estaba tirada sobre las frías losas de una estancia… ¡la misma que veía en sus pesadillas! Levantó la cabeza y dio un respingo.

—Quieta, joven elfa. Muévete despacio o la poción que te he dado te confundirá aún más las ideas.