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FUEGOS EN LAS MONTAÑAS

ABÍAN pasado pocos días desde su llegada a los campos de trabajo, pero Régulus empezaba a pensar que allí el tiempo no tenía ningún significado. Las horas transcurrían lentamente, implacables y fatigosas. La única diferencia era la lluvia. Algunos días caía tan copiosa que no se veía más allá de la nariz. El cielo estaba siempre oculto por las nubes y las estrellas quedaban terriblemente lejos.

Cada noche, pesadillas espeluznantes se colaban en su mente y envenenaban su descanso. Soñaba que volvía a casa, al Reino de los Elfos Estrellados, y lo encontraba incendiado por los dragones negros, veía muertos a su padre y a sus amigos. Sólo cenizas por todas partes. Luego, oía un grito. Se volvía y, sin saber cómo, se hallaba de nuevo en el Reino de las Brujas. Veía a un orco maltratando a un animalito en el que Régulus reconocía a Fósforo; el chico trataba de reaccionar, pero estaba demasiado lejos, y veía que Robinia corría a defender a su amiguito plumado, los orcos la pinchaban con sus tridentes sin que él pudiera impedirlo. Sólo era una pesadilla, por supuesto, pero tan real, que cada vez le parecía que le arrancaban el corazón del pecho.

Se despertaba chillando, presa de un terror ciego, sudando y sin voz, con los ojos llenos de lágrimas, y se daba cuenta de que Robinia debía de haber soñado algo parecido, porque también se la veía pálida y ojerosa. Ninguno de los dos contaba sus sueños, pero ambos lo sabían.

No habían tenido más noticias de Spica. Régulus se sentía culpable y no hacía más que preguntarse si seguiría viva; miraba la silueta oscura del castillo y suspiraba. Tenían que intentar huir de allí. Pero ¿cómo? Asustados e indefensos como estaban, les era difícil concentrarse en un plan.

—¡Eh, vosotros! —susurró desde la jaula contigua un gnomo de los bosques, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Tenéis un plan?

Régulus se volvió y negó con la cabeza, afligido.

—Esa bruja tenía razón. Alrededor sólo hay orcos, trolls… No tendríamos ninguna posibilidad una vez estuviéramos fuera de aquí.

El gnomo sonrió astutamente.

—¿Os habéis fijado alguna vez en las Montañas Muertas? —preguntó, con los ojos brillándole de determinación.

—¿Las montañas? —repitió Régulus.

—Algunos de los prisioneros de más edad dicen que han visto fuegos en ellas.

Robinia se encogió de hombros.

—Tal vez sean campamentos de orcos.

—No —intervino otro gnomo encerrado en otra jaula cercana—. Muchos de los esclavos despertados por los relatos de vuestra amiga recuerdan haber oído hablar de un camino que lleva al otro lado de las Montañas Muertas, a la salvación. Sé que es una esperanza muy vaga, pero…

—Así que, según vosotros, deberíamos huir hacia las montañas —dijo Régulus.

—Sí, escondemos en el Pantano Negro es demasiado peligroso —contestó otro de los gnomos, adelantándose tímidamente.

—Y el desierto nos mataría en poco tiempo, aunque lográramos eludir la vigilancia de todos los orcos y dragones —concluyó el primer gnomo.

—Pero las montañas no están cerca —observó Robinia.

—Es cierto, sin embargo no hay otro camino.

Régulus iba a contestar, pero se quedó callado porque había oído sonido de pasos más allá de las jaulas. Le hizo una seña a Robinia, que tenía un oído más fino que el suyo. Se oyeron unos gritos seguidos de golpes sordos y después una gran discusión entre orcos.

—¿Qué ocurre? —preguntó un gnomo.

—Parece que un dragón negro se ha rebelado y ha matado a otros dos dragones y a sus jinetes —explicó Robinia.

—Bueno, nos están facilitando el trabajo… —bromeó Régulus.

—Por lo que he entendido —añadió Robinia—, algunas tropas aladas están a punto de partir en su persecución. Los orcos quieren dar con él.

—Bien. Puede que así descuiden la vigilancia de los esclavos —comentaron algunos gnomos.

—Esperad para cantar victoria —los interrumpió Robinia—. Al parecer, el dragón se ha dirigido, precisamente, hacia las montañas, y allí es a donde irán los orcos y las brujas.

La pequeña chispa de esperanza que se había encendido entre los prisioneros se apagó enseguida.

—Nunca lo conseguiremos. Spica está presa y Sombrío… —murmuró Robinia, cansada.

—Sombrío sabrá arreglárselas y pronto nos encontrará. Y Spica…, bueno, ya la conoces, tiene un carácter fuerte. Además, para ayudarla, lo primero que tenemos que hacer es quitamos estas cadenas —dijo Régulus, decidido y desesperado al mismo tiempo. Estaba tratando de darle ánimos a su amiga, pero se sentía más impotente y frágil que nunca—. Para huir os necesitamos a vosotros —añadió luego, volviéndose hacia los gnomos, que estaban allí desde hacía más tiempo—. Conocéis estos campos mejor que nadie. Tenemos que encontrar la manera de robarles las llaves de las cadenas y las celdas a los orcos y huir hacia las montañas.

—Se podría intentar… —reflexionó el gnomo que había hablado primero. Iba a añadir algo más, pero volvió la cabeza repentinamente, como si hubiese oído algo.

Los gritos de los orcos se habían apagado y ahora reinaba un silencio tan profundo que resultaba más espantoso que los gritos de los dragones. Robinia se agarró a los barrotes y miró fuera, a la oscuridad.

—¿Y ahora qué ocurre? —preguntó.

Sólo le respondió el silencio.

Sombrío veía las montañas acercarse más y más. Entre las nubes se colaban reflejos de luna.

Después de infinitas horas de vuelo a gran altura, el encuentro con los dos dragones negros y la destrucción del campo de adiestramiento de los orcos, se sentía exhausto. El sueño acechaba en cada fibra de su cuerpo. Desde que habían entrado en el Reino de las Brujas, había preferido no detenerse, pero ahora estaba tan agotado que le costaba permanecer sentado en la silla de montar.

Tenía el rostro dañado por el viento, los dedos entumecidos que no podía moverlos y todo él temblaba. Pero ya estaban cerca de las montañas que señalaba la brújula de las hadas; un lugar no del todo seguro, pero lo bastante tranquilo como para que pudieran descansar.

La estrella de su frente brilló y, rezongando sordamente, Colamocha viró y empezó a descender. Se zambulló en las nubes y las dejó atrás. El espectáculo de las desnudas cimas estremeció a Sombrío. El castillo de Brujaxa, envuelto en vapores violáceos, era visible incluso desde tan lejos. El chico echó un vistazo a la brújula, suspiró y apoyó la frente en el cuello del dragón azul, sin fuerzas ni siquiera para alegrarse ni para quejarse. Por lo que parecía, era allí a donde los llevaba su viaje, precisamente a aquellas tétricas cumbres.

En los campos donde estaban las jaulas de los esclavos, el silencio se extendió como una mancha de aceite, invadiéndolo todo y haciendo que todos contuvieran la respiración.

Robinia advirtió un movimiento en el aire y se sobresaltó, alarmando a Régulus que estaba a su lado.

—¿Qué sucede? —bisbiseó el elfo.

Se oyó un silbido y luego otro. El orco de guardia soltó una especie de gruñido y cayó al suelo con un ruido sordo.

Poco más allá, una sombra pasó moviéndose furtivamente. Otra sombra salió de la oscuridad, dudó, se agazapó; luego, en silencio y cautelosamente, se acercó a los barrotes.

—Estamos aquí para liberaros —murmuró una voz—. Tomad estas llaves, soltad las cadenas y abrid las jaulas.

Pero sin armar ruido, todavía no hemos podido dejar fuera de combate a todos los orcos de guardia. Incrédulo, el joven estrellado cogió las llaves que le entregaba. Tenía mil preguntas que hacer, pero aquél no era el momento. La solución a todos sus problemas parecía haber llegado sola e inesperadamente. Miró a Robinia y ésta le hizo un gesto afirmativo. Luego, Régulus empezó a usar las llaves.

Escondido detrás de una tienda, Corazón Tenaz observaba la hoguera ante la que dormitaban tres gigantescos orcos. Estaban relajados; hasta el momento, ninguno se había percatado de su incursión.

Mientras Brazofort liberaba a los prisioneros y empezaba a llevárselos de allí, él tenía que encargarse de los últimos orcos que quedaban e impedir que pudiesen dar la alarma. Así que cargó la cerbatana con un dardo envenenado, apuntó y un silbido agudo rompió el silencio. Un instante después, el orco medio dormido que estaba junto a la entrada de la tienda, dejó caer su grotesca cabeza hacia atrás.

Corazón Tenaz tomó aire, cargó de nuevo la cerbatana y apuntó al segundo orco. Un soplido enérgico y… el dardo hizo blanco también esta vez. El orco se llevó la mano al cuello, como si espantara un mosquito, se arrancó el dardo, lo miró un instante y, antes de llegar a entender lo que era, se desplomó.

El tercer orco dormía al otro lado de la hoguera. Corazón Tenaz se movió silencioso, y estaba a punto de dispararle cuando el lamento de uno de los prisioneros lo despertó. Tenía que actuar antes de que aquel animal se diera cuenta de que sus compañeros estaban muertos, así que saltó encima de él, al tiempo que desenvainaba el puñal.

El orco lo golpeó con rabia y lo tiró al suelo con gran estrépito. Los gritos de los murciélagos rojos hicieron comprender a Corazón Tenaz que lo habían descubierto y que ahora la única arma de la que Brazofort y él disponían era la rapidez. Tenían que llevarse a los prisioneros lejos del campamento antes de que llegaran refuerzos y fuese demasiado tarde. Se levantó, blandiendo la espada que le habían regalado los gnomos de fragua.

Un orco que llegaba en ese momento se arrojó sobre él, pero el caballero levantó el arma para hundirla luego, con milimétrica precisión, en un punto del hombro de su atacante que la armadura dejaba al descubierto. Un instante después, abatió a otro orco antes de que a éste le hubiera dado tiempo a rozarlo siquiera.

Jadeante, Corazón Tenaz se paró y miró alrededor. La tienda se había prendido fuego y pronto se transformaría en una señal de alarma para las tropas enemigas. Su único pensamiento fue que tenían que darse prisa. Corrió hasta las jaulas y empezó a abrir todas las puertas que pudo.

—¡Teníamos que actuar en silencio! ¿Qué ha pasado? —gritó Brazofort, llegando con un séquito de prisioneros de rostro asustado.

—Ha habido un imprevisto —contestó Corazón Tenaz mientras empujaba a los prisioneros hacia el Pantano Negro—. ¡Vamos, de prisa, de prisa!

—¿Tú? —exclamó una voz a su espalda.

El caballero se volvió y sus ojos se cruzaron con la mirada estupefacta de Régulus. Llevaba de la mano a la chica morena, la elfa forestal, pero con ellos no estaban ni Sombrío ni la joven Spica.

—¡No hay tiempo para explicaciones! —gritó—. Tomad —añadió, tirándoles dos sables que les había quitado a los orcos— y seguid a Brazofort. ¡Yo me ocuparé de la retaguardia!

—¡Moriremos todos! —dijo un prisionero.

—¡Todos fuera! ¡Venga! —los azuzó Corazón Tenaz con determinación. No tenía tiempo de pedir explicaciones o información sobre Sombrío… Se quedó mirándolos hasta que los vio sobrepasar el vallado de los campos de trabajo, pero de repente se dio cuenta de que ninguno de ellos podría llegar muy lejos: como flechas contra el fondo violáceo de las nubes, se acercaban las sombras amenazadoras de los dragones negros.

—¡Al pantano! ¡Dirigios al pantano! —gritó.

Los esclavos corrieron, sin energía ni aliento, como pálidas sombras de lo que en otro tiempo habían sido. Instantes después, un estallido de sonidos y luz lo llenó todo. Bolas de fuego ardían a su alrededor mientras rugidos de dragones negros sacudían la tierra. Anchos surcos llameantes se abrieron en los campos.

Como en una pesadilla, Corazón Tenaz vio cómo se esfumaban sus esperanzas, cómo fracasaban sus planes. Lleno de rabia y frustración, volvió atrás a todo correr, haciendo frente a los orcos que empezaban a llegar.

¿Cómo había podido Floridiana confiar a su hijo, a Audaz, aquella misión? ¿Y por qué cada movimiento suyo para facilitar su misión, para tomar sobre sus hombros parte de aquella gran responsabilidad, resultaba inútil? ¿Por qué negarle la alegría y la esperanza de ver crecer a su hijo? ¿Por qué el destino quería arrebatarle a la última persona que le quedaba? La única persona por la cual, para protegerla, había renunciado a sí mismo.

Quizá Audaz había muerto, pensó de repente… Pero, si así era, ¡nada tenía ya sentido!

Nada.

Ni siquiera luchar.

Un tremendo fragor interrumpió sus pensamientos y lo obligó a levantar los ojos al cielo. Los prisioneros gritaron aterrorizados. Sólo Brazofort y él se quedaron mudos de estupor: lo que vieron surgir de las nubes era algo increíble.

Hubo un relámpago y luego otro, y otro más.

Los truenos fueron ensordecedores y las llamas dejaron grandes cicatrices en el suelo, mientras el rugido de Colamocha percutía contra el cielo y hacía temblar las murallas.

En la habitación más inaccesible del castillo, una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de la hermosa y pérfida Brujaxa.

—Llamad a Grueso. Quiero felicitarlo; finalmente ha logrado entrenar a un dragón azul —dijo.

Pero mientras hablaba, se dio cuenta de que algo no iba bien. Los rayos no caían sobre los prisioneros en fuga, sino que cruzaban el cielo y abatían a dragones negros. Uno, dos… La sonrisa de la Reina Negra se transformó rápidamente en un gruñido de rabia. Su voz pasó a ser un ladrido furibundo y estridente.

—¡Avisad a Calíope! —vociferó—. Debe darme muchas explicaciones.