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TRISTES RECUERDOS
RA ya pleno día cuando dos figuras cruzaron el paso de las Montañas Muertas para adentrarse en el corazón de aquella salvaje región montañosa. Precisamente en las laderas de aquellos montes, el unicornio pieveloz había dejado a Corazón Tenaz, y allí mismo el caballero se había reencontrado con su viejo maestro de armas, Brazofort.
Años atrás, al regreso de una misión en tierras lejanas, los dos se habían topado con grupos de brujas que los esperaban en la isla de los Caballeros. Las brujas habían conseguido alcanzar aquel lugar protegido, dedicado al adiestramiento de los defensores del Reino de la Fantasía, y habían llegado allí portando una arma devastadora y potentísima: el cetro oscuro. Gracias a éste, habían podido arrasar la isla y transformar a sus habitantes en grotescas estatuas de piedra.
Corazón Tenaz y su querido maestro habían combatido codo a codo contra las brujas para tratar de impedir la total destrucción de la isla de los Caballeros, pero había sido en vano. Comprendiendo que jamás lograrían vencer solos, Brazofort y él habían intentado huir, sin embargo mientras sobrevolaban las montañas de los confínes de Siemprinvierno, las tierras del hada Nevina, habían sido sorprendidos por una tormenta de nieve y descabalgados del dragón en que viajaban. En la mente del caballero aún resurgía con fuerza la sensación de impotencia por el inútil duelo entablado con las brujas, el dolor de la herida, el vértigo de la caída y por último… la oscuridad. Corazón Tenaz había sido socorrido por Nevina, que lo había acogido en su morada, la Cuna de Siemprinvierno. El caballero había pasado los años siguientes en el Reino de los Bosques, a la espera de reanudar la batalla contra las fuerzas oscuras. Pero Floridiana, la reina de las hadas, le había dicho que aún no era el momento, así que Corazón Tenaz había aguardado pacientemente y mientras se había casado con Acacia, una joven elfa forestal. De su unión había nacido Audaz. O mejor dicho, Sombrío, como lo llamaban en el Reino de las Estrellas, que se había convertido en su nuevo hogar desde que el Reino de los Bosques fue conquistado por el Ejército Oscuro.
Y después había empezado todo; precisamente con Sombrío. Ahora era su hijo quien combatía en primera línea; aquel hijo que él habría querido proteger y mantener lejos del Mal. Pero el destino de cada cual es un misterio…
Después de la tormenta de nieve que los había arrollado en las tierras de Nevina, Corazón Tenaz había perdido el rastro de su maestro. Había llegado a pensar que estaba muerto. Pero a Brazofort lo había encontrado una patrulla de nefandos, los terribles duendecillos que habían invadido el Reino de los Gnomos de Fragua. Esas horribles criaturas lo habían capturado y llevado al Reino de las Brujas. La reclusión y las torturas habían dejado marcas indelebles en su cuerpo y una luz febril en sus ojos hundidos, pero no habían bastado para borrarle el recuerdo de su pasado. Un día, tiempo después, mientras lo trasladaban junto con otros presos a una de las canteras situadas más allá del Desierto Despiadado, una víbora le había salido al paso, y él había sido lo bastante convincente al interpretar su propia muerte como para que los orcos lo abandonaran entre las rocas, para que se abrasara al sol, mientras con un restallido de látigo obligaban a la hilera de esclavos a reanudar la marcha. Solamente al caer la noche, el anciano pero todavía fuerte caballero había tenido el gran valor de levantarse y echar a andar.
Y eso mismo había hecho muchas noches, escondiéndose durante todo el día para no arriesgarse a que lo vieran. Desarmado y solo, había rodeado el Pantano Negro y, bordeando las Tierras Desoladas, había llegado a las Montañas Muertas. Se había aventurado en aquella zona remota del Reino de las Brujas con la esperanza de encontrar una vía de escape, pues había oído decir a algunos prisioneros que existía una senda entre los montes. La había buscado durante largo tiempo sin encontrarla, y aquellas cumbres eran demasiado escarpadas para escalarlas. En cambio, había encontrado restos de otros que, como él, habían intentado huir y, sin embargo, habían terminado allí sus días. Entonces había comprendido que, al cabo de poco tiempo, también él se arriesgaba a correr la misma suerte.
—Al ver llegar a un extranjero montado en un unicornio —empezó a contarle a su compañero de otros tiempos—, mi esperanza ha revivido. Y todavía más cuando he descubierto que se trataba de ti, Corazón Tenaz, mi pupilo en la isla de los Caballeros y viejo amigo mío. Por un instante, esperaba vislumbrar formaciones de dragones azules volando tras de ti, pero sé bien que fueron exterminados…
Corazón Tenaz asintió, comprendiendo perfectamente el dolor de Brazofort. El unicornio ya se había marchado volando por el cielo, dejándolos solos en aquel territorio terriblemente hostil. ¿Cómo podrían hacer frente a todo un batallón de brujas, precisamente allí, en el propio reino de éstas? ¿Y cómo podría él defender a su hijo y ayudarlo en una misión que parecía muy desesperada?
La voz de su maestro lo sacó de sus pensamientos.
—Si ya no hay dragones azules, no hay esperanza —decía tristemente el anciano caballero—. Y la esperanza es precisamente lo que más falta hace aquí, donde pesadillas y temores paralizan la mente de cada criatura que pone el pie en estos lugares. Son esos sueños terribles los que mantienen prisioneros a los esclavos, mucho más que las cadenas. Incluso una voluntad tan tenaz como la mía a duras penas logra mantenerlos a raya…
—¡Pero debemos resistir! —exclamó decidido Corazón Tenaz—. Tenemos el deber de medirnos en combate con el traidor —añadió con voz grave.
—Entonces ya sabes lo de Altomar —susurró Brazofort, muy abatido—. Lo vi al lado de la Reina Negra. ¡Se atrevió a ordenarme que luchara por Brujaxa! ¡Después de traicionar a nuestra gente y hacer que masacraran a todos los caballeros!
—Canoso nunca debería haberlo nombrado general supremo, pero se dejó deslumbrar por su falso valor —dijo Corazón Tenaz echando una ojeada a la imponente mole del castillo que destacaba en lontananza.
—Canoso estaba cegado por el orgullo y el cansancio, pero Altomar jamás debería haber traicionado todo aquello a lo que había jurado fidelidad —respondió Brazofort—. Lo que me preocupa es que sea demasiado tarde. Batallones enteros de dragones negros parten desde hace días para atacar los reinos que todavía permanecen libres.
Corazón Tenaz guardó silencio un buen rato. Al fin, meneando la cabeza, dijo:
—Mientras las hadas tengan fuerzas y coraje para luchar, yo lucharé a su lado.
Al escuchar esas palabras, el viejo maestro sintió renacer la fuerza y la esperanza en su corazón. No oía hablar de las hadas desde hacía tanto tiempo que casi había olvidado su existencia.
—¿Qué has pensado hacer? —preguntó.
—Está a punto de llegar alguien enviado aquí por Floridiana en persona. Y ese alguien es nuestra única esperanza —respondió el caballero, mientras en su rostro luchaban la tristeza y el orgullo.
—¿De qué hablas? No hay nadie que pueda derrotar a Brujaxa en un enfrentamiento directo; su cetro es capaz de petrificar a cualquier criatura.
—Las hadas y los gnomos han encontrado el modo de destruirlo. Y el que sabe cómo hacerlo viaja ahora hacia estas tierras. Empuña una de nuestras espadas y sabe cómo matar a los caballeros sin corazón.
Brazofort suspiró.
—Entonces, todavía hay esperanza. Pero ¿quién es? ¿Uno de los nuestros?
Corazón Tenaz negó con la cabeza.
—Quizá lo habría sido si hubiese nacido cuando todavía existían caballeros de la rosa. Pero no es eso lo que importa.
—Pero entonces, ¿cómo podemos pensar siquiera en combatir nosotros dos…, nosotros tres solos? Ya viste lo que sucedió en nuestra isla.
—La isla cayó porque los pillaron por sorpresa. Y no sólo eso, sino que, para multiplicar su Poder Oscuro, la Reina Negra usó un anillo de luz. El que Altomar, como general supremo de los caballeros, custodiaba, y que le entregó a Brujaxa. —Mientras decía estas palabras. Corazón Tenaz veía el estupor en la mirada cansada del maestro—. Stellarius está casi seguro de ello. Piensa: todos los caballeros petrificados…, aquello no fue un hechizo normal. Fue el primer uso real que Brujaxa hizo de ese increíble instrumento y, por lo que sé, ella misma se quedó sorprendida de su mortífero poder. Sin embargo, pagó un elevado precio. Un precio que la ha refrenado todos estos años, hasta ahora… Y ahora nosotros podemos derrotarla. —Tras una breve pausa, añadió—: Tenemos que preparamos. Atacaremos por sorpresa. Poseemos muchos recursos aquí. Hierbas embrujadas y venenos. Pero antes de nada debemos encontrar la manera de libertar a los prisioneros. Entonces dispondremos de más brazos y piernas para luchar y podremos planteamos hacer algo.
—¡Ah, los prisioneros…! Amigo mío, no son más que piel y huesos. ¿Qué ayuda podríamos recibir de ellos? Están cansados y las pesadillas los atormentan hasta el punto de que no tienen ni fuerzas para rebelarse. No nos ayudarán.
—De todos modos, tenemos que intentarlo —respondió Corazón Tenaz.
Con esos planes en mente, en los días siguientes se aventuraron hasta las orillas del Pantano Negro, donde recogieron hierbas venenosas y setas capaces de confundir los sentidos, y capturaron víboras de picadura mortal. Se proveyeron de madera para fabricar flechas y estudiaron las defensas de los campos de trabajo.
—La situación es menos mala de lo que pensaba —comentó Corazón Tenaz, cansado pero satisfecho, mientras consumían una rápida comida—. Actuaremos de noche. Los trolls de guardia en los campos no se percatarán de que nos estamos acercando. Después, les dispararemos silenciosamente con las flechas impregnadas con el veneno de las víboras y los liquidaremos sin que se den cuenta. Dentro de los campos, los orcos son pocos, y bastará con mi espada para deshacemos de ellos. El terreno es grande, pero podemos conseguirlo.
Brazofort suspiró y luego asintió, contento de que hubiera alguien con más energías y esperanzas que él. Tal vez realmente lo lograran.
—Muy bien —murmuró Corazón Tenaz—, ahora lo mejor será preparamos. La noche de luna nueva se acerca. Para entonces, debemos estar listos. Menos luz significa mayores posibilidades de actuar. Además, no he visto caballeros sin corazón en los huertos.
—Los caballeros sin corazón forman la guardia personal de Brujaxa y están en el castillo —le explicó Brazofort. Luego, levantó la vista y miró a Corazón Tenaz a los ojos—. Y ahora, dime la verdad. No es uno de nuestros compañeros quien viene, entonces, ¿quién es? ¿Un mago? ¿Stellarius? Diría que alguna hada, pero sé demasiado bien que ninguna de ellas puede cruzar los confínes de este reino sin perder sus poderes…
—No es un mago. Y aunque Stellarius lo haya traído hasta aquí, ahora es mi tumo de hacer todo lo que pueda para ayudarlo. Brujaxa tiene a Altomar, él me tendrá a mí. A nosotros. Tengo una cuenta pendiente con las brujas, lo mismo que tú. Esperaba poder hacer más, pero, por lo que parece, no puedo. Le tocará al chico, y no sabes cuánto me gustaría ahorrarle esta responsabilidad —murmuró.
—¿Chico? —balbuceó Brazofort—. ¡Creía que llegaba un guerrero!
Corazón Tenaz sonrió.
—Y así es, en efecto. Venga, vamos, pongámonos manos a la obra.
Stellarius se sacudió las telarañas que se le habían pegado a la túnica mientras atravesaban la maraña de troncos secos del Bosque de las Pesadillas.
«Un nombre muy apropiado», pensó. El Mal que flotaba en aquel lugar era tan intenso que incluso a él lo oprimía. Pero, por suerte, ahora lo habían dejado atrás.
Los propios orcos, creyéndolos parte del grupo, los habían conducido hasta la salida de aquel laberinto de ramas y musgo viscoso, ortigas y zarzas que parecían cambiar de sitio a cada mirada, haciendo que el viajero se extraviara. Sin embargo, Stellarius decidió que era el momento de abandonar aquella mala compañía y retomar su aspecto, pues el esfuerzo necesario para mantener el encantamiento reflectante estaba debilitándolo demasiado. Así que, aquella noche, mientras todos dormían, le puso una mano en el hombro a Pavesa y le hizo una seña.
La joven del pueblo de los enanos grises, que al volver al Reino de las Brujas había recobrado por fin su auténtica apariencia, pero había tenido que abandonarla enseguida para adoptar los rasgos de un repelente orco de pelo gris, miró al mago con unos ojos que brillaban de esperanza y se levantó en silencio, con Fósforo en los brazos.
Ninguno de los orcos que los rodeaban se dio cuenta de nada. Yacían dormidos, después de haber bebido y montado jolgorio; incluso el centinela de guardia dormitaba. Todos ellos se sentían ya en casa, protegidos. Estaban seguros de que ningún enemigo podría llegar nunca hasta allí.
Mientras una reducidísima luna menguante brillaba en el cielo, Stellarius, Pavesa y Fósforo abandonaron el campamento para dirigirse hacia el Desierto Despiadado. Para Pavesa había sido ya un trauma que Sombrío se quedase fuera de los confines del reino donde ellos estaban atrapados ahora, pero al volver a ver aquella extensión de terreno pedregoso iluminada por la luz de aquella luna, la misma que durante tantos años había contemplado desde las ventanas del castillo de Brujaxa, el corazón le dio un vuelco. Había regresado al lugar de su prisión esperando poder hacer algo, pero no se sentía distinta de cuando se había marchado: todavía se veía pequeña, indefensa e impotente contra las brujas. La sombra del castillo la dejó sin aliento y sintió el impulso de huir de nuevo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —le preguntó a Stellarius, preocupada.
—Dirigimos a las montañas. Si no me he equivocado en mis cálculos, es allí donde el unicornio habrá llevado al caballero, y tenemos que informarle de lo que ha ocurrido.
—¿Y Sombrío? Él tiene el trino de las hadas, él tiene a Veneno… ¿Qué podemos hacer sin él? —preguntó Pavesa, consciente de repente de lo grave de la situación.
—Estoy seguro de que encontrará el modo de llegar hasta aquí —contestó el mago con decisión.
Ella miró hacia el castillo, que de lejos parecía una montaña iluminada por racimos de luces diminutas.
Stellarius se detuvo y añadió:
—Además, estoy convencido de que el chico puede arreglárselas solo. Tiene muchos recursos, muchos más de los que él mismo imagina. Si quieres convertirte en maga, Pavesa, no subestimes nunca a nadie, desde la criatura más pequeña hasta el mayor de los gigantes. Todos somos capaces de soportar mucho más de lo que creemos. Por ahora no te preocupes por Sombrío. La brújula de Floridiana lo guiará a algún lugar donde encontrará a quien pueda ayudarlo. Y tiene a las hadas de su lado. Nosotros le prepararemos el terreno.
La joven asintió con la cabeza.
—Muy bien. Ahora, veamos, tú eres la única que conoce este territorio y yo debo dejarme guiar por ti, así que reflexiona con calma: ¿cuál es el camino más seguro para llegar a las montañas sin que nos vean?
Pavesa echó una larga ojeada a las torres de la morada de Brujaxa.
—Si pasamos demasiado cerca del castillo, nos arriesgamos a tropezarnos con los trolls que montan guardia en los campos de trabajo. Me temo que nuestra única posibilidad —y aquí la voz se le quebró— sea atravesar lo que ellos llaman el Desierto Despiadado.
—De acuerdo, vayamos entonces por el Desierto Despiadado —contestó Stellarius, animoso.
Reanudaron la marcha y se adentraron en aquella superficie de colinas grises y despobladas sobre las que, de noche, ululaba un viento helado. No era un desierto de arena, sino una extensión de macabras piedras cortantes.
—¿De verdad crees lo que has dicho antes, Stellarius? —preguntó Pavesa de repente. No había dejado de pensar ni por un momento en aquellas palabras: Si quieres convertirte en maga…
—¿Qué? —balbuceó Stellarius, que estaba a punto de dormirse—. ¿De qué hablas?
—Yo… ¿realmente podría ser una maga? —murmuró la joven, acariciándole la cabeza a Fósforo.
Los ojos de Stellarius centellearon.
—No creas que es tan bonito o tan fácil como puede parecer. Magia y encantamientos requieren una fuerza increíble, sobre todo de voluntad y corazón. Cuanto más poderoso se es, más decisiones difíciles hay que tomar. Y más renuncias hay que aceptar. Pero no puedo negar que tú tienes posibilidades. Pavesa, la magia corre por tus venas. Ahora, lo que tienes que ejercitar es tu capacidad de ver lo bueno de cada cosa y elegir tu camino sin dejarte llevar por las decisiones de los demás. Lo único que te falta es confianza en ti misma. Obtenla y serás una maga excelente. Recuerda: no la busques en la brujería o te convertirás en bruja en vez de maga.
—Nunca seré una bruja —declaró ella.
—Entonces, piensa en lo que te he dicho, y si un día, cuando todo esto haya acabado, decides convertirte en maga, yo mismo te llevaré al lugar donde se instruye a los magos —murmuró Stellarius. Más tarde añadió cansado—: Ahora, si has acabado con las preguntas, quisiera dormir unas horas antes del alba.
Pavesa estrechó a Fósforo contra su pecho y suspiró. No iba a conseguir dormir, pero por lo menos tenía algo en lo que pensar y… en lo que depositar sus esperanzas. Si sobrevivía, podría encontrar un lugar en el mundo. Tenía aptitudes, le había dicho Stellarius. No era una inútil, como le habían hecho creer las brujas.
Mientras con los ojos abiertos soñaba con luchar en igualdad de condiciones contra éstas, un aullido feroz rompió el silencio del Desierto Despiadado.
Fósforo, alertado por el ruido, saltó de las piernas de Pavesa. Stellarius se despertó bruscamente de su sueño poco profundo, golpeó con la punta del bastón en el suelo y creó una minúscula cúpula para resguardarlos.
Se oyeron más gritos y aullidos monstruosos, unas lenguas de fuego recorrieron el cielo a lo lejos y, por último, bandadas de dragones negros sobrevolaron el desierto camino del océano. A la conquista de reinos aún libres.
Régulus miró a su alrededor por enésima vez. El panorama seguía siendo el mismo: hileras de prisioneros doblados por la fatiga, obligados a estar todo el día con los pies en el agua cenagosa de los Campos de las Brujas, plantando ortigas viscosas y recogiendo extraños frutos. Como todos, también él tenía una cadena sujeta a los tobillos y unida a una estaca de hierro clavada en el suelo, lo bastante hondo como para que no pudiera arrancarla. Sobre el castillo, el cielo estaba cubierto de oscuras nubes violáceas que parecían deshilacharse en los bordes y alargarse hacia las tierras del reino. Y, de vez en cuando, alrededor de las torres más altas de la fortaleza, revoloteaba un dragón negro.
Afortunadamente, las noches en vela que Spica había pasado contando viejas historias parecían haber espabilado a muchos de los prisioneros: la malla de aquella red invisible de pesadillas y miedos tejida por el cetro de Brujaxa, que tenía sometidos a los esclavos, se estaba aflojando lentamente.
Al mirar de nuevo a su alrededor, los ojos de Régulus se cruzaron con los de Robinia, alzados hacia él, y comprendió que la chica quería decirle algo. Fingiendo que se desplazaba para recoger ortigas, se acercó a ella.
—Dime —susurró.
—Se han llevado a Spica —musitó Robinia.
Régulus sintió que se le encogía el estómago.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Uno de los prisioneros dice que hoy ha visto llegar a un caballero sin corazón en una cabalgadura, y que luego éste se ha marchado con una elfa estrellada. Y yo no he visto a Spica desde esta mañana.
—¡¿Estás segura?! —gimió Régulus en voz más alta.
Uno de los orcos de guardia se acercó y le dio un golpe detrás de las rodillas. El chico cayó al suelo.
—¡No hables mientras trabajas! ¡Abre el pico otra vez y te quedas sin rancho!
Robinia iba a decir algo, pero Régulus le hizo seña de que no. Se levantó despacio y volvió a la tarea. Trabajó todo el día, sin dejar de preguntar, no obstante, cada vez que tenía ocasión, si alguien había visto a su hermana, pero nadie sabía nada. Spica parecía haberse desvanecido en la nada.
—¡Se la han llevado! —le confirmó por fin uno de los prisioneros con voz cansada y resignada aquella noche, cuando volvieron a las jaulas—. Ocurre a menudo. A los que resisten se los llevan…
—¿Que resisten? ¿Qué significa «los que resisten»? Todos nosotros resistimos —objetó él.
—Pero sólo gracias a Spica.
—¿Y cómo pueden saber que ella…? —balbuceó Robinia. Luego, miró a su alrededor, confusa—. ¿Qué ha sido de Mediodía? —preguntó de repente, con una sombra en el corazón.
Una figura sumida en la oscuridad del campo se rió socarronamente.
—Me estaba preguntando cuándo alguien se acordaría de mí.
La voz provenía de fuera de las jaulas.