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UN LUGAR SEGURO

L cabo de unos instantes, los gritos furiosos de Brujaxa llegaron a oídos de Spica, que se estremeció aterrorizada y se arrebujó en sus ropas como si éstas pudieran esconderla de alguna forma. Todavía torpe y muy trastornada, le sobrevino un terror ciego a ser descubierta.

Y si eso no sucedió, fue sólo mérito de Anguila: con un rápido movimiento, la misteriosa elfa cubrió el brillo de la estrella de la frente de Spica con un harapo sucio y polvoriento.

—¡Chist! —susurró.

Una nube de crepusculares precedía a la Reina Negra, que hizo su entrada en la sala con paso decidido, entre dos filas de esclavas que sostenían velas en las manos y se afanaban por seguir su paso.

—¡¿Qué?! ¡¿Un ataque?! —masculló rabiosa—. ¡¿Se atreven a atacar mi castillo?! ¿Y el dragón azul también participa?

—Por el momento no hay ningún dragón —respondió con voz cavernosa uno de los caballeros sin corazón—. Pero el general dice que ha oído sus rugidos a lo lejos. Quizá estén esperando el momento oportuno para que entre en combate.

Spica oyó que Brujaxa estallaba en una gran carcajada histérica.

—Muy bien, ya veremos. ¿Creen que podrán asaltar mi castillo con unos esclavos? Pues están muy equivocados. Les tenemos reservadas muchas sorpresas. ¿Dónde está mi general?

—Fuera del castillo para estudiar la estrategia de defensa, mi señora.

—En cuanto vuelva, que se presente aquí. Quiero hablar con él. No sé qué tiene en la cabeza —murmuró, acercándose a la ventana.

Anguila le hizo una seña a Spica y, deslizándose por la oscuridad, entre las columnas, la condujo fuera de la sala hasta el pasillo. Mientras se alejaban, sus pasos resonaban levísimamente bajo las múltiples bóvedas de piedra. Pero otros pasos las obligaron a detenerse y esconderse en un entrante de la pared con el corazón alterado. Se acercaban cada vez más y resonaban con fuerza y soberbia sobre las desnudas losas del pavimento: eran los pasos decididos de un soldado que estaba muy bien entrenado.

Iluminado por las antorchas, Spica vio cerca de ellas a un elfo alto e imponente, con una pesada armadura negra como la de los caballeros sin corazón, pero de reflejos color sangre. Una espada negra colgaba de su costado y llevaba una capa roja sobre los hombros. Bajo el brazo portaba un yelmo en forma de dragón y tenía el pelo, azul como el de los elfos de río, recogido en una larga coleta reluciente.

Spica tuvo la clara impresión de que, quienquiera que fuese, no debía estar allí.

—¿Quién es? —le preguntó a Anguila cuando él pasó.

La antigua compañera de prisión de Pavesa rezongó:

—El general Altomar. Brujaxa se fía más de él que de nadie.

En otro tiempo, era general supremo de los caballeros de la rosa, pero luego, Brujaxa descubrió su verdadera alma, ambiciosa y oscura como la suya…, y ahora es el más fiel aliado de la reina de las brujas. Fue él quien enseñó a los orcos a volar en los dragones negros y es él quien organiza las tropas, las instruye y decide la táctica en las batallas. Te aconsejo que te mantengas alejada.

Luego, atisbo por una esquina y le hizo señas a Spica de que la siguiera.

Poco después, la chica estaba apoyada en una pared fría, jadeando por la fatiga. Las piernas no la sostenían, le faltaba el aire y sentía que se mareaba ante cada nueva serie de escalones.

—Espera, por favor —susurró, al llegar a una tronera del muro—. No puedo dar un paso más.

Fuera se oyeron unas explosiones. Sonaban lejanas, pero no dejaron de darle escalofríos. Entonces, se atrevió a mirar: a ratos, la niebla violácea que rodeaba el castillo como un velo se aclaraba y permitía ver franjas de terreno donde brillaban pequeños estallidos luminosos. Sobre ella, de repente, se recortó la enorme sombra de un dragón que descendía a una velocidad impresionante hacia los Campos de las Brujas.

Anguila la llamó.

—Venga, sigue, tenemos que escondemos antes de que alguien nos vea.

Pero sus palabras fueron interrumpidas por unos silbidos agudos que resonaron por debajo de ellas.

—¿Y ahora qué ocurre? —preguntó Spica, poniéndose en marcha.

—Han descubierto que has huido. ¡Rápido, por aquí! Ya falta poco.

Subieron aún tres escaleras, luego tomaron un estrecho pasillo y empezaron a bajar.

—¿Adónde me llevas? —quiso saber la joven.

—¡Chist! Habla bajo. Los murciélagos de la Reina Negra tienen un oído fino y lo oyen todo —susurró Anguila—. Te llevo al único lugar seguro, al menos por el momento; el único sitio al que no llegan los crepusculares.

Spica iba a preguntar algo más, cuando se enredó en algo pegajoso y con filamentos.

—¡Ah! —gimió asustada—. ¿Qué es esto?

—Procura no romperlos. Agáchate y sígueme. Pronto lo descubrirás —susurró la elfa orgullosa mientras avanzaba encorvada por el pasillo, que se estrechaba cada vez más—. Son la razón por la que ningún crepuscular vendría jamás aquí y por la cual la vieja Calíope no sospecha nada… La razón por la que nadie sabe de mi existencia.

De repente, el estrechamiento acabó y Spica se encontró en una galería elevada que daba a una gran sala. Frente a ella, colgada sobre el vacío, había una gigantesca lámpara llena de velas que ardían con una llama mágica.

Y todo alrededor, telarañas. Telarañas en cada rincón, telarañas en el techo, en las paredes. Parecía que todo estuviera cubierto por un fino tejido luminoso.

Una araña rojiza del tamaño de una mano avanzó rápidamente por el suelo y Spica retrocedió un paso, conteniendo a duras penas un grito. El animal trepó por las ropas de Anguila a tal velocidad, que no tuvo tiempo de avisarla. Pero la misteriosa elfa, en vez de sacudírsela espantada, abrió la mano para que subiera por su brazo.

La araña rojiza chilló y Spica retrocedió un poco más, muy asustada; tropezó y finalizó sobre un montón de andrajos.

En un instante, se vio rodeada de cientos de minúsculas arañas negras peludas.